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Los reyes de Castilla contentaron a los nobles. A los que les quitaron lo que mal tenían del rey Enrique, les dieron otros predios o bien títulos para ascenderlos en nobleza. Lo hicieron en razón de que los que habían sido leales y los que habían sido desleales con sus personas eran parientes entre sí, a más, que tiempo era de acabar con rencillas y resquemores. Así compensaron a Manriques, Ponces de León, Stúñigas, Pachecos, Girones y otros. Contra el arzobispo de Toledo, que había sido su principal valedor durante muchos años y gran traidor luego, no tomaron represalias y lo mantuvieron en el cargo.

Así, calmadas las aguas de la política, Isabel llamó a su médico para que le diera remedios que le propiciaran otro embarazo, pues buscaba un hijo, un varón que le sucediera en el trono, ya que sólo había alumbrado una hija en varios años de matrimonio y estaba deseosa de someterse a la cura que le había propuesto el galeno tiempo atrás.

Pero tiempo le faltaba para dedicar una mínima parte del día a ella, que los sustos y los disgustos no acababan. Que entre unos y otros no la dejaban leer al marqués de Santillana o a Juan Ruiz ni libros de devoción, ni tiempo tenía para confesar con fray Hernando, pues más parecía que Castilla estaba llena de gentes de calaña.

Es que el 31 de julio de 1476 un tal Alonso Maldonado se había alzado en Segovia contra el que tenía el Alcázar de antiguo, el mayordomo Andrés Cabrera, el marido de doña Beatriz de Bobadilla, quien le criaba y le guardaba la hija a la reina Isabel, como va dicho. El tal Alfonso imaginó tomar la fortaleza y apoderarse de la niña para negociar su hacienda con los reyes, pero no logró asaltar la torre, pues la defendía con bravura don Pedro de Bobadilla, el padre de Beatriz. El caso es que la gente de la población se puso contra Cabrera, aunque éste tenía varias puertas de la ciudad ocupadas por sus tropas.

Sabido lo anterior, la reina, que estaba en Tordesillas descansando unos días en la paz del convento de Santa Clara, cabalgó hasta la ciudad sublevada con el cardenal Mendoza, con el conde de Benavente y con Cabrera, que andaban siempre con ella, y se encontró con casas quemadas, con el pueblo alterado y escandalizado contra el odiado mayordomo y su mujer, queriendo que les quitase el Alcázar y el cargo, e le iban con embajadas y no la dejaban entrar. Y claro, como no sabía qué había sido de su hija ni de los guardianes de su hija, Dios ampare a todos, gritó:

—¡Decid a los caballeros y ciudadanos de Segovia que yo soy la reina de Castilla, y esta ciudad es mía, e me la dejó el rey mi padre! E para entrar en lo mío no son menester leyes ni condiciones algunas…

E entró en el caserío con los suyos e fue hacia el Alcázar que estaba dividido entre los de Maldonado y los de Bobadilla, furiosos los dos bandos, a saber cuál de ellos tenía a la niña. Turbados los de Isabel, ella sufriendo y, una vez más, sin marido, que andaba ocupado arrojando a los franceses del Bidasoa. Los segovianos le suplicaron que despojara a Andrés Cabrera de la tenencia de la fortaleza y la diera a hombres naturales de la población, queriendo incluso dar espada al mayordomo, y los de Maldonado también querían negociar con ella. A la vista de lo que había, la reina arrebató la prebenda a Cabrera, dándosela a Gonzalo Chacón, que venía con ella, para que pusiera orden en aquella algarabía, y dejó que la gente de Segovia tomara el Alcázar. Rendidos los levantiscos y aprisionado Maldonado, pudo abrazar a su hija y comérsela a besos, mientras escuchaba de labios de su amiga Beatriz:

—Alteza, don Andrés, mi marido, no ha cometido tropelía contra la gente de Segovia y yo he guardado a vuestra hija mejor que si fuera mía… No he dormido en tres días… He tomado espada por si hubiere de usarla… Todo por defenderla…

—No temas por tu esposo que lo conozco bien, pero he de escuchar a todos… Llamaré a los regidores de la ciudad y que me digan, luego oiré a don Andrés y haré justicia… El de Maldonado recibirá el castigo que merece, pues que al querer tomar a mi hija de rehén se ha levantado contra mí.

—En vuestras manos estoy, mi señora.

—Es menester que mi marido el rey y yo hagamos valer nuestra autoridad en estos reinos para acabar con cuadrillas y sediciones… Tenemos convocadas Cortes en Madrigal, e queremos constituir una Hermandad que ponga orden en todos nuestros dominios, como la que pretendió imponer mi buen padre tiempo ha.

—Yo os serviré siempre, alteza.

—Lo sé, amiga, tú seguirás ocupándote de mi hija, que yo con tanto ir y tornar no la puedo atender, mal que me pese… E dime, ¿come bien? ¿Cómo se cría, qué le gusta? ¿A quién se parece de carácter, a mí o a don Fernando? ¿Cómo pasó el sarampión? ¿Es piadosa? ¿Tiene amigas? ¿A qué juega? Me gustaría tenerla conmigo… Me he llevado un gran susto con esto del secuestro, que no ha sido tal a Dios gracias… Habla, dime de la niña…

E doña Beatriz le decía y le decía.

Isabel hubiera deseado quedarse en Segovia con su hijita, pero otras urgencias la reclamaban. Debía acudir a las reuniones de Cortes para pedir subsidios, pues las arcas reales estaban mermadas después de tanta guerra; luego habría de tratar lo de la Hermandad y también prestar oído al descontento que había por doquiera contra los judíos y, claro, en esos menesteres se le iban el día y la noche.

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Leonor y Juana Téllez de Fonseca llamaron a la puerta de la casa de la calle de los Caballeros, llorando y asaz alborotadas.

La bisabuela, que le estaba enseñando a una de las nuevas criadas a preparar la crema de arvejas que se aplicaba en la cara cada mañana, las recibió enseguida, despidió a los sirvientes de la habitación y oyó de labios de sus bisnietas múltiples agravios.

Leonor le expresó sin ambages que su marido la había violentado como no se hace ni con moza de aldea. Juana le comentó que el suyo había intentado hacer lo mismo con ella, pero le había resultado imposible, castigo de Dios, y que estuvo porfiando consigo mismo durante más de una hora, sin conseguir atiesar su miembro. Las dos mostraron su mucha indignación y continuaron con que la suegra y las cuñadas eran malas personas y les tenían envidia porque se hubieran casado con sus hermanos e hijos, como si Andrés y Martín no fueran hombres libres, sino esclavos de la madre, que era mujer de carácter varonil; por tener título de nobleza; por ser más bellas que ellas, más galanas, más donosas y, sacando los pies del tiesto, habían sostenido que hasta les irritaba su manquedad en razón de que sabían llevar su defecto físico con la cabeza alta.

En las cocinas, las dos esclavas moras le decían otro tanto a Catalina con toda suerte de pormenores, y aún añadían que las Torralba habían invocado al diablo para malquistar entre los esposos, que había una hija que conversaba con un alma en pena que estaba encerrada en un pozo situado en la huerta.

Doña Gracia, oídas las bisnietas, permaneció dos días en su aposento reflexionando; al tercero les pidió mayores explicaciones y detalles, del cuarto al noveno lloró lo suyo, y al décimo llamó a la viuda Torralba a su presencia.

En el tiempo de cavilación y cálculo, la dama se dijo que los interiores, las entretelas y los negocios del matrimonio no son de opinar por personas ajenas, aunque se trate de parientes carnales pero, como sus descendientes le pedían ayuda explícita con sus palabras e implícita con sus lágrimas, a más que le vino a la boca el orgullo de los Téllez, consideró afrenta lo hecho a sus bisnietas por los dos maridos, la madre y las tres cuñadas, y decidió tomar cartas en el asunto.

Antes de ver a los Torralba consultó al obispo y, siguiendo sus consejos, llamó a Pedro Alfar, joven y prometedor abogado, y le expuso el caso sin tapujos:

—Sepa su merced, señor licenciado, que tengo dos bisnietas gemelas, que no tienen padre, ni padre ni hermanos, que yo soy su pariente más próxima. Que, debido a una desgracia inexplicable que se dio en su nacimiento, son mancas y que, como se organizó jaleo en el aposento de la madre por la tara que traían las nacidas, no se sabe cuál de las dos nació primero para heredar el marquesado… Pero esto no me ocupa, pues que ambas se llevan bien y se quieren con cariño verdadero… La razón por la que os he llamado es porque mis descendientes maridaron va para dos meses con dos hermanos… E sucedió que sus maridos no las tomaron por mujeres la noche de las bodas ni luego, al menos en dos meses, pues que se alistaron en las guerras del rey nuestro señor… E va para diez días regresaron, y a una dellas su marido la violentó pero a la otra, aunque el esposo llevaba las mismas aviesas intenciones, no. No la violentó porque no se le irguió el miembro viril y no pudo… E ahora me encuentro con mis dos bisnietas tratadas como villanas, llorando por la afrenta recibida, pues que son marquesas de Alta Iglesia y mi familia tiene esa casa desde el glorioso rey Alfonso VIII, el de las Navas de Tolosa, y una dellas, con la violentada, empreñada, o al menos tal asegura, pues es pronto para evidenciar su estado…

—¿Vuestras nietas, las marquesas, han abandonado el domicilio conyugal?

—¡Sí!

—¿Han aportado mucho al matrimonio?

—¡Sí!

—¿Hicieron capitulaciones?

—¡Sí!

—¡Este es un caso complicado, señora!

—¡Lo sé, Alfar, por eso os he llamado!

—Me hace su merced grande honor…

—Sois doctor en ambos derechos por la Universidad de Salamanca, ¿no?

—¡Sí, señora!

—¡Pues estudiad el asunto y decidme cuanto antes lo que sea menester!

Mientras la bisabuela andaba con el licenciado, Juana rezaba arrodillada ante la capilleta del gran comedor, ya restaurada y magnífica, pues doña Gracia había llamado a los doradores, pero sin querer comer, ayunando, como si le hubiera dado mística. Leonor, en cambio, pasaba los días en el jardín, donde había buena luz, acompañada de Wafa, tratando de descifrar el pergamino que había en la arqueta encontrada en el ara del altar, que no era el cofre del tesoro de los Téllez, o como si no lo fuera, pues tal acordaron las dos. Y lo poco que salían de casa era para llegarse a la Albardería a recorrer los puestos de baratillo para ver si encontraban un ejemplar de El Corán, y poder corroborar que lo escrito era la primera aleya del libro sagrado de los musulmanes, pues lo que rezongaba Leonor:

—De ti, querida Wafa, no me puedo fiar en esto de las aleyas, pues hace años que no ayunas para el ramadán y muchos meses que no vas siquiera a la mezquita los viernes.

—No puedo ir, Leonor, no me dejas. Estoy día y noche sirviéndote… Hay jornadas que no tengo tiempo para hacer las abluciones, luego el Señor Alá me lo tendrá en cuenta a mí…

—¿Me lo recriminas?

—¡Yo te quiero, Leonor!

—¡No empieces con que me has criado desde la cuna!

—¿Acaso es mentira?

—Oye, lo que no se me alcanza es cómo aprendiste a leer y a escribir árabe si te raptaron los piratas cuando tenías cinco años y te compraron mis abuelos.

—¡Ah, había tantos criados moros en casa de tus abuelos, Leonor, ellos me enseñaron…! Decían que debía aprender la lengua musulmana por si llegaba otro don Abderramán III… A leer y a escribir en castellano aprendí a la par que tu señora madre…

—Bueno, ea, a lo nuestro, Wafa…

—Vamos, Leonor… A Mahoma, el mayor alfaquí, hónrele Dios, me encomiendo, a Fátima, su hija y a Mahoma, hijo de la dicha hija…

—Por el sufrimiento del Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Amén.

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Con una parte de su dinero en casa y otra enterrada bajo la tapia de las Gordillas, es decir, descansada de sus preocupaciones monetarias, María de Abando volvió a la casa Torralba, acompañada de su perro Mot, cierto que muy turbada de mente por lo que había sucedido con el encanto que les hiciera a Andrés y Martín, que había producido resultados tan dispares antes incluso de llevarlo a efecto.

Llamó a la puerta muy temprano, dispuesta a pedir un objeto que hubiera pertenecido al dicho Martín para hacer otro conjuro, pero dio la casualidad que en aquel mismo momento la viuda salía a misa de siete con las dos guisanderas y, vaya, se la llevaron al oficio con ellas, pues aunque le tenían confianza no le tenían tanta como para dejarla que anduviera a sus anchas por la mansión.

En aquella jornada la bruja de la calle de las Losillas —que ya la llamaban de ese modo las comadres de la vecindad porque los predicadores la habían emprendido contra ciertas mujeres que se ganaban la vida trapaceando y no sólo con picardías y enredos o alcahueteando, sino invocando a los demonios y sacando huesos de niño de los cementerios para hacer sus hechizos y echar sus maldiciones… A los demonios, ay, que a su vez ayudaban al turco que estaba a punto de desembarcar, o había desembarcado ya, con una poderosa armada de más de cien bajeles en el sur de Italia, dispuesto a conquistar castillos y ciudades de la cristiandad— se demoró en todo lo que llevaba pensado hacer.

Perdió la mañana porque el sacerdote que celebró misa de siete en San Juan, al terminar no cerró el misal y María, como había oído decir a su madre, no se atrevió a salir del templo:

—Si alguna vez, hijita, estás en misa o en las horas o en vigilia en una iglesia, que puedes ir si te place, mientras el preste no cierre los libros sagrados no salgas o te sucederá algo malo.

Y claro, le dieron las nueve, las once y las doce, hasta que el cura le dijo que iba a cerrar la iglesia, entonces ella salió pese a que estaba el misal abierto, porque no se aventuró a explicarle qué problema tenía, no fuera a descubrirla bruja, y en eso se torció todo. Porque tanto tiempo su perro solo en la calle, cuando fue a buscarlo, lo encontró medio muerto, pues que unos zagales, Dios les dé mal galardón, le habían pegado con palos, tal le informaron las buenas gentes.

Un gran dolor se apoderó de ella, que se llevó el bicho a su casa en brazos e le curó las heridas con tintura de yodo y lo acarició hasta que se le murió en el regazo. Y al día siguiente se acercó a la tapia de las Gordillas, donde enterraba lo que le era querido, y dio sepultura al can.

Y estaba tan conturbada, porque lo que es un perro para su amo sólo lo sabe él, que casi no escuchó lo que le decía Mingo, al que encontró en el postigo del Obispo. Al buen Mingo, que venía a despedirse della porque, acabada la guerra con el reino de Portugal, se había alistado en una milicia llamada Hermandad, cuyo cometido era combatir a los muchos ladrones y trotamundos que poblaban el territorio de Castilla. Casi ni le dijo adiós y, vaya, luego lo sintió.

El caso es que con tanta demora, cuando se presentó en la mansión Torralba a pedir un objeto de Martín encontró la puerta cerrada e tornóse a su hogar. Donde, tragándose la pena por la muerte de Mot, perseveró con sus hechizos, y, pese a no tener una cosa de Martín, hizo un círculo, un cerco en lenguaje de aquelarre, en la ceniza de la chimenea, e dibujó esta vez a Martín y a Juana, mucho más pequeña Juana. Puso luego un cordel entre uno y otro, haciendo casi lo mismo que hacía el sacerdote en la misa de velación de las bodas, y encendió tres candelas, una para Santa María, otra para San Juan y otra para San Pedro, y estuvo hasta muy entrada la madrugada tocando las partes pudendas del muñeco que representaba a Martín con el saquito del niño malparido, tratando de servir a la viuda Torralba que, vive Dios, nunca sabría que por cumplir su manda habría de pasar noches enteras sin dormir.

Al día siguiente, ay, le esperaba otro disgusto, porque cató en agua clara de beber lo que había de suceder entre los esposos y no vio lo que buscaba, sino otro negocio bien diferente… Vio que habría de llover recio sobre la ciudad de Ávila durante siete días y que con tanta agua habrían de pudrirse las cosechas, lo que se le daba un ardite en aquel momento ciertamente… Así las cosas, le vino desazón porque ya no era lo que había sido, o lo que pretendía o creía ser, o porque se había muerto el can o porque se había ido el Mingo, y eso que tenía el zaguán lleno de gente… Una madre con un niño de cuna para que le quitara los demonios; una mujer que quería un remedio para parir sin dolor; otra que deseaba quedarse preñada y, vaya, que largó a todos. Bien sabía que estaba nerviosa, y como le salían mal los hechizos no quiso hacer un desaguisado con aquella pobre gente que le pedía alivio, y eso que tenía bien claro qué hacer con ellos. Al niño frotarle todo el cuerpo con la piedra de la serpiente; a la mujer que pedía parir sin dolor ponerle una esmeralda envuelta en cuero de ciervo atada en el muslo izquierdo, y a la otra, a la que pedía preñez, moler piedra del azul, ¿piedra del azul o la que atrae el tósigo? Dama de Amboto… revolverla en leche de mujer y aplicársela en la natura para que, tras yacer, se empreñara…

Pero, como dudaba y de un tiempo acá le salían mal los conjuros, largó a la parroquia. Alegó que desde la mañana temprano sufría vahídos… Es más, viendo la cara que le ponían hizo como que se desmayaba y las tres mujeres que la esperaban se desvivieron por ella, incluso le dieron a beber una tisana de valeriana para apaciguarle los nervios que llevaba, que presagiaban malas venturas.