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Mientras los lusitanos recorrían Castilla requiriendo a los alcaides que les entregaran las fortalezas por do pasaban y asentaban el real en Arévalo —la tienda del monarca a dos varas de la ermita de la Lugareja, a la vista de la madre de Isabel, que continuaba bordando primorosamente paños y más paños en la señera fortaleza de la villa—, Fernando se trasladaba a las tierras del norte e Isabel andaba por las de Valladolid reclutando soldados. Ambos recordando la batalla de Aljubarrota, donde los portugueses habían derrotado a los castellanos cien años atrás, ambos tratando de levantar el ánimo de las gentes, que no estaban por la guerra. No obstante, consiguieron un ejército de cuarenta mil hombres, eso sí, mal pertrechado, mal avenido y peor adiestrado.

Así las cosas, la reina hacía esfuerzos cada día para levantarse de la cama, pues no en vano había abortado en el camino entre Toledo y Tordesillas, y, aunque no le habían quedado secuelas, salvo mucha pena en el corazón, y se manejaba bien, no estaba con buen ánimo. No obstante, escribía de su propia mano o por medio de sus secretarios a todas las ciudades y villas de los sus reinos para que le enviaran tropas, sobre todo de caballería, y no sosegaba. Porque le llegaban noticias de que el portugués había dejado Arévalo y que la población de Toro le había abierto las puertas. O de que el rey de Francia había reconocido a Alfonso V y a Juana como soberanos de Castilla y pensaba enviar un ejército invasor a las Vascongadas. O de que el duque de Stúñiga andaba cercando el castillo de la ciudad de Burgos.

Cierto que se alegraba cuando era enterada de que su esposo se encontraba ya al pie de las murallas de la plaza de Toro, cabe el río Duero, pero presto tornaba a amohinarse al saber que había desafiado al monarca lusitano a duelo singular, y que éste había aceptado pidiendo seguridades para su persona, y prendas. A las dos reinas en prenda, a ella y a Juana. Y claro, se enojaba, no fuera a aceptar su esposo, creído de su juventud, aquel trueque, aunque llevara ventaja ciertamente en razón de que el rey de Portugal era viejo y asaz grueso de carnes, pero no era comparable la nobleza de ambas damas. No fuera su marido, queriendo ahorrar dineros y terminar la guerra, a parangonarla con la Beltraneja.

De este modo, con los negocios del reino en un brete, habiendo dado orden de incautar las haciendas de los partidarios de doña Juana, Isabel llevaba vida amarga en Valladolid pues observaba sin poder tomar medidas cómo subía el precio del pan, cómo los soldados se mostraban descontentos y reclamaban sus pagas, o cómo la tropa de ladrones que tenía ocupados desde hacía veinte años, o más, los castillos de Castronuño y Alta Iglesia —en manos de gentes que tenían por oficio robar y matar— se pasaban al bando portugués, a más que todavía le dolía su aborto en el alma y con tanto jaleo y disgusto no tomaba los remedios que le procuraba el médico, por eso andaba floja.

Floja y a ratos desesperada. Desesperada al saber que don Alfonso V había tomado la ciudad de Zamora, y con flojera de piernas a toda hora, pese a tener a su lado a los Haro, Enríquez, Alba, Manrique, Pimentel, Mendoza, etcétera. Yendo de aquí para allá, de León a Burgos, de Medina a Tordesillas y Valladolid, como en un inacabable ir y tornar, cierto que recibiendo cada día a más gentes de los linajes que le habían sido hostiles, ítem más, al ser informada de que los franceses habían repasado en la menguante del mar el río Bidasoa con pertrechos y cañones, y estaban a tres mil pasos de Fuenterrabía, donde eran rechazados por los habitadores, que habían fortificado la villa y tiraban pólvora a mansalva con una bombarda muy gruesa, mucho mayor que las que llevaban los invasores, y escaramuceaban contra el enemigo y, pese a las bajas que sufrían, peleaban con mucha bravura.

Mientras las tropas de Fernando e Isabel aguantaban la embestida francesa por el norte, en el oeste el baluarte de Zamora se rendía al rey de Castilla después de librar grande batalla para conquistar la torre, y con los vecinos y con otros, pues se le juntaron condes y duques, se disponía a defender la plaza.

Don Alfonso de Portugal llegó desde Toro con mucha gente, con su hijo el príncipe Juan y con muchos caballeros, entre ellos el arzobispo de Toledo, decantado ahora por la Beltraneja, y asentó su real al otro lado del Duero, de tal manera que el río quedaba entre el campamento y la ciudad, y desde allí bombardeó las torres del puente durante quince días, llevando tres mil de a caballo y cinco mil peones. E vido el lusitano que no podía tomar la plaza, levantó el campamento e tornó río arriba hacia Toro, pero lo alcanzó don Fernando a dos leguas de aquella villa de noche ya, e viendo que no podía dilatar batalla, ordenó sus haces. Bajo una lluvia muy recia, se encontró con las tropas castellanas e lidió hasta que fue vencido e desbaratado e huyó con ocho de a caballo, mientras su hijo se refugiaba en un cabezo y muchas de sus gentes morían ahogadas en el río.

El rey Fernando, bendito sea Dios, recogió más de mil cadáveres en el campo e hizo grande presa de caballos, armas, prisioneros y oro y plata, e tornóse a Zamora al amanecer, movimiento que aprovechó el príncipe Juan para picar espuelas y refugiarse en Toro. Pero hasta que Fernando conquistó esta villa e los castillos de Castronuño, Alta Iglesia, y se le dio Madrid, e le vinieron los señores que habían estado con los lusitanos a postrarse ante él, arrepentidos, no hubo paz en el reino. Luego sí, a Nuestro Señor Jesucristo sean dadas muchas gracias y loores, pues que los reyes fueron magnánimos con los vencidos y a éstos no les quedó otro remedio que ponerse del lado de los vencedores.

Así Isabel pudo decir a su marido:

—Don Fernando, hemos ganado a doña Juana y a don Alfonso. Después de enderezar la hacienda, de entrar a los nobles en vereda y de acabar con los ladrones que pululan por los caminos, haremos la guerra al moro.

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Pese a que, según noticias, los dos Torralba andaban combatiendo en las guerras de Castilla contra Portugal, concretamente en el sitio de Toro con el señor rey, un día a media mañana se presentaron en la casa de la plaza de la Fruta, organizando el jaleo consiguiente.

En el piso de arriba se oyeron voces. Las Téllez las escucharon e enviaron a las esclavas a ver qué sucedía. Pero, antes de que éstas regresaran con las nuevas, entraron los dos hermanos en la habitación de Juana, donde estaban reunidas, e Andrés se llevó a Leonor, e Martín se quedó con su esposa. E ambos cerraron con llave y de un golpe las puertas de los aposentos, pues que venían fieros.

Andrés, que echaba fuego por los ojos, agarró a Leonor del brazo manco e la arrojó sobre la cama; se alzó la túnica, se bajó las bragas e la violentó y, sin cruzar palabra con ella ni para saludarla. Luego salió tan aprisa como había venido, sin volver la vista atrás, sin apercibirse de que su esposa abría la puerta del aposento y arrojaba, airada, la sábana nupcial al pasillo. Martín en cambio, tardó una hora en abandonar la habitación de Juana, en razón de que, aunque entró tan abestiado de ademanes y tan a cierra ojos como su hermano, tras alzarse la saya y bajarse las bragas, fracasó estrepitosamente como varón, ya fuera porque le vinieron pavores o porque no valía para el acto. Juana quedóse muy aliviada cuando se largó dando un portazo, golpe que dejó al descubierto a todos los moradores de la casa la incapacidad del joven.

E con aquel tratamiento, tan impropio de caballeros, las marquesas se sintieron más afrentadas que nunca e lamentaron no tener padre ni hermanos que lavaran con sangre aquella ofensa. E, como los tipos, que otra cosa no eran, se fueron otra vez, sin despedirse dellas, a las guerras del rey Fernando, decidieron contarle todo a la bisabuela puesto que precisaban de su ayuda para tomar una determinación. Conscientes, además, de que, como Andrés se había llevado la virginidad de Leonor y Martín no había podido con la de Juana, se encontraban ante dos situaciones diferentes, máxime porque de inmediato Leonor se supo embarazada y lo comentó con su hermana cuando se juntaron las dos:

—Creo que estoy encinta, Juana.

—No puede ser; será imaginación tuya, que sólo has yacido una vez con tu esposo… Ni que te lo hubiera venido a decir un ángel como a la Virgen María…

—Me noto otra mujer, tengo calor, me vienen ahogos.

—¡Es del sofoco, es natural! ¿Acaso has vomitado?

—¡No!

—¡Entonces, no lo estás!

—Te digo que sí, que la mujer sabe cuando está empreñada.

—¡Hablas como las comadres! ¡Te sucede que estás furiosa, dolida hasta el tuétano, mismamente como yo!

—¡Lo sé bien, Juana, lo sé! E no te burles de mí, ten caridad conmigo, que estoy en situación delicada… Ten en cuenta que, desde que mi marido me violentó, le odio, y ahora llevo un hijo suyo en mis entrañas, no sé si lo quiero…

—¡Oh, pobre hermana mía! ¡Si te consuela, te diré que yo también odio a Martín!

—¡Abomino a Andrés, a su madre, a sus hermanas y a esta maldita casa!

—¿Qué podemos hacer?

—¡Marcharnos con viento fresco…!

—¡Ea, pues vamos!

—¡Vamos a decírselo a doña Elvira y, si se atreve, que nos corte el paso!

A eso fueron, a comunicarle a su suegra que se iban de aquella casa para siempre jamás, pues que llevaban mucho enojo en su corazón. Pero, vaya, que la dueña andaba con dineros encima de la mesa y en conversación con una mujer cuyo rostro no vieron e, cuando le dijeron que deseaban hablar con ella, les respondió, tapando los dineros con las manos, algo así:

—¡Perdónenme sus mercedes, que estoy platicando con esta mujer! Las haré llamar en un momento…

E continuó en aquel conciliábulo. E las marquesas se sintieron más airadas todavía, en razón de que aquella doña Elvira, que siquiera era hidalga, se permitía tratarlas como si fueran criadas, y no se dignaba interrumpir las pláticas que llevaba con una mujer del vulgo, tal se adujeron por el atuendo de la dueña, que no le vieron la cara, pues que de haberlo hecho hubieran conocido a la Niña del Cristo de la Luz y tal vez la hubieran saludado o preguntado qué martingalas se llevaba por allí. Por eso, sin pensarlo dos veces, se encaminaron a la puerta más cercana y, pasando por delante de sus tres cuñadas, que las miraban atónitas, abandonaron, seguidas de sus esclavas y sin llevarse equipaje, la casa de la plaza de la Fruta.

Setenta pasos contó Leonor hasta llegar al palacio de la calle de los Caballeros, setenta y seis Juana.

E la viuda Torralba, como habían ocurrido demasiadas cosas en su casa mientras anduvo ajustando los servicios de María de Abando, no se enteró de que habían llegado sus hijos, ni de que uno de ellos había violentado a su esposa, ni de que el otro no había podido, ni de que los dos se habían vuelto a marchar, ni de que las marquesas, sus nueras, habían abandonado la casa, hasta bastante después del almuerzo. Pues comió sola en su aposento e durmió un poco de siesta, quizá para curarse el mal rato que había pasado con la bruja contándole las intimidades de la familia o por los muchos dineros que le había dado que, como buena judía que había sido, le habrían salido del alma, o quizá se olvidara de que la gente de su casa le había ido con urgencias.

El caso es que cuando llamó a charlas a sus hijas para preguntar a Catalina, la mayor, si platicaba con un posible espíritu que hubiera en uno de los pozos de la casa, negocio que también deseaba conocer María de Abando, y a todas qué querían cuando llamaron a su puerta, fue informada cumplidamente de los sucesos, y se lamentó como no en vano le habían vaticinado sus descendientes. E rompió en amargas lágrimas por la afrenta hecha a sus nueras, por el disgusto que llevaban y por la impotencia de su hijo Martín, pese a que sus hijas quitaban yerro al desgraciado asunto y no lo tachaban de «afrenta» sino de «desliz», y aún añadían que lo de Martín se podría arreglar, e no pudo soportarlo e le vino un vahído e hubieron las criadas de acercarle el frasco de sales a la nariz e llevarla a la cama en brazos.

Y, vaya, tardó en recomponerse y estuvo tres días con el estómago revuelto y con motivo, pues que sus hijas, a más de narrarle lo ocurrido en toda su crudeza, de demandarse mil veces si Leonor estaría ya empreñada y de sostener que las taras se heredan más fácilmente que las virtudes, le recriminaron haber negociado mal los matrimonios de sus hermanos y que hubiera dejado asuntos sin ajustar en las capitulaciones, sobre todo cuál de las gemelas habría de heredar el marquesado. A más, que se dolieron de haber emparentado con aquellas dos arpías, las marquesas, y se santiguaron varias veces al comentar el mucho sufrimiento que hubo de padecer la progenitura de las mismas para fallecer tan de súbito. Y lo único que reconocieron en la agria plática que mantuvieron con su madre fue que Andrés era hombre de demasías y Martín lerdo, pues que sólo sabía ir con megueces a unos y a otros.

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María, tras abandonar la mansión de los Torralba, anduvo por la calle de los Caballeros tentando los dineros que llevaba en la faltriquera. Saludó ya de lejos a Catalina, la cocinera de las marquesas, que estaba apoyada en el dintel de la puerta de las cuadras contemplando a un hombre. A un pobre que, Jesús, Dios, andaba medio desnudo. Qué medio desnudo, en cueros de cintura para abajo, tapándose el colgajo con un trapo y destapándose para que la guisandera y, ahora ella, lo vieran. La ensalmera lo reconoció enseguida, pues era el mismo que había estado a su lado en la iglesia de San Juan en la ceremonia religiosa de la boda de las Téllez, eso sí, vestido.

Le hizo un aspaviento con las manos a Catalina, como preguntándole qué hacía este tipo, y la guisandera le respondió abriendo los brazos en un gesto de impotencia.

María continuó observando, y se dijo que el sujeto no enseñaba lo que enseñaba como si mostrara algo grande y único ni prometiendo maravillas como habían hecho el Mingo y el Perico mientras estuvo en la ermita del Cristo de la Luz que, ahora, desde que vivía en la calle de las Losillas, no se atrevían ya, no fuera a verlos la vecindad y los denunciara a los regidores por escándalo. Y presto se apercibió de que al hombre, más que enseñar lo que enseñaba, lo que le interesaba era bailar las manos, como si quisiera decirles tengo dos manos, como si fuera importante tener dos manos, que lo era, si no que se lo preguntaran a las dos marquesas mancas.

Y lo llamó:

—¡Eh, buen hombre!

Pero el tipo se echó a correr. Entonces María se acercó a la cocinera y le preguntó:

—¿Quién es, Catalina?

—Ronda por aquí de un tiempo a esta parte. Dice que se llama don Juan…

—¿E no vienen los alguaciles a por él?

—¡No!

—¿No lo has denunciado?

—¡No, es un pobre hombre! Hoy andaba desnudo pero últimamente llevaba una túnica.

—Puede escandalizar a alguna doncella yendo así.

—¡Sí, a ti, por ejemplo, porque seguramente eres doncella!

—¿Por qué me tienes ojeriza, mujer? Yo te puedo echar las suertes o leer las rayas de la mano para decirte que vas a vivir cien años o hacerte rica o curarte el dolor de vientre o el cólico, todo de balde, o regalarte estos dineros para que te compres un manto para el invierno… Toma, toma esta bolsa para ti… Que me gusta dar a las amigas… —decía María con voz zalamera, sacándose uno de los saquetes que le había dado la viuda de la faltriquera—. Toma, que tiene cien maravedís… Pero, dime, ¿cómo están tus amas, las señoras recién casadas? ¿Cómo les va con sus maridos? ¿Alguna dellas se siente preñada…? Yo la puedo atender e remediar en sus dolores y vómitos… ¿E doña Gracia qué? Que le tengo mucho aprecio a la dama… Toma, coge la bolsa, no tengas reparo…

—¡Vete, maldita alcahueta!

—Me quejaré a tu señora cuando me llame, pues me tiene estima… No debes olvidar que merced a mis oficios tus amas se han casado…

—¡Sí, valiente matrimonio que han hecho con dos judíos!

—Hija, pareces fray Tomás de Torquemada…

—¡Vete al infierno, bruja!

—Te arrepentirás de hacerme este desaire…

—¡Atrévete a echarme mal de ojo y verás! Te denunciaré a la justicia… ¡Y acabarás en la hoguera como pretende hacer fray Tomás con todas las gentes de tu calaña!

Dicho lo dicho, la guisandera echó la tranca. E fuese María muy enojada, pues que había saludado amablemente a la criada y le había respondido asaz mal, pero se la quitó de la cabeza pues lo que se dijo, que no había de emplear un minuto de su tiempo con aquella necia que no tenía donde caerse muerta y había despreciado una bolsa de cien maravedís.

E iba caminado con tanto garbo que llegó en dos zancadas a la plaza de San Juan. De haberse demorado un tantico y de haber vuelto la cabeza, hubiera podido ver a las dos marquesas de Alta Iglesia llamar exasperadas a la aldaba de su antigua morada, y enterarse de ciertas cosas que le hubieran ahorrado desazón y harto trabajo.

Sin volver la vista atrás, anduvo hacia su casa por la calle de las Campanas, pensando cómo acometer al espíritu del pozo de los Torralba que sin duda sería el alma en pena del Perogil. E iba cavilando si lo constreñiría en una redoma o lo haría salir y lo largaría, no fuera a ser el causante de la impotencia de los mozos. Si hablar o no hablar con la hija mayor, pues que las guisanderas le habían asegurado que había platicado con él. Si en el pozo viviría en espera de su redención el espectro de don Perogil que, dado los hijos que le habían sobrevivido, los dichos Andrés y Martín, no quería marcharse de este mundo hasta que consumaran su matrimonio y dejaran el linaje en buen lugar, o si todo era negocio de las cocineras que, como mucha gente, oían un ruido durante la noche y ya creían que se trataba de Satán o de alguno de sus príncipes.

Y en ésas estaba, considerando importantes asuntos, proyectando, además, ponerles a los hermanos las manitas del niño muerto de María de Ataún en sus partes para remediar su impotencia, pero en esto volvió la cabeza y se topó con el tipo desnudo, que la venía siguiendo, y le preguntó lo primero que pregunta todo el mundo a todo el mundo:

—¿Cómo te llamas?

—Don Juan —respondió el hombre, y levantando los brazos bailoteó las manos…

—Ya veo que tienes manos…

—¡Tengo dos, dos…!

—Yo también, mira, dos… ¿E qué haces por aquí?

—Don Juan.

—Ya lo sé. Dime, ¿qué haces, de qué vives?

—Don Juan…

María lo dejó en la puerta de su casa, y una vez dentro echó la llave.

Aquella noche se empleó a fondo pues la pasó en vela. Estuvo dibujando unos muñecos, uno más grande y otro más chico, que representaban a Andrés y Martín, en la ceniza de la chimenea, marcándoles sus partes viriles, y refrotándoles por ellas el saquito de María de Ataún, que a ella al menos le habían revuelto la natura.

Al día siguiente se le presentó una urgencia. Se adujo que, antes de ir a la mansión Torralba a enfrentarse con el espectro del pozo, debía guardar su mucho dinero, o al menos parte, no fueran a entrarle ladrones en casa y, dudando entre dejarlo en manos del judío Yucef, como hacía la gente amillonada, o en enterrarlo, pasó la jornada deambulando por la ciudad, de taberna en taberna, un vaso acá, otro allá. De asueto, como si no tuviera otro quehacer, perdiendo el tiempo, en fin.

Al siguiente, ya con la cuestión decidida, lo primero que hizo fue encaminarse a la ermita del Cristo de la Luz dispuesta a enterrar su dinero por allí y, tras atravesar el rabal, pasar por delante de Santo Tomás y subir el repecho, llegó sin aliento. Se detuvo en la iglesuela aunque no pudo entrar, pues estaba cerrada con fuerte candado; no obstante, se arrodilló delante del Santo Cristo y se le hizo que la imagen le sonreía, pero no, no, cosas suyas, que últimamente hasta creía volar cuando posiblemente lo había soñado.

Hubiera metido las bolsas de la Torralba en el hueco entre el ara del altar y la pared donde ya había ocultado sus dineros, mientras moró allí, para que se las guardara el Señor, de no estar aherrojada la puerta, pero pensó en enterrarlas en el bosquecillo anejo a la tapia de las Gordillas, donde se había dejado su virtud, porque buscaba un lugar recogido y poco transitado. Entrando estaba en el arbolado, cuando escuchó ruidos, como si un espectro rondara por allí. Largóse entonces, que mejor evitar a hombre, animal o espíritu, pues hacía mucho tiempo que no se enfrentaba a ninguno y todavía no estaba segura de cómo arremeter contra el que vivía en el pozo de la casa Torralba.

Fuese, pero volvió al cabo de un rato, después de saludar a la hermana Miguela, que la recibió con mucho cariño, y terminó enterrando tres cuartas partes del dinero que tenía al pie de la tapia de las Gordillas, en saquetes, orando porque sólo la hubiera visto el Cristo de la Luz, debajo del ladrillo número trigésimo tercio a partir del ángulo por donde sale el sol. El trigésimo tercio, número que obtuvo de sumar del día en que nació, el veintidós, más cuatro del mes de abril, más uno, más cuatro, más cinco, más uno, del año de 1451, es decir el día, mes y año en que nació, para no olvidarlo nunca jamás.

E, habiéndose quitado un peso de encima, fuese ya a la casa de la plaza de la Fruta para vérselas con el espectro del pozo, pero al llegar fue sorprendida por una noticia.

Las guisanderas, sus amigas, le dijeron que antesdeayer mismo, estando ella en la casa de plática con doña Elvira, habían vuelto los señores. Que Andrés y Martín habían regresado de súbito, estado una hora y vuelto a marchar a la guerra, siquiera sin saludar a su señora madre. Que Andrés había tomado por mujer a su esposa, y que Martín lo había intentado sin conseguirlo. Que las marquesas se habían marchado muy enojadas a su antigua mansión. Que los problemas de doña Elvira, su ama, se habían reducido a la mitad y que había preguntado por ella…

María de Abando se largó rauda naturalmente, no fuera la viuda a pedirle que le devolviera las bolsas que le había dado, disgustada y moviendo la cabeza en razón de que no había sentido ni intuido la presencia de los maridos, y preguntándose por qué su hechizo, el de frotar el saquillo del niño muerto en las partes de varón de los muñecos que representaban a los hermanos Torralba, había hecho tanto beneficio con Andrés y ninguno con Martín; admirada, por otra parte, de que hubiera hecho efecto con sólo pensarlo y horas antes de ponerlo en práctica, mientras aún andaba ella en tratos con doña Elvira, pero lo que se dijo:

—La magia es inestable, inquieta y movediza.