El 25 de mayo de 1475, día del Corpus Christi, el ejército portugués, después de que su soberano retara a Fernando e Isabel, cruzó la raya del reino. A mitad del mes de junio falleció la reina Juana, la segunda esposa del rey Enrique, se comentó que por beber malas aguas, pero se dijo también que a causa de sus muchos pecados, pues que llegó un momento en que ya no le cupieron más en el alma y que ésta, anticipándose al cuerpo, aceleró su muerte y la abandonó por su cuenta, sin causa aparente, quizá tratando de salvarse a la desesperada.
Isabel, mientras trataba de apaciguar al monarca lusitano enviándole varias embajadas, pensaba a menudo en la Beltraneja. Moza en la que se repetía su propia historia pues, aunque andaba rodeada de gente ambiciosa y con la población de Madrid a su favor, sin duda estaría tan sola como ella estuvo. Como ella, preguntándose qué hacía en este mundo y si era mejor vivir o morir, también traída y llevada por unos y por otros. Y deseaba darle una salida honrosa a su pariente: casarla bien o entrarla en un convento, lo mismo que habían pretendido algunas gentes con ella. Y lo que decía a su señor marido:
—Don Fernando, doña Juana no es hija legítima de mi hermano… Mi señor padre dejó expreso en su testamento que a falta de descendientes, a Enrique lo heredara Alfonso, y a falta de Alfonso, yo…
—Llamaremos a Villena para que venga a unas vistas con nosotros… Trataremos de que desista del juramento que le hizo a doña Juana.
—No aceptará… El cardenal Mendoza dice que es caballero y que antes morirá por ella que servirnos, sencillamente por esas cosas del espíritu de la caballería, muchas veces cuestionables… Me asegura que no es felón como su padre…
—No menosprecie su alteza —la trataba de alteza y había abandonado el tuteo con ella, como uno más— las virtudes de la caballería. López Pacheco ha dado juramento de fidelidad a doña Juana y debe mantenerlo aunque le cueste la hacienda y la vida…
—No entiendo yo, marido… Lo de la caballería es bonito en un torneo, para un relato… Pero oponerse a lo que dictó mi padre el rey don Juan, no lo entiendo. ¿Quién es él? ¿De dónde le viene la autoridad para arrogarse en defensor de una causa? La legitimidad está en mí… E, no sé…
—Si es menester, iremos a la guerra.
—¿Con qué dineros?
—¡Pediremos, y si no nos dan por las buenas, pues será por las malas!
—Tenga tiento el señor rey, que no es sólo la cuestión de doña Juana; es que, cuando juntemos los reinos de Castilla y Aragón a la muerte de su señor padre, gobernaremos el mayor territorio de aquesta parte de Europa.
—Los portugueses han encontrado y explotan una mina de oro en la ribera del Mar Océano y son ricos…
—Quieren más, desean nuestras tierras, y por eso don Alfonso se casará con su sobrina.
—E los franceses también buscan lo nuestro.
—El arzobispo de Toledo no está por nosotros. Enviemos nuevas embajadas…
—Voy a armar seis mil lanzas… Mientras tanto, preséntese su merced en Alcalá y consiga que Carrillo se allegue a nuestro lado. Tratándolo con tino, pues ya sabe que es hombre de mudanzas y de ejemplo irregular…
E partióse Isabel a Alcalá de Henares, donde el arzobispo de Toledo se entretenía para distraer sus malos humores buscando la piedra filosofal con un nigromante llamado Alarcón, el mismo que había hecho horóscopo a la señora cuando era infanta y dejado entrever, que no asegurado, que podría llegar a ser reina. Y, vaya, que el prelado siquiera la recibió mal, pues ella entró en la población por una puerta y él salió por otra. Lo cual venía a significar que estaba con la hija incierta del rey Enrique, con la Beltraneja y contra ella, cuando la reina necesitaba más que nunca todo el apoyo de las gentes, todo el cariño del mundo, toda la benevolencia de Dios, pues que, además, estaba, bendito sea el Señor, otra vez encinta, por fin. Y aunque en Toledo fue aclamada por la vecindad, pues que abandonó Alcalá en razón de que no tenía a quién saludar, abortó, el mismo día en que la señora Beltraneja maridaba con don Alfonso de Portugal, presentes los dos, aunque sin dispensa papal; cinco días después de que los prometidos se proclamaran reyes de Castilla en Plasencia, y seis días después de que Juana librara cartas a todas las ciudades y villas defendiendo los derechos que tenía al trono y los pactos de Valdelozoya.
La guerra comenzó.
Leonor y Juana Téllez de Fonseca, las dos marquesas de Alta Iglesia, esperaron una noche y otra a que sus maridos llamaran a la puerta de la habitación, en vano. Transcurrido un mes de su unión sacramental, como Andrés y Martín habían dejado la casa de la plaza de la Fruta para ponerse al servicio del rey en las guerras que se anunciaban contra el invasor portugués, las dos mujeres no supieron qué hacer.
Conocieron, eso sí, porque todo se sabía en aquella casa en razón de que las moras mantenían el oído atento, que a Andrés y Martín, después del banquete de bodas, les había entrado pavor, que se habían emborrachado como nunca y metido en su cama de solteros, para levantarse a los dos días, mandar hacer el equipaje, afilar sus espadas, aparejar sus caballos, despedirse de su madre y largarse a servir a don Fernando, lo mismo que hacían todos los caballeros capaces de mantener alzada la lanza por todo el reino, cierto que éstos sin dictar testamento ni decir adiós a sus esposas.
Sintieron las dos gemelas en lo más íntimo de su corazón aquel desplante, que otra cosa no era. Y, a un mes del hecho, todavía dudaban si decírselo a la bisabuela, más que nada para que no se llevara disgusto y evitar que exclamara, pues que les dolía sobremanera:
—Porca vita!
Lo que venían diciendo ellas de cuatro semanas acá. E, la verdad, no sabían qué hacer, que no habían oído nunca hablar de una situación semeja; no obstante, trataban de analizar los acontecimientos. Convenían en que sus noviazgos habían sido como los de todas las doncellas casaderas del reino. Con el pretendiente rondando la calle, llegándose a la ventana, platicando con la novia en la misma, mandándole billetes de amor… Los de ellas, las respuestas de ellas, preciosas, con palabras de la bisabuela y con bonitos versos del señor Petrarca… Un idilio bello, después de todo.
Pero, como pasados treinta días de la ceremonia matrimonial, las moras aseguraban haber oído en las cocinas que a los maridos, dos mozos garridos, les había entrado terror de yacer con ellas la noche de autos y por eso se habían embriagado hasta perder el seso para dilatar sus obligaciones y no cumplir como maridos, sin ponerse de acuerdo entre los dos para mayor despropósito, se dijeron, encerradas en el aposento de Leonor, lo que era obvio, pues no encontraban otra explicación:
—Les vinieron pavores porque somos mancas, porque ni Andrés ni Martín quieren tener un hijo que herede la tara…
—Son cobardes… Mucho irse a hacer la guerra y…
—Se esconderán en la retaguardia detrás de los carros de provisiones e no asomarán la cabeza.
—¡Quiá, se quedarán a dos leguas del campo de batalla!
—¡Con sus barraganas!
—Ya nos sabían mancas. Yo, querida hermana, no me tapé mientras estuve en la ventana.
—Ni yo.
—Como no han consumado el matrimonio somos libres… Nada nos une a ellos… Es cuestión de que volvamos a nuestra casa…
—¿Cómo vamos a volver? Seremos el hazmerreír de la ciudad y de Castilla toda…
—Además, la abuela se disgustará.
—Quizá debamos conversar seriamente con doña Elvira, la madre.
—¡Ni hablar! Está siempre con sus tres hijas, con esas tres comadres…
—Bueno, pues esperamos un tiempo más, Juana…
—¿Un mes?
—¡Sí, nos damos de tiempo otro mes!
Y así las cosas, no eran felices. Toda la ventura que habían disfrutado mientras vivieron en la mansión de la calle de los Caballeros se terminó al entrar en la casa de la plaza de la Fruta, y menos mal que se habían traído a las moras con ellas. Menos mal que Catalina iba a visitarlas de vez en cuando, a llevarles parabienes de la bisabuela y a echar pestes del nuevo servicio que había contratado la dama, una pandilla de vagos. La buena mujer hablaba de cosas menudas por no decirles nada de don Juan Téllez que, convertido en pobre de pedir y vestido de harapos de cintura para arriba y con un trapo de cintura para abajo hasta que unos monjes caritativos le dieron un gonel muy usado y que a veces se levantaba, continuaba rondando su antigua casa y durmiendo en el atrio de San Juan. Para no contarles que el hombre, ya fuera un pobre, pobre, o el dicho marqués, alunado por demás, las había contemplado, divinas, cómo iban las dos en el carro triunfal que las llevó, antes y después de casadas, de su antigua casa a la iglesia y de la iglesia a su nuevo hogar, y que alzó los brazos y bailoteó las manos, lo único que hacía, pues que hablar, hablaba poco, que sólo repetía que se llamaba don Juan. Y eso, guardaba silencio, y otrosí hacía sobre la situación de las gemelas, que se mantenían doncellas, pues, enterada por las moras, no le dijo nada a la bisabuela.
A la vista de lo que no sucedía en su casa, doña Elvira, la viuda del Perogil Torralba, tras llevar mil candelas y buenos dineros a la iglesia de San Juan, recibió a María de Abando, la ensalmera de la calle de las Losillas. La hizo ir a su casa para que le curara un lobanillo que le había salido detrás de la oreja y le incomodaba, pero fue mera excusa, pues la dueña le quiso sonsacar qué se podía hacer, qué remedios se podían aplicar para que un marido entrara en el dormitorio de su esposa y una vez allí cumpliera como varón, sin que se enterara el sujeto por no someterlo a humillación.
María, que estaba sobradamente informada del negocio pues había estado en las cocinas el día de las bodas de las marquesas hasta bien entrada la noche, no hubiera necesitado saber más. Pero para hacerse valer y cobrar más, dijo que habría de estudiar el caso y conocer la calidad del marido, y a ser posible verlo, de lejos que fuera para no someterlo a humillación. Y cuando la viuda le informó, roja hasta la raíz del cabello, que el marido no era uno, sino dos, dos de sus hijos, los que se habían casado el día 8 de mayo pasado con las dos marquesas Téllez, y que a éstas se las llevaba el enojo y pedían justicia en sonoro silencio, recluidas en sus habitaciones y sin querer ver ni tratar a ninguna persona de la casa, haciéndose servir por sus esclavas moras en exclusiva e no participando en la vida familiar, María le preguntó si sus dos hijos habían sido capaces con otras mujeres. La viuda asintió con la cabeza, roja, roja de rostro e, moviendo nerviosamente las manos, musitó que Andrés tenía casa puesta a una barragana en el rabal de San Nicolás, y que Martín iba a menudo con él. Sobre si había sucedido algo digno de mención el día de las bodas, la Torralba contestó que no, que, a más, bendito sea el Señor, la ceremonia había sido lucida de lo más y el banquete espléndido e muy bien servido, cierto que las tornabodas, que hubieran durado dos semanas, fue preciso darlas por terminadas a los dos días porque los maridos ensillaron los caballos y se fueron con sus escuderos a servir al rey Fernando.
—A servir al rey o a ocultar su vergüenza, hija…
—¿Qué desea su merced que haga yo?
—Que lo arregles, que eches los ensalmos necesarios a mis hijos o a sus mujeres o a la casa o a la ciudad o al mundo…
—¡Pardiez, señora Elvira!
—¡Te daré estas dos bolsas!
—¡Tres!
—¡Tres!
—¡Dos, ahora!
—Oye, no… Una ahora, y dos luego…
—¡No!
—Ea, pues bien. ¡Espera, que llaman a la puerta; he dicho que no me interrumpan por nada y ya ves!
Y, vaya, que se presentaron sus tres hijas.
—¡Madre, tenemos que hablar ya con vos!
—¡No atenderé a sus mercedes en este momento, estoy muy ocupada!
—¡Pues ha de sentirlo su merced!
—¡Pues lo sentiré! Continúa, María…
—Podré entrar y salir de la casa y andar por las habitaciones y hablar con quien estime conveniente, y hacer mis encantos sin que nadie me estorbe ni menos me vigile, ¿entiende su merced?
—Entiendo… Además, te daré de comer y de cenar, lo mismo que yo y mis hijas.
—Mañana vendré a primera hora.
—Oye, María, guardarás silencio destas pesquisas pues, pudiendo consultar con mi capellán y con el señor obispo, he acudido primero a ti para que me resuelvas este negocio tan desgraciado… E ni mis hijos, los interesados, ni mis hijas, que están detrás de la puerta queriendo saber qué pláticas me llevo contigo, sabrán nada desto, pues que es meterme donde no debo… Claro que lo hago por la gloria de mi casa, que fue la de mi esposo, don Perogil, hombre de fama y probada virtud…
—Que me muera si digo palabra, señora Elvira…
—¡Otra vez llaman a la puerta y como si hubiera fuego! ¡Vuelve la cabeza, que no te vean, voy a ver qué pasa! ¿Qué ocurre? —preguntó doña Elvira.
A la voz de la señora, una criada abrió la puerta desde fuera y aparecieron las mancas en el umbral diciendo que deseaban hablar con ella, pero les respondió que las llamaría en breve, el tiempo que tardara en despedir a la mujer que tenía en hablas, lo mismo que ya había dicho a sus hijas, que también habían querido interrumpirle con anterioridad. E idas las marquesas, le dijo a María:
—Ea, ve con Dios. E recógete los dineros, no te los vayan a robar.
—Él quede con vuestra merced.