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Con las instrucciones que recibiera de la anciana marquesa de Alta Iglesia, en la recepción y baile que dio para su cumpleaños, doña Isabel, aunque disgustada pues el rey de Portugal había aceptado maridar con doña Juana la Beltraneja, tuvo tiempo de cambiar ciertos modos de la Corte.

La anciana, que aprovechó la ocasión para pedirle a la señora que se interesara en la recuperación del castillo y villa de Alta Iglesia, en manos de ladrones de tiempo ha, le había explicado por lo menudo en qué consistía la etiqueta en las cortes italianas. Le había expresado palmariamente que a más ceremonial mayor etiqueta y que ésta debía estar reglada, y narrado con detalle cómo recibían el santo padre, el duque de Milán, el dux de Venecia, el rey de Nápoles, etcétera, e cuántas reverencias era menester hacer a cada uno e cómo. Le había hablado del tratamiento; de cómo el copero había de servir y a quién primero; de los vinos, de la comida, de los postres, de los platos; de las diversiones y bailes; de las sillas, alfombras e adornos; de las vestiduras de las gentes, etcétera.

Isabel estuvo hablando con la anciana mucho tiempo, llegando incluso a suscitar los celos de otros nobles por aquel distingo. Acabada la conversación, tras prometerle a la anciana que se interesaría en la recuperación del marquesado, sonrió ampliamente, pues encontró que el ceremonial de la corte de Castilla nada tenía que envidiar al de los grandes ducados italianos, salvo en una cosa: en el tratamiento. Porque, si bien a su esposo y a ella, los vasallos les daban el título de «alteza», como era preceptivo, varias personas trataban a don Fernando con excesiva familiaridad. Cierto que algunas eran parientes próximos, como el almirante Enrique Enríquez, que era su abuelo materno, y que hacía lo que había hecho siempre: tutearla, pero otras también lo hacían. En concreto, los hombres que se había traído de Aragón, lo cual no se ajustaba a la etiqueta y debía ser subsanado de inmediato y, de paso, también lo que le sucedía a ella con doña Clara, don Gonzalo y doña Beatriz. Para ello, para arreglar aquel despropósito y dar realce a la Corte, primero habló con su marido, que la atendió con cortesía pero no tomó cartas en el asunto, y luego convocó a sus secretarios y a sus damas y les habló claro:

—Deberán sus mercedes dar a mi esposo, el señor rey, el título de «alteza» y tratarlo de «vos» cuando se dirijan a él, aunque lo conozcan de chico… Nos, tal ordenamos y damos tal ejemplo y lo tratamos de ese modo hasta cuando nos encontramos con él en privado…

Y, ay, que aprovechó la ocasión para continuar con otro tema que le preocupaba harto, a más que tiempo era de enmendallo:

—Dicho lo anterior, es nuestro deseo que si hay alguna barragana en esta Corte, salga presto della e no vuelva… E que los hombres contengan el ardor que les producen sus partes varoniles y las mujeres las suyas, e que a mi lado se viva con mujer legítima, mismamente como hacemos el rey y yo…

Todos tomaron buena nota de lo primo, los aragoneses también. Cierto que sobre lo segundo hubo cierto revuelo entre los oficiales, que se apresuró a acallar Gonzalo Chacón.

El monarca, enterado del hecho, se encogió de hombros porque tenía otras cosas que hacer, como pensar en las estrategias que seguiría cuando el rey de Portugal invadiera Castilla, pues no era lo mismo que entrara por Badajoz que por Ciudad Rodrigo. Tenía la mente en otras cosas que le impedían ocuparse del tuteo que le daba su abuelo o de aquella historia del lema, del Tanto Monta, que mandaba bordar su esposa en todos los estandartes y banderas… E sobre las barraganas sonrió y aun comentó con sus secretarios que tal vez todo fuera obra del nuevo confesor de su esposa. Un monje Jerónimo, un tal fray Hernando de Talavera, que, para oírle en confesión a la reina, la había hecho arrodillar, en vez de hacerlo él, como era costumbre inveterada entre reyes y capellanes y que la estaba interesando por negocios asaz simples.

E hacía bien el rey Fernando de dejarse de conversaciones vanas porque los enemigos eran muchos e importantes y la hija de la reina, la dicha Juana la Beltraneja, que vivía con su madre en la fortaleza de Madrid, andaba en boca de todos.

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Siete días antes de las bodas de Leonor y Juana Téllez de Fonseca, Catalina, la cocinera de la casa de la calle de los Caballeros, observó desde una de las ventanas del piso bajo que un mendigo rondaba por allá. Un tipo con las bragas hechas jirones o sin bragas, pues se tapaba con un trapo, caminaba calle arriba e tornaba calle abajo, de la iglesia de San Juan a la plaza de la Fruta, y viceversa. El primer día, como lo viera menesteroso, le dio un mendrugo de pan; el segundo, un pote de sopa; el tercero, para que no lo tomara por costumbre, lo envió a un convento a que los frailes le dieran sopa y un sayo que le tapara las vergüenzas, pero, Santo Cielo, el cuarto, creyó conocerlo; el quinto, le puso nombre a aquel rostro, y el sexto habló con él ya sin tener que avergonzarse pues que los monjes lo habían vestido con una túnica y, tras conversar, guardó silencio, siquiera dijo una palabra a las esclavas moras.

Y es que, ay, Jesús, descubrió que el tipo que rondaba la calle era el señor don Juan Téllez, el desaparecido marqués de Alta Iglesia… O tal vez fuera, ay, Señor, su imaginación que, despertada por los versos del Petrarca, veía lo que no existía: a don Juan. Pero el hecho era que lo reconocía por sus ojos, vivos por demás aunque muy diferentes a los de sus descendientes, que habían sacado los ojos de la madre… A más, que el sujeto levantaba los brazos y movía las manos, como dando mucha importancia al hecho de tener dos manos… En virtud, vive Dios, de que sus dos hijas sólo tenían una mano cada una, un accidente que no les impedía ocupar su lugar en este mundo ciertamente, ni vivir, ni comer, ni desarrollarse, ni casarse, hecho que, si el Señor Dios no lo impedía presto, y no parecía tener el menor interés, habría de suceder mañana a la mañana. Sin embargo, a él, al tipo, a don Juan acaso, el dichoso accidente le había perturbado, el 22 de abril de 1451, hasta tal punto que había abandonado casa y familia, para volver a pisar las losas de la calle de los Caballeros veinticuatro años y nueve días después de su partida… Tornando alunado, pues no reconocía su casa ni a su guisandera, a más de pobre, sucio, hecho un guiñapo, lleno de piojos, y a saber si traído por algún mandado celestial o por alguna fuerza oculta en el aire. Quizá la culpa fuera de María de Abando, que de un tiempo acá se le presentaba en la cocina y para ganársela le ofrecía echarle las suertes de balde, y cuando soltaba la lengua delante de un vaso de vino le decía que era capaz de hacer lluvia, de levantar tormenta, de arrojar las plagas del campo y hasta de llamar a los demonios.

Cuando platicó con él y le preguntó cómo se llamaba y el otro le respondió que don Juan, ya no le cupo duda a Catalina: aquel alunado era el señor marqués… Y lo hubiera gritado, y hubiera hecho pasar al hombre para que todas las habitadoras de la casa lo honraran como se merecía y lo recibieran con lágrimas de alegría, pero optó por no hacerlo, por guardar silencio, pues la víspera de la boda no era el día apropiado, aunque, vive Dios, lo suyo le costó. Máxime cuando se encontró a Juana en la ventana contemplándolo también y cuando ésta le dijo:

—Mira, Catalina; ese hombre mueve incansablemente las manos, y no lo hace por temblor sino a voluntad, que lo vengo observando de unos días a esta parte. Qué raro, ¿verdad?

Y tanto, tan raro era que la cocinera no tuvo palabras para responderle porque se le hizo un nudo en la garganta, a más que no sabía si la presencia de don Juan traería bien o mal, ni si era buena o mala señal. E se tomó una tisana de adormidera e fuese a la cama, eso sí, habiendo cumplido con su obligación, dejando la cena hecha para las marquesas.

Leonor y Juana Téllez de Fonseca, tras entregar a la iglesia de San Juan un atril de plata y un libro de coro, magníficos los dos, se casaron a las diez de la mañana en la dicha parroquia, donde habían sido bautizadas poco después de nacer, en ceremonia oficiada por el señor obispo de Segovia, con Andrés y Martín Gil de Torralba, respectivamente. Fueron amadrinadas por su señora bisabuela, felicitadas por la reina Isabel, que envió a doña Clara Alvarnáez y a don Gonzalo Chacón con su representación. Ante el capitán don Jorge Manrique, hijo del conde de Paredes, que cumplió lo que dijera en su carta y mandó parabienes de su parte. Delante de doña Elvira, la viuda Torralba, de sus cuatro hijas, de sus otros tres hijos, uno de los cuales llamado Pedro fue padrino, de un yerno y de multitud de parientes, un buen montón de ellos judíos, pues que no entraron en el recinto sagrado y esperaron fuera.

Las dos respondieron sí cuando el oficiante les preguntó si venían libremente a contraer matrimonio. Primero Leonor, luego Juana, una detrás de otra, y oyeron de labios de sus esposos que sí, que sí, que querían casarse con ellas. E ya maridadas recibieron enhorabuenas y fueron llevadas en el carro triunfal, que su nueva familia tenía previsto regalar a la Catedral en recuerdo de los enlaces, a la casa de la plaza de la Fruta, siendo saludadas por los vecinos y la chiquillería, que corría alocada, pues que las tres hermanas Torralba arrojaban monedas de oro a los mirantes. E, tras asistir al banquete de bodas, tras despedirse de la abuela, las dos casadas subieron a sus habitaciones del piso alto acompañadas de sus esclavas. Leonor de Marian y Juana de Wafa e, como buenas esposas, esperaron a sus maridos. Que no vinieron…

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María de Abando, con su casa ya encalada y aviada, asistió a los esponsales de Leonor y Juana Téllez de Fonseca, muy peripuesta, estrenando el vestido que se había mandado hacer. No la invitaron, pero anduvo entre el gentío.

Estuvo dentro de la iglesia, al fondo, hombro con hombro a un hombre, un extraño tipo, vestido con ropa talar, que le movió las manos delante de la cara, alunado por demás, y detrás de las esclavas moras de las marquesas, que más parecían damas por las ricas vestes que traían y que, vaya, para poder entrar en el sagrado recinto no llevaban la cara cubierta con el velo preceptivo de su religión, hecho que pasó inadvertido a toda la concurrencia.

Presenció la llegada de las novias en un carro triunfal que posteriormente sería regalado por la familia Torralba a la Catedral para utilizar en las grandes fiestas, incluso para llevar la custodia en la procesión del Corpus Christi, si había acuerdo entre el cabildo, pues se comentaba sovoz entre la multitud que aquella preciosidad tenía sus detractores, dada la oscura ascendencia de los donantes. Fuere lo que fuere, el caso es que llegó el carro a la casa de las Téllez tirado por cuatro mulas blancas. Que con ayuda de los pajes subieron las novias e se sentaron en el asiento de atrás, magníficas las dos, por el atavío: saya y peto de fustán carmesí recamado de hilo de oro bordado muy menudo con las armas de su casa. Leonor con manto de brocado también carmesí, el de Juana azul, y por las muchas joyas que llevaban, las de cuatro generaciones a decir de dueñas. Y, frente por frente dellas, en el otro asiento, la bisabuela, mayestática como una Virgen, vestida de brocado color verde manzana bordado de plata, también con sus armas, e una toca en la cabeza en forma de ese e sobre ella un precioso alfiler de piedras preciosas que refulgía a la luz del sol. E las novias en la cabeza, flores, unas rosas muy chicas que las comadres, por hablar, decían traídas de Alejandría, pero imposible, pues lo que recordó María que le había dicho Mingo, que tantas cosas sabía desde que se había alistado en las milicias concejiles, que en el confín del Mediterráneo señoreaba el turco y no dejaba navegar nave cristiana ni que fuera a Jerusalén con peregrinos. Delante y detrás de las nobles señoras, niños vestidos con sayos todos iguales, e más atrás un carruaje, muy bueno también, con la viuda Torralba e sus cuatro hijas, las tres solteras y la que estaba casada en Burgos con el mercader de lanas. E detrás, los novios montados en soberbios alazanes, flanqueados por sus tres hermanos, los dos clérigos con dalmática, el obispo con mitra. E detrás, los invitados, entre ellos doña Clara y don Gonzalo Chacón, que habían sido enviados por la señora reina, y el capitán don Jorge Manrique, el trovero, que representaba a su señor padre, el maestre de Santiago, los tres montados en briosos corceles. E detrás, los parientes y amigos de los Torralba. Por los flancos, Catalina y las dos esclavas moras de las Téllez, que no querían perderse nada, y las dos cocineras de los Torralba, que no querían ser menos.

Recorrida la calle de los Caballeros, poco más de cien varas desde la mansión de las marquesas, se detuvo el carro triunfal en la puerta principal de la iglesia de San Juan, la parroquia donde habían sido bautizadas las novias, e debieron entrar los novios y su madre y sus hermanos por la puerta chica, que cuando las marquesas llegaron ya estaban ellos al pie del altar.

E avanzaron las Téllez, seguidas de su bisabuela, que no se había visto mujer más galana en aquellas latitudes pese a su mucha edad, e anduvieron lentamente hasta el presbiterio. Y ya estaban allí los pronto maridos, y la viuda Torralba instalada bajo un dosel situado al lado de la epístola. Se quedaron las Téllez en unos reclinatorios enfrente del altar, las dos en medio de sus pronto maridos, e la bisabuela, que era madrina, situóse en otro reclinatorio al lado de Andrés, que estaba al lado de Leonor, y al lado de Martín, que estaba parejo a Juana, colocóse Pedro, el contador, que era padrino. E salió el celebrante, que no era otro que Juan, el obispo, quien, ayudado por su hermano Alonso, el arcediano, ofició y bendijo aquella unión por siempre jamás, e sermoneó sobre las virtudes cristianas.

Cruzados los anillos y recibidas las arras, nada menos que enriques de oro, por las novias, los matrimonios se dieron las manos, e firmaron con los testigos en un libro. Entre éstos un gentilhombre de ojos tristes, vestido con gorrilla y traje negro, que era muy mirado por las Torralba, las solteras, tal observó María de Abando cuando se situó en el lateral, en primera fila, pues había avanzado desde el fondo de la iglesia pidiendo paso, que no dando empellones, como otra gente.

Acabado el acto religioso, con Leonor y Juana ya casadas, después de dejar los ramos de flores en la sepultura de su señora madre, la magnífica señora doña Leonor de Fonseca, la comitiva, al son de la alegre música de unos moros tamborinos, se encaminó a la casa de la plaza de la Fruta, donde había de celebrarse un banquete con doscientos invitados. E María hizo que se encontraba con las guisanderas de los Torralba y fuese con ellas, y comió hasta reventar en las cocinas. E como luego quedóse a ayudar a recoger a sus amigas, se enteró de que en los dormitorios de los nuevos matrimonios no había sucedido nada de lo que hubiera sido deseable que sucediera, pues ni siquiera se habían personado los maridos y, la verdad, como el resto de las gentes de la casa, María quedóse barruntando desgracias.