Isabel y Fernando fueron proclamados soberanos de Castilla, León, etcétera, por aclamación. Al uso de aquellos reinos, donde no era menester jurar sobre los santos cuatro evangelios ni ser coronado ni ser ungido, como sucedía en Aragón, por ejemplo. E la otra princesa, la Beltraneja, no fue aclamada por nadie, siquiera en el Alcázar de Madrid, donde lloró con su madre la muerte de su padre o padrastro, lo que hubiere sido el rey Enrique para ella, pues tras encomendarla a los nobles que le habían rodeado en sus últimas horas para que la casaran bien, el hombre se había llevado el secreto de su paternidad o incapacidad para procrear a la tumba.
Así las cosas, comenzaron a llegar a Segovia los nobles que no habían estado presentes en la proclamación de la señora Isabel e le rindieron pleitesía todos: el arzobispo de Toledo, los Enríquez, los Haro, los Alba, los Manrique, los Mendoza, los maestres de las Ordenes, uno por uno conforme llegaban, incluido don Beltrán de la Cueva, el presunto padre de doña Juana. Todos excepto los Pacheco, los Stúñiga y el maestre de Alcántara.
E se juntaron las gentes de los grandes linajes e decidieron servir, los más, a don Fernando. A don Fernando, en primer lugar, puesto que era varón, y servirle a él llevaba implícito obligarse con su esposa con el mismo celo o más si cabe, pero como esposa, nunca como reina propietaria, aunque lo fuera por nacimiento. En razón de que las mujeres no pueden reinar y deben ceder sus derechos a los maridos, pues por su natura femenina son volubles e inconstantes y las más de las veces lo enredan todo. A más, que tienen hijos y no pueden mandar los ejércitos ni hacer la guerra.
Los prohombres se reunían en torno a un jarro de vino e enumeraban a las antiguas reinas propietarias de Castilla: a Ormisenda, Ufenda, Sancha y Berenguela, las que entregaron la soberanía a sus maridos o hijos y, ay, a Urraca que, empecinada hasta el desvarío, no cedió e fue desastre. Y convenían, pues que el negocio era asunto de todos, en que mejor haría Isabel transfiriendo su herencia en vez de ejercer el poder real, y entraban en hablas de Urraca sosteniendo que fue pública meretriz y otras lindezas, y sacando los pies del tiesto, bromeaban de esta guisa contra las mujeres:
—Son volubles.
—Inconstantes.
—No crean sus mercedes, que a veces se comportan como verdaderas fieras…
—La fiereza o el coraje a veces lo emplean mal.
—A la mujer romeriega, quiébrale la pierna.
—A la mujer brava, dale soga larga.
Aunque nunca faltaba el disidente que contradecía a todos:
—Dirán sus mercedes lo que quieran, pero la mujer buena, de la casa vacía hace llena.
E, entre vaso y vaso, comentaban que don Fernando —que no quería ser mero rey consorte, como había manifestado reiteradamente antes de firmar las capitulaciones de Cervera— pensaba lo mismo y que no detenía las hablillas de sus secretarios que sostenían otro tanto, pues es sabido que los hombres ante una copa de buen vino conversan de caballos, de espadas, de moros y de mujeres, y que de moros y mujeres dicen barbaridades.
Doña Isabel también hablaba con sus damas de las antiguas reinas de Castilla, y de doña Urraca aseguraba que, posiblemente, entre todos no le habían dejado hacer. Y, en otro orden de cosas, aducía que la mujer no tiene diferencias esenciales con el varón, salvo los bultos del pecho y el aparato reproductor, todo obra de Dios.
Y sus camareras abundaban en sus argumentos asegurando:
—Las mujeres nunca han tenido impedimento para reinar en Castilla.
Isabel terminaba diciendo que compartiría el poder con su esposo mediante pacto, y añadía que estaba esperando su llegada, ansiosa, para que tomara posesión del reino, pues que no había que hacer nada más, en razón de que había sido proclamado rey en ausencia, en solemne ceremonia. E instaba al cardenal Mendoza y al arzobispo Carrillo a redactar un documento para la concordia entre ella, la reina, y su marido, el rey. Una avenencia… Por decir algo, un tanto monta, monta tanto, o semeja frase, que durara hasta que Dios la llamara a mejor vida, porque no pensaba transgredir lo que pactara con su esposo nunca jamás. Consciente de que Fernando firmaría aquello con disgusto, ella le escribía: «No haya temor mi rey y señor en suscribir nuestro convenio… Yo, como esposa vuestra que soy, os obedeceré en todo».
Fernando llegó a Segovia el 2 de enero a la anochecida, con muchas antorchas, cubierto de negro manto del que prescindió por dar color a su entrada en la ciudad al atravesar la puerta de San Martín, antes de que lo recibieran el cardenal Mendoza y el arzobispo de Toledo y de entrar en la catedral donde lo esperaba su regia esposa al pie del altar mayor, quien, ay, le sonrió y se postró de hinojos ante él e tomándole la mano se la apretó. Y, ataviados ambos con ropas magníficas de oro y plata, dieron gracias al Señor por la merced recibida, por ser reyes de Castilla, de León, etcétera. Isabel un tantico amohinada al principio, pues que su marido no le había sonreído ni devuelto el apretón de manos, luego ya apesarada, en razón de que el rey no la miraba, es más, evitaba sus ojos. Sus hermosísimos ojos verdiazules, los mismos que había loado en ocasiones anteriores, incluso más rientes que nunca y, ay, al final de los entrantes de la comida que fue servida en la sala noble del Alcázar para celebrar el acontecimiento, casi a punto de llorar. Al acabar el primer servicio, fue a la letrina, acompañada de doña Clara, que también había contemplado aquellos pequeños desaires:
—¿Qué es aquesto, doña Clara, has visto?
—¡Son cosas de hombre, no hagas caso!
—¿Cómo que no?
—Llévale la corriente…
—¿Cómo?
—Háblale, sonríele, no te des por enterada destas minucias, y cuando llame a la puerta de tu aposento le abres sin la menor dilación…
—¿Tú crees que vendrá? No se ha insinuado siquiera…
—¡Por supuesto, niña!
Doña Isabel, que no podía extenderse más porque allí las paredes oían, se quedó demandándose si acaso le había hecho remilgos a su esposo alguna vez y se interrogó sobre el particular durante varias jornadas, puesto que don Fernando no se presentó en su dormitorio hasta el octavo día de su estancia en Segovia e, de consecuente, lloró más de una vez en brazos de su madrina.
El 15 de enero firmaron los esposos el avenimiento que habían redactado los dos clérigos principales del reino, manifestando que Isabel era la propietaria de la Corona y Fernando su legítimo marido; que los documentos que expidieran llevarían los dos nombres, primero el del hombre e luego el de la mujer; que compartirían unos quehaceres y otros no, como la presentación de obispos y la provisión de alcaides, que quedaban para la reina.
Más tarde, en el mes de abril, Isabel entregó poder a su esposo para que hiciera por ella y como ella, incluso en lo de los obispos y alcaides, aunque no renunció a ninguna de sus atribuciones, sino que compartió lo que se había quedado para ella sola. Gesto al que correspondió Fernando a la muerte de don Juan de Aragón en los sus reinos.
Fue por aquella fecha, en abril de 1475, cuando Isabel, apenas llegada a Valladolid, convocó a doña Gracia Téllez para, amén de honrarla, preguntarle sobre unos negocios que tenía en mente.
Doña Gracia, la anciana marquesa de Alta Iglesia, se presentó en la villa del Pisuerga en una preciosa mañana de abril con sus dos bisnietas e sus tres criadas, e fue a hospedarse en la posada de Garcés Antón, donde los plumazos eran mullidos y no había chinches, según información que le había suministrado el obispo de Ávila. Ya descargaban los baúles los carruajeros que había contratado, cuando se presentó don Gonzalo Chacón con manda de la reina para acomodarla con sus acompañantes en las casas de San Benito el Real, cercanas al río. Y ella, muy honrada por la regia deferencia, se fue con él, no sin dar propina al alojero, que se quedó muy contento pues la señora no le había hecho gasto alguno, y lo que comentó luego con su mujer que así hacen las grandes damas.
Cuando doña Gracia se enteró de que el 22 era el cumpleaños de la reina, es decir, el mismo día de sus bisnietas, pensó en ir a felicitarla, pero lo dejó en razón de que creyó mejor esperar a ser llamada. Cuando supo además que la señora cumplía veinticuatro años, es decir, los mismos que sus descendientes, se quedó bastante perpleja y lo comentó con ellas:
—Sepan sus mercedes que la reina cumple veinticuatro años trasmañana, el día veintidós…
—¡Qué casualidad! —exclamó Leonor.
—¡Vaya! —se asombró Juana.
Pero no dieron mayor importancia al asunto, pese a que podían haber empezado a hablar de que al haber nacido en el mismo día tendrían el mismo horóscopo, o al menos muy semejante. Bien mirado, la reina era inmensamente feliz con un marido galano, buen jinete, buen guerrero; con una hija preciosa; con un reino grande, el mayor de la península Ibérica, el mayor de Europa o poco menos; con millones de vasallos que la amaban y la aclamaban en pueblos y ciudades, todos excepto unos pocos, los Villena y compañía, y el arzobispo de Toledo, que andaba con resquemor hacia ella y su señor esposo y era capaz de cualquier traición; con más vasallos que tendría, toda la población de Aragón e sus islas de la mar, al fallecimiento del rey don Juan, sin que nadie, ni hombre ni mujer, le hubiera de disputar la corona.
Y ellas a saber qué futuro tendrían con Andrés y Martín Gil de Torralba, que ciertamente les hacían muchas cucamonas y les regalaban lamines, libros, bronces y telas buenas. Y Martín le decía a Juana de disponer una alfombra hecha de monedas de oro entre las dos casas para que anduviera por ella, lo que nunca se había visto en la ciudad. Y Andrés le informaba a Leonor de que había mandado hacer un carro triunfal para que lo obsequiaran los dos a la catedral al día siguiente de las bodas, cuando fueran marido y mujer. Pero ellas tenían reservas y conversaban expresándose mutuamente sus temores:
—Sí, sí, muchos dineros, muchas zalemas, pero ¿no dice la abuela, cuando le da parlanchina, que el matrimonio, a más de amor, es cuestión de suerte?
—¿No asegura que muchos hombres cambian de talante en veinticuatro horas?
—¿Que cuando ya han logrado lo que quieren tornan a su natural?
—A su natural desabrido o violento o amargo.
—¿O vuelven con sus amantes?
—Nosotras tenemos mucho que dar: mucho dinero, el marquesado, dos castillos, tres casas palacio, muchas tierras y muchos juros de heredad.
—¿Y si nos estuvieran engañando los dos?
—No sé, Juana, yo tengo para mí que Andrés es sincero conmigo. ¿Tú no crees en la buena voluntad de Martín?
—Ay, no sé qué creer, hermana… Cuando pienso en la noche de bodas me vienen nervios…
—Dejemos este tema, Juana, hablemos del cofre del rey moro…
—¡Ah, no, ya lo buscamos bastante, Leonor!
—Júrame que a tu marido no le dirás ni media palabra del tesoro…
—¡Te lo juro, te lo juro!
—¡Vuélvelo a jurar!
—¡No quiero hablar más del tesoro!
—¡Ah!
—Escucha hermana —dijo Juana cambiando de tema—, soy consciente de que a nosotras nuestros futuros maridos nos hacen gracia, pero ni mucho menos los amamos como la abuela al señor Beppo…
—Es cierto, Juana, es cierto… Catalina dice que es suficiente que un marido no te desagrade y que de la pasión de nuestra abuela no ha oído hablar ni en los romances…
Y más hubieran platicado las dos gemelas en la habitación que tenían en las casas de San Benito el Real, pared con pared con la de la bisabuela, pero doña Gracia llamó a la puerta con cara de albricias, en razón de que la reina Isabel las invitaba a la recepción que daba al día siguiente por su cumpleaños.
Y claro, sacaron de los baúles varios vestidos nuevos, los que les habían hecho las costureras de Ávila para el ajuar de bodas, se los probaron, anduvieron con ellos, los alabaron y, ay, en esto cayeron en la cuenta de que le tenían que llevar algún regalo a la reina y salieron corriendo a las tiendas de la plaza del Ochavo.
Para comprar, después de mucho dudar, un libro de tapa de plata, El cancionero de Petrarca, impreso en la ciudad de Sevilla, sin preguntarse si doña Isabel lo tendría ya.
Con el regalo de las marquesas, la reina se juntó con cuatro ejemplares del dicho libro, pero supo hacer aprecio a todos ellos.
Al son de dos trompetas, uno de los pregoneros del concejo de Ávila leyó en voz alta poco después del amanecer del día 22 de abril de 1475, precisamente el del cumpleaños de María, la sentencia dictada por el tribunal de apelaciones de la Real Chancillería de Valladolid sobre la propiedad de la ermita del Cristo de la Luz. Que, vaya, tantos años de las Gordillas, según ellas, tantos de las Anas, según las otras, diez años siendo la casa de María de Abando y, de repente, dejaba de ser de todas las dichas y pasaba a ser de los vecinos de Ávila, de una pandilla de voceros que seguía al pregonero haciendo más ruido que las trompas y gritando:
—¡La ermita para el pueblo de Ávila!
—¡Fuera la santera!
E los que no paraban en remilgos:
—¡Fuera la hechicera!
E aquellos hombres miraban sañudamente a María e a la hermana Miguela, la portera de Santa Ana, pues ambas escucharon el pregón de pie, en los escalones de la iglesuela, la monja con un cuenco vacío en la mano. E resultó que la religiosa no se atrevió a decir nada sin permiso de su priora y que María no tuvo nada que decir, al parecer. Pues entró en la ermita, llenó dos talegos con lo suyo, se los echó al hombro, se arrodilló delante de la imagen del Santo Cristo, que la despidió más triste que nunca, se santiguó y ya descendió los escalones. No había bajado los cuatro cuando unos cuantos de los del pueblo echaron tranca al oratorio, y asegurándolo con gruesa cadena y fuerte candado, se fueron dando voces, como habían venido.
Cuando la hermana Miguela le ofreció a María dormir en la alberguería, la moza dijo que no, que había alquilado una casa en la ciudad en buena hora e despidióse de la monja derramando enormes lagrimones. E anduvo unas varas e volvióse a mirar su casa y a su benefactora que la saludaba con la mano alzada, y en ésas estaba, con el perro a su lado, cuando llegó Mingo con su precioso caballo albazano, le cogió los talegos y le dio mano para que se sentara en la grupa del bicho, y hombre y mujer cabalgaron bajo la mirada de viandantes y curiosos, pues hacían buena pareja.
El Mingo hubiera llevado a María a saber adónde, a Andalucía quizá, pero María le indicó, todavía con los ojos arrasados de lágrimas y con gran apretura en el pecho, que esta vez ni palpando las manitas del niño muerto que llevaba en el cuello se aliviaba, el camino de la casa que había recién alquilado. E volvía la vista atrás vigilando al perro que la seguía a distancia, pues le daban miedo los cascos del caballo, o quizá buscando los diez años de vida que ahí dejaba.
Por supuesto que el Mingo quiso entrar en su casa, y pasó a verla. La alabó como se hace siempre que se va a casa ajena e anduvo por allí diciendo que era menester pintar y que él la encalaría…
—¿A cambio de qué, Mingo, a cambio de qué? —preguntaba la moza todavía llorosa.
—A cambio de nada, María, te lo haré de balde.
—Ay, Mingo…
—Mira, María, yo beso el suelo que tú pisas… Quiero casarme contigo antes de irme a la guerra.
—¿Se pregonan guerras?
—Los portugueses van a invadir Castilla, es voz pública…
—¿Por qué? ¡Ay, Mingo, qué bien hablas! Pareces un licenciado.
—El rey Fernando está reclutando gente para rechazar a don Alfonso de Portugal, que quiere el reino de Castilla para unirlo al suyo y a sus posesiones de la Mar Océana, tal dice todo el mundo. Yo iré con las milicias de Ávila…
—¡Cuántas cosas has aprendido, Mingo, desde que te has alistado en el ejército! Da gusto oírte…
—Llegaré a ser capitán, te lo juro, y tú serás mi esposa.
—Lo pensaré… Estos días que vienen voy a estar muy ocupada, pues tengo que comprar muebles, menaje de cocina, mandar hacer ropa de cama y lienzos de baño… Que hasta ahora lo tenía todo hecho y la hermana Miguela incluso me traía el desayuno a la cama…
—La abadesa tenía buena industria contigo. Ha estado sorda y ciega a posta, de otro modo no te hubiera dejado estar allí, además haciendo lo que hacías…
—¿Qué hacía yo, Mingo, qué hacía?
—Bueno y malo, María…
—¿Qué malo?
—Abortar a doncellas y viudas, reparar virgos, vender hechizos de amor y a saber si convocar a los demonios…
—No he hecho nada de eso, Mingo, salvo contrahacer virgos que no es maldad por sí, sino picardía, pues que cuando yo intervengo ya está hecho el mal por quien me contrata, nunca por mí… E de lo de abortar, sólo aborté yo, lo que llevaba de ti, Mingo…
—¿De mí?
—De ti. El único hombre con quien me fui a la cama, ¿o no te acuerdas?
—Me acuerdo muy bien…
—¡Ea, dejemos esta habla! ¡Vete a tu casa que es tarde!
Y fuese el Mingo, aquella vez bastante carihoyoso ciertamente.
María anduvo por los puestos de la Albardería enseñando su bolsa y comprando muebles y menaje: una mesa, dos sillas, un almario grande, una alacena, un área, dos braseros, una cama de matrimonio y un plumazo de lana. Encargó a unas costureras quita, pon y pon de sábanas y tovallas, un cobertor de piel de oveja; pucheros, platos para la cocina y ocho ollas para sus mejunjes; y hierbas: menta, centaura menor, diente de león, espino albar, ruda y un largo etcétera, e se hacía llevar las compras a su casa de la calle de las Losillas.
Cuando el Mingo hubo acabado de encalar las paredes, miró en derredor y respiró contenta, pese a que todavía le quedaba mucho por limpiar, porque estaba en su casa, por fin. Y no le dolió gastar tanto dinero, es más, se encargó un vestido nuevo de brocado cocomán, una cofia en forma de ese como las que llevaba doña Gracia Téllez, que la hacía muy airosa, y unos chapines, con los cuales, recién cumplidos los veinticuatro años, se quitó las abarcas por primera vez.
El Mingo cuando la vio la tomó por una dama y, claro, María, que era mujer, se contentó.