En la iglesia de San Miguel de Segovia hubo grande bullicio, y los pajes de las familias nobles de Castilla discutían entre ellos por distribuir escabeles para que se sentaran sus señores en el funeral del difunto rey Enrique.
Catalina, la criada de doña Gracia Téllez, ayudada por las dos esclavas moras, hubo de porfiar con mayordomos y camareros y, vive Dios, alzar la voz en lugar sagrado a un canonje que pretendía organizar aquel desorden, para dejar claro que su señora había jurado a la princesa Isabel en la concordia de los Toros de Guisando la trigésima nona de todos los linajes del reino, e resultó que, como allí no había otras familias de mayor alcurnia, la anciana y sus bisnietas fueron instaladas en primera fila. La cocinera recibió por sus buenos oficios un apretón de manos de la dama y dos sonoros besos en las mejillas de las marquesitas, que entraron y se sentaron en lugar preferente, muy ufanas. Y es que doña Gracia, al enterarse del fallecimiento del rey, había dicho:
—Las Téllez no podemos faltar al regio funeral.
Y naturalmente hicieron el equipaje, contrataron a los mismos carruajeros que las habían conducido a Valladolid para las bodas de Isabel, y emprendieron viaje apriesa, apriesa. Y allí estaban sentadas en primera fila, esperando la llegada de la señora princesa, que era aclamada por la calle de Subida del Alcázar, o de Bajada, según se mire, flanqueada por sus oficiales y sus damas.
Entró primero toda la clerecía de la ciudad, que había aguardado a la señora en el atrio de la iglesia: el obispo, los canonjes, muchos abades, entre ellos fray Tomás de Torquemada, prior del convento de Santa Cruz, cuyos sermones habían ido a escuchar las Téllez cuando se desplazaba a Santo Tomás de Ávila —ambos monasterios de los dominicos—, y muchos otros venidos de fuera. Entre las monjas, la abadesa de Santa Ana de Ávila, acompañada de su inseparable María de Abando, dicha la Niña del Cristo de la Luz, ambas también conocidas de las marquesas.
Y ya venía Isabel, vestida de negro de los pies a la cabeza, ya atravesaba la puerta y se encaminaba a un sitial que le habían preparado en el lado del evangelio, ya sus damas se distribuían detrás de ella, ya las tropas de Cabrera con las lanzas a la funerala las rodeaban a todas, ya los nueve celebrantes entonaban el salmo De profundis. Ya venía una lágrima a los ojos de Isabel, a los de las tres marquesas de Alta Iglesia, a los de la abadesa de Santa Ana y a los de María de Abando, que estaban situadas al final de la iglesia…
Ya las cuatro mujeres, que habían jurado las primeras al malogrado rey de Ávila, respiraban con ansiedad como si se hubiera espesado el aire de la iglesia de San Miguel. Ya las cuatro sabían, sin que nadie les dijera nada, ni les comentara, ni les abriera los ojos, que allí estaban las otras tres, y eso que no se habían visto entre sí. Ya las cuatro pensaban en milagros, en magias, en casualidades, en afinidades, en coincidencias, en las anteriores juntas que habían tenido o sufrido o padecido por alguna razón desconocida, o sin razón alguna. Ya las cuatro cavilaban, cada una para sí, que era menester hablar y aclarar el porqué de aquella angustia que les hacía respirar mal, como si el aire se espesara en su derredor cuando estaban en el mismo lugar, y eso que, salvo las dos gemelas, no sabían que a las otras les sucedía otro tanto.
Finalizaba el funeral e Isabel, con mucho arrebol en las mejillas, se alzaba del reclinatorio, se sentaba en su sitial e, rodeada de todo su séquito, recibía los pésames de los asistentes.
El primero el de doña Gracia Téllez y sus dos nietas, que rojas de cara como las amapolas de los campos y respirando mal, se inclinaban. Isabel se llevó la mano a la garganta, se aclaró la voz y les musitó al oído:
—¡Enhorabuena por vuestras bodas, marquesas!
Tal les dijo, cuando hubiera querido preguntarles si sentían también un nudo en la garganta al estar las tres juntas y la moza que iba en el séquito de la abadesa de Santa Ana. Pero, vaya, debió de darle reparo hablar de aquella desazón o consideró que no era lugar ni momento y, en efecto, no lo era.
Y ellas, las mancas, ay, que, de ser preguntadas por la angustia, le hubieran respondido que la sentían mismamente, no pudieron articular palabra y bajaron los ojos con humildad. Lo mismo María de Abando, que también padecía el ansia de las otras y que no la remedió pese a apretar en su mano el saquete de las manitas del niño malparido de María de Ataún que llevaba al cuello.
E otra asfixia sufrieron las cuatro mujeres en la jornada siguiente. Cuando Isabel, habiéndose desprendido del luto del día anterior y vestida de armiño y otras mil preciosidades e muy enjoyada e pintada de cara y hasta perfilados los labios, se personó con mucha compaña en el atrio de la iglesia de San Miguel, donde Cabrera había alzado un túmulo muy ornado con colgaduras y asentado el trono de la sala de reyes del Alcázar para Isabel, que venía mayestática en un alazán, precedida de heraldos asonando timbales y trompetas. Para Isabel, que se apeaba del bicho, antes de que le tuvieran sus oficiales el estribo, y se sentaba en el trono e recibía de manos de Cabrera, que lo hacía todo, la espada de los antiguos reyes de Castilla, depositaría de la soberanía regia… Y era aclamada y vitoreada:
—¡Castilla, Castilla por el rey don Fernando e por la reina doña Isabel, su mujer, propietaria destos reinos!
E, aunque respiraba mal, como ya había averiguado dónde estaba la causa, se holgó en ese día que fue el más importante de su vida toda.
Las tres marquesas de Alta Iglesia regresaron a Ávila tras asistir a la proclamación de Fernando e Isabel como reyes de Castilla, León, etcétera, e siguieron con sus labores.
Las mozas festejando con Andrés y Martín Gil de Torralba a través de las ventanas del piso bajo o a la salida de misa. La anciana ajustando los capítulos matrimoniales de sus descendientes con doña Elvira, que estaba como unas pascuas, y decidiendo la fecha de la boda: el próximo 8 de mayo, día de San Miguel Arcángel, la que quiso la dicha viuda. Lo único que le dejó hacer doña Gracia a su interlocutora, elegir la fecha, el día del cumpleaños de su marido, del Pedro Gil, a más de celebrar el banquete en su casa.
La dama, haciendo caso omiso a la sugerencia de la viuda Torralba, que deseaba una ceremonia familiar, libró invitaciones anunciando e convidando al acontecimiento a todos los linajes de Castilla, incluso a los señores reyes. E fueron llegando regalos, muchos regalos y, vaya, excusas para no asistir. Resultó que toda la nobleza del reino estaba enferma, de donde se podía colegir que si los reyes la necesitaban para hacer la guerra a los partidarios de la Beltraneja, se quedarían solos. Pero no era tal, no; era, según las niñas, que eran mancas y, según la bisabuela, que los nobles le echaban en cara que hubiera amado al condottiere. Y hablaban entre ellas con amargura:
—Abuela, los nobles creen que lo de nuestras manos es cosa maléfica…
—Del diablo tal vez…
—¡No digáis sandeces, hijas mías! Si no vienen es porque me recriminan haber amado con pasión a don Beppo. Porque el loco amor pasa recibo, y ellos no entienden cómo no regresé a llorar a don Pedro vestida de negro de los pies a la cabeza, mismamente como hacen las viudas en Castilla…
—¿No entienden que se ame con pasión?
—¡No, rebajan la pasión al hacer el mal, a practicar vicios, a yacer con mujer ajena, a comer, beber, mandar y a acaparar riquezas!
—¡Eso no es pasión, es pecado!
—Dices bien, niña… ¿Qué ha regalado el Almirante?
—Cuatro tazas de plata…
—¿Y el duque de Alba?
—Dos perros cazadores muy buenos.
—¿Dos perros? Aquí no queremos perros… Que se los lleven las moras a los Torralba…
—Lo que tú mandes…
—¿Y el conde de Benavente?
—Dos tapices.
—¿Y la marquesa viuda de Villena?
—¡Nada!
—La hija bastarda de don Juan Pacheco, la condesa de Medellín, ha enviado dos cerdos negros…
—¿Dos cerdos?
—Dice Catalina que son mejores que los blancos y que los mataremos para san Martín, cuando estén bien cebados…
—¿Y el conde de Paredes?
—Don Rodrigo Manrique no ha enviado nada. Pero en su carta dice que vendrá su hijo don Jorge a la ceremonia…
—¿Don Jorge, el que es trovero?
—¡Sí, y además es trece de la orden de Santiago!
—¿Y los Pimentel?
—Estos condes han remitido un cofre lleno de pastillas de jabón de almendra…
—¡Nos vendrá bien! ¡Es un regalo caro!
E con esas cosas del loco amor, de que tenía la culpa ella, y con los regalos, doña Gracia distraía a sus bisnietas del asunto de su manquedad. Pero la única que decía la verdad en aquella casa, en las cocinas o en los corrales, era Catalina, que andaba murmurando que si los nobles no querían asistir a la ceremonia era debido a que los novios eran descendientes de Ibrahim Abenamar, judío converso. Y les contaba a las esclavas:
—¡No vienen porque los novios son judíos y no van a bendecir semejantes bodas con su presencia!
Tal decía, aunque a Marian y Wafa les daba un ardite, por lo ya comentado, y a Leonor y a Juana otro, por lo dicho también, y porque aún, al irse a la cama, rezaban un paternóster al Señor Jesucristo y al Señor Alá lo que fuere, con las manos abiertas sobre el pecho y arrodilladas en una esterilla.
Veinte días antes de las bodas, la anciana marquesa convocó a sus bisnietas para una cuestión que llevaba dándole vueltas en la cabeza. En concreto, para hablarles del acto carnal. Pensó que ya que a ella no le había dicho su madre palabra, mejor las doncellas fueran avisadas y así evitarles sorpresas pero, lo que son las cosas, la sorprendida fue ella. Y sin entrar en detalles, dijo sencillamente:
—No os asustéis, hijas mías, al ver el miembro viril, que es obra de Dios, y casi siempre inofensivo…
Las gemelas enrojecieron y exclamaron a la par:
—Ya sabemos qué es y para qué sirve…
E la bisabuela y las criadas se quedaron pasmadas. ¿Cómo podían saberlo si no habían salido de casa, si no habían convivido con varón, si no habían tenido hermanos?
—¿Cómo puede ser? —preguntaron las cuatro al unísono.
Y las muchachas explicaron que habían visto el miembro del cura, de aquel Mendo Gutiérrez, el que había vivido un tiempo en la casa con la Garcesa, la sacristana, cuando ellas eran niñas, muy niñas. La anciana, que no sabía nada de que hubiera habido un morador en la casa, además con barragana, pidió cuentas a las sirvientas que, alborotadas, se hacían cruces pues que habían mantenido a aquellos molestos huéspedes lejos de las niñas, y sostenían con vehemencia:
—¡Imposible!
Pero las muchachas insistían:
—La Garcesa nos lo explicó…
—¿Cuándo?
—¡Un día, un día cualquiera!
—Un jueves, un miércoles…
—¡Alá la ciegue!
—¡El Profeta le niegue la entrada en el Paraíso, maldita!
—¡Aquella puta!
—¡Ea, ea, no hagamos un drama! ¡Los niños se enteran de estos negocios por los criados! —intervenía la bisabuela.
—¡Pero, señora —interrumpían las sirvientas muy enojadas—, nosotras, las sirvientas, no les hemos dicho nunca nada! ¡Vigilamos, y hasta echamos a la pareja de casa!
E, vaya, que aquella noche Catalina y las dos moras se fueron cariacedas a la cama con enorme decepción porque habían puesto todo su cuidado, habían vigilado de día y de noche y hasta habían cambiado sus hábitos de vida y sacado a las niñas a pasear por la ciudad, para nada. Se acostaron, la Catalina entonando el mea culpa, las moras lo que rezaren.
Ni los huesecillos del niño malparido de María de Ataún serenaron el ánimo de la Niña del Cristo de la Luz ni le hicieron favor mientras estuvo con la priora de Santa Ana en la iglesia de San Miguel de Segovia asistiendo a la proclamación de doña Isabel como reina de Castilla, Dios allane su camino, porque le vino la angustia que le aparecía siempre que se juntaba con la ya reina y las dos marquesas de Alta Iglesia. A eso hay que añadir que el Mingo había aprovechado la ocasión para palparle el trasero en aquellas estrecheces, como siempre que se la encontraba, pues no valía que le rogara:
—¡Ay, Mingo, déjame estar!
Ni que le espetara al Perico palmariamente:
—¡Ay, Perico, vete al infierno!
Así las cosas, rechazando a sus pretendientes, una mañana fuese a una charca próxima a buscar sapos, y regresó con una buena cantidad dispuesta a hacerse untura mágica y a embadurnarse con ella, nada más fuera para salir del tedio en que vivía. A la noche siguiente, después de que se largaran sus cortejadores, se tendió desnuda en el colchón a los pies del Santo Cristo, tentó tres veces las manitas con la mano derecha y otras tantas con la izquierda, se untó la media parte izquierda del cuerpo de los pies a la cabeza, se tapó con la manta y esperó resultados, no muy convencida de la bondad del ungüento pues hacía tiempo que no practicaba con él.
Y, en efecto, le vino calor, mucho calor. E, como hacía cuando se embadurnaba en compañía de su madre, pensó qué hacer aquella noche, si tornarse invisible, si viajar a Jerusalén o encarnarse en ave. Mejor tornarse invisible, se dijo, porque había conseguido hacer tal conjuro a satisfacción antes de perder sus aptitudes, pero a poco, quizá porque no dominaba la situación o porque estaba desacostumbrada, se descubrió volando por el negro cielo como un ave de Dios con la mayor desenvoltura. Y volara verdaderamente —que siempre había dudado que las brujas surcaran los cielos— o lo imaginara o lo soñara, que lo mismo es, el caso es que recorrió la ciudad de Ávila y sus arrabales por los aires, como si fuera un ave nocturna, un búho quizá, moviendo mayestáticamente unas espléndidas alas de rapaz. Y fisgoneó en las casas a través de las ventanas y, por hacer chanza, entró en varios corrales soliviantando a las gallinas. E en la casa Torralba miró en el pozo y hasta llamó al posible espectro y, vaya, fuera cierto o no fuera cierto que se había tornado en ave merced al efecto de la untura mágica, el caso es que se divirtió como en mucho tiempo, como cuando asistía a los aquelarres en su tierra, y además se despertó al día siguiente sin un atisbo de fatiga, y eso que había volado de la ermita del Cristo de la Luz hasta la puerta de la Espina, y vuelta a casa. Y fuera todo causa de la untura o de su imaginación, o sencillamente un bonito sueño, se decantó por repetir la operación en el futuro, contenta, muy contenta otra vez, pues que sabía hacer grandes magias.
Volara o no volara, la experiencia le vino bien, en razón de que por unas horas no había estado limitada por cuatro paredes, como le sucedía en las estrecheces de su casa, donde se decía que había dejado de ser lo que había sido por falta de espacio, pues en aquella ermita de dos varas cuadradas escasas no podía sacar ni su olla. Si desenrollaba el colchón en el suelo, no daba un paso, si lo recogía debajo del banquillo daba dos pasos, nunca tres; si sacaba las cosas de su talego y las extendía, nada más fuera para evaluar sus pertenencias, se tenía que salir. Otrosí cuando alguna persona iba a llevar presentalla al Cristo, e menos mal que había clavos para colgar el brazo o la pierna de cera que trajera el oferente, que de otro modo nunca hubiera podido vivir allí. Pero eso no era, necesitaba espacio para hacer sus grandes magias.
Por eso recorrió Ávila de punta a cabo, decidida a encontrar casa. Una casa con pozo, dos habitaciones, cocina, corral y a ser posible sobrado para poner un palomar, pues de ese modo tendría sangre de pichón para contrahacer virgos de mujer y no tendría que personarse al alba en el matadero municipal a comprarla. Dos habitaciones, una para dormir en cama blanda, ya que pensaba adquirir dos plumazos de lana, y otra para sus ollas, hierbas y piedras. E una cocina amplia con un buen fogón para calentarse en invierno.
Y eso, andaba por la ciudad preguntando en las tiendas si sabían de alguna casa en venta o en alquiler, mejor en venta. E las comadres que la conocían le preguntaban para quién era la casa, e las que no la conocían también. María contestaba que para ella, que era mujer sola. E muchas de aquellas alcahuetas se hacían cruces de cómo una moza tan lozana y garrida no se hubiera casado aún cuando tenía años más que suficientes, cuando incluso se le estaba pasando la edad, y querían saber qué oficio tenía. Las que no la conocían y las que la conocían se demandaban por qué dejaba la ermita si allí se ganaba tan bien la vida, aunque hubiera de partir con la abadesa de Santa Ana. Y las comadres, la conocieran o no la conocieran, la interrogaban sobre si tenía novio y si se iba a casar, pues que entonces hubieran entendido que buscara casa.
Y, entre unas y otras, preguntándole y aconsejándole, la enviaron a casa de un judío, un tal Yucef, que vivía por la sinagoga mayor, el cual, viendo negocio, la recibió enseguida y la acompañó a ver dos casas de su propiedad. Ambas intramuros, una sita en la calle de la Marrana, en el barrio judío, y otra en la calle de las Losillas, cerca del hospital de Santa Escolástica, con tres habitaciones con ventanas a la calle y sol de tarde.
Esta fue la que alquiló María, pues el judío no la quería vender, e hizo bien por la situación, a dos pasos de la puerta de Montenegro, de espaldas a la iglesia de Santo Domingo, y por el sol. Amén de que estuvo muy oportuna porque al regresar a la ermita se encontró con un pregonero que al son de dos trompetas leía sentencia de la Audiencia de Valladolid sobre la propiedad de la ermita del Cristo de la Luz que, claro, iba con ella.