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Isabel, que estaba en Segovia, recibió noticia del fallecimiento de su hermanastro, Dios lo tenga con Él, en la madrugada del día 12 de diciembre, en ausencia de Fernando, que andaba luchando contra los franceses en el Rosellón, pues que habían vuelto a invadir aquella tierra que había sido del señor don Juan de Aragón.

Se supo luego que, poco después del segundo canto del gallo, había llamado un mensajero a la aldaba del Alcázar de Segovia y clamó a la guardia a grandes voces asegurando que traía noticias para doña Isabel. E los de la muralla le preguntaron qué noticias tenía, no fuera a tratarse de alguna treta, pero él se negó a responder. Ante la falta de contestación, los soldados levantaron de la cama a don Andrés Cabrera, el alcaide de la fortaleza, que casualmente yacía en su lecho conyugal con doña Beatriz de Bobadilla, su esposa. Ambos se echaron un manto por los hombros e fueron a interrogar al correo que, vaya, era hombre empecinado, e volvió a preguntar por la señora princesa.

Cabrera, demostrando que primero era soldado e luego servidor del rey Enrique e de su señora hermana, por este orden y por lo que pudiera suceder, le arrancó a un guardia la lanza y la arrojó a media vara del alborotador, que viendo el cariz que tomaban las cosas, habló al alcaide por fin, o a quien fuera aquel gigantón que a poco más lo mata, diciendo:

—El rey Enrique ha muerto… Llevo manda de comunicárselo a la princesa doña Isabel…

Los hombres que estaban en la almena demudaron la color, e fue el jaleo en el Alcázar. Porque entró el dicho mensajero e repitió lo que ya dijera y, antes de que pidiera agua para él y su caballo, ya estaban arrasados de lágrimas los ojos de Cabrera, los de su mujer, los de los soldados e ya acudían las gentes al patio de armas: soldados, capellanes, pajes, criados, guisanderas… Y ya los clérigos asonaban las campanas tocando a muerto e con los tañidos la noticia se extendía por la ciudad y comarca… E las gentes lloraban, e la pequeña infanta Isabel, que todavía no había dejado la teta, también.

La princesa fue informada por doña Beatriz, que entró en su aposento en camisa de dormir como una tromba, sobresaltándola e, sin esperar a que se repusiera del susto, le dijo:

—¡Isabel, tu hermano Enrique ha muerto! —e fue necio que dijera el nombre del hermano, pues que no tenía otro.

La joven, que había pensando muchas veces qué hacer en aquel momento, quedóse pasmada, por eso hubo de repetirle la dama:

—Isabel, tu señor hermano ha muerto…

Pero la princesa meneaba la cabeza, se tapaba la cara con las manos e no se levantaba de la cama, cuando, Señor, Señor, tenía tantos quehaceres: aviarse, dolerse en público, llorar, escribir a su esposo y conminarle a que viniera raudo, presidir el funeral por el muerto y, ay, Jesús, proclamarse reina…

Llegó Cabrera a la habitación de Isabel con el mensajero, quien, observando a la princesa, que se tapaba los ojos como queriendo esconderse del mundo, exclamó:

—¡Castilla por doña Isabel!

Frase que corearon todos los presentes. Así que constató la princesa que al menos allí, en el Alcázar, un puñado de castellanos estaba por ella, y suspiró, a saber si por lo que venía o por lo que dejaba atrás. Y lo que pensó fue que ahora que ya era reina de Castilla, de León y demás, a falta de algunas formalidades y de lo que sucediera con la hija de la reina, con la dicha Beltraneja, que era heredera también, no se sentía mejor que ayer que era princesa, que se sentía igual.

Y reaccionando, le dijo a doña Beatriz al oído que hiciera desalojar a los hombres de la habitación, e procedió mismamente como si viviera un día corriente. Se levantó, rezó sus oraciones, se aseó, dejó que sus camareras la vistieran de negro con un sayo, pues que se probó un corpiño pero lo desechó porque le estaba estrecho, y una de las damas se dispuso a sacarle doble de la cintura hasta la sisa.

Actuó con pausa y serenidad, y a poco llamó a su capellán para que celebrara misa y, como si el tiempo no corriera, escuchó un largo sermón sobre las virtudes que deben adornar al buen rey, tales como templanza, prudencia, generosidad, magnanimidad, etcétera, prédica que, por primera vez, iba dirigida a ella. Terminada la ceremonia religiosa, despachó a todos los que había dejado entrar en su aposento para la misa, excepto a la Bobadilla y a doña Mencía de la Torre, que continuaba con la costura, y platicó largo con ellas. Es más, como deben hacer las madres, se ocupó de su pequeña hija la infanta Isabel, que tenía tres años de edad, la hizo llamar y, tras colmarla de besos, se la confió a doña Beatriz para que la criara del mismo modo que a sus propios hijos, que no quiso más para la niña y, dándole otros mil besos, sostuvo con lágrimas en los ojos:

—Te entrego, Beatriz, lo que más quiero…

—No se arrepentirá vuestra alteza, pues cuidaré a doña Isabel mucho más que si fuera hija de mi carne…

Y cambiando de tema preguntó:

—¿Qué piensan mis damas, debo esperar a don Fernando o ir yo sola a la proclamación? —preguntaba Isabel.

—No hay tiempo que perder, alteza.

—Los partidarios de la Beltraneja están por todas partes… Debe su señoría ir sin dilación.

—¿No puede coser doña Mencía más aprisa?

—¿Puedo ayudar? Yo coso por un lado y doña Mencía por otro —intervenía doña Beatriz.

—No, el corpiño es estrecho. No hay sitio para cuatro manos… Lleva su tiempo o se descoserá todo…

—Paciencia, doña Isabel, que es menester que en el día de hoy llevéis buen avío.

—En cuanto nos casamos, las mujeres engordamos y echamos carnes —sentenciaba doña Mencía moviendo la cabeza.

Pero tanto rato llevaban las tres damas reunidas, doña Mencía aún con la costura, que a Cabrera se lo llevaban los demonios en el corredor y tan furioso andaba que se permitía denostar ante sus inferiores al género femenino. Pues se preguntaba de qué, demontre, charlarían las tres mujeres y por qué no salían, cuando en aquel momento debían hablar los hombres con las armas y tomar todas las torres de la ciudad de Segovia, a más de cruzar mensajeros con los linajes partidarios de Isabel para discernir dónde estaba cada uno, en razón de qué vaya vuesa merced a saber qué estarían maquinando los seguidores de la señora Beltraneja, pues que del arzobispo de Toledo, del conde de Benavente y del hijo de Villena se podía esperar cualquier cosa, y a río revuelto, ganancia de pescadores. Claro que a momentos dudaba si mejor fuere que doña Isabel permaneciera encerrada en su aposento a la espera de que regresara su marido e, tomando las determinaciones oportunas, hiciera por ella.

Pero se engañaba el alcaide, porque aquella mujer, a más de esperar a que su camarera le arreglara el único corpiño bueno que tenía de color negro, estaba haciendo por ella. No porque fuera suficiente para hacer en solitario, pues que en aquel momento necesitaba que todos los habitadores del reino, principales y menudos, hicieran, en razón de que era lo mismo que hacer por todos, sino porque su marido estaba guerreando en el condado de Rosellón, es decir, muy lejos, allende los Alpes Pirineos, e no había tiempo que perder porque las villas y las ciudades de Castilla, en aquella situación desacostumbrada aunque ciertamente esperada, podían decantarse por una princesa heredera o por otra, pues que, de un tiempo acá, había dos. Y eso, doña Isabel, aconsejada por sus damas, después de considerar tales y cuales cuestiones, de analizar el pasado, el presente y hacer votos por el feliz decurso del futuro, a más de encomendar a su hija a doña Beatriz y dejarse aviar de luto, tomó la decisión de presidir las honras fúnebres por su hermano muerto y, a las veinticuatro horas, proclamarse reina, en razón de que los soldados, fuera de la habitación y los vecinos de Segovia fuera del Alcázar, le echaban vivas y la llamaban reina, sin olvidarse de su señor marido. Es más, anteponiendo el nombre de don Fernando al suyo, gritaban:

—¡Castilla, Castilla, por el rey don Fernando y por la reina doña Isabel, su mujer, propietaria destos reinos!

E como clamaban las gentes lo que clamaban, aunque precedieran el nombre de su esposo al suyo, la princesa convino con sus damas en aprovechar lo favorable del momento, pues no había que olvidar que la hija de la reina, doña Juana, estaba en el Alcázar de Madrid seguramente velando el cadáver de su señor padre, o de su padrastro, lo que hubiere sido don Enrique para ella, y llorando por él amargamente. En Madrid, precisamente en la fortaleza más señera y mejor guardada de Castilla, y con el tesoro real en sus cámaras, es decir, a su alcance.

Dejóse vestir doña Isabel por doña Beatriz y doña Mencía e, antes de estar preparada, hizo llamar a Cabrera e le mandó sin que le temblara la voz:

—Comunique su merced al señor obispo que disponga solemne funeral por el alma de mi hermano el rey don Enrique… E apareje caballos con gualdrapas negras que, nos, iremos a la iglesia de San Miguel a presidir el oficio…

E Cabrera obedeció, porque a la ciudad habían llegado ya muchas gentes de linaje y otras de baja condición. E, cuando la comitiva estuvo dispuesta, él mismo dio orden de abrir las puertas de la fortaleza.

Isabel abandonó el castillo muy erguida en su caballo, la mirada al frente, severo el rostro, desbocado el corazón, tentándose el pecherito de reliquias que llevaba prendido en el jubón y pidiendo favor a los ángeles que le habían hecho hueco en el camino hacia el altar de la casa de Vivero años antes.

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La anciana marquesa de Alta Iglesia ordenó revisar los baúles de doña Leonor de Fonseca, que llevaban más de veinte años cerrados. Mandó lavar la ropa de cama y mesa. Contó los vasos, fuentes, platos y demás enseres de la vajilla de plata de la dama y quedóse satisfecha, pues que había suficiente para el ajuar de sus dos bisnietas, máxime cuando habían de vivir juntas, aunque también hubiera habido para tres que tuvieren que vivir separadas. Y no fue cicatera, lo dijo, comentó que los Fonseca de Compostela habían sido rumbosos a la hora de dar. El único inconveniente que halló fue que en la ropa y el menaje estaban bordadas o grabadas las armas de los Téllez y los Fonseca, pero, como al preguntar a María de Abando, que seguía ejerciendo de alcahueta para ella, conoció de primera mano que los Torralba, aunque habían solicitado carta de hidalguía, todavía no tenían escudo de armas, no dio mayor importancia al negocio, pensando que cuando lo tuvieran, lo bordarían en la ropa, y amén. Y, en otro orden de cosas, llamó al judío Yucef para que le hiciera traer dineros de Milán y de ese modo andar sobrada. Los mozos Torralba, conocedores de las negociaciones de bodas que llevaba su madre, ya no se limitaban a saludar a las dos gemelas cuando regresaban a su casa, sino que, como buenos galanes, descabalgaban e se quedaban en la ventana del piso bajo esperando a las marquesitas, y presto enviaron a sus prometidas billetes de amor, como hacían los donceles de noble casa. Por ello, o quizá por la novedad, las muchachas andaban por la mansión alocadas, arrobadas y asaz nerviosas.

La bisabuela, que las dejó ser cortejadas en las ventanas, se preguntaba si el sentimiento que demostraban sus bisnietas era amor y hacía votos para que lo fuera. Las animaba a contestar a los billetes, les decía lo que había oído de labios de don Beppo, lo que ella le había dicho a su amado respondiéndole o anticipándose a sus palabras e, cuando no se le ocurría nada, les dejaba los libros del Dante y del Petrarca para que tomaran de allí.

En otro orden de cosas, llegó a contratar a diez costureras para que les cosieran cinco vestidos a cada una, e ropa interior, jubones, enaguas y bragas y calzas, dos zapateros para otro tanto, y un peletero para que les hiciera un manto de piel de zorro a cada una. Además, en todo momento se ocupó de que fueran bien aviadas e con rojete en las mejillas para resaltar sus encantos.

Durante el tiempo en que sus descendientes andaban con los Torralba en la ventana, cada una en una, platicando con su prometido, nunca juntas, pues las cosas del amor son privadas, ella hablaba con Catalina. Y por no mentar el negocio de las bodas, pues sabía que la cocinera no aprobaba aquellos matrimonios por el hecho de que los novios eran descendientes de judíos conversos, la interrogaba sobre otro asunto, a sabiendas de que la respuesta habría de resultarle asaz dolorosa:

—¿Mi hija, doña Ana, me nombraba alguna vez?

E la cocinera guardaba silencio, ya fuera por vengarse de la señora que estaba dispuesta a maridar a sus bisnietas con los peores maridos que se pudiera encontrar a unas cristianas en toda la tierra de Castilla, ya fuera porque no se atrevía a decirle la verdad. Pero la dama insistía:

—Catalina, ¿mi señora hija hablaba alguna vez de mí?

E la sirvienta hacía como que no oía y se marchaba a sus faenas, a dar dé comer a las gallinas o a sus fogones.

Entonces, doña Gracia reclinaba la cabeza en el sillón y suspiraba. Hasta que subían las niñas, muy alegres, y se quitaban la palabra de la boca para contarle:

—Abuela, Andrés me ha susurrado al oído palabras de amor…

—¡Abuela, Martín me ha tomado la mano!

—He hecho lo que me dijiste, he dejado caer el pañuelo en el alféizar de la ventana y Andrés se ha arrodillado para entregármelo…

—A mí, Martín, me ha traído una flor; creo que llevas razón cuando aseguras que la mirada del amado encandila… Cuando se ha ido me he quedado vacía y, pese a ello, radiante de alegría…

—¡Ah, el amor es perturbador…! Me huelgo de que estéis enamoradas, hijas… Que a mí me casaron con don Pedro e sólo le tuve respeto… —sentenciaba la bisabuela acercándose y retirándose los espejuelos de los ojos—, pero es mejor amar sin reticencias…

Claro que a veces pasaba del amor a otros temas súbitamente, desconcertando a sus bisnietas pues, como si se le fuera la cabeza, cambiaba de conversación:

—Cuando estéis casadas volveré a Milán a buscar los cuerpos de mis dos maridos para enterrarlos en el altarfino de la Catedral… Ya os tengo dicho que yo en medio y ellos a mis lados, don Beppo a mi derecha, don Pedro a mi izquierda… Llevaré también los cuerpos de vuestra madre y de mi hija, que yacen en la iglesia de San Juan…

En otros momentos, cuando las gemelas abandonaban la habitación, se recordaba a sí misma con veinticinco años menos, perdidamente enamorada de don Beppo. Apoyada en el dintel de una ventana de la legación castellana en Milán, mirando a los que entraban y salían del palacio ducal, morada de su caro amigo, pues que así se le presentó el caballero: «Yo soy don Beppo de Arannola, vuestro caro amigo, señora mía»… Ora alegre al adivinar en la lejanía, o imaginar tal vez, el airón de plumas con que su amado se adornaba el sombrero, ora triste de no verlo, secándose una lágrima que le venía a los ojos con motivo, pues que anhelaba su presencia en la lontananza que fuera. A menudo arrebatado el corazón y recitando los versos del maestro Dante, como si oraciones fueren, tratando de paliar su propia angustia, y a la par disfrutando de su pasión, quizá mucho más de lo que hubiera gozado dueña honrada con aquel amor…

—En fin, en fin… ¡Dejemos el tiempo pasado!

La bisabuela, pese a que en algún momento la mente le iba y le venía, estuvo a la altura de las circunstancias y cruzó varias cartas con la viuda Torralba para ajustar las capitulaciones matrimoniales. E como la otra dijo a todo que sí, aunque sugirió una ceremonia con poca gente y siquiera planteó la cuestión de cuál de las dos novias habría de heredar el marquesado, llegó el día en que, avanzadas las negociaciones, tras consultar sus muchos pergaminos, hacer cuentas y recibir dineros del judío Yucef que se los había traído de Milán, a primeros de diciembre la recibió en el gran comedor al amor del fuego de la chimenea, bajo la atenta mirada de don Beppo.

Lo primero que observó doña Elvira fue el retrato del condottiere, pues alzó la vista y lo vio. Luego los ricos reposteros que adornaban las paredes, los muebles de nogal, el magnífico cristal veneciano de las lámparas, los muchos velones, la capilleta, el artesonado del techo, etcétera y, tras preguntarle a doña Gracia por su salud, guardó respetuoso silencio, es decir, que esperó a que la otra le hablara, lo que a veces no hacían sus descendientes. E claro, la marquesa inició la conversación:

—Con lo que heredaron mis nietas de sus padres y con lo que yo les dejaré, cada una dispondrá de cinco millones de maravedís al año. Leonor tendrá, además, las rentas de la villa y el castillo de Alta Iglesia, Juana la de Alaejos, y esta casa quedará para las dos en pro indiviso… Antes del matrimonio firmaremos separación de bienes y se administrarán por sí mismas o por quienes ellas designen… Vuestros hijos tendrán lo suyo para sí, de libre disposición, lo mismo que mis nietas, con la salvedad de que si una de las partes llega a peor fortuna, Dios no lo permita, el otro, el marido o la mujer, estará obligado a atenderle en sus necesidades acorde con el rango… El título del marquesado también quedará pro indiviso a la espera de que mis nietas decidan, pues que son gemelas, como bien sabéis, e no se sabe cuál de las dos nació primero…

—Mis hijos traerán cada uno de renta anual dos millones de maravedís, e campos en Ávila y Segovia, e juros de heredad…

—Bien, con eso podrán vivir muy holgadamente, acorde con su noble posición…

Y en esos negocios estaban la bisabuela y la madre de los prometidos, juntándose a la caída de la tarde, tomando refrigerio cuando daban las siete en el reloj de la iglesia de San Juan, y yéndose contentas a la cama. La viuda Torralba porque iba a emparentar con gente de prosapia, la anciana marquesa porque iba a casar a sus bisnietas, pero hubieron de interrumpir los tratos… En razón de que el día 12 de diciembre, antes de que cantaran los gallos, se oyeron voces en la calle de los Caballeros y los vecinos se asomaron a las ventanas. Voces que gritaban:

—¡El rey Enrique ha muerto!

—¡Castilla por doña Isabel!

Doña Gracia dejó entonces sus asuntos para rezar por el muerto y por la princesa que, dado el estado de las cosas, falta le hacía.

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En el invierno de 1474 María de Abando seguía sin atreverse a poner a la venta las virtudes del saquete de María de Ataún, que movía al acto carnal, como va dicho. Miedo tenía de que fuera a organizarse jaleo en la población de Ávila, pues las brujas y hechiceras comenzaban a estar mal consideradas y a ser temidas, en razón de que los predicadores la habían emprendido contra ellas desde sus pulpitos tanto o más que contra los judíos.

Sopesó su situación la moza y se dijo que desde su llegada a la ciudad, iba para diez años, se había limitado a vivir el día a día, sin pensar en el futuro en una ermita de poco más de una vara de largo por una de ancho, a dormir en un colchón, a taparse con dos mantas, a recogerse en la alberguería de Santa Ana las noches frías, a acaparar dinero, a rechazar una y otra vez a Mingo, no fuera a parir un demonio, y a recordar las palabras de la bruja de Portugalete cuando le venía a las mientes el contador:

—Los curas y los frailes se entregan a Dios, nosotras las brujas al Diablo…

A más, que le entró el gusanillo —el prurito, hubiera dicho de ser persona letrada— de que se malempleaba en la ermita del Santo Cristo pese a que andaba más aparroquiada que nunca y a que disfrutaba vendiendo a mozos y mozas hechizos de amor por unas cuantas blancas. Más o menos de este modo:

—Mira mozo, durante nueve noches seguidas enciendes tres candelas en tu casa, una para Nuestra Señora, otra para San Juan y otra para San Pedro. Te sientas en un escabel mirando a levante, pronuncias el nombre de tu amada y rezas un avemaría para que se consuma más tarde la vela de San Juan, el día en que tal suceda irá tu amada a tu casa…

—¿E se rendirá e me dejará hacer con ella lo que se hace con mujer?

—Eso ya no lo sé. Sé que irá y lo más posible es que te pida matrimonio, que es lo que hacen las mujeres honradas…

—¡Ah, ya!

—¡Anda, son veinte blancas…!

O:

—Tú, moza, echa flores de verbena en la puerta de su casa… Te pones de espaldas, mirando al este, arrojas nueve flores y pronuncias el nombre de tu amado… Si lo quieres loco de amor espérate a la noche de San Juan…

—¡Falta mucho para San Juan!

—Ve haciéndolo…

—Oye, ¿no me puedes dar otro conjuro? Mi madre no me deja salir sola de casa, no puedo ir al monte a recoger las flores…

—¿No vas a la fuente a buscar agua como todas las muchachas?

—¡Sí!

—Pues te escapas… Vas corriendo… Te he dado mi mejor hechizo… Son veinte blancas…

O echaba las suertes con las habas:

—Yo os bautizo, habas, por Jesús, hijo de David, que sufrió y murió en la vera Cruz… ¿Cómo se llama?

—Se llama María…

—¡Igual que yo! Si María me ama salga conmigo, si no, me vuelva la espalda…

—Yo no quiero que me vuelva la espalda…

—¿Quieres dejarme hacer, pardiez? Dicen las habas que cojas un manojo de ruda, otro de hinojo y un sapo muerto. Te presentas de noche en casa de María, buscas un agujero en la puerta, lo metes todo bien apretado y nueve días después le prendes fuego…

—¿Y si se quema la casa?

—No se quemará la casa porque no tienes que llevar un carro de hierbas, sino un manojo, es decir, lo que te quepa en la mano, eso es un manojo, ¿entiendes? Son treinta blancas…

—¿Treinta? Te doy diez. Te debo veinte…

—Me debes veinte, ¡ah, perillán! ¡Si no me pagas te mandaré mal de ojo! ¡Acuérdate todos los días al despertar de que la Niña del Cristo de la Luz espera tus veinte blancas!

E se divertía, pero ya fuera porque le sonreía la vida y ganaba mucho dinero o porque necesitaba preocupaciones, el caso es que un gusano le corroía y no la dejaba estar. No se quitaba de la cabeza que desperdiciaba su talento echando las suertes o vendiendo secretos de amor, es decir, contentando a una clientela que no le pedía nada serio, que ya no la llamaba «santa», sino la «niña» a secas, cuando le hubiera gustado hacer las grandes magias que era capaz de hacer, como la de los príncipes y, la última, levantar tormenta.

Y, tentando las manitas del niño malparido que había heredado de su antigua maestra, suspiraba porque le fuera algún paciente con una mordida de perro, o a preguntarle qué piedra le haría mayor bien para llevarla de talismán, si la cornalina o la que aparece en la mar, o con temblores o a que le quitara los demonios…

Y en ésas estaba dudando de lo que hacía y de lo que no hacía, cuando una tarde, a últimos de noviembre, un mozo, otro, que no el Mingo, un dicho Perico, la distrajo de sus pensamientos, pues comenzó a rondarle y a decirle a voz en grito para que se enterara la gente de Ávila y de los arrabales, al parecer:

—¡Donosa! ¡Culo prieto!

El muy marrano, que no son maneras de empezar.

A partir de entonces, entre las siete y las ocho de la tarde, se presentaba en la iglesuela el tal Perico, que era leñador, y entre las nueve y las diez el Mingo, que era contador. Y ella, que hubiera querido acercarse a la taberna de Petra Aldana y echarse al coleto un vasico de aguardiente para quitarse el frío del cuerpo y descansar mejor, no podía salir de casa no fuera a pretender quitarle la virtud aquel granuja, y cavilaba:

—La virtud no, que se la di al Mingo… Pero no vaya a violentarme este Perico…

Porque el mismo día en que llegó el Perico con sus voces se sintió sofocada y a la semana de mala luna, en razón de que los mozos la tenían emprendida contra ella y no la dejaban vivir. Que al Mingo le había regalado un jaco albazano y buen escarceador para que se fuera lejos y, el muy necio, se lo había dejado quitar. Que el Perico, un hombrón, le daba miedo pues metía sus largos brazos por la verja de la ermita y tan chico era el lugar que la asustaba. No obstante, como mujer que era, a ratos le gustaba que los mozos fueran a su casa a pedirle esto o estotro o sencillamente a visitarla o a llevarle un bollo o un caramelo de miel, o a requebrarla o a platicar con ella, pero otros no, porque se le había metido en la cabeza que se estaba malempleando en aquel lugar. Y se recriminaba por ser indecisa, por haber cumplido veintitrés años y depender de la hermana Miguela, por no tener casa propia que le proporcionara intimidad, pues que en la ermita había de vivir de cara a los que miraban lo que había dentro. A más siempre bajo los ojos del Cristo, el más mirón de todos, sonriendo a veces sin gana cuando le llegaba un hombre o una mujer, ya le pidiera que le echara las suertes o que le remediara la cargazón de cabeza. Siempre con el Perico y el Mingo que, comiéndosela con los ojos, le decían:

—¡Ea, amor, vente conmigo al bosque!

—¡Te haré creer que estás en la gloria!

—¡Ven y verás, que no necesito yo tus mejunjes para deleitarte…!

Y, uno entre las siete y las ocho, otro entre las nueve y las diez, se bajaban las bragas. Y ella a veces se reía porque el relente les dejaría el miembro helado, pero otras no, que le resultaba tedioso ver lo que comúnmente se tapa.

Para quitarse los colgajos de varón de la cabeza, a menudo llamaba a la puerta del convento de Santa Ana e le decía a la hermana Miguela que tenía que hablar con la abadesa para pedirle el caballo del Mingo, pero la superiora no deseaba hablar con ella, al parecer, pues que no bajaba al locutorio ni que dijera que la llamaba Dios. Y, como no eran modos ni maneras de tratarla porque había sido leal con la priora, salvo en los dineros que le venía escamoteando, una noche le envió un dolor de muelas para que la llamara al día siguiente a que le remediara el sufrimiento, que la dama tenía la boca perdida. Y así fue, la abadesa la llamó a su presencia para que la aliviara y se la llevó con ella en su viaje a Segovia, a la proclamación de la princesa Isabel como reina de Castilla, León, etcétera, pues que, cuando cantaron los gallos anunciando la amanecida en la ciudad de Ávila, se supo que el rey Enrique había fallecido de mal de ijada, Dios lo acoja en su seno por siempre jamás.

María no desaprovechó la ocasión para pedirle a la priora el caballo y tornárselo al Mingo, que cabalgó parejo a ella, con la prestancia del mejor de los caballeros.