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No todo eran adversidades para los señores infantes que habían recibido juramento de fidelidad de las gentes de Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. Don Fernando había ingresado en la prestigiosa orden de caballería del Toisón de Oro, por deferencia que había tenido con él el duque de Borgoña. La niña Isabel se criaba fuerte y sana y ya correteaba. Los nobles venían a platicar con ellos y les traían regalos. El duque de Guyena no quería saber nada de su esposa, de doña Juana, dicha la Beltraneja, con la que había maridado a futuro y ni siquiera cruzaba cartas con ella para decirle que vendría a Castilla o iría ella a Francia, o que no habría fronteras entre los dos países, o que cabalgarían juntos por los verdes prados o visitarían tal monasterio y harían ofrenda, o bailarían una gallarda en su castillo de tal o harían esto o estotro; no le decía palabra ni por elemental cortesía… Además, el fracaso del marqués de Villena era manifiesto, pues hasta los que habían recibido mercedes de él se iban de su lado, y las gentes del común y casi todas las de linaje veían con buenos ojos a los infantes que con su buena conducta preconizaban mejor futuro para el reino… Amén de que llegó a España el cardenal Rodrigo de Borja, sustituyendo al legado pontificio anterior, con manda de Su Santidad Sixto IV que quería organizar un poderoso ejército que detuviera al turco en los Balcanes.

El dicho Borja, llamado Borgia en Italia, era nacido en Játiva y obispo de Valencia. Como traía bula validando el matrimonio de los príncipes, Fernando fue a recibirlo a Barcelona y allí se albrició al conocer la buena noticia de que el cardenal, que portaba poderes del Santo Padre, aceptaba los pactos de los Toros de Guisando y denegaba lo hecho en Valdelozoya. A cambio de aquel favor, el príncipe, tras escuchar las nuevas, se comprometió a luchar por la cristiandad, y tal hizo a lo largo de su vida, y ya se apresuró a escribir a su esposa comentándole tan excelentes nuevas.

Doña Isabel respiró aliviada al leerlas, pues que, aunque casada con todas las bendiciones, al maridar con la falsa bula que presentó en sus esponsales el arzobispo de Toledo, había vivido en irregular situación, por no decir en pecado, que más de una vez se lo dijo pero, vaya, que se resolvió todo, a Dios gracias.

Llegó Borja a Castilla y fue agasajado, e todo parecía ya estar de lado de los cónyuges, e más que estuvo todo, pues la reina Juana abandonó al rey Enrique e largóse con su amante el Pedro de Castilla, a quien contentó con otro hijo, el cuarto.

Andaba el de Villena acaparando más y más señoríos, pero desesperado, pues hasta el rey se le escapaba de las manos y, enfermo, escuchaba de labios de sus espías que don Enrique había hablado de la sucesión con el legado que había venido a estropearlo todo. A estropear más lo que estaba estropeado, o perdido quizá, pues que, amén de trastocar la política del reino, trajo noticia de que don Pedro González de Mendoza, obispo de Sigüenza, iba a ser promovido al cardenalato, lo que encolerizó sobremanera al arzobispo de Toledo, que tenía más méritos que el otro para ocupar tal prebenda. Con todo no hubo manera de juntar a los linajes de Castilla para dirimir qué hacer con doña Juana la Beltraneja, la sucesora.

Además, el 16 de octubre de 1472 la ciudad de Barcelona se rindió al rey don Juan de Aragón, y el príncipe Fernando dejó Castilla con cuatrocientas lanzas en ayuda de su padre y con una letra en su pendón, la Y, por Isabel. Que se quedó apesarada y se recogió unos meses en Talamanca, feudo de Carrillo, cercano a las tierras de los Mendoza, hasta que se trasladó al Alcázar de Segovia con su hermano y con su buena amiga Beatriz de Bobadilla, pese a que la fortaleza había corrido peligro de caer en manos del marqués de Villena.

La Bobadilla organizó que Isabel fuera recibida por don Enrique. E venida ésta al Alcázar el 30 de diciembre de 1473, un día gélido, fue a besar la real mano y los reales brazos la abrazaron y la real persona cenó con ella. E luego se vio juntos a los hermanos jugando a tablas o bebiendo una copa de vino, Isabel de toronja, pues que no gustaba del jugo de Noé, y escuchando a los bufones que en presencia de la princesa callaban las groserías, o cabalgando, holgando al pueblo, después de todo. Pero, a primeros de enero, el rey enfermó gravemente e trasladóse a Madrid, donde ni hizo ni deshizo, pues sufrió el mal de ijada que lo llevó a la muerte en pocos meses. Es más, dejó que Fernando arreglara unos asuntos entre los Pimentel y los Mendoza, pleitos de familias nobles que afectaban a todo el reino. No quiso ver a nadie, salvo a su capellán, y se comentó que, enterado del fallecimiento de su valido el marqués de Villena, ya no abrió la boca ni para responder a los que le preguntaban si la Beltraneja era hija suya, pues que agonizaba lentamente, para morir el 11 de diciembre, día en que nombró albaceas testamentarios y les encomendó a doña Juana, a quien otorgó otra vez el título de princesa, con lo que eso podía acarrear.

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Va dicho que en el gran comedor de la casa de la calle de los Caballeros de la ciudad de Ávila, la mora Marian encontró una capilleta tapiada y muy antigua, con una tabla pintada muy buena, un altarcillo de buena traza y una arqueta de cordobán que Leonor destrozó completamente para poder abrirla, y fue menester tirarla.

La marquesa guardó el contenido: los pétalos de la flor, la rama de olivo y el pergamino, escrito en árabe con letras muy prietas. Después de examinarlo una y otra vez, después de convencerse de que no habían encontrado el cofre de don Tello, tras muchos trabajos y consultar con Wafa, Leonor llegó a la conclusión, ante la admiración de su bisabuela, que no veía nada en el pergamino ni con los espejuelos puestos, de que el escrito reproducía la Fatiha, la primera azora de El Corán, conteniendo la primera aleya, llamada basmala, y la siguiente, las mismas que traían ella y su hermana en un saquillo colgado del cuello desde que nacieron, pues se la pusieron las esclavas moras para que Alá las protegiera de todo daño en su vivir. Wafa la recitaba de memoria:

—En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso…

Pero oyendo a la mora, doña Gracia desengañaba a Leonor, a la par que le preguntaba:

—Algo más dirá el escrito… Lo que recita Wafa es una invocación, una oración.

Que, vaya, o no decía nada más o las buscadoras eran incapaces de descifrar qué.

En otro orden de cosas, las dos jóvenes marquesas aceptaron que entraran albañiles en la casa para reparar los daños ocasionados durante la infructuosa búsqueda del tesoro. Y, por fin, escucharon a su bisabuela, que les dijo palmariamente que, habiendo cumplido los veintitrés años, debían maridar o entrar en religión, y las puso en el brete de elegir. Por eso se asomaron con ella a la ventana del gran comedor a ver pasar a los dos Torralba cada día a la puesta del sol. E ya fuera porque a Juana se le había revuelto el corazón con anterioridad, ya fuera por los versos de micer Petrarca que recitaba la dama a toda hora, ya fuera porque les hablaba de su pasión por el condottiere, que le había correspondido hasta en el momento de morir, pues que falleció con su nombre en los labios, ya fuera porque estaba de Dios, el caso es que también se alteró el pulso de Leonor. Y, como ninguna de las dos gemelas dieron la menor importancia al hecho de que Andrés y Martín fueran descendientes de judíos conversos, entre otras razones porque no sabían bien qué era eso ya que habían vivido sin tratar con gentes ajenas a la casa, dada su manquedad que no era de exhibir, y entre dos religiones bien diferenciadas, ora encomendándose a Dios, ora a Alá y las más de las veces a los dos, o fuera porque no le supieron decir que no a la bisabuela, convinieron con ella en que les arreglara casamiento con los mozos.

Y es que era difícil no encandilarse con la pasión de doña Gracia cuando hablaba de sus amores con don Beppo de Arannola. Del desasosiego permanente que sufriera en sus veintiún años de matrimonio, ya estuviera su amado en casa o haciendo la guerra, ya fuera de noche o de día. O de la muerte de su amado, con su nombre en los labios, en vez del nombre de Dios, tal susurraba la anciana, pecando de impiedad, pues que le parecía excelente que el condottiere pronunciara su apelativo en vez de pedir favor al Señor en su último trance, al menos tal deducía Catalina, y lo comentaba con las moras en las cocinas después de cenar, una vez fregados los vajillos. Es decir, cuando dejaba de andar por la casa con la escoba, el cubo y la bayeta limpiando detrás de los albañiles, y cuando descansaba ella también de los versos del Petrarca, que ya se sabían de memoria todas las habitadoras de la casa:

Esta mansa fiera, corazón de tigre o de osa,

que con traza humana y forma de ángel viene…

O:

Una candorosa cierva sobre la hierba

verde se me apareció.

O… o… o… Que todo eran trovas en la mansión de la calle de los Caballeros.

—¡Cuánta necedad, hijas! —se quejaba Catalina a las esclavas, que le respondían:

—¡Ten cuidado, no hables tan alto! Doña Gracia está por estas bodas, si nos oye murmurar se enojará…

—Y nos mandará azotar o nos largará de casa…

—A nosotras nos vendería…

—Y viejas ya, no nos querría ningún amo…

—No… La señora es buena y las niñas, mejores…

Así las cosas, unas moradoras suspirando y otras renegando, un día llegó Wafa con la noticia:

—¡Los novios son dos Torralba! ¡Los de la casa grande de la plaza de la Fruta!

Y Catalina no se pudo reprimir:

—¡Son judíos! ¡Dios nos asista! —tal exclamó e, dejando el puchero al fuego, fuese a rezar a la iglesia de San Juan.

Las moras, mientras se encaminaban a barrer las cuadras, comentaban:

—¿Qué tendrá que ver que sean judíos? Nosotras somos moras y hemos criado a las niñas en el amor de Alá y del prójimo…

—Ellas sabrán convivir con sus maridos, del mismo modo que lo han hecho con nosotras…

Y menos mal que no las escuchó la cocinera, pues les hubiera preguntado en el amor de qué Dios las habían criado.

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María, oculta del mundo entre las paredes de la ermita del Cristo de la Luz, se sentó en el suelo, se alisó la saya, tomó en las manos el morral de la bruja de Portugalete y, sin miedo, lo abrió, consciente de que si había retrasado la apertura, acallado su curiosidad y hasta olvidado la existencia de aquella herencia, fue por miedo. Porque María de Ataún en vida había sido bruja capaz de cometer grandes maldades. De trocar a un hombre en sapo, de llevar al hombre convertido en sapo al aquelarre de la campa de Miravilla —donde se juntaban cincuenta o sesenta ollas con sus dueñas, a cual peor— para ser muerto a varazos con los sapos verdaderos y hacer untura mágica. Y también de llenar de gusanos un manzanal para terminar con él en pocas horas. O acabar con los trigos de diez millas en derredor en una noche, pero ya no tenía miedo María de Abando, no.

En razón de que había pasado tiempo más que suficiente para que el talego, de guardar en su interior alguna maldad, hubiera hecho daño, y no. Por eso lo desató ante la sola presencia de su perro Mot, y sacó un queso podrido envuelto en tela embreada, que olía tan a demonios que hasta al can lo repelió; y, volcándolo sobre la saya, cayó un saquillo muy chico, de los que las gentes llevan colgados al cuello para evitarse pavores y recibir favores, que la mujer reconoció al instante. El saquito de María de Ataún conteniendo los huesecitos de las manitas de un niño malparido, que tanto había apreciado la bruja… Y, claro, María lanzó un profundo suspiro al recibir tan buen regalo de una mujer con la que no se había entendido y hasta había terminado mal…

Se lo colgó del cuello e se llenó de una rara energía, tanto que hubo de aspirar y espirar, e se lo quitó e se lo puso y otro tanto le volvió a ocurrir, pero con la mente muy clara se dijo que aquellas cosas, el queso, el saquete y el talego, por muy valiosas que fueren y contuvieren alguna virtud, no eran la media herencia de María de Ataún, entre otras razones porque no había ni una puta blanca ni un maldito maravedí. Tal dedujo la muy ordinaria, que tantos años tratando con monjas y contemplando los ojos lastimeros del Cristo de la Luz todavía no eran suficientes para que de tanto en tanto no salieran de su boca palabras groseras.

Con aquellos objetos que ya formaban parte de su hacienda, tentando las manitas del niño malparido, que ya no le producían ansia en virtud de que ella se había acostumbrado a ellas o viceversa, salió de la ermita a tirar el queso lejos, pues que ni el can lo había querido catar de tan podrido que estaba. Después, sentada en los escalones de acceso a su casa, reflexionó aduciéndose que, dada su juventud, quizá se hubiera portado mal con la bruja de Ataún, que era la mejor hechicera de la zona y la superaba en todas las artes, excepto en hacer untura, menester en el que ella no tenía parangón, y así se lo había reconocido su patrona múltiples veces e la enviaba a la charca de Mendieta a buscar sapos y la obligaba a preparar cada día una libra de ungüento. Claro que era mucho quehacer tanto majar con el almirez, e añadir tripa de limaco y patas de salamandra, a más de buscar tritones en un manantial, e cribar los menudos e cocer todo en la olla a fuego lento. Lo hubiera hecho incluso a gusto, pero, como quiso que le limpiara la casa como si fuera criada, eso no.

E estaba en aquellos pensamientos e le venía gana de volver a su tierra por tornar a ver los verdes prados y por asistir a los aquelarres, a la par que se decía que allí, entre conventos, aunque viviera cómoda ciertamente, estaba desaprovechando sus grandes artes… Pero también le venía deseo de llamar al Mingo al bosque y, ay, de hacer con él lo que no hace dueña honrada… Consciente de que le daría una alegría al hombre, tanto que lo había evitado, y es que, de repente, se le había puesto un diablillo en sus partes de mujer, pero como no era necia se dio cuenta de que aquellos ardores procedían de los restos del niño malparido pues que, abriendo el saquete, se los había echado en la mano para examinarlos y la mano, vaya, le descansaba encima de la saya muy cerca de donde se le revolvía su natura de mujer. Los alejó, y a poco le desapareció aquel hormiguillo. Así las cosas, tras preguntarse qué pardiez habría pretendido la bruja de Portugalete enviándole el saquete, convino consigo misma en qué podía ganar mucho dinero con él, prestándolo a los hombres que tuvieran el miembro mortecino y a las mujeres que fueran incapaces de sentir en sus partes femeninas.

Y, pensando en los regalos recibidos y en cómo le pediría a la abadesa de Santa Ana el caballo de Mingo, se durmió bajo los rayos de la luna llena que hacían brillar los ojos del Señor Cristo como dos lumbreras.