Mil veces leyeron los príncipes —que de la noche a la mañana habían pasado a ser infantes— la real cédula que fue clavada en la puerta grande de la iglesia de Dueñas con la declaración de don Enrique, con el juramento de la reina Juana, con la designación de la Beltraneja como primera heredera y con la revocación del nombramiento de Isabel como tal. Y menos mal que eran personas animosas pues que, como las desgracias nunca vienen solas, hubieran podido caer en la melancolía al terminar de leer los cinco pliegos del documento y enterarse de que se había celebrado el matrimonio a futuro de doña Juana, la hija de la reina, con el duque de Guyena, el hermano y heredero del rey Luis XI de Francia.
Menos mal que supieron responder y enviaron cartas, que Isabel no quería ir en armas contra su hermanastro, nada más fuera por cumplir el testamento de su señor padre explicando los pormenores. Escribieron doce pliegos, clamando que el rey había pospuesto los negocios de la ley, el derecho y lo declarado en Guisando, donde había aceptado que la actual primera heredera no era hija suya, cuando, ahora, volvía a serlo, al parecer… Argumentando que lo que antes no era, no puede ser ahora, que el comportamiento del soberano no era propio de rey, entre otras cosas, porque había despojado de la villa de Arévalo a la reina viuda… Y aún contaron la historia de Bernaldo del Carpió y hablaron de la derrota del antiguo emperador Carlomagno en Roncesvalles, pero fue en vano… Porque no podían hacer otra cosa que salir de Dueñas cuando se sentían amenazados, refugiarse en Valladolid y salir corriendo para Ávila cuando se oía que las tropas del marqués estaban cerca y, en uno u otro lugar, escribir al arzobispo de Toledo que andaba enojado con ellos, pues no le habían consultado al enviar la carta…
Y lo que comentaban los esposos:
—Fernando, no puedo hacer nada, salvo recuperarme de mi parto e hacer carantoñas a la niña…
—Y yo de los moretones que me produjeron las coces de aquel maldito caballo…
—Cuando te repongas sales de caza.
—Tú con la niña estás entretenida…
—¡Es preciosa, preciosa, se parece a ti!
—¡Es tu viva estampa! Tiene tus mismos ojos…
—Oye, Fernando, hace tiempo que no me dices que te gustan mis ojos…
—¡Ah, mujer!
—¿Qué le sucede a mi rey y señor?
—¡No me llames rey!
—¿No eres rey de Sicilia?
—¡Sí!
—¿Pues, entonces…?
—¡Yo quiero ser rey de Castilla!
—Yo quiero ser reina también…
—¡Ven…!
E Isabel iba.
Después de meses de trabajo en las bodegas y en el desván de la casa de la calle de los Caballeros, las dos marquesitas mancas de Alta Iglesia ocuparon el piso alto con sus esclavas, escobas, picos y palas, e parecían mismamente una cuadrilla de albañiles. Para San Blas, Juana dio las primeras muestras de cansancio en la búsqueda del cofre del rey moro, pues dejaba que trabajaran las otras y se ausentaba de las habitaciones para acompañar a la bisabuela, tal decía. E como doña Gracia la recibía con grande alegría e le hablaba, a más de de don Beppo, de millares de cosas, entre otras de la inutilidad de la pesquisa, consciente la moza de que estaban arruinando la casa, tan buena casa, y de que un negocio era picar en las bodegas, y otro, muy otro, en las habitaciones principales, fue dejando aquellas labores sucias, que siempre andaba con la cara blanca de albayalde, para atender otros negocios.
Además, que había comenzado a acompañar a su antecesora cuando se asomaba a la ventana todos los días a la caída de la tarde y, ay, que veía pasar a dos mozos, muy erguidos y gallardos en sus cabalgaduras, sobre todo uno, el más menudo de los dos, y por eso también fue dejando el pico y la pala. Y quizá fuera porque doña Gracia le hablaba de sus amores o porque le recitaba versos de micer Petrarca, que había estado locamente enamorado de una dicha doña Laura, y de otro poeta, de un tal don Dante, que había penado hasta el delirio por una tal doña Beatriz, pues según la bisabuela, el amor hacía perder la cabeza a hombres y mujeres, y no sólo la cabeza sino mucho más, hasta la honra a veces, el caso es que Juana suspiró y se enamoró, o creyó enamorarse, del caballero Martín, de apellido Torralba, e vecino della. Y comenzó a hacer oídos a las pretensiones de doña Gracia que deseaba, para poder morir en la paz de Dios, dejar a sus bisnietas felices y en buena compañía, casando a ella con Martín y a Leonor con Andrés, el otro jinete, muy apuesto también y más corpulento que su hermano.
Así las cosas, abandonada la piqueta, con la mirada lánguida, con el corazón acelerado y a veces hasta con el estómago revuelto, Juana Téllez pretendió convencer a Leonor para que abandonara la búsqueda del cofre del rey moro en manos de Dios, pero las hermanas acabaron discutiendo y enojadas. Porque no valía que Juana dijera que no tenían necesidad de encontrar ningún tesoro para que las sacara de pobres, y que tenían mucha riqueza tanto en moneda contante como en bienes inmuebles. Ni que asegurara que a la bisabuela los judíos de Milán le guardaban dos arcas llenas de oro de al menos una arroba de peso cada una. Ni que poseían casa de piedra en aquella ciudad frente por frente al palacio ducal, otra de campo a orillas del Tesino, dos castillos en Castilla con sus villas, y la mansión de la calle de los Caballeros, a más de otras rentas en juros de heredad y lo que quedaba en el arca de don Juan, su señor padre. Ni que apercibiera a su hermana de que la obstinación es mala compañera, por no hablar de la curiosidad, la peor de todas las compañías. Ni que le advirtiera que estaba derruyendo la casa, tan buena casa, y que era tiempo de detenerse para no destruir el gran comedor o el aposento de la bisabuela, lo único que quedaba por picar. Ni que entre escombros no podían vivir. Ni que le dijera:
—Escuchemos a la abuela… Tiempo tendremos de encontrar el tesoro.
No valía. Leonor no quería hablar de bodas y, azuzada por Marian, insistía en la existencia del cofre.
E, claro, la abuela hubo de poner coto a aquella sinrazón.
Porque doña Gracia había tenido paciencia con sus bisnietas, les había consentido todo o casi todo y les había permitido incluso que destrozaran una casa tan buena. No recibía visitas para que las personas ajenas no vieran los destrozos, y sólo dejaba entrar a la Niña del Cristo de la Luz haciéndole subir la escalera casi a oscuras. Venía viviendo con escaso servicio, iba andando a la catedral o a la iglesia de San Juan en vez de en carruaje o en litera como correspondía a su posición. Había padecido innumerables dolores de cabeza causados por el ruido constante de la piqueta. No había puesto a sus descendientes a estudiar gramática ni latín, ni a leer el Kempis o El cancionero de Petrarca. No las había regañado cuando había sorprendido a una o a otra bebiendo a morro del jarro del agua, en fin, que les había consentido casi todo para que afirmaran su carácter e hicieran alguna cosa por su cuenta, pero cuando entró Leonor a su dormitorio con ayudantes y cestos, se plantó y dijo no. Aunque de poco le valió, porque la joven la emprendió contra las paredes del comedor.
E lo que son las cosas, la abuela y Juana, las dos disidentes, hubieron de tragarse sus negativas, sus consejos, sus recomendaciones, sus molestias y sus quejas, porque, vive Dios, la mora Marian, a poco de iniciar la tarea en aquella habitación, picó hueco y avisó:
—¡Alabado sea Alá, Señor de los mundos! ¡Aquí suena a hueco, Leonor…!
E la marquesita se acercó rápida exclamando:
—¡In xá Al-láh!
E dio un golpe con toda su fuerza y, Señor Alá, se desprendió media pared.
A las voces y al fragor del derrumbe acudieron la bisabuela, Juana y Catalina. La primera observó atónita, la segunda y la tercera se pusieron a ayudar. E todas, jóvenes y criadas, alegres, desescombraron y limpiaron y, ay, que dieron con un altarcillo que llevaba tapiado a saber cuántos siglos. E como Marian pasó la escoba y luego un plumero, las seis vieron, pese al pasmo que llevaban encima, una tabla pintada de dos varas de altura y otras tantas de anchura clavada en la pared, un altar de una vara de largura y, encima de éste, una arquilla, ¡bendito sea Dios, bendito sea Alá!, forrada de cuero, del llamado cordobán, exacta a la de la leyenda del cofre del rey moro, pero más chica. Quizá porque las buscadoras de tesoros, puestas a imaginar, lo habían creído grande, muy grande y, vaya, que era muy chico.
Embargada por la emoción, Leonor llegóse al altar, tomó el cofrecillo con su mano buena e, como necesitaba de otra mano para poder abrirlo, llamó a su hermana que acudió presta y, como juntas, con la mano que cada una tenía, hacían lo mismo que una persona con dos manos, la una lo sostuvo y la otra alzó la tapa, pero no se abrió, pues estaba cerrada con llave. E Leonor, que llevaba la iniciativa en todo aquel negocio, pues que no en vano había perseverado hasta el final, pidió a las esclavas una piquetilla, depositó la arqueta en el ara del altar e pretendió abrirla a golpes, pero con los nervios no atinó, y el caso es que la destrozó toda.
Así las cosas, volcó el contenido en el ara del altar e aparecieron unos pétalos de flor, una rama de olivo con hojas, secas también, e un pergamino muy chico con unas letras muy prietas y muy borrosas, e de joyas y dineros, nada. Con lo que las seis mirantes se adujeron cada una para sí que no podía tratarse del cofre de don Tello, sino de otro, y torcieron el gesto pero se guardaron muy mucho de expresar sus pensamientos, al menos de momento.
Leonor le preguntó a su bisabuela si estaba al aire la capilla encontrada cuando ella se marchó a Milán, y al responderle la dama que no, se amohinaron todas aún más, pese a que la tabla pintada era buena y antigua, el altarcillo de fina labor y el contenido de la arqueta misterioso de lo más.
Se desanimaron tanto que dejaron la búsqueda del cofre del rey moro. Cierto que investigaron los hallazgos, e discutieron y las tres Téllez se alzaron la voz. Pues que decía Leonor que, aunque no fuera el verdadero cofre de don Alí, el cautivo de las Navas de Tolosa, algo tenía que ver con él, pues que el pergamino estaba escrito en árabe, negocio que Wafa, que sabía leer y escribir aquella lengua, corroboraba.
Como doña Gracia Téllez le envió con la mora Marian el caballo prometido, un buen jaco boquifresco, María lo tomó. Lo llevó al prado a que pastara, al abrevadero a que bebiera; lo cepilló y le acarició la crin del cuello, y anduvo todo el día muy emocionada esperando la llegada de la noche para regalarle el bicho a Mingo, como tenía pensado de tiempo atrás.
Y, en efecto, se presentó el mozo entre las nueve y las diez e venía canturreando una cancioncilla, alegre al parecer, y más contento se puso cuando levantó el farol y, al acercarse, contempló a María fuera de la ermita con los ojos risueños, la sonrisa clara e con un precioso caballo de la brida. E, como hubiera hecho cualquier hombre, no tuvo palabras para la moza sino para el bicho, del que dijo, examinándolo linterna en mano, que era un jaco albazano, anquialmendrado, y mirándole los dientes que era dentivano y, cuando le levantó las patas para verle los pulpejos de los cascos, aseguró que escarcearía bien —tal sostuvo como si supiera de caballos todo lo que está escrito y más—, y le acarició la crin del cuello y la bestia se dejó hacer, como si el joven fuera su amo y lo conociera de toda la vida.
Entonces María exclamó:
—¡Es para ti, Mingo, te lo regalo!
—¿Para mí? ¡Estás tonta moza, lo puedes vender en el mercado y sacar muy buenos maravedís!
—¡Mingo, es para ti; lo pedí en pago a un trabajo para regalártelo!
—¡Oh, pardiez, María!
—Es para ti…
—¡Oh, María, qué has hecho! ¿Has cambiado el sol de lugar?
—Es tuyo, Mingo, con él podrás dejar tu oficio de contador e alistarte en las tropas del concejo de Ávila para empezar a caminar tu brillante destino… Acuérdate que predije para ti el día en que nos conocimos que llegarías a ser rey de un país al que me fue imposible ponerle nombre aunque me hubiera gustado, porque el agua me dice algo, pero no todo… Toma el caballo e cuídalo…
—¿Tú crees que mi porvenir está escrito?
—Ya lo creo, Mingo, el tuyo y el de cualquier hombre y mujer, sólo es menester leerlo…
—¿Y en mi porvenir sale una mujer llamada María de Abando que nació en Bilbao, que es ensalmera, curandera y brujilla… Que posee unos ojos como dos estrellas, una boca que llama a ser besada y un culo como un sol…?
—¡Mingo, no empieces!
—¿Sales tú en mi porvenir?
—¡Sí, Mingo, sí, pero no me atontes! Llévate el caballo… ¡Mañana hablaremos largo!
—¡Ea, gracias, María! Eres como un ángel para mí… Nunca me había regalado nadie nada…
—¡A Dios, Mingo!
Fuese el contador como unas pascuas, el caballo de la brida, e lo dejó en las cuadras del convento de Santa Ana. Pero a la mañana siguiente fue llamado por la abadesa, que le pidió su parte e, sin acordarse del juicio de Salomón y sin encomendarse a Dios ni al diablo, como el bicho no se podía partir, se lo requisó. E hizo mal la priora, muy mal, porque el Mingo le fue a su novia o a su benefactora, o lo que fuera, con el cuento, y María montó en cólera, no por él, pero sí delante de él.
E fue que se plantó en medio del camino y, alzando los brazos al cielo y puesta de espaldas hacia el levante, gritó y, Santa María, movió los vientos promoviendo una tempestad de tierra y agua, e hasta las ventanas y las puertas del cenobio temblaron y se oscureció el sol por toda la comarca durante media hora o más, a la par que descargaban truenos y relámpagos muy próximos… Y a no ser porque el Cristo de la Luz se estaba poniendo perdido de polvo, y otro tanto el Mingo, que temblaba como una hoja zarandeada por el viento, y otrosí la autora de los malos vientos, ensopados los dos, a saber cuánto tiempo hubiera durado y qué daños hubiera ocasionado aquel turbión que se contempló netamente desde las almenas de la ciudad.
Por el Cristo, por el Mingo y por ella, María se contuvo e no hizo mayores males, pero bien pudo hacerlos como acababa de demostrar, pese a que se había dicho que ya no valía para ejercer su arte. Eso sí, airada como estaba, pensó en abandonar la ermita y a la abadesa y, tras despedir al Mingo asegurándole que hablaría con la priora sobre el caballo, se encerró en la iglesuela, se levantó la saya, se desabrochó el cinturón y observó los saquetes de dinero que llevaba cosidos en él y bien tapados, por hacer algo, por acallar sus nervios, por ver qué hacía. E, sopesándolos, se dijo lo que se había dicho otras veces: que llevaba demasiado dinero encima, que debía comprarse una casa o llevarlo a algún judío para que se lo guardase y en veinte años le acreciera un capital, e se apresuró a esconder su fortuna a los pies del Cristo en el hueco existente entre el altar y la pared, a la espera de tomar determinación…
Y en esto tentó por casualidad el talego que contenía la mitad de la herencia de María de Ataún, el que le había entregado la sortiña del Nervión con tanto desabrimiento y, sosteniéndolo en sus manos, se adujo que tiempo era de conocer su contenido. Ni corta ni perezosa, se levantó para encaminarse al bosquecillo lindero con la alta tapia de las Gordillas, pero para no mancharse los pies de barro, porque habían caído chuzos cuando levantó la tempestad, se acomodó en el suelo de la iglesuela y procedió a la apertura del morral.