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El primer día de octubre del año del Señor de 1470, la princesa Isabel trajo al mundo en la villa de Dueñas una niña que sería bautizada con su mismo nombre. Delante de su esposo, del arzobispo de Toledo, del conde de Buendía y su mujer, de tres notarios, un escribano, varios caballeros y damas, entre ellos Gonzalo Chacón y doña Clara Alvarnáez, a más de dos vecinos, y fue asistida por dos experimentadas matronas.

No hubo que lamentar insanias de ningún género en la actitud de la princesa que, aconsejada por su madrina, se tapó la cara con un paño y no vio nada. Es decir, que no contempló con sus ojos a la multitud de hombres y mujeres que llenaban su aposento, y tampoco oyó nada pues los asistentes guardaron respetuoso silencio. Amén de que, como venía avisada de los dolores, sangres y hasta de las menudencias del parto, no se asustó y soportó el padecimiento con resignación. Además, como el acto fue breve y la niña vino entera con lo que es común al hombre y con lo que es privativo de la mujer, aunque hubiera preferido un varón por garantizar su propia sucesión, se holgó.

Pero resultó que el marqués de Villena venía trapaceando en el reino de tiempo atrás, tratando de atraerse a las grandes familias y, dueño del ánimo del rey Enrique —que tenía poca voluntad de por sí, como es dicho—, daba y daba lo que no era suyo. Otorgaba grandes mercedes, ducados, condados y muchos dineros, en detrimento de las rentas de la Corona, con lo cual los grandes le debían favores, los Mendoza entre otros. E con sus maquinaciones había conseguido que éstos le entregaran a dos rehenes de prosapia que tenían: a la reina Juana y a su hija.

E, claro, los partidarios de Isabel flaqueaban, pues hasta el rey don Juan de Aragón, extralimitándose a espaldas de sus hijos, los señores príncipes, había propuesto al dicho marqués que el hijo que pariera su nuera, es decir, doña Isabel, casara con la pequeña Juana, comúnmente conocida como la Beltraneja, concediendo a la par que Fernando e Isabel renunciaran a sus derechos sobre la corona de Castilla. E fue que el de Villena se negó a tal matrimonio, y que Isabel tuvo una hija, que nunca podría maridar con la dicha infanta… E fue que el marqués de los mil diablos además tuvo que enfrentarse con don Pedro, el amante de la reina Juana, que no era villano como se creyó en un principio sino persona de linaje. Éste no le quiso entregar a la dama, pero se la arrebataron los Mendoza en un hecho de armas, la mantuvieron de rehén y la trocaron con el privado a cambio de la tierra conocida como el Infantado. Otrosí fue que el marqués había concertado con el rey Enrique reconocer a la hija de la reina, a la Beltraneja, como primera heredera, en detrimento de su hermana Isabel en razón de que ésta, casándose sin su permiso, había desobedecido.

Por todo ello, el soberano se juntó con unos nobles en Valdelozoya el día 20 de octubre de 1470 y dijo, desdiciéndose de lo que afirmara en la concordia de los Toros de Guisando, que doña Juana era hija suya. E la reina afirmó otro tanto y más, pues juró que era suya y de él, e ambos se amigaron ante la estupefacción de presentes y ausentes, pues que la dama era mujer de contentamiento. Y, tras asonar trompetas, se libraron cartas y se convino en la boda de la nueva sucesora, que tenía ocho años de edad, con el duque de Guyena, que ya fuera pretendiente de Isabel, y no se pidió a las Cortes que proclamaran a la nueva heredera, como si no existieran, como si el rey fuera señor absoluto de los sus reinos.

Una de las cartas expedidas en Valdelozoya llegó a Dueñas dos días más tarde y fue clavada en la puerta de la iglesia para que se enterara la vecindad de su contenido. Y, vive Dios, la princesa, recién parida, al conocer la noticia llevóse un disgusto de muerte, incluso tuvo una subida de leche cuando ya se le retiraba, e ahogos. Los mismos que padecieron el príncipe y la gente de la casa, pues que nadie se lo esperaba y, unos con más angustia, otros con menos, unos disimulándola mejor, otros peor, se tuvieron que tragar la ira que llevaban dentro de sus corazones y, tras encomendarse al Creador, esperar pacientemente el decurso de los acontecimientos.

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Doña Gracia Téllez, que andaba disgustada por la postergación de Isabel en la línea de sucesión al trono de Castilla como mucha otra gente, tras mandar rezar una misa de acción de gracias en la iglesia de San Juan por el nacimiento de la infanta Isabel, volvió a consultar con el obispo de Ávila y recibió su bendición para maridar a sus bisnietas con los Torralba. Además, que el clérigo le encomió al padre, al fallecido Pedro Gil, y a doña Elvira, la madre.

Apartada cualquier duda de su mente sobre la conveniencia de los matrimonios, un domingo de noviembre a la salida de misa de diez de la Catedral ajustó por fin a María de Abando. Una muchacha rústica, procedente de las Vascongadas, de ojos negros como el azabache, de rostro agraciado y de la misma edad que sus bisnietas. Le prometió un caballo en pago de sus servicios y le habló largo de lo que pretendía:

—Mira, moza, tengo dos nietas… Dos mujeres de lunas que no quieren maridar… Quiero que les quites los pájaros que llevan en la cabeza para que presten atención al negocio de su matrimonio y, a ser posible, que se enamoren de sus prometidos… Porque yo, hija, me casé dos veces, una sin amor y otra con amor, y viví mejor con mi segundo marido que con el primero.

—Eso es pan comido, señora —sostuvo María.

—Además, como tengo vistos dos posibles novios, quiero que indagues de qué familia son…

—Lo haré a gusto, señora… Dígame su merced cómo se llaman e dónde viven que soy muy buena alcahueta. ¿E por estos dos servicios me dará su merced un caballo? —preguntaba María asombrada.

—¡Sí! Pero guardarás silencio y no te irás de la lengua…

—¡Seré muda, señora, que me muera si abro la boca!

—No hablarás ni con mi criada, aunque te vaya a preguntar…

—Descuide su merced, ¿qué familia es la de los novios?

—Todavía no son novios, di mejor presuntos novios… La familia se llama Torralba, vive en la plaza de la Fruta, en una casa grande con dos portales a la calle…

—Conozco a los Torralba, acabo de hacer allí servicio… He sacado las ratas que había en la casa… ¡Cincuenta y dos ratas de más de un palmo!

—Quiero saber si son judíos, si guardan el sábado…

—Ya le puedo decir a su señoría que no, que son cristianos. Que me he fijado.

—¿Van a misa y comulgan todos?

—¡Todos van los domingos y fiestas de guardar, y la viuda hace mil caridades y va a misa a diario!

—¡Ah, bueno!

—Don Perogil, que ya falleció, fue judío pero se convirtió. Entiendo que don Perogil fue el padre de los muchachos…

—Sí.

—Y que los mozos son Andrés y Martín, porque no hay otros…

—Sí. ¿E quién vive en la casa?

—La viuda, doña Elvira, los dos mozos e tres mozas de nombre Catalina, Isabel y Elvira… E sé que hay dos hijos clérigos que viven lejos y una hija casada en otra ciudad… E muchos criados, pues son gente amillonada…

—Me has dicho lo que quería, pero deseo saber más de ellos, todo lo que se pueda… Cómo viven, cómo duermen, cómo comen, cómo alientan, qué sufren… ¿lo entiendes moza?

—¿E por esto me va a dar vuesa merced un caballo?

—¿No es lo que hemos convenido?

—¡Sí! ¿Y el hechizo de amor que he de hacer a vuestras señoras nietas?

—Lo dejaremos estar de momento; primero, me sirves con esto, luego con lo otro… Volveré a llamarte con mi criada… Cuando hayas cumplido el encargo me informas, y te enviaré el caballo a la ermita del Cristo de la Luz… ¡A Dios!

—¡Vaya con Dios su señoría, que El allane su camino, colme sus anhelos e dé buena boda a sus nietecicas!

E fuese María admirada de su buena suerte.

La anciana llamó a Catalina, se colgó de su brazo e iba contenta por haber desechado lo del ensalmo, no fuera a causarles algún daño a sus bisnietas, pues ya eran mancas por su natura y bastante tenían. E iba alegre porque los Torralba fueran gente piadosa. Divertida, además, porque la cocinera le preguntaba y ella le ocultaba el nombre de los novios, e hacía bien, porque, aunque le tuviera confianza, mejor no decir las cosas a las claras, pues en el ínterin podían surgir quizá dos pretendientes mejores que fueran de noble ascendencia y cristianos viejos.

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Como doña Gracia Téllez le había prometido darle en pago a sus oficios un caballo que valía una fortuna, María de Abando acreció su propia estima, olvidó el negocio de la sortiña de Bilbao, la herencia de su antigua maestra, y tomóse mucho interés en servir a satisfacción a la señora. Por eso volvió varias jornadas seguidas a la casa de los Torralba a preguntar a las criadas, para luego poder decirle todo lo que oyera a la marquesa, que quería saber lo más posible de ellos.

Salía de la ermita a la hora prima con su morral, después de beberse el cuenco de leche de cabra que le llevaba la hermana Miguela y de mirar el cielo por ver cómo se presentaba el día. Caminaba a buen paso, entraba en la ciudad por la puerta del Grajal y en la primera taberna que hallaba al paso se echaba al coleto un vasito de aguardiente, o dos, y compraba un cantarico para abrir la boca de los sirvientes de la familia Torralba, e se entraba luego por la puerta de las cuadras, dando de beber a los caballerizos y a las guisanderas, las más parloteras de la casa.

De doña Elvira, la madre, conoció que había estado casada con don Perogil durante veinticinco años, y que los dos habían sido de religión hebrea, aunque a poco de maridar se habían convertido al cristianismo, y lo que le decían:

—Ya sabes tú lo que pasa con los judíos que, de repente y las más de las veces sin más causa que ayer, son perseguidos.

—Lo sé.

—Doña Elvira, que es mujer muy piadosa, tomó tal nombre al ser bautizada, pues antes se llamaba Sara, y maridó con don Perogil, antes llamado Ibrahim Abenamar. Tuvo nueve hijos: Juan, que es obispo de Segovia; María, que está casada en Burgos; Alonso, que es arcediano en Sepúlveda; Pedro, que es contador del rey y regidor en Segovia; Andrés y Martín, que son caballeros y viven en casa, y Catalina, Isabel y Elvira, que viven también aquí y son doncellas casaderas.

—No tienen relación con otros hebreos —terciaba otra—, salvo doña Elvira, que trata con su cuñada, con doña Esther, que no se quiso convertir a la par que su hermano, y tiene una carnicería en el barrio judío, e viene alguna vez a esta casa e nuestra señora le da dinero, pues que tiene mucho… Nuestra ama es buena cristiana, va a misa diariamente, comulga y sale todos los años en la procesión del Corpus Christi y, a más de abonarnos el sueldo por Navidad, nos da buena propina, que aquí, hija, no estamos por la ropa y la comida, que cobramos buen dinero… E don Pedro, el contador, nos ha dicho varias veces que si queremos nos lo guarda y que en veinte años nos hará un capital…

—Pero, oye, nosotras no queremos, que nunca se sabe lo que puede suceder… —apuntaba la primera.

—Hacéis bien, cada uno con lo suyo…

—Y el dinero cerca o enterrado…

—El año pasado me compré cuatro varas de brocado para hacerme un Vestido y encontrar un novio…

—¿Lo encontraste?

—¡No, porque vivo muy encerrada!

—Al alba se levanta doña Elvira y ya tenemos que estar dispuestas…

—Y acompañarla a la iglesia, que va más a gusto con nosotras que con sus doncellas.

—Bueno, bebed que está bueno el aguardiente…

—No vamos a poder preparar el almuerzo, de continuar así echaremos harina en vez de sal en el puchero…

—En esta casa hay mucho trabajo, María, y en la cocina sólo estamos nosotras dos…

—¡Ea, acercad esos vasos!

—A don Juan, el que es obispo, apenas lo conocemos, pues que se marchó a estudiar a Salamanca antes de que nosotras entrásemos a servir en esta casa… Lo mismo que don Alonso, el arcediano.

—Don Pedro, el regidor, que tiene del rey el cargo, es el más apuesto de todos… El más señor… Doña Elvira lo pone de ejemplo a los otros hermanos, que rabian de su buena fortuna, pues que ha aprendido los modos de la Corte.

—Andrés también es muy galano, pero tiene el genio vivo…

Le ha pedido a don Pedro que le solicite al rey Enrique que le arme caballero…

—¿Va con mujeres del común a muchos este Andrés?

—Por supuesto. Se dice incluso que tiene barragana con casa puesta en el rabal de San Nicolás.

—Martín, el otro soltero, también va con mujeres placeras.

—E los dos vuelven a casa al amanecer, muchos días borrachos… Que vienen de sus negocios, cenan con su madre y sus hermanas y, apenas éstas se van a la cama, ellos salen de parranda…

—¡Otro vaso de aguardiente, comadres!

—¡Ea, María, escancia!

—La señora está muy contenta de que hayas quitado las ratas…

—Las ratas y los espíritus puedo arrojar de una casa… ¿E Martín cómo es?

—Más calmado que Andrés… Su madre a veces se encorajina con él, le dice que, si quiere ser caballero, ha de tener más agallas y la respuesta más presta, pues que habrá de ir a la guerra con el señor rey y no es cosa de niños, sino de hombres muy bragados…

—¿Pero vale para el acto carnal?

—¡Oh, sí, sí!

—A ésta la ha encorrido más de una vez por los pasillos…

—¿Y…?

—¡Nada, su madre lo vigila, a Dios gracias!

—¿Y esa María que está en Burgos?

—Tampoco sabemos della, pero está muy bien casada con un mercader… De los que llevan barcos cargados de lana a Flandes…

—¡Ah! ¿E las doncellas?

—A decir verdad, las doncellas son necias e impertinentes… Las que peor nos tratan…

—Con desabrimiento…

—A más, nos humillan todo lo que pueden…

—E siempre le sacan algún pero a la comida, que si está salada, que si el pastel está demasiado dulce, que hagamos pasteles, que por qué hacemos tantos pasteles, que no les gusta tal, que no les gusta cual… Pero, como son las señoras, nos tenemos que aguantar.

—E poner buena cara.

—E para mí, señora María, que Catalina habla con los espíritus…

—¿Cómo es tal?

—Oye, otro día te lo contaremos que tenemos que ponernos con la manduca…

—Bueno, volveré, quedad con Dios buenas mujeres…

—Que Él te acompañe…

E se iba María mosca, la mar de mosca, porque la tal Catalina, la mayor de las hermanas solteras, hablara con los espíritus. Y llamaba a la puerta de la casa de la calle de los Caballeros y le contaba a doña Gracia lo que le habían dicho las cocineras por lo menudo; cierto que a veces había de darse una vuelta antes de entrar y beber agua en la fuente de la plaza de la Fruta para despejarse la cabeza y quitarse el olor a alcohol.

La señora marquesa la recibía en el gran comedor delante de un gran fuego que crepitaba en la chimenea y del retrato de un hombre de grandes ojos.

La dama la escuchaba muy atenta y, al terminar, hacía que Catalina le diera alguna cosa, un cacho de empanada, una coca de sardinas en los días de vigilia o una tortilla entre pan. E no le preguntaba nada de su vida, ni de dónde era ni qué hacía ni si era feliz o infeliz ni si tenía novio o padre o madre… Por eso María tampoco le preguntaba dónde estaban sus señoras bisnietas ni qué ruidos eran ésos ni si estaban de albañiles. Cierto que a la semana de entrar en la casa de la calle de los Caballeros a gusto hubiera demandado si acaso estaban buscando un tesoro.