Durante los primeros días de casada, doña Isabel, la serenísima princesa de Asturias, larga vida le dé Dios, anduvo arrobada, no sólo de felicidad por haber maridado y cumplido uno de los requisitos primordiales para sentarse en el trono de Castilla al final de los días de su hermanastro, sino por haber yacido con su esposo, que la tomó como mujer nada más llegar a Dueñas, a casa del conde de Buendía, pues que necesitó el mozo, después de tantos peligros sufridos, desahogar el ardor juvenil que acumulaba en sus partes de varón. Rápido, rápido, sin permitirle a su esposa que se bañara y se acicalara para la ocasión, sin dejarle probar bocado.
Al día siguiente era para Isabel como si su rostro pregonara que había yacido con su esposo e le venía arrebol a las mejillas… Se le hacía que del conde a la fregona todo el mundo la miraba en aquella casa, y no sólo por ser princesa, pues que las princesas, aunque no sean bellas, son miradas más que las demás mujeres, y claro, le venía rubor.
Doña Clara le decía que la gente se mira entre sí por razones de proximidad. Que todas las mujeres casadas se habían dejado hacer lo mismo que ella. Que todos los hombres casados habían hecho otro tanto que su marido. E, para distraerla, la instaba a buscar en unos baúles los regalos que le trajeran los embajadores de Francia y Portugal para devolverlos, ya que no había matrimoniado con los pretendientes de aquellos países. E la escuchaba atentamente cuantas veces la princesa le hablaba de los ángeles que le hicieron hueco en la escalera del palacio de Vivero. E, como si fuera todavía una niña, le tenía las manos.
Entraba Chacón en el aposento e Isabel se ponía más roja de cara, e entraba Cabrera o el conde de Buendía y otro tanto. E doña Clara le humedecía la cara con un paño mojado en agua de rosas para aliviarle el sofoco, pero ella no tenía prisa por responder a las llamadas de sus mayordomos que le recordaban que, junto a su esposo, debía escribir al rey para ponerle al corriente de la celebración y consumación de su matrimonio. Se demoraba, pues le daba vergüenza abandonar la habitación y que la vieran otras gentes. E ya Chacón y Cabrera le hablaban del rey don Juan, de su señor padre, que a falta de heredero de Enrique, había dejado sucesor a Alfonso y a falta de Alfonso, a ella. E doña Isabel les preguntaba si tanta prisa corría, e los otros respondían que sí, que sí. E hubo de presentarse Fernando a buscarla, tras reunir a ciertos nobles, e decirle:
—Señora mía, venid conmigo a escribir a don Enrique, nuestro hermano, pues que estamos en casa ajena, dormimos en cama que no nos pertenece y comemos lo que nos dan las buenas gentes que nos cobijan poniendo en peligro su vida.
Y, como lo que sostenía su marido era cierto a más de claro, Isabel se personó en el gran salón de la casa con rubor en las mejillas, pero con la mente despejada.
Y comenzó don Gonzalo a dictar al escribano carta para don Enrique:
Al muy alto y muy esclarecido Príncipe Rey nuestro señor:
Por mis letras y mesageros comuniqué a vuestra Alteza mi voluntad de casarme con el Rey de Sicilia y Príncipe de Aragón, otrosí notifiqué su feliz llegada a estos reinos de Castilla, que vuestra señoría tiene y tenga por muchos años. Hago saber a vuestra Alteza que somos venidos a la villa de Dueñas casados e que Dios ha permitido la consumación del matrimonio, e que los dos, el Rey de Sicilia e yo, remitimos embajadores a vos, nuestro padre y señor, para nos recibáis como obedientes hijos y nos enviéis vuestra bendición a no tardar, para no dar lugar a otros nuevos escándalos en estos reinos, que es dolor de ver en ellos más trabajos y fatigas de los pasados. Yo el Príncipe. Yo la Princesa.
Cierto que se discutió y hasta se porfió al redactar la carta:
—Para una buena redacción es menester utilizar el singular o el plural, no los dos a la vez —sostenía la princesa.
—¡Eso son minucias, hija mía! —aseveraba el arzobispo.
—Don Enrique no es nuestro padre —intervenía Fernando.
—Llamar padre a don Enrique, cuando es manifiesto que es incapaz de engendrar, puede ser considerado sarcasmo —atajaba don Gonzalo.
—La gente que lo rodea espera cualquier excusa para cizañar contra nosotros…
—La palabra «padre» indica respeto y carece de connotaciones negativas… Al mismo Dios se le llama «padre»…
—¡Sí, pero llamar padre a uno que no puede serlo…!
—¡Ea, déjense sus altezas de memeces! ¡El protocolo es el protocolo! ¡Las cosas deben ser así…!
El arzobispo Carrillo alzaba la voz, sosteniendo que el señor rey no había prohibido la celebración del matrimonio y asegurando que con su silencio lo había consentido, e insistía en llamarlo padre. Fernando lo miraba a los ojos como queriendo acallarlo, pero el otro, que era vocero, perseveraba y ofrecía mil lanzas a los príncipes. Y ellos las desechaban, alegando que era una provocación armar tantos hombres cuando no deseaban enfrentarse a nadie. Entonces el clérigo les hablaba de Villena y sus maquinaciones, y de que deberían estar alerta y guardar sus personas de los muchos peligros que les acechaban por doquiera. Fernando pretendía consultar a su padre, el rey don Juan. El arzobispo deseaba despachar cuanto antes la carta al rey y copias para los señores y ciudades de Castilla. Y hasta discutieron por la firma, por si firmar como Reyes de Sicilia o Príncipes, y eso que se acaloraban todos. Fernando hubiera querido poner coto a ese clérigo, al hombre más poderoso de Castilla, pero Chacón le aconsejaba que tuviera paciencia con él y le recordaba que en muchos momentos pasados había sido la única persona en el reino que estuvo por su matrimonio.
Fernando se lamentaba de no tener un maravedí y decía de pedirle a su señor padre, a sabiendas de que tampoco tenía un cuarto. Para remediar tanto problema, se iba de caza o jugaba a tablas con sus secretarios, o llamaba a su esposa a la cama o la invitaba a salir a cabalgar. Entonces, cuando recorrían los campos de Castilla, hablaba con ella de contratar a un maestro para que fabricara cañones en vez de lanzas y espadas en su herrería, para luchar contra los nobles que se decantaban otra vez por la legitimidad de la Beltraneja, y contra quien preciso fuere, pues que, visto el decurso de los acontecimientos, tarde o temprano, sería menester combatir. Y le explicaba:
—Los condottieri italianos batallan por una república o por otra con armas de fuego en vez de con lanzas. Con cañones, es decir, con gruesos tubos de hierro que arrojan esferas de hierro también, impelidas por una explosión producida por pólvora…
—Sé de la pólvora, Fernando. Es un invento que se usó en la toma de Tarifa por el rey Alfonso X, llamado el Sabio, hace más de dos siglos.
—Los turcos la utilizaron como arma principal en la toma de Constantinopla. En Italia también se usa, los condottieri ponen cerco a las ciudades desplegando su artillería, y si los sitiados no se rinden a la primera la emprenden a cañonazos, abriendo rápidamente huecos en la muralla por donde entra la infantería…
Y le contaba con entusiasmo las muchas hazañas del Colleone, de Francisco Sforza y de Beppo de Arannola, sobre todo las de este último, en razón de que en una batalla, dicha de Anghiari, sólo hubo que lamentar una baja, la de un hombre que fue derribado por su caballo y, mala suerte, se desnucó.
La princesa prestaba a don Fernando mucha atención, y le pedía a Chacón dineros para encargarle a algún maestro herrero la hechura de varias lombardas, es decir, los cañones que hubiera querido tener su marido, para regalárselos en su próximo cumpleaños.
Cierto que antes le hizo otro obsequio, pues un día, después de desayunar, se sintió indispuesta e vomitó, precisamente al enterarse de que su hermano, el rey, le había arrebatado a su señora madre la villa de Arévalo para dársela a otro, a un duque. Y como la buena noticia fue muy grande y la mala, lo del despojo de la reina viuda, se podría remediar en el futuro, cundió la alegría en la casa del conde de Buendía y en la población de Dueñas, pues corrió que la princesa estaba empreñada, Dios le dé salud y la bendiga.
Doña Gracia Téllez, la bisabuela de las dos marquesas mancas de Alta Iglesia, tras leer y releer la carta que había recibido del obispo de Ávila comunicándole que en las casas nobles de Castilla no había mozo ni viudo por maridar, optó por tomar otro camino.
Pensó en volver a enviar a Catalina, la cocinera, a la ermita del Santo Cristo de la Luz para que, a cambio de un caballo, ajustara a una dicha María de Abando, que era santa, bruja, ensalmadora o alcahueta, con la idea de que le hiciera servicio indagando qué clase de gente componía la familia Torralba.
De no llevar sus negocios tan en secreto, de haberle preguntado a la cocinera, hubiera escuchado de sus labios lo que era conocido de antiguo en toda la ciudad. Que los dichos Torralba eran conversos, es decir, cristianos nuevos. Que el padre de Andrés y Martín Gil de Torralba —los pretendidos novios, los jóvenes que la habían saludado en la catedral el día que fue a contemplar el altarfino que había mandado alzar para su enterramiento— había sido un tal Ibrahim Abenamar, llamado Pedro Gil de Torralba después de recibir el santo bautismo, de oficio contador del rey. Hubiera escuchado eso y más, pues que las familias eran vecinas, y la conversación con la Catalina, dada la inquina que mostraba la cocinera contra los hijos de Abraham, hubiera podido desarrollarse más o menos deste tenor:
—Los Torralba, mi señora, son conversos, lo dice todo el mundo, e no son de fiar…
—¿Por qué? Catalina, cuando una persona se convierte de una fe a otra, abandona la anterior…
—¡Ah, no, señora, no!
—¿Cómo que no?
—Yo no sé… Tengo para mí que si una madre pierde un hijo sufre hasta el desvarío y entiendo que si a una persona le quitan a Dios ha de…
—¡Dios no es lo mismo que un hijo! ¡No es comparable!
—Yo…
—Oye, Catalina… los mozos son hermanos, solteros y gallardos los dos…
—¡Señora, son cristianos nuevos!
—¿Y qué?
—Que los cristianos viejos no casan con los nuevos…
—¿Es que Dios lo ve mal? ¿No son ovejas llegadas a su redil y Él es el Buen Pastor?
—Dios no lo sé, señoría, pero fray Tomás de Torquemada y otros predicadores lo ven mal, francamente mal… Arremeten contra los judíos en sus sermones…
—¿Por qué?
—Porque se convierten a la fuerza, lo hacen para hacerse querer de las vecindades…
—Pero puede ser que estos Torralba se hayan convertido de corazón…
—¡Quiá, a Dios no se le puede sustituir!
—¡Calla, maldita sea, Catalina! ¡No sé cómo te dejo hablar! ¡No tienes vela en este entierro! ¡Ah, mucho silencio con mis nietas o te mandaré azotar!
Tal hubiera amenazado la dama muy airada de haberse producido la conversación que antecede, a más, como si hubiera en la casa alguien que pudiera azotar a una criada.
Y de haber sido consultada por su ama y de no haberse encontrado con hechos consumados, la cocinera hubiera tratado de convencer a sus dos niñas para que se negaran a semejante matrimonio y nunca maridaran con conversos por lo que pudiere suceder. Los judíos convertidos, aunque fueran a misa el domingo y comulgaran por Pascua Florida, estaba en boca de todos que continuaban manteniendo y practicando en sus casas, de tapado, la religión hebrea, precisamente la que había venido a cambiar el Señor Jesucristo, que murió en la cruz para la salvación del mundo, después de larga agonía.
E aunque hubiera podido la criada subir varios sábados seguidos a la azotea, mirar hacia la plaza de la Fruta y constatar que humeaban las chimeneas de los Torralba y, de consecuente, que en aquella casa guisaban como cualquier otro día, como las familias cristianas, le hubiera dado lo mismo porque para evitar aquellas bodas hubiera sido capaz de hacer una barbaridad, Dios la perdone.
Pese al disgusto que le produjo la carta del señor obispo, la dama casamentera había echado ya sus cuentas y todos los días a la caída de la tarde se asomaba a la ventana del gran comedor a ver pasar a los mozos Torralba, a los tales Andrés y Martín, que cabalgaban muy erguidos en sus monturas y la saludaban quitándose el sombrero para ponérselo presto con gracioso ademán. E, contemplándolos, se decía que, aunque procedieran de estirpe judía, al haber sido bautizados al nacer, habían recibido mil bendiciones de Dios, como quedaba más que patente pues que tenían muy buen aire y galanía, y eran mismamente dos caballeros. Además, un domingo se había encontrado a la viuda Torralba en la iglesia de San Juan, oyendo misa, y la examinó de los pies a la cabeza por ver cómo se santiguaba, cómo se arrodillaba y si comulgaba con devoción y, viéndola, desechó cualquier temor. Y se extendía en su argumentación aduciéndose que, como sólo había un Dios, el suyo, el de Catalina y el de fray Tomás de Torquemada, dijeran lo que dijeran en contra de las familias conversas, a los mozos sólo los había podido bendecir Él. Además, quitaba importancia al hecho de venir al mundo en una familia u otra, máxime porque el nacido no puede elegir, como quedaba más que manifiesto en sus dos bisnietas que, de haber podido, hubieran nacido con las dos manos, por no poner otros ejemplos.
Tal se decía la señora haciendo de tripas corazón, porque una cosa era lo que hablara o no hablara con Catalina y otra el resquemor general que existía en el reino contra los hebreos, al que no permanecía ajena, pero como no podía elegir hubo de conformarse, quiá, conformarse, ceder. Cedió con que los muchachos fueran descendientes de judíos y no fueran mayorazgos ninguno de los dos y puso en marcha el negocio de las bodas diciéndose que a ella los hebreos no le habían hecho nada malo, que cuando necesitó dineros se los prestaron y cuando no los precisó se los guardaron, y aun temiendo la reacción de sus bisnietas se decidió a contratar a María de Abando.
Así que un día en el que andaba la cocinera en su aposento con un matamoscas en la mano persiguiendo un avispón, se animó y dijo:
—Mañana irás a contratar a la Niña del Cristo de la Luz, ofreciéndole un caballo a cambio de sus oficios… Es mucho, pero bien empleado estará… Me he propuesto casar a Leonor y a Juana antes de marcharme de este mundo… Quiero que venga el próximo domingo a la puerta grande de la catedral, después de misa de diez, para que eche ensalmo a mis nietas, si es menester, y dejen de buscar el cofre del rey moro y presten atención a su futuro, a sus bodas…
—Hace bien la señora, pues mejor han de estar maridadas… Voto a Dios porque sean felices e alumbren e críen muchos hijos… Tenga en cuenta su merced que Juana es más pánfila que Leonor y se deja engañar más fácilmente… Lo digo porque cuando encuentre su señoría a los dos hermanos, la case con el menos impetuoso…
—Ha sido pena que no hubiera en las grandes casas de Castilla dos hermanos solteros ni viudos, ni uno viudo y otro soltero… Que estén todos comprometidos…
—¿E quiénes son los pretendientes?
—Dos caballeros…
—¿Cómo se llaman?
—Lo sabrás a su debido tiempo…
—Lo pregunto por si puedo ayudar…
—No, no puedes ayudar… Si contrato a esa alcahueta es para que quite de la cabeza a mis nietas lo del tesoro… E como he de pagarle mucho, quiero que se lo gane ella.
Un día de principio de primavera que más parecía invierno en Ávila, María de Abando, tras atender a su clientela y partir sus ganancias con la abadesa de Santa Ana —partir a su manera, pues de diez dejaba tres en la portería del convento y casi siempre en especie, en razón de que los dineros se los guardaba en saquetes debajo de la saya—, encaminóse a la ciudad a almorzar, a tomar un cuenco de sopa y un buen guiso de cordero con abundante pan en la taberna de Petra Aldana, con la que había hecho cierta amistad, pues que de tiempo atrás los lunes se presentaba en la ermita a que le leyera las rayas de la mano. E saludóla la mesonera:
—A los buenos días, María.
—Con Dios, Petra. Sírveme una sopa con tostones fritos y mojicones de tocino, una buena ración de ese guiso que humea en el fogón, un jarrico de vino recio e una hogaza de pan…
—He abierto un tonel y ha salido muy buen vino; ten, cátalo…
—¡Está rico…!
—Ha venido a preguntar por ti una mujer que no es de por aquí…
—¿Por mí? ¿Quién será? Todo el mundo sabe dónde estoy.
—Lo que me dijiste el lunes, me ha ido bien… Llevo echando el conjuro tres días seguidos y hoy me ha mirado…
—¿Ha venido el señor Francisco y te ha mirado? ¿Lo ves?
—Yo no me lo creía, pero sí… Me ha mirado… Es más, no me ha quitado los ojos de encima…
—¿Te atravesaba con la mirada?
—¡Se me comía!
—¡Albricias, hija!
—Si me pide que me case, me caso, que llevo cinco años viuda…
—Si necesitas que hable con él me lo dices; le puedo contar lo bien que cocinas, Petra… Que haces el lechón asado como nadie en esta ciudad, niña…
—Oye, María, ¿crees que todavía tengo buen aire?
—Pareces mismamente una moza… Oye, la mujer que ha venido, ¿qué quería?
—No lo sé. He intentado preguntarle, ya sabes, para pasar el rato, pero hablaba poco y no era de por aquí.
—Bueno, pues ya veremos…
—Enferma no estaba, quiá.
—El señor Francisco es el zapatero del camino al Juradero, ¿no? Tengo para mí que tiene dinero ahorrado y que harás buena boda…
—Yo también tengo lo mío… Lo malo es que tiene cuatro hijos mayores y, ya sabes, los hijos de otra aceptan de mala gana que los padres se vuelvan a casar y tratan de malquistar entre los esposos.
—No todos, no todos… Tú te los traes a la taberna, les das de comer y de beber en abundancia y besarán el suelo que pisas…
—¿Tú crees?
—Yo te lo digo, niña, con esas manos que Dios te ha dado aderezando guisos… Para asegurar más el amor del señor Francisco puedo darte unas migajillas que llevo en mi faltriquera, lo que me queda de un pan que me trajo la sacristana del cura de San Segundo, que son muy benéficas… Las llevas a su ventana a la noche cuando esté ya dormido, y verás… Si se las comen los pájaros, no te duela que le hablen de amor con sus trinos.
—¡Ea, tráelas, e guárdate el dinero! ¡Que hoy te sale de balde!
—A Dios, Petra, gracias…
—¡Déjate caer más a menudo por aquí!
María abandonó la taberna con el estómago lleno y bastante achispada. Iba hablando sola por la calle, riendo de la necedad de las gentes, diciéndose que, aunque había hecho la gran magia de los príncipes, como llevaba varios meses ocupándose en cosas menudas, pronto olvidaría los encantos y conjuros que oyera a sus madres. Pues se limitaba a echar las suertes, a vivir de lo fácil, o lo que es lo mismo, del cuento, en razón de que oyendo a la mesonera se le había ocurrido lo de las migas de pan y, mira, el yantar le había salido gratis. Vivía de vender picardías en vez de hacer arte, en vez de tornar a su sitio un hueso dislocado o entablillar uno roto, o sanar la orina podrida o desatrofiar las venas mesentéricas, o aconsejar una esmeralda en vez de una piedra yemení de talismán, o adivinar el porvenir en agua clara, o llamar a la Dama de Amboto o conjurar a los demonios o rezar al Señor Dios, o, o, o… Y ya fuera por el vino o porque, de súbito, le había venido tristeza, movía la cabeza y rezongaba que ya no era bruja y hubiera podido llorar porque las gentes que le iban siquiera la llamaban «santa», el título que le dieron al llegar a la ciudad…
En ésas estaba, llegando a su casa, sin discurrir ya, fatigada por la mucha pendiente, cuando escuchó una voz a sus espaldas:
—¡Eh! ¿Eres María de Abando?
—¡Sí, yo soy! Por un lechón, contrahago virgos; por una manta, curo los lobanillos; por una gallina…
—Y por un nido de cuervos, ¿qué haces?
—¡Llamo al diablo! ¿Qué es esto, pardiez? ¿Qué deseas de esta pecadora que sirve a Dios como la última de sus siervos a la espera de alcanzar un lugar en el Cielo? —preguntó a aquella desconocida dejando de gallear brujerías, pues que no sabía quién tenía delante.
—¿Qué hace una bruja viviendo entre monjas? ¿Qué hace una bruja mentando a Dios?
—¡Oye, quien seas, que te hago un encanto que…!
—¡Bueno, escucha, te voy a decir a qué he venido!
—¡Dilo presto y lárgate con viento fresco!
—Te traigo la mitad de la herencia de María de Ataún… Vengo caminando desde Bilbao…
—¿Ha fallecido la señora María, la mejor sortiña de la ría del Nervión?
—¡Sí! Te dejó este talego y me ordenó antes de morir que te lo trajera… He andado casi quinientas millas y estoy asaz cansada…
—¿Qué se cuenta por Bilbao? Yo nací allí e recuerdo con gusto…
—¡Nada!
—¿Llueve?
—Llueve, se aleja el nublado y luce el sol…
—¿Estás enojada? ¿Tengo yo algo que ver? No te conozco, no he hecho nada para conocerte, no quiero saber de ti… ¡Llévate lo que has traído enhorabuena, o…!
—¡Si no escuchas lo que he venido a decirte o si haces algo contra mí, me defenderé y haré mayores magias que tú, que yo también soy sortiña y la más aprovechada discípula de María de Ataún!
—Oye, me quieres asustar… Yo no te he hecho nada, siquiera deseo hablar contigo… Tente, pues, y di lo que hayas de decir con buenos modales…
—Te dejó mi maestra este talego… No lo he abierto porque me lo prohibió… No sé qué contiene…
—De acuerdo, lo recibo…
—¿Es que no vas a abrirlo?
—¡No! Lo haré cuando esté sola… Ve con Dios…
—¡A Dios, quizá volvamos a vernos!
¡Ah!, hubiera podido gritar María de Abando después de porfiar con aquella bruja, ¡ah!, que hubo de controlarse para no convertirla en sapo, ¡a qué aquellos malos genios…! Ella nada tenía que ver, hacía años que no se acordaba de la bruja de Portugalete… ¡E la mujer pidiéndole que abriera el morral cuando había salido mal de la casa de María de Ataún, que era mujer capaz de pudrir los trigos en unas horas, de quemar los hayedos en una noche y de hacer grandes maldades!