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Mucho se habló en Castilla, en Aragón, en las cortes europeas, en el reino moro de Granada y hasta en la lejana Constantinopla, del matrimonio de Fernando e Isabel.

Reyes y duques de ultrapuertos se hicieron cruces de la osadía de los príncipes que, declarando su rebeldía a los cuatro vientos, habíanse maridado contra la opinión del rey Enrique, su señor natural. Más de uno de aquellos parloteros se preguntó si acaso la dicha princesa fuere una nueva reencarnación de Juana de Arco, mayormente conocida como la doncella de Orleans, mujer de temple varonil que, en vez de dedicarse a oficio menestral como le hubiere correspondido por su nacimiento, tomó espada e venció a los ingleses arrojándolos de la Francia.

Cierto es que los más convinieron en que aquellas bodas no podían estar de Dios, en razón de que doña Isabel, asistida por unos pocos fieles, había vivido los últimos meses de su vida de un lugar a otro, huyendo de los que estaban por el rey, que eran multitud, y los últimos días pidió refugio en un convento de monjas de clausura. Desafiando no sólo a su soberano y hermano sino también a Dios, se había casado al fin con su primo con bula falsa y sin bendición papal, pues que Su Santidad le había negado dispensa, con lo cual, a más de vivir en el incesto, era barragana. La tercera barragana conocida del dicho Fernando, que, según se contaba, se la había llevado a la cama sin dilación, pues que el mozo tenía el miembro inquieto.

Los nobles de Aragón hacían oídos sordos a lo del incesto y sus consecuencias, e se demandaban si la princesa se habría holgado con el collar de rubíes que con tanto esfuerzo habían conseguido rescatar a buen precio de las arcas de los jurados de la ciudad de Valencia, alegrándose también del ardimiento que el rey de Sicilia y príncipe de Aragón mostraba en el lecho conyugal, y auspiciándole presto la concepción de un heredero varón.

Los señores de Castilla que estaban con los recién casados sostenían con vehemencia que Dios había estado en aquellas bodas y que se habían celebrado con su licencia y bendición, en virtud de que el Todopoderoso se antepone a veces a los dictados de los hombres en pro de la consecución de un bien común, como en este caso, pues demostrado estaba que doña Isabel sería una excelente reina al fin de los días de don Enrique.

Sin embargo, los que estaban con la Beltraneja se disgustaron harto de la celebración del matrimonio e actuaron de inmediato, tratando de acelerar las bodas de doña Juana con el rey de Portugal, a la par que buscaban otras alianzas para maridarla con el príncipe heredero de Francia o de Inglaterra, en caso de que por ce o por be no llegara a feliz término el acuerdo con el lusitano.

Los vecinos de Valladolid —a pesar de los pavores sufridos mientras Isabel estuvo oculta en las Huelgas, pues temían que los ejércitos de don Enrique se presentaran y cercaran la ciudad en cualquier momento— participaron en los juegos que celebró el concejo durante ocho días con el mejor ánimo, e comieron e disfrutaron harto.

Las gentes de las otras villas y ciudades del reino no supieron qué hacer, si mostrar contento o descontento; las más se mantuvieron en silencio y no enviaron regalos a los felices novios, a la espera de la reacción del señor rey.

Los pobladores de Dueñas recibieron a los esposos con grandes manifestaciones de júbilo, que incluso fueran a más cuando don Gonzalo Chacón, mayordomo mayor de la princesa, al día siguiente de las bodas mostró la sábana nupcial manchada de sangre, eso sí, hecha un rebujo, con lo cual no vieron nada, pero el oficial lo hizo adrede, en connivencia con su esposa que le aconsejó bien, no fuera el hecho a alterar la razón de la princesa, que andaba azarada, como le había sucedido a su señora madre por causa semeja:

—Pese a que las gentes quieran ver, no enseñéis la sábana, marido; recordad que la reina doña Isabel se alunó porque la vieron parir demasiadas personas y era mujer púdica.

—Púdica en exceso, pero ya traía rarezas, esposa mía.

—No juzguéis tan a la ligera, don Gonzalo, que a saber qué me hubiera sucedido a mí de haber hombres contemplando y levantando acta de mis partos…

—Haré lo que pueda, doña Clara.

En Granada el rey de aquellos países torció el gesto, y en Constantinopla el soldán hizo otro tanto cuando fue enterado por sus visires del matrimonio de aquellos dos príncipes levantiscos, tal se dijo.

Y eso, hubo sus más y sus menos en ambos confines del Mediterráneo. E se habló y se habló hasta la saciedad de la bondad, de la oportunidad, de la inoportunidad del hecho, de la paciencia, de la impaciencia de los novios e, ítem más, de don Enrique, el único que guardaba silencio sobre aquel negocio en el reino todo. Y, en otro orden de cosas, mucho se dijo del manto que lució don Fernando, al parecer bordado por su madre la reina doña Juana Enríquez durante el largo asedio que había padecido de sus propios súbditos cuando estuvo sitiada en la fortaleza de Gerona con su hijo niño, y del traje de doña Isabel, un magnífico brial de brocado de plata y oro. Se comentó además que la doncella había llevado pintadas las cejas y perfilada la raya de los ojos con tintura de azafrán, sin necesitar rojete en las mejillas, pues ya traía mucho arrebol del contento, del miedo, del susto o de lo que llevare en su corazón, resultando muy bella… Y eso, se habló y se habló bien y mal, pues que nunca llueve a gusto de todos.

En las casas de los nobles que estuvieron presentes y muy agobiados en las bodas principescas, ni hombre ni mujer pronunció una palabra admirativa referente al «milagro» que había sucedido en el palacio de Vivero a la vista de todos, merced al cual la princesa había conseguido subir los peldaños de la escalera principal de la casa y acceder a la sala rica para matrimoniar, no obstante el inmenso gentío que había. Sólo Isabel, que sufrió más que cualquiera otra persona las apreturas de la concurrencia, comentó luego con su esposo que los ángeles, dejando libre un corredor de media vara de ancho, es decir, exiguo pero suficiente para que lo recorriera, le habían abierto paso hacia su felicidad.

Tanto o más que de la ceremonia, antecedentes y posibles consecuentes de los esponsales, en las casas nobiliarias se platicó largo de las dos marquesas de Alta Iglesia, las más de las veces con el corazón sobrecogido. Pues, aunque condes, duques y marqueses habían tenido ya ocasión de verlas postradas ante el rey Enrique y la princesa Isabel en la concordia de los Toros de Guisando, resultó que al estar con ellas hombro con hombro durante la boda, las contemplaron de otro modo porque no en vano unos y otros habían recibido cartas del señor obispo de Ávila pidiendo razón de mozos casaderos para maridarlos con ellas. Por eso se fijaron mucho más en las gemelas, las observaron con detenimiento y luego comentaron reunidas las familias a la hora de comer o cenar:

—Les arrancó un perro las manos a poco de nacer…

—La partera y las criadas, que asistieron a doña Leonor de Fonseca en su parto, debieron ser ahorcadas en la plaza pública…

—¡Por negligentes!

—¡Las niñas vinieron malditas!

—¿Por algún pecado antiguo?

—¡Sí!

—¡No hubo perro, quiá!

—¿Cómo que no?

—No. No se deja entrar a un can donde va a alumbrar una marquesa…

—Tal vez Satanás lo enviara…

Si hicieron tales comentarios fue porque tenían aviso de que la bisabuela de las doncellas les buscaba marido y, aunque nadie viera apenas nada en aquellas apreturas, Dios bendiga el matrimonio de los señores príncipes, los nobles de Castilla imaginaron el brazo manco de las marquesitas y hasta la rojez que llevaban cinco dedos arriba del lugar donde se asienta la muñeca, producida, según dicho que andaba de boca en boca, por un perro que de una mordida les había arrancado las manos de cuajo y se las había comido. Que no pudo ser de otro modo, pues que, según decires, nacieron con los brazos sangrantes y las extremidades no aparecieron, pese a que las parteras buscaron tanto en el vientre de la desdichada madre, que falleció del disgusto a las pocas horas de alumbrar, como por la casa toda, donde los sirvientes miraron hasta en las letrinas. Y, aunque ver vieron poco, imaginar fue suficiente pues se adujeron lo que cualquier persona con dos dedos de seso hubiera dicho ante un hecho semejante: que aquello era negocio del diablo.

Y lo fuera o no lo fuera, los títulos de Castilla respondieron uno a uno al señor obispo de Ávila que, lamentándolo, no tenían mozos en edad casadera ni sin comprometer, aunque los tuvieren, rechazando los muchos millones de maravedís que componían la hacienda de las doncellas y desechando el negocio, por lo del diablo. Y eso pese a que feas no eran, pese a que la más menuda, de nombre Juana, tenía unos ojos muy parleros y hermosos que miraban el mundo con grande inocencia y candor, y la otra, llamada Leonor, la grandota, aun sin ser bella, tenía buen aire y agradable sonrisa.

Tal vez lo quiso el Señor de ese modo, porque una familia tras otra: los Enríquez, Mendoza, Manrique, Haro, Medina Sidonia, Pimentel, Stúñiga, etcétera, fueron respondiendo que no a las proposiciones del clérigo que actuaba por cuenta de la bisabuela de las doncellas, una dama de nombre doña Gracia, desconocida para casi todos, de oscuro pasado quizá, pues había residido la mayor parte de su vida en la ciudad italiana de Milán. Tras fallecer su primer marido don Pedro, que había servido fielmente de embajador en aquellas latitudes al rey don Enrique, el Doliente, y luego al rey don Juan, la viuda no había regresado a Castilla a profesar en un convento para llorar a su esposo muerto, sino que habíase casado en segundas nupcias con un capitán lombardo condottiere por más señas, y con él había holgado más de veinte años, al parecer, porque todo se sabía según decires o maldecires…

Por eso se habló y se habló de las marquesitas, las más de las veces con el corazón sobrecogido por la manquedad de las muchachas, que bastante desgracia era y, vive Dios, porque seguramente sus padres o sus abuelos o la bisabuela, mejor esta última, habrían cometido algún pecado grave a lo largo de sus vidas, yerro que, sin duda, clamaba penitencia y afloraba para ser debidamente purgado en las infortunadas doncellas.

De la que nada se dijo entre tantos y tantos decires, suposiciones, imaginaciones, posibilidades y juicios de valor, fue de María de Abando. La persona que más hizo en este mundo para que se pudiera hablar del matrimonio de los príncipes en ambas orillas del Mediterráneo. La que apartó con sus grandes magias a las muchas gentes que llenaban la escalera, la casa y la huerta de Vivero para que pasara doña Isabel sin apreturas. La misma que regresó a Ávila en el cortejo de la abadesa de Santa Ana después de las bodas. La misma que volvió a la ermita del Santo Cristo de la Luz, alborozada, ufana de sus artes, pues de no haber sido por ella los reyes de Sicilia y serenísimos príncipes de Castilla no se hubieran maridado, al menos aquel día, y buen día era, porque las estrellas brillaban repartiendo felicidades sobre la villa de Valladolid.

La moza, aunque no podía compartir con persona alguna su alegría, pues hubiera sido descubrirse bruja y no era cuestión de echar semejante oficio a los vientos, al llegar a la ermita del Cristo de la Luz, su casa, tuvo tiempo de pensar y se apesaró un tantico, pues jamás sus altezas sabrían lo que había hecho por ellos y, de consecuente, nunca se lo podrían agradecer ni pagar. No obstante, se contentaba diciéndose que había hecho caridad con sus señorías, caridad, lo que le instaba a hacer la hermana Miguela, su protectora.

Y de día andaba muy satisfecha, pero por la noche no tanto, y se amohinaba cuando hablaba con el Mingo que, sin faltar una jornada, iba a visitarla entre las nueve y las diez. Para no caer en hablas de amores, la mujer sacaba a colación el encuentro que habían tenido con el diablo en una venta en el rabal del castillo de Simancas. Ella dentro de la ermita con la tranca echada, él fuera, al sereno. Ella recriminándole que la hubiera abandonado en aquel trance:

—Te largaste, Mingo, me abandonaste a mi suerte…

—¿Te hizo daño el tipo aquél?

—¡No!

—¿Te violentó, te habló?

—¡No!

—¡No era el diablo, era un loco!

—Los locos están recluidos en las cárceles, no sueltos por los caminos…

—¡Hasta que los encierran, están libres!

—No pretendas arreglarlo, siquiera me diste la mano para que me fuera contigo…

—¡Calla, diantre!

Y el Mingo se enfuñaba, gritaba, juraba…

—¡Vete, que no estamos hechos el uno para el otro!

Y el Mingo se iba.

Entonces María extendía el colchoncillo a los pies del Santo Cristo, se arrebujaba en la manta e se dormía hasta el día siguiente para despertarse con las voces de la hermana Miguela, que le llevaba un cuenquillo de leche caliente:

—¡Ea, ea, levántate, María, e reza tus oraciones!

—¿Ha descansado bien su merced?

—Yo bien, gracias a Dios. Y tú, ¿qué haces, en qué trabajas? ¿Todavía andas con las ratas de los Torralba?

—¡Sí, señora!

—¿Hay plaga?

—Hay muchas… Cierras la puerta de una estancia, guardas silencio y se escucha correr a dos o tres… A diario lleno cuatro ratoneras…

—Se las habrá mandado Dios en justo castigo, se dice que siguen siendo judíos… ¿Tú has visto algo?

—No.

—¿Encienden el fogón los sábados?

—¡No sé, hermana!

Y no lo sabía, pero a partir de la conversación, María se propuso prestar atención a lo que hacían los Torralba los sábados, nada más fuera para poder responder a la monja que parecía interesada en aquel asunto tan baladí de que humearan o no humearan las chimeneas de una casa en sábado.