Las puertas de la segunda cerca de Valladolid estaban cerradas a cal y canto y los caminos de ronda guardados por los soldados del concejo para que nadie entrara ni saliera. En el mercado de la plaza del Ochavo se decía que don Enrique había vuelto victorioso de la guerra contra moros y que, tras descansar dos jornadas en el alcázar de Segovia, había preguntado por el paradero de su hermana, la infanta Isabel —que ya no decía princesa—, y se había mostrado enojado y hasta mandado ir por ella. A Ávila, Arévalo, Madrigal, Medina, Salamanca y, posiblemente, a Valladolid, con lo cual andaba el concejo reunido en sus casas. Y la población se armaba por lo que pudiere suceder; al principio echando pestes del matrimonio de la infanta, clamando porque se fuera a casar a Aragón y que los dos hermanos, rey e infanta, dirimieran sus pleitos lejos pues, encerrados los corderos en las majadas y recogido el vino nuevo en las bodegas, maldita la gana que tenían de sufrir un largo asedio que habría de mermar sus haciendas.
E, dicho lo dicho u oído lo antedicho, ningún vecino, ni hombre ni mujer, mencionaba el paradero de la infanta, que a la sazón estaba oculta en las Huelgas Reales, hecho sobradamente conocido por toda la población. Y siendo así, la guardia que hacía ronda desde la iglesia de San Pablo a la puerta de San Pedro, se daba la vuelta antes de llegar a las casas de Vivero y tornaba; y otro tanto la que venía de San Benito el Real, el antiguo alcazarejo, ambos piquetes sin pasar por delante del palacio, como dejando el camino expedito a los reales novios.
Y, es más, en la plaza del Ochavo, una sortera que se sentaba de años atrás en el centro de la plaza, en el mismo lugar en que se levantaba el cadalso para ahorcar a los reos de muerte, pedía cinco blancas a cada persona que le preguntaba si la princesa se casaría con el rey de Sicilia. La tipa echando las suertes respondía inequívocamente que sí, que sí, ya las echara a las ocho, a las diez o dos horas después de mediodía, y aún añadía que los esposos serían poderosos, reyes de Castilla y Aragón, y felices dentro de lo que se puede ser feliz en este mundo, pues que la felicidad celestial, la de la Última Morada, no existe en la tierra, que se sepa al menos.
E los piquetes de soldados que vigilaban la ronda por la puerta de San Pedro dejaban pasar jinetes y carruajes que, llenos de gente, se detenían e se apeaban en las casas de Vivero donde había mucho jaleo y, mismamente como los vecinos de Valladolid, hacían como que no veían e no interrogaban a yentes ni a vinientes. Porque no sabían a qué carta quedarse, y lo que sí sabían es que no querían guerra. Además, que la boda había de celebrarse. A ver, lo había dicho la sortera de la plaza del Ochavo, gran autoridad, no en vano había predicho la sentencia condenatoria y posterior decapitación de don Álvaro de Luna, el día exacto del nacimiento de la Beltraneja, y dicho della que no reinaría jamás y otras cosas importantes. Y ahora, que Isabel maridaría con Fernando. Y se decían algunos de los vallisoletanos que mejor no meterse en camisa ajena, mejor dejar a los novios hacer, o dejar hacer a los que hicieren por los novios, dejar que en el palacio de Vivero se las arreglaran los que iban y venían. Pero otros ya no se decantaban por la prudencia sino por la fiesta, mientras los hombres buenos del concejo hacían asonar trompetas pregonando las bodas por los cuatro puntos cardinales.
En la ronda de San Pedro a media tarde se agolpaban las gentes para presenciar la llegada de los príncipes. En el palacio de Vivero, a la misma hora, no cabía un alfiler. Habían llegado el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla, muchos grandes señores, priores y abadesas, entre estas últimas, la del monasterio de Santa Ana de Ávila con una moza con fama de santa que la acompañaba para curarle el dolor de muelas… Muchos caballeros y linajes, entre ellos doña Gracia, marquesa de Alta Iglesia con sus dos biznietas mancas, que ya habían estado con el rey de Ávila.
Con mala cara miraban pero con curiosidad, los que estaban por el rey legítimo, que no había enviado precisamente enhorabuenas a su señora hermana ni a su pariente el rey de Sicilia, de donde se podía deducir, sin temor a errar, que no aceptaba el matrimonio. Lanzaban vivas al viento los imprudentes… Todos arriesgando su hacienda y su pellejo en razón de que doña Isabel, casándose sin la bendición de su hermano, el primer señor de presentes y ausentes en toda la tierra de Castilla después de Dios, incumplía lo que prometiera en la concordia de los Toros de Guisando, haciendo el consiguiente deservicio al rey y al reino y a saber qué depararía todo aquello… Y más de uno de los asistentes, concienciado de que cometía alta traición, es decir, crimen de lesa majestad, se preguntaba el porqué de todo aquello, el porqué de las banderías que hacían de Castilla un país otra vez en pie de guerra. Así las cosas, los hombres buenos del concejo no se habían presentado a ocupar su lugar en la sala rica, lo que demostraba que, aunque dejaran hacer, no estaban de parte de los traidores que llenaban la casa de don Juan de Vivero.
Tan atestada estaba esa casa y el camino y la huerta que, a primera hora de la tarde, no cabía nadie más. Hasta el novio tuvo dificultades para entrar. El conde de Buendía y don Gutierre de Cárdenas, que lo traían de Dueñas y se las habían prometido muy felices, ni gritando se hacían paso e tuvieron que porfiar. Cuando lo consiguieron sufrieron las apreturas pero también recibieron parabienes y regocijados apretones de manos.
¡Que les dijeran a la tres de Alta Iglesia cuan apretadas estaban en el descansillo de la escalera noble! Un excelente lugar para ver, pero tan apuradas estaban que apenas podían respirar y habían de salir de aquella turbamulta con moretones. Leonor estaba preocupada por su bisabuela y por su hermana, que eran muy menudas, no fueran a caer en un vaivén, pues las gentes que abarrotaban la escalera se movían como olas de la mar, e las sujetaba con los brazos mientras se preguntaba en alta voz a qué habían venido. Su anciana abuela le respondía que para recuperar el castillo y villa de Alta Iglesia que don Enrique, en sus quince años de reinado, no lo había tornado a la familia y que apostaba por la princesa, del mismo modo que había arriesgado por el rey de Ávila. Juana rezongaba también porque una angustia en el pecho se le había puesto, de repente. Claro que, cuando su hermana le informó —pues, al ser más alta, era la única que veía algo a través de las cabezas de las gentes— que cuatro varas más allá estaba la Niña del Cristo de la Luz de Ávila, a la derecha de la abadesa de Santa Ana, enseguida supo a qué se debía la causa de su desazón, y trató de regular su respiración, lo mismo que Leonor poco después.
En ésas estaban Leonor y Juana, tratando de acompasar su respiración y exudando por todos los poros de su cuerpo por la mucha calor reinante en el lugar. Oyendo que había llegado don Fernando, que estaba en la sala rica, aviándose las vestes. Escuchando que en la dicha sala don Juan de Vivero servía un refrigerio y buen vino. Esperando a doña Isabel, que se demoraba y no aparescía.
A María de Abando le sucedía otro tanto, que respiraba mal y que no se le había asentado el estómago. Por los sobresaltos de la pasada noche, por la presencia de las dos mancas de Ávila e porque la abadesa de Santa Ana le daba su crucifijo a besar para que rezara por la presta llegada de la novia que si se retrasaba más, tal vez acabara, Dios no lo permita, con las vidas de todos los presentes, sus leales. María, que era bruja en vez de santa, por mucho que se empeñara la abadesa, no podía besar el Cristo, e bajando la cabeza para que la dueña no la viera, se besaba el dedo mientras trataba de desembarazarse de Mingo, que se apretaba contra ella.
Llegó Isabel por fin. E subió, arrebatada, por la escalera en que estaban situadas las dos marquesas mancas e María e, aunque llevaba carrera, las vio y hasta detuvo la mirada por un instante en las tres, una tras otra e, después de observarlas, subió los peldaños de dos en dos. E si pudo atravesar aquella barrera fue porque los ángeles del Señor le hicieron camino, tal pensó y lo repitió mil veces a lo largo de su vida. Lo que en puridad sucedió fue que María de Abando comprimió a las gentes, ya que su madre le enseñó a comprimir, a forzar, a constreñir, a compeler, pues no en vano pasaba por el ojo de las cerraduras, y tal hizo en razón de que quiso acabar cuanto antes con aquellas apreturas e calores e con el Mingo, que se le juntaba al cuerpo e le pellizcaba las nalgas y, como lo hacía con su buen arte y en un instante imposible de captar, nadie se enteró.
Doña Isabel pudo así continuar su camino. Recorrer el piso alto hasta la sala rica y entrar, que le franquearon la puerta. Y, en pasando, tuvo que volverse y alertar a los guardianes que no dejaban entrar a doña Clara, su madrina, que la había criado y visto nacer, ni a don Gonzalo que también la había visto nacer, ni a la abadesa de las Huelgas que la tuvo escondida en su convento con riesgo de su vida y que, en aquella ocasión, la acompañaba también e, retirados los guardias, se avió las vestiduras con ayuda de su madrina, que le retiró un hilo del manto y la besó en la cara, a la par que le enderezaba el magnífico collar de rubíes que don Fernando había desempeñado a los jurados de Valencia para regalárselo.
E miró Isabel al fondo de la sala buscando al rey de Sicilia e no vio nada por el mucho gentío. No obstante, avanzó porque iba a casarse y era lo que más deseaba en este mundo. Ni don Gutierre, que apartaba a condes y marqueses con sus fuertes brazos, conseguía detener a la multitud que deseaba apretarle las manos o tocarle el manto. E, en esto, aparesció doña Beatriz de Bobadilla, ay Jesús, notándosele el embarazo, e besó a Isabel, e Isabel se dejó besar. Se dejaba hacer, y se hubiera dejado llevar al cielo o al infierno, a donde la hubieran llevado, porque se hallaba inmensamente feliz. Y motivos tenía ya que don Fernando la esperaba con una sonrisa tan clara y llana como los campos de Castilla.
Cuando la princesa llegó al altar ya estaban dispuestos los escribanos para levantar acta y la esperaban los padrinos: doña María de Acuña, esposa de don Juan de Vivero y don Fadrique, almirante de Castilla y abuelo del contrayente, y dos clérigos, vestidos de pontifical: don Alonso Carrillo de Acuña, arzobispo de Toledo, que los casaría, y don Pedro López de Alcalá, que oficiaría la santa misa. Y en esto el notario mayor, como los novios eran primos, pidió la bula papal, la dispensa para que el matrimonio fuera válido a ojos de Dios y de los hombres, y el arzobispo entregó un pergamino, sabido luego que era falso —firmado por Su Santidad, Pío II (fallecido al respecto tiempo hacía)—, pues que el actual papa, Paulo II, se había negado a la dispensa. Se supo también con el andar del tiempo que el prelado tenía esa bula con el nombre de la novia en blanco, pero no sucedió nada irreparable, pues se pidió otra bula y llegó, firmada por ya don Sixto IV, eso sí, un año después de celebrados los esponsales.
Isabel, que apenas oía, estaba como alunada por la emoción, pero contestaba que sí a todo lo que le demandaba el arzobispo, e se dejaba poner en el dedo anular una preciada alianza. Se estremecía, e recibía las arras de don Fernando, y volvía a estremecerse, pues las manos de su esposo, el galán de sus juegos, con el que se había mil veces maridado en sus sueños infantiles, tenían las suyas. Y, ay, que exudaban las manos de ambos, nadie sabe bien si de felicidad o de miedo.
Porque se oían voces en huerta de Vivero y, a más, el prelado abrevió la misa, no sermoneó, no recordó las virtudes cristianas a los esposos, como es usual, y sólo les dio de comulgar a ellos. A más, el arzobispo de Toledo se marchó sin despedirse de los recién casados, y don Gutierre y Vivero comenzaron a hacer salir a la gente, corriéndose por doquiera que se habían oído en el camino de ronda voces y cascos de caballerías.
Es el caso que los asistentes desalojaron presto, entre ellos la abadesa de Santa Ana con sus acompañantes y las tres damas de Alta Iglesia, aliviadas de la mucha calor (y eso que era octubre, 19 de octubre), e se saludaron. Se saludaron la abadesa y la anciana marquesa, que las doncellas sólo se miraron a los ojos sin cruzar palabra ni gesto porque, vive Dios, que no podían hacerlo en razón de que un nudo les atenazaba la garganta.
Y así estuvieron las tres hijas de luna roja de abril 1451 en la boda de la cuarta, muy apretadas, situadas lejos de la sala rica, lugar donde se celebró el matrimonio; no obstante, contentas de haber asistido al casamiento de la serenísima princesa Isabel con el rey de Sicilia y heredero de Aragón, Dios les dé larga vida y muchos hijos y felicidad.
Leonor, Juana y María no habían dejado aún atrás la puerta de San Pedro, cuando Isabel y Fernando abandonaban, en sendos caballos, la huerta de Vivero camino de Dueñas con unos pocos hombres, sin saludar a sus leales y amigos, sin recibir sus parabienes, sin asistir a las ocho jornadas de fiesta que celebraron los vallisoletanos, pese a los temores que sufrieron por ellos, por su felicidad.
De esa felicidad, y de las tormentas que a menudo la nublaron, seguiremos hablando, porque la historia de Isabel y Fernando y la de las hijas de la luna roja acaba de empezar.
(Continuará…)