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Doña Isabel y don Gonzalo Chacón —primero el hombre portando una antorcha en la su mano izquierda y con la su mano derecha en la empuñadura de la espada— entraron en las casas de Vivero por una puerta escusada que daba a la huerta.

Presto les salieron a recibir el propietario, don Gutierre de Cárdenas y don Alonso de Palencia, y se postraron a los pies de la señora princesa. Don Gutierre sonreía, contento de haberla servido, diciéndole con la mirada lo que no podía manifestarle con palabras por la emoción que le embargaba, pues que había traído a don Fernando desde la raya de Aragón a Dueñas y de Dueñas a Valladolid; e llevaba a la moza tenida del brazo para que no se trompicara, e le decía, apretándole levemente el antebrazo por donde Isabel llevaba puesto el cilicio, que ni tiempo ni pensamiento tuvo de quitárselo, que todo marchaba bien y que su prometido la estaba esperando.

Y, en efecto, el rey de Sicilia, apenas entró la compaña de la serenísima princesa Isabel en un aposento del piso bajo con ventanas a la huerta, salió de detrás de un cortinaje y, ay, Jesús, María, bendito sea el Señor, era mismamente tal como se lo había imaginado, un galán (que a veces los retratos suelen mentir desvergonzadamente). No muy alto, los miembros regulares, la frente despejada, los labios gordezuelos, el cabello un tantico crespo pero liso, la nariz, que tanto afea a algunas personas, recta, los dientes apretadillos, los ojos oscuros pero vivos, como arrojando luz a la noche oscura; los brazos y las piernas complexas, ítem el pecho e las espaldas e, ¡ay, la sonrisa, qué sonrisa, par Dios, e qué gentileza, qué reverencia, par Dios, par Dios…!

La prometida, un poquico sofocada por la cabalgada e por andar en la huerta e por las priesas, benditas priesas. Peor vestida que él, que llevaba puesta una buena túnica de brocado carmesí con las armas de Castilla bordadas a realce, pero bella, muy bella también, acaso más bella que en otras ocasiones por el arrebol que traía en las mejillas, con la sonrisa en los labios y con los sus ojos verdiazules brillando como luceros.

El caso es que se miraban los prometidos y se miraban e no se decidían a dar un paso para tomarse las manos, que, mozos los dos, estaban embelesados. Lo lógico, y un tantico turbados después de tantos peligros que habían pasado cada uno por separado.

Tras un tiempo, don Fernando avanzó hacia la serenísima princesa. E fue ella la que se arrodilló primera y le besó la mano, e ya él hizo lo mismo también e le besó las manos, y se las tuvo entre las suyas mientras la miraba a los ojos con languidez de enamorado, de hinojos los dos. E se hablaron, pero los que estaban presentes no escucharon qué se decían, seguramente palabras de cortesía. Don Juan de Vivero, señor de la casa, pidió vino a sus criados y, ya con la copa llena, se dispuso a brindar por los señores, pero en esto se oyeron ruidos por la ronda de la muralla e fue menester dar fin con aquellas vistas y, a la carrera, sacar a la novia del palacio por la puerta de la huerta, y al novio por otra. Y así terminó todo, pues a los caballeros que allí había les pareció que se presentaban los Mendoza, siempre fieles a don Enrique, para apresar a los novios y a la compaña pues, a fin de cuentas, estaban todos pisando tierra castellana, actuando con nocturnidad, desobedeciendo, desafiando, en fin, al único señor de aquella tierra, como si ya hubiera pasado a mejor vida y estuviera enterrado incluso.

Con los pavores, los novios no pudieron decirse ni adiós. Pero la vista fue suficiente, doña Isabel tornó a las Huelgas Reales cabalgando por delante de Gonzalo Chacón, y enamorada.

En el convento la esperaban la abadesa con un portillo abierto y doña Clara con las enaguas en un atadijo en la mano. E aún no habían cerrado, cuando se presentó don Gutierre que tantos y buenos servicios había hecho a la señora, diciendo que don Fernando tornaba a Dueñas y que la boda había sido fijada para el próximo día 19 —cinco días más tarde—, a la atardecida. Primero el casamiento e luego misa de velación; e de banquete y fiestas nada.

Ya en el refectorio de las monjas, ante una copa de vino que sirvió la abadesa, como doña Isabel mostraba serias dudas sobre la validez de su matrimonio, y se veía empreñada, pues que Su Santidad Paulo II le había denegado bula, y Fernando era su primo, habló don Gutierre de que a menudo es preciso hacer política de hechos consumados, e los que escuchaban guardaban silencio, porque a saber si atinarían con aquella política.

Pasadas las horas, habiendo dormido poco y mal, después de la colación de mediodía, la princesa Isabel mandó correo a Arévalo para comunicar a su señora madre su próximo casamiento, a la espera de que en el ínterin nada sucediera; rezando para que no se presentaran en la villa de Valladolid los Mendozas con sus tropas a defender la legalidad, o Pacheco, en Dueñas, con las suyas, para prender a Fernando y maridarlo con su hija.

Y, como estaba de Dios que Fernando e Isabel se casaran, no se presentó nadie. Eso sí, ella pasó tiempo amargo, las horas se le hicieron días, e lo que había de venir, un mundo. Pues que era doncella, y a las doncellas se les hace cuesta arriba que un hombre, aunque sea ya su marido, les quite la virginidad.

Y preguntó a doña Clara:

—¿Qué ha de sucederme, madrina, cuando don Fernando me llame a su lecho?

—Hija, no temas, que en esto hay más mentiras que verdades…

—¿Es que no es verdad que duele?

—Duele, sí, pero no tanto, un poquico, un poco, sí… Duele mucho si te hacen violencia… Pero don Fernando es un caballero, un príncipe… educado, galán, cortesano, que sabe tratar a las mujeres con etiqueta y dulzura y, estoy segura, te tratará bien, máxime siendo tú la serenísima princesa de Castilla… No tengas miedo…

—¡Tengo miedo!

—Es natural, hija, vas a conocer varón por vez primera, pero has de penar mucho más por otras cosas en esta vida…

Llegado el día de las bodas, doña Clara entró muy de mañana en la celda de Isabel con varias damas y buen número de sirvientas de la abadesa para aviarla, bañarla, aromarla, vestirla como merecía la ocasión, quitarle el cilicio y desinfectarle con agua alcanforada las heridas que llevaba en el brazo.

Fernando salió de Dueñas después de almorzar y esperó a su novia en las casas de don Juan de Vivero, consciente de que su futuro comenzaba a ser presente.

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El día en que falleció Angélica, la camarera italiana, de una fortísima tos y boqueando sangre, doña Gracia Téllez se impresionó, creyó que el fin de sus días estaba próximo y exclamó varias veces seguidas:

Porca miseria, porca miseria…!

Tras encomendar el alma de la sirvienta al Creador, llamó a sus biznietas a su aposento para que rezaran con ella e dispuso velatorio y el entierro, abriendo la casa a la vecindad. Dado el luctuoso suceso, Leonor, Juana y las moras dejaron el pico y la pala, echaron tranca en la puerta de las bodegas, se asearon y vistieron y dieron cristiana sepultura a la fallecida en la iglesia de San Juan. Y en semejante trance escucharon a la anciana hablar del destino, de las parcas y de la vida perdurable y recitar versos del maestro Petrarca: «Nunca hubo en palacio algún ave tan solitaria como yo…» Las gemelas, pese a que se habían personado de mala gana en la habitación de su antecesora, comprendieron que les estaba echando en cara, bien que con la mayor sutileza, haberla dejado sola durante tantos días y, viéndola tan vieja y tan dolida, velaron el cadáver de Angélica con ella y oyeron de sus labios las hazañas del señor don Beppo que, a más de ser un gran capitán, fue, según lo oído, un gran estratega, y se admiraron de que en una batalla, dicha de Anghiari, o algo semejo, el condottiere, sirviendo a los florentinos, había derrotado a los milaneses y sólo había habido que lamentar una baja y no por guerra, sino porque un jinete se había caído del caballo… Y encomiaron la pericia del capitán, pues siempre habían creído que las guerras eran otra cosa. E mucho habló la bisabuela aquella noche. Y al día siguiente, enterrada Angélica, quizá para tenerlas con ella o porque veía cercana su muerte, colocó la arquilla de sus joyas en la mesa del gran comedor, bajo la atenta mirada del señor Beppo, e las repartió entre las dos: un anillo de aguamarina para Leonor, otro para Juana, un collar de perlas, otro; un fermal de oro para la cabeza, otro; unos brazales, otros, etcétera. A las moras les regaló unas ajorcas de plata para los tobillos, y a Catalina le dejó sus espejuelos, diciendo que estaba ya en edad provecta y pronto los necesitaría; claro que, de momento, los seguiría utilizando ella.

Y todas, aunque habían dejado la piqueta de mala gana, hicieron mucho aprecio y se holgaron, y más que se holgaron cuando la anciana, que lo daba todo, repartió las ropas que guardaba en doce baúles: mantos con sus largas laterales y cuello duro; garnachas de realce; vestidos italianos de justillo corto y mangas acuchilladas, cinturones, jubones de fino encaje, cofias, redecillas y mantillas para sujetar el cabello, y más. Y, como a las criadas también les dio lo que tenía más usado, fue el delirio en la habitación de doña Gracia, pues las jóvenes y las moras se probaron vestes y más vestes e pasaron un buen rato. Las gemelas parecían dos reinas vestidas con las ropas y arreos de la bisabuela, y eso que las criadas habrían de alcorzar los dobles para Juana y sacar de los laterales porque a Leonor los justillos le estaban estrechos, demasiado estrechos, que una cosa era realzar el busto con ropas ceñidas y otra que a la doncella le rebosaran los pechos, que eso era escándalo.

E anduvieron con las vestes, las mozas contentas probándose esto y estotro, haciendo pantomimas ante el espejo con una cofia, con una mantilla, descansando unos días del pico y de la pala, entretenidas todas con los cosidos; escuchando entre puntada y puntada a doña Gracia, que hablaba de las hazañas de don Beppo… De aquel hombre, bello entre todos los mortales, que entraba en batalla recitando versos del maestro Petrarca.

—Como en la batalla de Anghiari… Que me recordó del mismo modo que el maestro a madonna Laura: «¡Soldados!, voy llorando al combate porque me dedico a amar cosa mortal…».

Pero hubo de interrumpirse porque se conoció en la ciudad de Ávila que la serenísima princesa doña Isabel iba a maridar con don Fernando de Aragón, rey de Sicilia, en la villa de Valladolid, al próximo día 19, Dios mediante, y doña Gracia mandó hacer su equipaje e fuese con todas pues, lo que dijo:

—Las Téllez no podemos faltar a una boda principesca.

E, como en aquella casa no había hombres, mandó a Catalina al Mercado Grande para que contratara unos carruajeros que condujeran el coche que se trajo de Italia.

Al día siguiente partieron a buen trote. A media tarde, cruzado el Duero en Tordesillas, de haber ido alguna de las Téllez o sus criadas mirando por la ventanilla, hubieran podido ver a un hombre desnudo de cintura para abajo que, moviendo las manos, les hacía señas desde la vera del camino, y con él hubieran tenido abundante tema de conversación, porque aquel tipo, en semejante estampa, ya había dado que hablar a la comitiva de la princesa Isabel, que las precedía, pero no lo vieron porque iban adormiladas, lo que fue ni malo ni bueno, pues que platicaron de otras cosas. E, tras dormir en la venta de Pero Vivas, en los arrabales de Simancas, se presentaron en Valladolid.

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María de Abando anduvo de mujer invisible hasta el postigo del Obispo e, como en la Albardería había abundante gente, no consideró prudente tornar a su natura, no fuera a descubrirla alguna persona que viera más de la cuenta, que haylas por doquiera. Por eso continuó por el Rastro hasta la puerta del Grajal, accedió al recinto murado y en la plaza del Cazo se escondió detrás de un árbol, tornó a su natura y ya se entró en una taberna a echar un trago. Lo agradeció, pues tanto tiempo en la ermita del Cristo, alimentada por la hermana Miguela que no le llevaba vino aunque sí comida caliente, había olvidado el bien que produce el jugo de Noé en los estómagos y en las mentes. Así que no se limitó a beber un vaso, que se echó al coleto cuatro e, cuando llegó a la plaza de la Fruta, iba más contenta que unas pascuas.

Admiró el palacio de los Torralba: las dos puertas a la plaza, las siete ventanas ojivales de la fachada y los buenos sillares de la fábrica e imaginó el huerto, aunque hubiera podido verlo, pues era capaz de ver a través de los muros, utilizando una de las muchas magias que había aprendido y que, bendita sea la Dama de Amboto, no había olvidado pese a no practicar en un año. Vio criados que entraban y salían, e se dispuso a entrar, pero no, no. Dejó lo de las ratas para el siguiente día. Ya que le vino desgana, quizá por el esfuerzo que había realizado al tornarse invisible, pues no había practicado sus artes en mucho tiempo, y eso lo dejó.

Se dio media vuelta e tomó la calle de los Caballeros para salir de la ciudad por la puerta del Alcázar, e andaba a buen paso, pero en esto notó que se espesaba el aire e comenzó a respirar mal, y se apercibió enseguida de que las mancas de Alta Iglesia estaban cerca, sin duda porque vivían por allá. Oteó delante y detrás y, ay, que las tenía a su mano diestra, de espaldas la una a la otra, apoyadas en el ajimez de una ventana, abanicándose con la mano que cada una tenía como si aire les faltara. E la miraron ambas y le sonrieron…

María, constatando que siempre que se encontraba con aquellas doncellas, ya fuera en lugar cerrado o al aire libre, sucedía que respiraba mal, abandonó todo negocio para otro día y apresuró el paso, porque era tarde y la estaría esperando la hermana Miguela.

En efecto, le había llevado una ollica de carne con todo su ajilimójili que estaba para chuparse los dedos, y con el ruego de que entrara en el convento a curar a la abadesa que andaba aquejada de dolor de muelas. En mal momento, pues a la mañana siguiente, a la amanecida, debía salir hacia Valladolid para asistir a las bodas de la serenísima princesa Isabel con don Fernando de Aragón, rey de Sicilia.

Para que le curara el dolor de muelas que resultó rabioso, la abadesa se la llevó con ella a Valladolid, y entre los hombres que la acompañaron estuvo Mingo, cabalgando parejo a María, alterándole los nervios, pues durante todo el camino le decía sovoz palabras de amor.

E ya podía ella contestarle, sovoz también, que no quería amores con él, a punto de confesarle que era bruja y que las brujas no se casan, entre otras razones, no fueran a parir demonejos, a punto de hacer un conjuro y convertirlo en sapo, en rata o en serpiente, pero fue vano.

El contador la sorprendió de noche, en la venta de Antón García, frente por frente de la de Pero Vivas, en el rabal del castillo de Simancas, cuando bajaba al comedor en busca del posadero para pedirle un jarro de agua y hacerle un sedativo a la abadesa que rabiaba de dolor por las muelas e, como era grandote, la agarró con sus fuertes brazos, la sacó de la estancia, la llevó al pozo y, procediendo de la misma manera que la noche en que ella le entregó su virginidad, se subió la saya e fue hacer otro tanto con los refajos de la moza, dispuesto a tomarla bruscamente. Pero se interrumpió porque oyó pasos, lo mismo que María, que bien pudo aprovechar la ocasión y gritar para que el que fuera la liberara de aquel monstruo, pero no lo hizo, vaya, que a veces es mejor no llamar la atención.

Y en esto, en la venta, alguien que llevaba un farol en la mano, abrió una puerta y, con aquella luz, los dos que estaban tendidos en el suelo empedrado en una situación asaz comprometida, vieron un hombre que avanzaba hacia ellos que no era el portador de la luz sino el de los pasos y, naturalmente, les vino miedo en razón de que contemplaron a un diablo negro y desnudo de cintura para abajo, cierto que muy bien aviado de cintura para arriba, y le vieron los cuernos, el rabo y el miembro viril. Tal observaron o imaginaron los dos a la vez, que el de la linterna volvió a cerrar la puerta y se hizo la oscuridad…

El Mingo echó a correr como si lo persiguieran los espíritus, y la María se demoró un poco más, tan asustada estaba, y vio, o imaginó, que el demonio aquél levantaba los brazos y meneaba las manos como si la invitara a bailar y ella tomó carrera sin reparar en que no había cogido el jarro del agua para hacer bebedizo y remediar a la abadesa que, a Dios gracias, estaba ya dormida.

María no durmió. Pensó en el diablo y lo pasó muy mal; vomitó varias veces e, al día siguiente, hubo de padecer la presencia de su enamorado en las bodas de doña Isabel.