Firmadas las capitulaciones matrimoniales de la princesa Isabel de Castilla y del rey Fernando de Sicilia, en el mes de marzo de 1469, no se terminaron los problemas. Es más, los aragoneses, a su despecho, hubieron de dilatar las bodas en razón de que no tenían un cuarto, pues empleaban todos los dineros que les entregaban los jurados de los reinos, siempre a regañadientes, en la guerra contra el rey Luis de Francia, tratando de recuperar los condados del Rosellón y la Cerdaña que, tiempo ha, el rey don Juan había trocado con el fallecido rey Carlos a cambio de tropas para combatir a las remensas.
Isabel, amenazada por su hermano por no haberse querido casar con el rey de Portugal, cercada por Pacheco en Ocaña, acosada por los que querían imponerle matrimonio por la fuerza y aconsejada por los de su casa, mandó decir a don Enrique que iba a casar con Fernando, y a éste le envió una carta pidiéndole que le ordenara lo que quisiera que hiciere, asegurándole que lo haría. Si para celebrar la boda se personaba ella en Aragón o si venía él a Castilla, a la villa de Valladolid, a donde se dirigiría ella a toda priesa, acompañada del arzobispo de Toledo con trescientas lanzas. Pero el aragonés se demoraba y, desde la firma de los capítulos en marzo, habían transcurrido seis meses y, habiendo dicho que venía a Castilla, todavía no se había presentado.
El arzobispo Carrillo bien sabía qué sucedía: que los aragoneses no tenían dinero para pagar la boda, y que andaba don Fernando tratando de rescatar un preciado collar de rubíes que tenía empeñado con los jurados de la ciudad de Valencia que, vaya, aceptaban un estipendio de sólo 10 000 florines por tornárselo para que fuera el regalo de bodas de la princesa castellana, aunque fue harto trabajosa la negociación. Y que, además, andaba pidiendo subsidios a aragoneses y valencianos —quia pidiendo—, rogándoles; e ítem más, al papa de Roma, solicitándole dispensa que validara el matrimonio pues que los novios eran primos. Y el clérigo le decía a doña Isabel que él ya tenía resuelto lo de la bula pero no se la quería enseñar. Con lo cual, la princesa se maliciaba alguna cosa, alguna cosa mala, y hasta se veía desflorada, preñada y sin dispensa, es decir, con un casamiento inválido, excomulgada y con un hijo bastardo del rey de Sicilia, e angustias le venían. Hacía votos para que el rey su hermano anduviera mucho tiempo más por Andalucía metiendo en vereda a las ciudades revoltosas y haciendo la guerra al moro, para que estuviera entretenido y no la encerrara en un castillo para siempre, que ya padecía de la ira y la inquina que le tenían algunos servidores de don Enrique, sobre todo la del marqués de Villena que, habiendo reunido Cortes en Ocaña, las disolvió por orden real sin que le hubieran prestado juramento a Isabel, como princesa heredera, con lo cual la doncella podía considerar nulos los acuerdos de los Toros de Guisando.
Isabel, que necesitaba un marido con mucha premura, envió a don Pedro de la Cavallería —uno de sus secretarios— y a don Alonso de Palencia —uno de los cronistas oficiales—, a buscar a su prometido con el ruego de que entrara en Castilla de tapado, con dineros o sin dineros, con joya o sin joya, vestido de estameña incluso, con las manos vacías, haciéndole notar que, tras refugiarse en Arévalo y en Madrigal a la espera de tener expedito el camino de Valladolid, lo aguardaría, escondida en el convento de las Huelgas Reales, viviendo como si fuera una monja más, rezando de día y de noche por el feliz término de su viaje.
El rey don Juan de Aragón ordenó a su hijo, en su nombre y en el del Señor Dios, que se personara en la ciudad castellana, y el mozo se dispuso a partir. Tras entregar el collar y el primer plazo de las arras pactadas en Cervera a los apoderados de Isabel, Fernando se encaminó así a Castilla, no precisamente vestido de estameña, pero sí de arriero, con sólo cuatro hombres, conduciendo una reata de veinte mulas candongas muy buenas, que transportaba pieles de Zaragoza a Valladolid. Iba así para evitar las tropas de los Mendoza, que eran partidarios del rey Enrique y, de consecuente, se oponían a su matrimonio y rondaban en la frontera de Aragón.
Isabel viajó de Madrigal a la villa del Pisuerga azuzando los caballos, con poca gente y en una noche muy oscura para pasar inadvertida, porque Pacheco, que continuaba al lado del soberano, señoreaba en la meseta castellana. Cierto que, al amanecer, se detuvo al menos dos horas en el comedio del camino a causa de un encuentro extraño y sorpresivo pues la comitiva topó con un extravagante sujeto.
El caso es que la princesa, que había salido de Arévalo, donde dejó a su señora madre algo menos alunada —aunque seguía bordando, ya no corcusía sino que hacía primores—, y luego de Madrigal con reducido cortejo, tuvo extraño viaje. Iba la compaña a buen trote, vigilando a diestra y a siniestra, los hombres con las armas a la mano, las mujeres con una oración en los labios, temerosos de que les atacaran las tropas de Villena cuando, al albor, apareció un bulto tendido en tierra, en la vereda, en lo alto de un repecho.
Chacón, que abría marcha, detrás del portaestandarte, frenó en seco su cabalgadura a escasas varas de un hombre. Le gritó que se apartara, pero el tipo, que parecía sobresaltado, no se retiró, y eso que el mayordomo alzaba la voz:
—¡Paso franco a doña Isabel, princesa de Castilla!
E se apeó Chacón de su montura e otrosí el portaestandarte e se llegaron al tipo para auxiliarle por si estaba herido, a la par que se les unían otros hombres e bajaban las camareras de los carruajes. E, vive Dios, que el oficial contempló con sus ojos que el sujeto andaba desnudo de medio cuerpo para abajo, como si se hubiera bajado las bragas para hacer aguas y las hubiera perdido. Y, por supuesto, con él lo vieron todos, y algunas de las damas lanzaron un grito y otras volvieron la cara rápidamente, mientras el abanderado se apresuraba a taparle las partes pudendas con el estandarte y Chacón le echaba su capa por encima.
Pero en esto el sujeto se alzó e comenzó a bailotear. A levantar los brazos y a mover las manos, como enseñándolas, sin señalar la cabeza ni la boca ni los ojos ni la nariz; sólo movía los brazos y las manos, como si dijera tengo dos brazos, dos manos, pero no una cabeza, una boca, dos ojos, etcétera, como hubiera hecho un loco o un niño. Y, aunque enseñaba el miembro viril, no hacía gestos obscenos, no, llevaba el colgajo al aire sencillamente porque no debía tener bragas. Tal pensaron algunos de la compañía —los bien pensados— a la par que la princesa, que estaba en medio del camino tan estupefacta como todos, que el tipo no pedía limosna y eso que debía de tener hambre, ya que andaba en los huesos, a más de negro de tez por la mucha mugre que llevaba en su cuerpo, pero otros —los malpensados— se adujeron que el hombre no había perdido las bragas, quiá, pues, de haberlo hecho, lo lógico hubiera sido que se cubriera sus vergüenzas con las manos, y no lo hacía, de donde concluyeron que el tipo iba a gusto de aquella guisa.
De haber dicho o hecho otra cosa que mover las manos, los mirantes hubieran visto en él buenas o malas señales. De haber anunciado tal o cual o maldecido o aojado o bendecido o pedido vianda o ropa, los hombres y mujeres de la comitiva hubieran reaccionado y le hubieran dado alguna cosa o le hubieran sacado a palos del camino, pero a la vista de lo que veían, guardaron silencio a la espera de que doña Isabel tomara determinación.
Y, vaya, que la princesa resolvió lo que ninguno hubiera esperado, pues ordenó:
—Don Gonzalo, haga su merced lavar y entréguele ropa a este hombre que pararemos a desayunar en esta vera y lo sentaré a mi mesa…
Doña Clara habló al oído de la doncella:
—¡No hagas tal, hija mía, no sabemos quién es!
Y llegó con lo mismo Chacón:
—¡No es momento, Isabel, llevamos mucha priesa!
—¡Tu prometido nos espera en Valladolid, los Mendoza nos amenazan, el marqués de Villena tiene tomada esta tierra de sur a norte…! —rogaba la mayordoma, y la tomaba del brazo, con el asentimiento de las demás camareras que también querían llevarla a los carros.
—Yo le doy mi capa y mi bolsa y que se apañe —insistía Chacón.
—Lo he dicho bien, señores, compartiré desayuno con él —porfiaba, terca, Isabel.
—Lo que debes hacer es mandarle azotar…
—Y darle un escarmiento, que desnudo no se va por el mundo…
—Cualquier momento es bueno para hacer caridad —defendía el capellán de la princesa en voz alta.
A la vista de lo que había, el oficial llevóse al pobre, que no se resistió, y lo entregó a los criados, e volvió rápido para informar a la infanta que no llevaban bañeras. A lo que respondió Isabel que llevaban la suya, la suya propia, que lo lavaran en ella. E fuese Chacón rezongando. E las damas aviaron la mesa, moviendo la cabeza y advirtiéndole a la doncella:
—Ese tipo es un desconocido…
—Deberá poner cuidado, alteza.
—Ese sujeto sufre el baile de San Vito.
—Parece inofensivo, pero tal vez no lo sea…
—¡Ténganse sus señorías, que cualquier momento es bueno para hacer caridad…! —respondía la infanta, remedando las atinadas palabras de su confesor.
—¡Más contento se iría con una buena bolsa que con un refrigerio, pues no será capaz de apreciar el honor de compartir mesa contigo, niña! —le avisaba doña Clara.
E así las cosas e puestas las mesas, Chacón regresó con el hombre que, lavado y vestido, volvió a asombrar a todos pues parecía otro y, salvo que estaba completamente desdentado, como mantenía espesa cabellera hasta tenía buen aire. Isabel le dio silla, se lavó los dedos en un aguamanil que le llevaron e se secó con la tovalla. El tipo inclinóse graciosamente e se sentó manteniendo los ojos bajos, e se lavó e se secó también. El escanciador llenó dos cuencos con vino caliente. Doña Clara sirvió primero a Isabel, luego al desconocido, un revuelto de huevos con abundante tocino. El hombre esperó a que la dama que tenía frente por frente comenzara e, vaya, que fue a tomar la servilleta y la echó en falta e otrosí los cubiertos, pues las camareras sólo le habían puesto cuchara creyendo que, como la gente del común, no sabría usarlos, a más de que se limpiaría los labios con la manga y hasta metería las manos en el plato, pero, vaya, que no. Que el tipo hizo un pequeño movimiento de manos, e buscó con los ojos a doña Clara que entendió lo que sucedía y, presta, le puso servilleta, cuchillo y forqueta, y ya el sujeto, anudado el lienzo al cuello, comenzó a comer despacio, asombrando a todos, por tercera vez. A más, que se limpió los labios, manejó los cubiertos con la mayor soltura y aceptó que la mayordoma se los cambiara a cada plato e comió, no engulló, como era de esperar hiciere, con parquedad incluso, pasmando a todos, por vez cuarta.
Por el campamento se comentaba que la infanta compartía yantar con aquel curioso personaje para que le hiciera Dios favor porque ya no sabía qué hacer ni a qué santo encomendarse ni qué sacrificio ofrecer, o quizá porque traía hecho voto de sentar a su mesa al primer pobre que encontrare en su camino o, sencillamente, para distraerse, pensar en otra cosa que no fuera su boda y salir un poquico de agobios. Presto corrió que el hombre tenía modales de caballero, lo mismo que se decían doña Isabel y doña Clara. Y en ésas estaban la infanta y el pobre, desayunando, los demás viéndoles comer, perplejos todos, cuando la princesa le preguntó:
—¿Cómo te llamas, buen hombre?
—Juan…
—¿Cómo dices? ¡Habla más alto!
—¡Don Juan!
Y un rumor recorrió el campamento. Porque la señora no oyó que el tipo primero dijo llamarse Juan, pero luego don Juan, con el don, título que ciertamente acompañaba más a sus modales de caballero que el simple nombre de Juan.
Y escucharon muy atentos a la doncella que continuaba con su interrogatorio:
—¿Don Juan? ¿Don Juan qué? ¿Dónde has nacido? ¿De qué casa procedes? ¿Don Juan qué? ¿Qué hacías en el camino? ¿Por qué andabas desnudo? ¿Te han robado los ladrones?
E como el tipo no respondía, doña Clara intervenía, enojada:
—¡Contesta a la serenísima princesa de Castilla…!
E Chacón se le acercó e le dio un meneo, conminándole:
—¡Responde a nuestra señora!
E, vaya, que al tipo le entraron nervios. E tornó a levantar los brazos, a bailotear las manos, sin señalarse la cabeza ni la boca ni los ojos, como si sólo le importaran las manos, como diciendo tengo dos, lo mismo que hiciera cuando fue hallado por el oficial; e alzóse de la silla e, tras hacer una reverencia, fuese. Enfiló por los carros que estaban alineados en la vereda e siguió su camino hasta que se perdió de vista. La princesa impidió con un gesto que sus mayordomos fueran tras él. El encuentro con aquel tipo de andares pausados y de mediana estatura, ya fuera pobre de pedir o caballero, resultó inconsecuente, y no obstante, benéfico porque dio abundante que hablar pues lo que comentó doña Clara con Isabel, dando por bien empleadas las dos horas que llevaban de demora:
—Este sujeto nos ha distraído…
—Por un momento nos ha hecho olvidar los peligros, nos ha quitado de la cabeza al marqués de Villena… ¡Ea, a los carros…! —ordenó Isabel.
Y, vaya, que le había impresionado el loco caballero, o lo que fuere, pues que pensó en él en lo que le quedaba de viaje y hasta le vinieron a las mientes las dos marquesas de Alta Iglesia, quizá porque los pensamientos vienen a la cabeza porque sí o porque el tal don Juan había dado mucha importancia al hecho de tener dos manos y, vive Dios, ellas eran mancas.
Lo primero que hizo la infanta al llegar a Valladolid fue rezar un avemaría por el buen viaje de Fernando, y luego acostarse en la cama que le tenía preparada la abadesa de las Huelgas. De haber estado menos cansada, a la amanecida hubiera podido escuchar el canto de un ciego que, apostado a la puerta del convento, le avisaba: «¡Pendón de Aragón! ¡Pendón de Aragón! ¡Flores de Aragón en Castilla son!», trovo que anunciaba que el rey de Sicilia había entrado felizmente en tierras castellanas. Trovo que corearon por toda la villa los niños, al parecer, pero que la princesa, retirada en su celda, no oyó, pues que durmió largo, descansando de los temores que había sufrido en su trajinado viaje. Luego permaneció escondida en el monasterio, como una monja más, orando para que su prometido llegara sano y salvo a Castilla, a momentos temblando, a momentos llorando, porque amigos y enemigos habían juntado lanzas, unos por ella, otros contra ella.
Pero no permaneció pasiva, no. Envió a Gutierre de Cardeñas y a Alonso de Palencia a la frontera de Aragón por la parte de Soria porque por la parte de Guadalajara, feudo de los Mendozas, la vía estaba interceptada, para que recibieran a don Fernando que venía de tapado. El 10 de octubre supo que su prometido había dejado el Burgo de Osma y que se encaminaba a Dueñas, entre Palencia y Valladolid, a casa del conde de Buendía, hermano del arzobispo de Toledo, que lo alojó del mismo modo que la había acogido a ella la abadesa de las Huelgas Reales, pues que siempre hay gente buena.
E, ay, que, a la noche del día 14, se presentó la priora en la celda de Isabel y, urgiéndole a que se vistiera, le avisó de que su prometido, el rey de Sicilia, la estaba esperando en la casa de don Juan de Vivero, distante del convento apenas quinientas varas. La doncella se levantó de la cama y, sin perder calma, se dejó vestir un gonel que le acercaba su madrina, ajustar el ceñidor y echarse un manto por los hombros. Salió rauda, sin tocado y a saber si con las enaguas puestas —pues que doña Clara retiró unas de los pies de la cama—, montó en su jaca y se perdió por la ronda de la muralla, sólo acompañada de Gonzalo Chacón, camino de las casas de Vivero, situadas casi frente por frente de la puerta de San Pedro.
Puesto que no tenía otra oyente, a Catalina había de contarle doña Gracia lo de su marido italiano, que fuera condottiere, y lo decía alargando la primera e siempre que pronunciaba la palabra y sin dejar de mirar el retrato de su bien amado:
—Don Beppo de Arannola, mi segundo marido, fue hijo natural del famoso condottiere Muzzio Attendolo, llamado Sforza, e hermanastro de Francesco I Sforza, condottiere también que, después de muchas batallas, llegó a ser duque de Milán por matrimonio con Blanca María Visconti, la heredera del duque legítimo. Fue el segundo en el mando de la tropa hasta tener la suya propia y el que más hizo para que Francesco, el mayor de los muchos hijos bastardos del dicho Muzzio, fundara dinastía en la bella ciudad lombarda.
—¡Oh, mi señora…!
—¡Calla y atiende, pues pierdo el hilo…! Nada tuvo que envidiar en loores a otros jefes de fama como Braccio da Montone o el Gattamelata o el Colleone, pues todos acumularon grandes fortunas, dadas las interminables guerras entre güelfos y gibelinos… ¿Tú has oído de esas guerras…?
—No, señora.
—Guerras entre el papa de Roma y el emperador de Alemania… ¿No has oído hablar de ellas…?
—¡No!
—¡Ah, pues duran más de cien años…! ¡Déjalo…! Te quiero contar lo mismo que les diría a mis nietas de estar presentes…
—Andan en lo suyo con las moras, señoría…
—Me enamoré de don Beppo, antes incluso de que falleciera don Pedro, el embajador de Castilla en aquella Corte en tiempos de don Enrique III, dicho el Doliente, porque tenía frágil salud… Sabrás que a don Enrique se le llamaba el Doliente…
—¡Sí, señora!
—Ay, me enamoré, sí, pero acallé el fuego que crepitaba en mi corazón y lo guardé para mí sola, porque vivía don Pedro, el bisabuelo de las niñas, que ya padecía temblores y mojaba las bragas, que estaba yéndose deste mundo…
—A todos nos llama Dios, mi señora…
—¡Cállate…! Ah, quedé prendada de un hombre que se inclinaba ante el dux en el palacio de la Señoría de Venecia o ante el duque Felipe María Visconti o ante la reina Juana de Nápoles, con una galanía, ay, que no había visto otra, ni vería en mil años que viviera… Pues que saludaba mismamente como una estatua griega de la época dorada, como si no fuera obra de sus progenitores, como si fuera un mercurio o un apolo…
—¿Era don Beppo galano?
—Por él anduve veintiún años ardiendo… Es que, viéndolo de cerca… viéndolo no, contemplándolo, que aquella figura sólo se podía contemplar con los ojos muy abiertos, dado el asombro que producía tanta hermosura; observé que, aparte de la esbeltez de su cuerpo y de la regularidad de sus miembros, tenía un rostro muy agraciado en una cabeza que se ajustaba de maravilla a las medidas del canon de belleza sobre el que teorizaban varios escultores de aquellas tierras, pretendiendo dejarlo patente en sus obras…
—¿El canon?
Y la dama le daba una lección a Catalina:
—Verás, mujer… El canon es la regla de las proporciones de la figura humana… conforme al tipo ideal aceptado por los escultores griegos, especialmente por Policleto que lo dejó escrito en su obra titulada Canon y hecho y demostrado en su famosa estatua llamada Doríforo, cuya unidad de medida es el dedo medio de la mano, es decir, ocho cabezas y un cuarto… Cierto que otros artistas asignan a la figura diez rostros y un tercio, y otros llegan a diez rostros y medio, es decir, ocho tamaños de la cabeza… ¿Lo entiendes…?
Y Catalina no lo entendía, no, porque no en vano había vivido entre pucheros e no podía seguir aquellos temas de tamaña altura intelectual: ni lo del canon de belleza, ni menos lo de tantas cabezas y rostros, ni menos lo del dedo anular, y se perdía pues no sabía si comenzar a contar por el dedo medio o por las cabezas; ni si su cabeza, que era más grande que la de la doña Gracia, valdría para la cuenta lo mismo que la de la dama, con el agravante de que tenía para ella que la señora se trabucaba con tanta cabeza y rostro. Y otrosí le sucedía cuando mencionaba los nombres de los artistas italianos y la genealogía de las casas ducales, y hasta cuando mentaba a los condottieri porque sostenía que el sueldo diario de las tropas de don Beppo ascendía a la escandalosa cifra de cuatro mil florines de oro, una barbaridad, según la dama.
Cuando le contaba lo de su enamoramiento o se recriminaba el costal de pecados que llevaba a sus espaldas después de tan luenga vida —una noche le confesó que había nacido con el siglo—, hubiera querido preguntarle qué sucedió con don Pedro al enamorarse ella de don Beppo, si acaso el anciano orinó más las bragas o se fue más de babas, y sobre todo si el castellano llegó a enterarse de sus amores. Sin embargo, no se atrevía, y esperaba con ansia la continuación del relato, pero la dama cambiaba de conversación con celeridad, incluso con demasiada rapidez, de tal manera que, a momentos, la cocinera no sabía de quién hablaba y constataba que había mucha confusión en la mente de la señora. Por eso a menudo pedía a Leonor y a Juana que hicieran caridad con la anciana y le dieran cariño, pues que doña Gracia se iba de este mundo, a más, para que dejaran un tiempo la piqueta que le martillaba incansablemente en el oído.
Pero las niñas, que después de veinte días de labor no habían encontrado ni rastro del cofre del rey moro, no cejaban en su empeño. Picaban suelos y paredes de las bodegas palmo a palmo, desde el alba al anochecer, incansablemente, como va dicho, mismamente como las moras.
Un día, doña Gracia dijo de acercarse todas, todas las habitadoras de la casa, al Mercado Grande, situado extramuros, para comprar un regalo a cada una, tratando de sacar de casa a las niñas que no habían salido en veinte días ni a misa, las muy impías… Dijo de ir caminando del brazo de sus dos biznietas, pero Leonor y Juana se negaron en razón de que andaban ocupadas dándole a la piqueta.
La acompañó Catalina… E fue bueno porque la dama, encontrándose disminuida en extremo, con setenta años ya, e desasistida por sus descendientes, no fue al mercado, no. Fue a la Catedral a contemplar con sus ojos el altar perpetuo que había comprado al cabildo, entre el del deán Gómez y el del arcediano Pelayo… E lo quiso el Señor Dios, pues ella y Catalina se arrodillaron en su altar, e resultó que dos capillas más allá, a la derecha, había unas gentes, y entre ellas dos guapos mozos…
La viuda Torralba, después de los rezos, saludó a doña Gracia e los mozos también, y la anciana se complugo con el cumplido e con aquellas gentes, que, vaya, tenían casa grande con fachada a la plaza de la Fruta, muy cerca de la calle de los Caballeros. La viuda, amén de saludarla con respeto, le había contado que venía de la ermita del Cristo de la Luz de ajustarse con una santera o ensalmera, vaya vuesa merced a saber, para que le matara unos ratones que le incomodaban en la casa… Tras despedirse della y de los mozos y llegada a su morada, la dama sopesó la posibilidad de contratar también a la santera para preguntarle si podía echar ensalmo a sus biznietas para que abandonaran la búsqueda del cofre del rey moro, al menos por un tiempo, y atendieran los negocios de sus bodas, y enterarse de paso si era alcahueta la ensalmera, pues quizá podría entender en el asunto de casar a Leonor y a Juana tal vez con los dos Torralba, o como se llamaren. Y se mostró decidida a enviar a Catalina con la manda cuanto antes, eso sí, sin ponerla al corriente de sus intenciones pues, a cada paso que daba, se veía torpe, cada vez más torpe y constataba que la vida se le iba, no fuera a hacer corto de tiempo.
María de Abando andaba un tantico angustiada e, considerando su situación, se decía que quería al tal Mingo, pero no tanto como para marcharse con él a Andalucía en busca de mejor vida, pues que se encontraba bien en aquel lugar, entre otras razones porque nunca podría yacer con él, por lo del diablo. Estaba a gusto con las Anas a su derecha y las Gordillas a su izquierda, contemplando el horizonte por la verja de la iglesia o mirando al Cristo de la Luz, siempre quieto y mudo, pero cada día que pasaba con menos amargura en el rostro, que ya no tenía aquella agrura indescriptible de días anteriores.
Sí que le latía el corazón cuando pensaba en Mingo, pero no con la alocada carrera que llevaban los de las mujeres que iban a comprarle un hechizo de amor, no. Avisada por dueñas y doncellas, notaba que cuando el Mingo le venía a las mientes el corazón se le ponía alerta, en efecto, pero no más, ni le venía gana de llorar o de reír. Además, a menudo se preguntaba si el mozo sólo deseaba solazarse con ella y sacar partido a sus entrañas, de balde además. Que no es que quisiera cobrarle al mozo, mucho menos a otro hombre, que puta no era… Era que de tanto vivir cerca de las monjas y de oír el toque de campanas llamando a la oración, como, por otra parte, brujería no practicaba de tiempo ha por no tener ocasión y se dedicaba a sanar con hierbas o limaduras de piedras o entrañas de animal, se había acomodado a aquella vida. Y no sabía qué hacer: si insistir con el Mingo en el matrimonio y dejar la brujería para siempre para formar una familia y tener hijos, o largarse a la Andalucía o a las Vascongadas, pero ella sola, y eso que la hermana Miguela le daba de comer caliente cada día, lo que era muy de agradecer.
En esos pensamientos estaba, acariciando al perro, dudando entre una cosa u otra, cuando por la costana se le presentó, jadeante, una dueña, que dijo venir de parte de una dama y, sin darle los buenos días, le preguntó si hacía hechizos de amor y si ejercía de alcahueta.
Se sorprendió Mari de Abando de cuántas cosas sabía hacer según las gentes, pero más se asombró cuando respondió que sí, que era alcahueta y que vendía pócimas de amor de puerta en puerta. Lo que era falso, pues durante su estancia en la ciudad, apenas se había movido de la ermita, salvo para acompañar a la señora abadesa a oír los sermones de fray Tomás de Torquemada.
Y ya Catalina le explicó la manda que traía: que su señora, dama de alcurnia —cuyo apellido silenció, siguiendo instrucciones de su ama—, deseaba que sus dos nietas abandonaran un negocio que se llevaban entre manos y fijaran su atención en sus bodas. Que les hiciera el hechizo pertinente, si bien inofensivo, y que, más tarde, entrase en la morada de dos hermanos —cuyo apellido silenció, porque doña Gracia no se lo había comunicado— y se enterara cómo eran los habitadores de carácter, qué hacían durante el día, en qué empleaban el tiempo, y si eran buena y piadosa gente y qué monto tenían de hacienda y qué heredades, y si los jóvenes estaban casados o comprometidos, e terminó preguntándole cuánto quería ella por hacer tal servicio.
María, que no había sido alcahueta en su vida, que incluso había denostado las trápalas de sus madres putativas cuando ejercían de tales, constatando la mucha fama que tenía en la ciudad, pidió nada menos que un caballo, con intención de regalárselo al Mingo para que se largara a Andalucía y la dejara estar.
La dueña, ante semejante pretensión, le dijo que tenía que consultar con su señora y se despidió asegurando que volvería.
E fuese la Catalina a la casa de la calle de los Caballeros, e fuese la María de Abando a la casa de la plaza de la Fruta, a matar las ratas y ratones que le había encargado la viuda Torralba, con su perro, casi pisándole los pies a la cocinera. Pensando que había pedido demasiado, cavilando cómo entraría en la casa de los hermanos desconocidos en caso de que la contratara la dueña, qué artimaña utilizaría y cómo se presentaría, si vendiendo flores o encajes o ensalmos u oraciones, como habían hecho sus madres cuando hacían de alcahuetas. E andaba a dos varas de la puerta de las Gordillas, bajando ya la cuesta hacia Santo Tomás, cuando una monja la llamó:
—¡Eh, eh, moza!
La moza volvió el rostro y acalló a aquel maldito perro ladrador que se había echado de amigo, y vio, vio con sus ojos, a la dama del cuenco, o tal se le hizo, pues, como podía observar, las Gordillas iban muy tapadas, todas de negro e con velo, e se le revolvió el corazón. Pero, viéndola caminar a su encuentro, se dijo que no era la tal dama, sino una monja cualquiera, joven además, e iba a acercarse al portón del convento, pero en esto oyó que la llamaban otra vez, e volviendo la cara descubrió a Mingo que venía hacia ella a la carrera e, como no quería verlo ni de lejos, echó a correr sin atender el llamado de la religiosa. Minutos después, Mingo, tras inútil pesquisa, pensó que se la había tragado la tierra. Y el perro, que debía ver mucho más allá que el hombre, supo que su ama se había vuelto invisible por arte de magia, y aulló como un poseso.