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Doña Isabel, princesa heredera de Castilla, León, etcétera, despidió a los embajadores de Francia y Portugal y envió a los suyos al rey don Juan de Aragón que, aunque muy anciano y casi ciego, mantenía cordura suficiente para entender la bondad del matrimonio de su hijo con la señora princesa. Los remitió con manda de que negociaran presto con don Fernando, a la sazón rey de Sicilia y heredero de los dominios de su señor padre. Despachó a Gutierre de Cárdenas y a otro con priesas —se llegó a decir que ella misma les aparejó los caballos, lo que es falso—, en razón de que don Enrique, el cuarto, se había amigado de nuevo con la reina Juana y a saber si llevaba en aquella sesera hueca que tenía la idea de nombrar otra vez heredera de los sus reinos a la Beltraneja —que, ciertamente, no tenía culpa de ser bastarda, pero lo era—, en detrimento de su hermana.

Así las cosas, fue menester actuar. Por eso mandó a sus apoderados a Cervera, villa sita en el principado de Cataluña, para que tuvieran vistas y hablas con los representantes del señor don Juan que, como buen castellano de nacimiento, estaba por el matrimonio.

Ella se quedó con enorme disgusto, pues en los últimos tiempos se había acostumbrado a ser princesa heredera y, en virtud de las veleidades de su hermano, cualquier día podría dejar de serlo y lloró en brazos de doña Clara como hacía tiempo que no lloraba. Es más, no sólo lloró sino que cogió una rabieta y empezó a repartir venganza, de boca, que otra cosa no podía hacer, y hasta su capellán hubo de recriminarla. Humano es, pero se dejó llevar de los nervios. La que había conseguido ser digna princesa, dando su mano a besar con mucha majestad, andando con porte de reina, recibiendo a nobles y obispos extranjeros y hasta resolviendo pleitos, pues muchas gentes del común acudían a ella, haciendo y deshaciendo sin guardar un ápice de reconcomio en su corazón, perdió los estribos, y ni doña Clara ni Chacón lo pudieron tapar. El hecho fue motivo de chanza en la corte de don Enrique, que consintió que su hermanastra anduviera en boca de sus bufones.

Isabel se encorajinó, más que con el rey, consigo misma. Se adujo que no había respondido con dignidad, y para domeñar su propia carne, débil y rezumante de humores como la de cualquier nacido, siguiendo las instrucciones de su confesor, se aplicó un cilicio en el brazo que no se quitó hasta el día de su boda. Así que, mientras sus embajadores discutían el papel que habría de tener Fernando y el que había de tener Isabel, después de heredar el reino, cuando podía haber otra heredera, la dicha Beltraneja, cuyo matrimonio se había ajustado con el rey de Portugal, ella se azotaba las espaldas con un trapo, que no con un verduguillo, no fuera a quedarle marca. Y sufría, sufría harto, de los golpes, del cilicio que le abría la carne, y eso que se lo había puesto en un lugar, en el antebrazo, que no tiene utilidad, en teoría, a más que el hierro carecía de pinchos por fuera, sólo los tenía por dentro, no fuera a lastimarle la teta. Pero, vaya, es menester padecer el hierro para saber cuan útil es el antebrazo e cuánto se mueve e cuánto se necesita.

Le mandaban noticia los embajadores de que don Fernando quería ser rey de Castilla y hasta emperador al finar don Enrique. Al parecer, no se conformaba con ser rey de Sicilia, y de Aragón al final de los días de don Juan, sino que quería títulos y señoríos y tierras y hacer y deshacer y capitanear la guerra contra los moros, y llegarse hasta Constantinopla para expulsar al sultán otomano y conquistar Jerusalén por el oeste, y terminar sus guerras con Francia e con los payeses de las remensas e las gentes de la ciudades catalanas. Pedía ser rey único, firmar órdenes y pragmáticas, a más de tener dineros para armar ejércitos, hombres y rentas propias…

Eso durante varias semanas, que una buena mañana don Fernando alegó, por boca de sus delegados, que tenía derechos sobre el trono de Castilla por ser hijo de don Juan, rey que fue de Navarra y rey que era de Aragón, a más de uno de los infantes hijos de don Fernando de Antequera, los parientes varones más próximos de don Enrique.

El Pierres de Peralta y otro, los representantes de don Juan, hablaban de la ley sálica, y Gutierre de Cárdenas y otro, los de doña Isabel, respondían que esa ley nunca tuvo vigencia en Castilla pues siquiera figuraba en los antiguos fueros de Laín Calvo y Ñuño Rasura, a la par que les aclaraban que en Castilla hubo jueces antes de condes y reyes. Y les nombraban a las antiguas reinas, a Ormisenda, Ufenda, Sancha y Berenguela, dejando sin mencionar a Urraca adrede —pues que tenía harta mala fama—, asegurando que las cuatro habían sido reinas propietarias.

Entonces los aragoneses les desdecían, demostrando que Sancha y Berenguela delegaron la regia potestad en su marido e hijo, respectivamente y, acto seguido, echaban sobre la mesa el nombre de Urraca y hablaban del desastroso matrimonio y de los disgustos que padeció su rey don Alfonso I, dicho el Batallador, por casar con una mujer, una víbora en la cama, tan ambiciosa que no le cedió el imperio, que, en puridad, no puede haber dos reyes. Y pretendían que la señora princesa cediera de sus atribuciones, pues que don Fernando no habría de ser un simple rey consorte.

Entonces, los castellanos les echaban a la cara que a saber si don Fernando sería rey algún día, pues los catalanes habían pretendido dar la corona aragonesa al condestable don Pedro de Portugal, a don Enrique IV de Castilla y, en aquel momento, estaban por el duque Renato de Anjou. Y añadían que bastante cedía la princesa sin saberlo siquiera, que ellos, y otros muchos, habían guardado silencio de ciertos vicios que adornaban a don Fernando.

E los otros se levantaban airados, dispuestos a retornar sin haber firmado las capitulaciones pero, como eran curiosos, preguntaban qué vicios adornaban a don Fernando, que no había hombre más valiente ni mejor ni más piadoso e buen cristiano e amigo e caballero en toda la tierra de Dios, y los otros respondían que era putero, pues ¿acaso no tenía un hijo de una dama catalana llamada Aldonza?

Los aragoneses reían, y le quitaban importancia a los negocios de la cama, aduciendo que su señor era hombre… Y, en efecto, nada tenían que explicar a los castellanos, que de sobra sabían lo que siente un hombre ante una mujer.

Cuando Isabel se enteró de que don Fernando, a los diecisiete años, tenía no un hijo bastardo, sino dos, volvió a llorar. Esta vez en el pecho de doña Clara, porque no en vano era ya mujer cornuda, y cornuda antes de maridar. Pero la dama, tajante, le dijo que no, que para ser cornuda la mujer había de estar casada, pues de otro modo no lo era, y que don Fernando se rendiría ante sus muchas prendas y siquiera miraría a otras mujeres.

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Las moradoras de casa de la calle de los Caballeros vivían en estado de excitación. Por el cofre del rey moro, que, de repente, no sólo había existido, sino que, habiendo sido buscado reiteradamente y no siendo hallado, a la sazón permanecía en una de las casas de las Téllez.

Tal había expresado y dejado por escrito doña Gracia en su testamento, reservándose el dominio del tesoro para ella y sus descendientes. Y, pese a ello, pese a las precauciones que había tomado al testimoniar sus últimas voluntades —cautela que no había tomado ninguno de sus antepasados hasta la fecha—, no había cogido la piqueta, hecho más que comprensible porque era ancianísima, pero tampoco se había puesto a dirigir la operación de búsqueda ni dispuesto tal o cual, ni dado consejos, ni dicho palabra alguna. Se estaba sentada en el sillón de su aposento, al calor de la chimenea e más de una vez rascándose los sabañones, que el invierno había llegado temprano a las tierras de Ávila, y se limitaba, con los espejuelos a la mano, a sufrir los golpes de la piqueta de Marian, la buscadora más entusiasta, la que hablara mil veces del tesoro de los Téllez, y las de las niñas, ¡niñas!, mozas casaderas, mujeres de dieciocho años, hechas y derechas, cuyo empecinamiento no sólo le producía dolor de oídos sino tontera de cabeza.

E si doña Gracia salía de su soñera, era para mover la cabeza en señal de desaprobación, para asegurar que el tesoro aparecería cuando pluguiera a Dios, pero no antes, y que tal vez Leonor o Juana un buen día lo encontraran, o si no ellas los hijos de sus hijos o los hijos de sus tataranietos. Cuando sus biznietas le preguntaban si creía en la existencia del tesoro, movía la cabeza diciendo que no, pese a haberse reservado el dominio del mismo, e hablaba de varios antepasados que se habían dejado buena parte de su vida en la búsqueda infructuosa del cofre del rey moro.

Pero las trabajadoras de la casa de la calle de los Caballeros, que mismamente parecían picapedreras, no le prestaban la menor atención: las dos mancas y las tres criadas pusiéronse un pañuelo en la cabeza y, arremangadas las sayas, andaban piqueta en mano tanteando el suelo y las paredes, plon, plon, cada media vara, por ver si sonaba a hueco. Catalina —que tampoco creía mucho en el negocio del tesoro— largábase a la cocina en cuanto le era posible, pero Marian destrozaba baldosas y Leonor arremetía contra paredes, pues eran las más aplicadas. Y lo que decía la cocinera, que menos mal que habían empezado en las bodegas, que de otro modo ya hubieran estropeado los aposentos de la casa, y hacía votos para que se fatigaran antes de llegar a los pisos.

Pero no se cansaban, no. Quia, cada día se levantaban más dispuestas, más industriosas, y eso que la bisabuela hablaba de una tal doña Urraca, hija, nieta, biznieta o tataranieta, de don Tello, el cabeza del linaje, el del cofre, que se había dejado la vida en la búsqueda del tesoro. No en la casa de Ávila, no, sino en el castillo de Alta Iglesia, pues que empezó como ellas, como Leonor y Juana, por las bodegas, allí mazmorras, con todos sus criados, con muchas velas, como ellas, e tuvo mala suerte, pues se le prendió el vestido. La ropa le abrasó el cabello, e murió de las quemaduras, toda desfigurada de rostro. E rogaba a sus biznietas que mantuvieran las candelas lejos de sí. E se extendía con un tal don Alvar que, llamado por la codicia, derruyó las paredes internas del dicho castillo dejando sólo los muros de la fortaleza, e que le cayó un larguero en la cabeza matándolo… E les avisaba del mal que podía causarles una simple vela e rezongaba que la avaricia no es buena compañera. E ítem que si con la piqueta no se había encontrado nada en siglos y siglos de leyenda o existencia de cofre del rey moro, vaya su merced a saber, tal vez debiera ponerse el ingenio de los Téllez a trabajar por ver si lo encontraban de otra manera.

Pero sus nietas no le prestaban atención, y por no escuchar sus advertencias no oían lo del ingenio, lo de desterrar la piqueta, que hubiera podido resultarles de utilidad. Mucho menos escuchaban cuando les preguntaba si estaban dispuestas a casarse con títulos cuyas casas solariegas estuvieran situadas lejos de Ávila; y hablaba de unos andaluces de Sevilla, de dos hermanos de la casa de Medina Sidonia, muy valientes y arrojados, que tan pronto sujetaban al moro en las sierras del sur, como a los portugueses en la línea del Guadiana. Dos hermanos que le había recomendado el obispo de Ávila, tiempo ha. Quedaba por saber cuál sería su actual estado civil, pues que ella no podía recibir a nadie, no fuera a correrse por la ciudad lo del tesoro del moro y peor fuera.

Y es que, salvo Catalina que le hablaba y le llevaba la comida a su aposento, era como si viviera sola en aquel caserón, pues Angélica continuaba enferma, cada día más enferma, y sus biznietas y las moras se iban a la cama antes de ponerse el sol para levantarse al día siguiente con fuerza renovadas y proseguir la excavación con mayor ardor si cabe.

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María de Abando no se arrepintió de haber yacido con varón ni de abortar un posible diablo o diablesa, pero perdió en buena medida su alegría, e ya no trataba a los pacientes con afabilidad, ni les deseaba salud de balde; es más, se mostraba taciturna, y al Mingo de los mil diablos no quería verlo.

Y eso que no podía impedir —falso, porque hubiera podido haciéndole un encanto— que el mozo se presentara cada noche, entre las nueve y las diez, con palabras lisonjeras, dispuesto a llevarla en brazos a la tapia de las Gordillas. Ella azuzaba al perro para que le ladrara hasta que el tipo, cansado, se largaba después de ponerla como hoja de perejil, ofendiéndola, porque puta no era.

No era puta pues, de serlo, estaría en los Tres Cantos con un ramo de romero en la mano, llamando al personal, no a gritos, aunque había meretrices bullidoras que tal hacían, pero sí enseñando el ramo como todas. Cierto, ah, que el Señor Santo Cristo desviaba a posta la mirada cuando ella entraba en la ermitilla y, sin embargo, cuando pretendía dormir, continuaba clavándole los ojos como puñales en la espalda haciéndole pasar en vela noches enteras, y la dama del cuenco no le había llevado más leche. Todo un año esperando el regalo de la desconocida e, vaya, que la señora se presentó en día señalado, pero en mal día: en el que perdió su virginidad, que sólo se pierde una vez. Y por eso ella no estaba para visitas en aquel momento ni menos para tan esperada visita y la dejó entrar y salir e irse, como si de una lagartija de tratare. Cierto que otra vez la esperaba…

E siempre esperando e desesperando…

La hermana Miguela le preguntaba qué le sucedía y rezongaba, queriendo atarle corto, que andaba muy suelta, insistiéndole que durmiera en la alberguería del convento, pero María, que era rebelde, se negaba y se quedaba en la iglesuela, en su casa, esperando y desesperando, por el Mingo y por la dama enlutada, y andaba amohinada.

E la parroquia se le iba… Una mujer se marchó a causa de su malhumor. Iba a que le hiciera cirugía en un uñero e fuese con él, pues lo que adujo, que si la sanadora le quitaba el pus, podían entrarle por la herida los malos humores, que son de temer, y dejarla peor. Y, ¡qué gentes…! Además, el Mingo, una alhaja, haciéndole propuestas deshonestas, ofreciéndole irse juntos a Andalucía con lo que tenía ella y lo que él pudiera robarle a la abadesa, para instalarse en Sevilla y ajustarse él con un caballero para llevarle la administración de su hacienda, y ella a holgar, a ser servida por criadas… E insistía en que sabía mucho de cuentas, asientos, préstamos, empeños y hasta sabía rellenar pagarés y letras de cambio…

Y ella, ay, que no había dejado de quererle, pese a que la violentó y le hizo daño. Pero lo rechazaba, lo despedía porque el Cristo de la Luz se había dolido de que se ayuntara con él en unión sin bendecir, que no había más que verle la cara que traía, amarga de lo más, desde aquella noche sin luna. Porque si volvía cohabitar con él tal vez pariría un demonio y porque no podía marcharse sin conocer a la dama del cuenco, que se le había metido en la mollera.

—Vete, enhorabuena, Mingo, búscate a otra mujer…

—¡Recontra, Marichu, yo te quiero a ti!

—Yo soy hembra pública, Mingo…

—No, no Marichu, no… Tú eres mi mujer…

—¡Falso, Mingo, no me has pedido en matrimonio!

—No tienes padre ni madre, no tengo a quién pedirte.

—¡Pídeme a mí, Mingo!

—¿Te quieres casar conmigo y venirte a Andalucía a hacer fortuna?

—¡Sí!

—Bueno… Ahora, abre y vamos a la tapia…

—¡No, Mingo, no!

—¡Vamos, pardiez!

—¡No! ¡El Cristo me mira mal desde que me ayunté contigo!

—¡Será puta! —se iba rezongando el mozo.