Le venía a la princesa Isabel el arzobispo de Lisboa con embajada del rey don Alfonso para pedirla por mujer, trayéndole muy buenos regalos: un anillo de rubíes, el evangeliario del rey don Dionís, un manto que en tiempos fuera de su abuela materna, dos esclavos negros muy fornidos para que le llevaran las andas, y más, y ella lo sentaba a su mesa y hablaba en buen portugués de todo menos de su matrimonio. Porque había aprendido a manejarse en la Corte y ya no era la niña pacata que se ruborizaba por nada y sufría las impertinencias de las meninas de doña Juana y de la propia reina. Ahora había madurado y sabía estar. Crecida en su puesto, conocedora de su responsabilidad, sabedora de que estaba llamada a poner orden en los reinos de su señor hermano —pues que él holgaba y holgaba, como irresponsable que era—, había ganado aplomo y estaba aprendiendo a acallar a sus visitantes que la veían moza y la hubieran querido traer y llevar.
Por eso al arzobispo de Lisboa le hablaba de todo menos de su matrimonio. Quería saber de los pueblos negros que poblaban la tierra ribereña del golfo de Guinea; de lo que hizo y estudió el infante don Enrique, dicho, con motivo, el Navegante, o de la conquista de la ciudad de Lisboa por el antiguo rey Alfonso Enríquez, mediado el siglo onceno; y a la Edad de la Piedra se hubiera remontado. El hombre se dejaba ir, pues era parlero, a más que Isabel había ordenado al escanciador de vinos, uno de sus maestresalas, que nunca el clérigo tuviere la copa vacía. Y, entre lo hablador que era por su natural e más que se embalaba con el vino, de platicar del señor don Alfonso, apenas, salvo que era hombre de prendas. Eso era lo que pretendía doña Isabel, pues no le placía el portugués, debido a ser viudo y tener un hijo que había sido proclamado sucesor y que, salvo que el Señor lo llamara a mejor vida, heredaría el vecino reino.
Otro tanto hacía con el embajador del rey Luis de Francia que, empezando a platicar de que el casamiento hubiera holgado al fallecido rey Carlos, Dios lo tenga con Él, ella le cortaba preguntándole por la hermosa ciudad de París. Máxime porque tenía oído que los franceses lo que querían era que Castilla saliera de la liga que tenía con Inglaterra y, vive Dios, porque don Carlos, su pretendiente, era hombre enfermizo y desgarbado, de piernas flacas y, en otro orden de cosas, afeminado, dicho en lenguaje vulgar: maricón. Y otro más no, no era cuestión de traer otro más, pues se oía en la Corte que en Castilla ya había suficientes: el rey Enrique y toda su pandilla de culeros, que entraban con una mano delante y otra detrás a su servicio y salían ricos.
Y así las cosas, se enfrentaba solapadamente a su hermano, el rey, que tenía empeño en maridarla con el soberano de Portugal, y a la Beltraneja con el infante Juan, el hijo y heredero del rey de aquellos reinos, y se lo mandaba decir.
Cuando lograba un momento de soledad, Isabel recordaba el friso de retratos de los soberanos de Castilla que adornan el salón de reyes del Alcázar de Segovia y recitaba de memoria los nombres de las cinco únicas reinas que había habido en la historia de Castilla y León: Ormisenda I, Ufenda II, Sancha III, Urraca IV y Berenguela V.
De Ormisenda y Ufenda no había leyenda, de las otras sí.
De Sancha decía: «Reina propietaria y emperatriz y religiosísima, hija del rey Alfonso V. Revalidó el heredar las infantas destos reinos, reinando en León el rey don Fernando su marido, emperador. Muerta en León a 13 diciembre de 1068».
De Urraca: «Reina propietaria destos reinos y emperatriz, hija del rey don Alfonso VI, emperador. Hubo de don Ramón de Borgoña, conde de Galicia, su primer marido, al infante don Alfonso, y sin sucesor del emperador. Muerta el 7 diciembre de 1130 y fue enterrada en San Isidoro de León».
De Berenguela: «Reina y propietaria destos reinos, hija del rey don Alfonso IX y mujer del rey don Alfonso X, excelente princesa, renunciándolos luego que los heredó, en el infante don Fernando, su hijo mayor, con rarísimo ejemplo. Muerta en el año de 1244 con gran religión. Enterróse en las Huelgas de Burgos».
Y, pese a que sabía que allí había inexactitudes, entre otras que doña Berenguela no maridó con don Alfonso X sino con don Alfonso IX, echaba sus cuentas: desde el 711, fecha de la invasión musulmana —¡púdrase el profeta Mahoma en el infierno!—, hasta el año en curso de 1469, habían habido cinco reinas en setecientos cincuenta y ocho años. Dividiendo, resultaba una reina cada ciento cincuenta años, habiendo transcurrido desde el fallecimiento de doña Berenguela doscientos veinticinco, tiempo más que suficiente para que anduviera más que perdida en el reino la costumbre de obedecer a una mujer, a más que, leyendo al pie de la letra, podía deducirse que doña Berenguela no había reinado, pues abdicó en su hijo. Por ello la princesa retrocedía hasta doña Urraca y, de consecuente, había de dividir otra vez para llegar a los años en los que los castellanos no habían sido gobernados por una mujer, obteniendo en el cociente la cifra de tres siglos y treinta y nueve años, es decir, casi una eternidad. Y, vive Dios, considerando que según el arzobispo Rodrigo de Toledo, en la Historia de los hechos de España a Urraca la habían obedecido pocos y no siempre, en sus diecisiete años de reinado; como además doña Sancha había dejado el gobierno de León en manos de su esposo, hubiera sido preciso que se remontara a las desconocidas Ufenda y Ormisenda, de las que nada se sabía, salvo el nombre, de donde se podía colegir que hicieron poco. En efecto, de aquellos lejanos tiempos se sabía de reyes, de hombres que habían derrotado a los moros y habían sido buenos y malos monarcas pero de ellas nada, excepto el nombre… Ante tanta oscuridad o ante aquellas mujeres que habían delegado en la espada del esposo, Isabel se preguntaba qué esperaba el arzobispo de Toledo de ella… E le venía angustia cuando leía al antiguo primado de la sede toledana hablando de la licenciosa vida de la reina Urraca y sus amores adulterinos con un dicho conde de Lara, que poco tenían que envidiar a los de la reina Juana.
E con semejante lista de reinas, unas desconocidas, otras dando a sus esposos o hijos lo que no se da, y otra, Urraca, haciendo lo que no se debe, ¿qué porvenir le esperaba cuando finara su señor hermano y heredara los reinos? ¿Obedecerían los hombres, principales y menudos, a una mujer?
Doña Gracia Téllez habló a sus biznietas del cofre del rey moro con toda naturalidad, como si fuera cosa sabida, como si todos los moradores del palacio de la calle de los Caballeros hubieren de conocer la historia de don Tello Téllez, el primero del linaje, y un tal Alí, el rey moro, el propietario de un tesoro ingente, de un cofre lleno de oro fino o de perlas de buen Oriente o de piedras preciosas o quién sabe de qué.
—El dicho Tello Téllez recibió del dicho don Alí un arca grande y muy aherrojada —comentaba la anciana—, pues el moro fue uno de los esclavos que le cayeron en suerte en el reparto de cautivos que siguió a la batalla de las Navas de Tolosa, felizmente ganada por los reyes cristianos en el año de gracia de 1212. Que, habiéndole dicho el sarraceno que era hombre de noble linaje beréber y que le abonaría el rescate que le pidiese, y si no le ponía monto, lo que a él le pluguiere: un cofre precioso, lleno de lo que contenga, vayan sus mercedes a saber si oro o si plata o alguna otra preciosidad, don Tello lo liberó fiándose de su palabra… Una vez libre, cumplió don Alí con el trato, pues que eran tiempos en que los caballeros observaban la palabra dada, y le envió de la Mauritania una arca repujada de cordobán, una maravilla, al parecer.
»Pero don Tello siquiera la abrió. Conmovido por los muchos muertos de la batalla y viudo, decidió abandonar las vanidades del mundo y hacer penitencia por los pecados de los que habían muerto en el sangriento combate, en el cual había participado con arrojo, llegando a portar incluso el estandarte del glorioso rey Alfonso VIII, y por los que habían resultado vivos, para de ese modo mover al Altísimo a la piedad y a arrancar del corazón de los hombres el hecho y hasta el pensamiento de hacer la guerra, pues que él no era amante de batallas, y hasta quiso guardar la vida del soberano y le estorbó el paso de su caballo con el suyo en lo más encarnizado del combate…
»Y eso, yendo don Tello de Alaejos a Alta Iglesia y de Alta Iglesia a Ávila, azotándose las espaldas, reprimiendo la curiosidad sobre el contenido del arca, siempre con ella a todas partes, antes de morir la mandó enterrar u ocultar para que sus hijos, que no le alcanzaban en nobleza a las correas de sus sandalias, no la encontraran, como así fue.
»Se buscó el cofre del moro Alí por todas las casas que tenemos, niñas, se revolvió en ellas cielo y tierra. Los hijos de don Tello lo hicieron, mi señora madre, también, y otros muchos, sin encontrar nada…
»Cuando murió mi segundo marido, que era condottiere, es decir capitán, y un excelente artillero… ¡Chiss, no interrumpan, sus mercedes, que les explicaré todo… No me hagan perder el hilo que tengo la cabeza asaz revuelta…!
»Decía, hijas mías, que, cuando falleció mi segundo marido, un gran personaje al que amé con todos mis sentidos, e ya hablaré de él en otra ocasión, a punto estuve de no vender a su segundo, a su teniente, la artillería, y de venirme a Castilla para derribar con ella nuestras casas y encontrar de una vez el arca del moro, nada más fuera para satisfacer esa curiosidad secular que ha estado latente en la mente de tantas y tantas generaciones de nuestra familia… Pero como había de traer mucho equipaje, me vino pereza, y la vendí…
»Ah, estoy fatigada, me retiro, y vuesas señorías, también, continuaremos mañana…
—¡Abuela, abuela, en nuestra niñez se perdió el castillo de Alta Iglesia! —decía Juana, apesarada.
—¡Abuela, abuela, yo encontraré el cofre del rey moro! —alzaba la voz Leonor.
—Ya os decía yo que había un tesoro y nadie me creía —comentaba Marian en voz alta.
—¡Ea, ténganse las niñas, que es hora de descansar…! —ordenaba doña Gracia, divertida.
Y, naturalmente, las niñas no podían descansar. Pasaban toda la noche discurriendo sobre qué podía guardar el arca del sarraceno, imaginando los fuertes muros de los castillos de Alaejos y Alta Iglesia, levantando piedras, tirando paredes, revolviendo el polvo, haciéndose cruces de que un moro tuviera palabra de honor, denostando a don Tello Téllez, diciendo que había sido necio y, ay, preguntándose cómo se había llegado a saber lo del tesoro si el primer Téllez no había dicho nada siquiera a sus hijos…
La María de Abando dejó de pensar en la dueña del cuenco de leche, en la Dama de Amboto y en Santa María Virgen, porque se enamoró de Mingo. El Mingo también se enamoró de María de Abando… E una noche fría y oscura, la dicha moza, que había estado rechazando al joven de continuo, no le abrió la puerta de la iglesuela del Señor Cristo, no, pues que hubiera considerado irrespetuoso escuchar requiebros en aquel santo lugar, no. Lo que hizo fue dejar encerrado al perro y salió ella. Le dio la mano al mozo, lo condujo bajo la alta tapia de la huerta de las Gordillas, lo miró a los ojos con arrobo, lo que no hace mujer honrada, y le besó en la boca.
Y él se dejó llevar, se dejó querer. Es más, se holgó de que la moza rompiera su estupefacción con besos de amor. Al rato, notando el crepitar de una llama en sus partes de varón, empezó a manosearla, como no se hace con mujer honrada. E la María, que era hija de quien era y que no era honrada, a más que olvidó los consejos recibidos de sus madres, al parecer, se dejó hacer.
Oyó la voz del hombre, sintió su lengua en el lóbulo de la oreja y dentro de su boca como una sierpe, y una cosa dura apretándole sus partes femeninas, e se dejó tender en la tierra y levantar las sayas. E, más necia incluso que su difunta madre, pues no tenía palabra de matrimonio del sujeto que se iba a llevar su doncellez, se dejó introducir el miembro, quizá porque también tenía una hoguera en sus entrañas que no supo reprimir, atontada como no lo había estado. Y el Mingo, viendo camino, entró en ella violentamente, haciéndole gritar y causándole gran dolor, a más que le anduvo un tiempo, poco, en sus interiores.
Hecho lo hecho, el hombre echó a correr como alma que lleva el diablo, tal vez por haber desflorado a una moza a la vera de un lugar santificado, en la tapia de las monjas, a escasos pasos de la ermita del Santo Cristo de la Luz, o avergonzado por lo mal que lo había hecho, que a la Mari se le escapó un grito de dolor. Y recriminándose su violencia.
Hecho lo hecho, entre las diez y las once, María se incorporó, observó su propia sangre en las enaguas, se subió las bragas, se bajó las sayas y echó a caminar hacia la ermita, su casa. E no la recorrió un escalofrío ni le vinieron terrores, como suele suceder a las doncellas que, inocentes o engañadas, caen en las trampas que les preparan los varones, ni se disculpó consigo misma ni pretendió echarle la culpa al otro y convertirse en víctima, como suele ocurrir a las mozas que se han dejado hacer gustosamente y han de justificarse ante sus padres o parientes, no. Porque había visto yacer a hombres con mujeres en las campas vascongadas, después de los aquelarres, bien untados de la poción mágica que preparaban las sortiñas, refocilando en los prados con frenesí, como tenidas del demonio las parejas, durante rato además. No como lo que le había hecho el Mingo, con violencia por no saber contenerse, pero visto y no visto, lo mejor que pudo sucederle siendo la primera vez. Y como no había recibido el bautismo ni otros sacramentos ni había sido educada en la doctrina cristiana, porque sus madres fueron brujas y no habían tratado nunca con religiosos, aunque la habían prevenido contra el hecho de darse a un varón siendo joven y sin tomar precauciones, se entregó porque le ardían las entrañas, y no lo estimó ni bueno ni malo, sino propio de su edad y de la del mozo. Natural, decía que natural, pensando que los hombres se ayuntan con mujeres en la pubertad, mismamente como los animales. Natural, decía, pero se le presentaba la imagen de María de Ataún, la que más le había insistido contra los hombres —sus razones tendría—, diciéndole:
—Si te ayuntas con varón, parirás un diablo… Ten tiento con lo que haces… que las brujas no debemos tener hijos…
Y un estremecimiento la recorrió toda. A más, que, entrando en su casa, en la ermita, no pudo soportar la mirada que le dirigió el Santo Cristo de la Luz, e bajó la vista, avergonzada. Pese a ello, se dispuso a dormir, pero hubo de darle la espalda a la imagen, pues, sucediera o lo imaginara, el caso es que el Señor estuvo clavándole dos ojos como dos puñales en la espalda durante toda la noche. Y, además, sucediera o lo imaginara, resultó que a la amanecida, después de mucho tiempo esperándola, se presentó la dama enlutada, la que estaba esperando iba para un año y, vaya, que entró, se santiguó y salió rauda, y no le llevó el cuenco de leche al Cristo ni a ella la miró a la cara. Trajo las manos vacías y fuese sin rezar una oración, aunque seguro que se presentó no por casualidad, sino para recriminarle su acción mala.
Y María, carilarga y compungida, porque había pasado mala noche y tenía ojeras y mala conciencia, en razón de que la conciencia existe hasta en los que no creen en ella y es como un gusano que corroe el estómago, tesonero por demás, apenas se fue la dama, se llegó a una fuente cercana y se lavó muy bien sus partes de mujer. Y, sin saber si estaba o no preñada, creyéndose despreciada por el Cristo que se lo había estado echando a la cara durante toda la noche, como quiera que además resonaban en sus oídos las palabras de María de Ataún, salió al monte a buscar menta. E no la encontró por aquella parte, con lo cual tuvo que desplazarse a Ávila y andar por los puestos del Mercado Chico y por los del Mercado Grande, preguntando, y pidiendo a la par otras yerbas para disimular lo que llevaba pensado hacer.
Tras abonar a un herbolario lo que le pedía por tres ramitas de menta todavía frescas y olorosas, tornó a su casa y largó a la parroquia que la estaba esperando con la excusa de que estaba enferma. Se entró en el bosquecillo, puso agua a hervir en un perol, echó las ramas, un chorro cumplido de vinagre y ocho cucharadas de miel colmadas, lo dejó a orear cuatro días y cuatro noches y, al quinto, se lo aplicó dos veces en sus partes de mujer, Dios lo perdone. Una jornada más tarde, se encontró un cuajo rojizo en las bragas con otras inmundicias y abundante sangre.