16

Después de su designación como princesa heredera de Castilla, León, etcétera, doña Isabel se volvió personaje importante en los reinos de su hermanastro. Necesitó entonces gente en derredor y tuvo que ajustar para su servicio y el de su casa a varias damas, secretarios y criados y hasta pensó en comprar una esclava catadora para que probara antes que ella los alimentos que habría de ingerir. Lo hizo a instancias de don Gonzalo Chacón, de doña Clara Alvarnáez y de Beatriz de Bobadilla que, recién casada con don Andrés Cabrera, el tenente del alcázar de Segovia, a más de narrarle su felicidad por carta, le suplicaba que tomara precauciones, pues sus enemigos eran muchos y alevosos.

Ajustó con sus camareras un estipendio anual cuya poquedad fue comentada en la corte de don Enrique, eso sí, con promesa de aumentarlo en cuanto le fuera posible, en el momento en que supiera con certeza de qué rentas disponía. Con respecto a la esclava catadora, no fue necesario comprarla porque entre los muchos regalos que recibió de ciudades y villas para celebrar su nombramiento, se encontró con dos moras: una, enviada por el concejo de Murcia, y otra, por los caballeros de Alcántara y, de consecuente, las dedicó a tal menester en días alternos, si bien nunca quiso verlas catar, pues le producía angustia pensar que, un día cualquiera, una de las dos moricas pudiera morir envenenada de ponzoña destinada a la princesa heredera de Castilla; por eso hacía que probaran su comida en las cocinas y que se la llevaran a sus aposentos las criadas en una bandeja bajo la vigilante mirada de doña Clara. Ahorró también con los bufones, pues no ajustó ni uno para que la distrajera, ni por el qué dirán, que la llamaron rata los muchos que mantenía su hermano a cuerpo de rey en la Corte.

E con ser princesa llevaba mucha agitación: había de librar cartas y más cartas, asistir a banquetes, recibir en audiencia a señores, prelados, abades, abadesas y a los procuradores de las ciudades. Había de suplir, en fin, la indolencia de su hermano, el rey, que sólo gustaba de la caza, de la música, de escuchar a los bufones y de comer y beber rodeado de gentuza.

El caso es que no paraba un momento, vivía en un frenesí, y anhelaba que le viniera la «enfermedad» para no recibir a nadie durante los cinco días que le duraba. A más, que andaba detrás del rey, con la casa a cuestas, con un tropel de gentes, con los carros cargados de baúles y un montón de bultos, ora hacia Madrid, ora a Segovia, ora a Ávila o camino de Burgos.

Los señores que la visitaban le venían siempre con la misma cantinela, con el nombre de alguno de sus pretendientes en la boca, pues de tanto hablar y tanto hacer cábalas, el hecho de su matrimonio se había convertido en cuestión de Estado.

El marqués de Villena quería casarla de inmediato con don Alfonso V, soberano de Portugal, dicho el Africano. Otros le hablaban del duque de Guyena, hermano y posible heredero de don Luis XI de Francia y, el arzobispo Carrillo de Toledo, del que ella quería oír que le hablaran: del príncipe Fernando de Aragón, su amado.

—¿Mi amado? —se preguntaba a veces Isabel.

Tanto como su amado no diría, pero el mejor pretendiente sí, pues que, maridando con él, se aseguraría el apoyo del anciano rey Juan II de Aragón que, hijo de don Fernando de Antequera y uno de los infantes de Aragón que tanto daño causaron en Castilla en tiempos pasados, podía, faltando ella, aspirar a la sucesión don Enrique por ser su pariente más directo, dada la bastardía de la Beltraneja de la cual ya no cabía duda. Tampoco era secreto para nadie que doña Juana había dado a luz otro hijo de aquel don Pedro, el que la liberó de las tropas del rey de Ávila y ya era el segundo varón, pues, al parecer, doña Juana le agradeció su libertad yaciendo con él una vez y otra, para quedarse empreñada dos veces más, aparte de la señora Beltraneja, y ser oprobio del reino.

Isabel tenía pretendientes, sí, e recibía a tantos e cuantos embajadores de otros países, pero, como su hermanastro todavía no le había entregado las villas y ciudades que concertó en la concordia de los Toros de Guisando, se encontraba con mucha gente a su servicio y sin un maravedí. A diario, dando de comer a ciento, a los de su casa; días que a doscientos, a los que se personaban a rendirle el homenaje debido; a trescientos, a los que se presentaban a visitarle, simplemente a saludarla porque era importante en el reino; y hasta a cuatrocientos dio en atender, cuando llegaron los embajadores de Francia y de Portugal. Y se dolía, claro, pero, como no solucionaba nada lamentándose, tuvo que pedir prestado a los judíos de Ávila que le adelantaron buen dinero a cuenta de las rentas de la villa de Medina del Campo.

A cuatrocientas almas hubo de dar de comer la princesa Isabel cuando se juntaron en la ciudad del Adaja las compañas de los embajadores de Francia y de Portugal, y Gonzalo Chacón hizo corto proveyendo doscientos corderos. El obispo de Arras y el arzobispo de Lisboa querían lo mismo: casarla cada uno con sus sendos pretendientes, de los que hacían loores grandes. El primero, con el hermano del rey de Francia, don Carlos, duque de Guyena y de Berri. El segundo, con su señor el rey don Alfonso V de Portugal, viudo, a la sazón. Y, entre tantos para elegir, menos mal que el arzobispo Carrillo, primado de España, no había mudado el parecer y continuaba insistiendo con don Fernando de Aragón. E Isabel hablaba con doña Clara:

—No me dejan estar, doña Clara, madrina…

—Has nacido muy alto, Isabel, hija…

—Si mi madre estuviera a mi lado, me aconsejaría.

—La señora está enferma.

—¿Tú crees que la insania le vino de tanto pensar en don Álvaro de Luna?

—Yo creo que vino con ella de Portugal… Yo siempre fui su menina y no voy a engañarte, Isabel, dicen que heredó el alunamiento…

—¿De quién?

—De su abuela…

—Es decir, de mi bisabuela… ¿A mi edad, mi madre había mostrado la maldición?

—Sí… no temas que tú estás muy cuerda…

—Si tengo un hijo podrá heredar la locura…

—¡No lo quiera Dios, niña! ¡No lo mientes! ¡No tientes la suerte…!

—Vivir sin padre ni madre es malo, Clara…

—¡Ea, no pienses en esas cosas…! ¿Qué te dice doña Beatriz en su carta?

—Es muy feliz con Andrés de Cabrera…

—¡Ah, un buen mozo…!

—¡Fíjate, tiene marido y ha tenido padre y madre…!

—¡Tú también has tenido padre y madre y tendrás marido…! ¡Y un rey, además!

—Quiero decir que sus padres han sido buena gente, la han amado y aún viven los dos…

—Tú me tienes a mí y a don Gonzalo y a otros muchos, a todos los que te queremos…

Muchas noches, Leonor y Juana Téllez de Fonseca, cuando su bisabuela empezaba con la cuestión de sus posibles maridos y repasaba los linajes del reino, desechando a tal conde o tal marqués porque había perdido tal plaza a manos de moros o porque su familia había caído en desgracia y su hermana se había casado con un converso para evitar la merma que, de años a esta parte, llevaba su casa, o porque era cobarde o putero en exceso o borracho o jurador, o algo peor, las dos gemelas conseguían cambiar de asunto, entre otras cosas porque no les corría prisa casarse y nunca se habían planteado semejante negocio. Ellas preferían hablar de otros negocios, por ejemplo, de las coincidencias que tenían siendo gemelas. Otro tanto les sucedía a las criadas que, siendo pocas, intervenían también en la conversación, salvo la dicha Angélica, la italiana, que, habiendo cogido recio resfriado, guardaba cama tiempo ha y cada día estaba más enferma y afiebrada.

De la primera infancia de las niñas hablaban Marian y Wafa quitándose la palabra de la boca. De que, apenas nacidas, ya lloraban a la vez, como si se contagiaran y que, por eso, las habían separado de habitación y de piso. Y continuaban con que siempre se habían levantado de la cama a la misma hora, como si la que se despertare primero avisara, sin palabras, a la otra, para estar despiertas y dispuestas a emprender la jornada a la par, como si hubieran de estar haciendo las dos lo mismo: si dormir, dormir, si rezar, rezar, si holgar, holgar, si comer, comer, excepto hablar, que lo hacían una detrás de otra, pues que de otro modo no hubiera sido posible que se entendieran. Que si regañaban a una, lloraban las dos. Que se avenían con un gesto nimio, con una leve mirada, llegando a una comunión de pensamiento que resultaba como si las dos fueran una, pese a que Leonor era grandota de cuerpo y carigorda de rostro y Juana menuda de todo, pero con las mismas facciones, una en grande y otra en chico, e mostraban su contento… Y terminaban asegurando que, salvo la altura y la anchura, y la mano, que a una le faltaba la derecha y a otra la izquierda, en lo demás eran mismicas en todo.

Y tanta confianza daba doña Gracia a las criadas que una noche, Catalina, la cocinera, idas las niñas y las moras a la cama, se permitió decirle que, si casaba a sus biznietas y las separaba, las niñas habrían de tener amarga vida, que no podrían vivir lejos una de otra. Lo que dio a pensar a la dama, le abrió los ojos y le complicó sobremanera el negocio. Pese a que hubiera podido enfadarse de que una mujer del común le dijera qué debía hacer y qué no, como era anciana y había vivido mucho, bueno y malo, reflexionó. Y se encontró con que no sólo había de buscar dos maridos, sino que había de dar con dos maridos que fueran a su vez hermanos para que los dos hermanos esposos vivieran bajo el mismo techo y las dos gemelas, sus biznietas, también, en la misma casa, so pena de hacerles la vida desgraciada a sus descendientes, en razón de que, siempre unidas, nunca podrían vivir la una sin la otra.

Así que la vieja marquesa todavía lo tuvo más difícil, y eso que había dado voces, y además, estaba dispuesta a aceptar que los posibles candidatos no heredaran el mayorazgo de sus casas, incluso que llevaran poco, conformándose con segundones, pero lo cierto es que se perturbó un tantico. Que, a poco de escuchar las razonables palabras de la cocinera y de reflexionar sobre ellas y hacerlas suyas, comenzó a mover los espejuelos con frenesí y se mostró más torpe de movimientos y menos clara de cabeza.

De la disminución física y mental de la anciana no sólo se apercibieron las criadas y las gemelas, sino que también ella la notó. Y por esa razón, una buena mañana se dispuso a hacer testamento y mandó a Catalina, la cocinera, en busca de un notario.

La anciana, personado el fedatario en la casa de la calle de los Caballeros, tras revolver en un arca viejos pergaminos, desechar unos y apreciar otros, dictó testamento nombrando herederas universales, tanto de los bienes que tenía en Italia —una casa en el corso de la Puerta de Venecia de Milán y una villa a orillas del Tesino— como de los que tenía en Castilla, a Leonor y Juana Téllez de Fonseca, sus biznietas, con derecho de acrecer entre ellas. Separó legados para Angélica, Catalina, Wafa y Marian, dándoles a éstas dos últimas menos por ser moras; y otrosí mandas para que le rezaran misas cada un año el día de su aniversario, para que le constituyeran una capellanía y un altar perpetuo en la catedral de Ávila, entre el altar fino del deán Gómez y el del arcediano Pelayo, y otrosí para que dieran de comer a cien pobres al día siguiente de su fallecimiento.

Por otra parte, dejó escrito y claro que, si alguna vez, Dios no lo quiera, se vendiera la casa solar de la calle de los Caballeros, la que pisaban en aquel momento ella, el notario, sus biznietas, las criadas y los testigos, y apareciera, al hacer derribo o por caerse una pared o un suelo o un tejado, el cofre del rey moro, comúnmente llamado el tesoro de los Téllez, y la mansión tuviere otros dueños, éste sería siempre de Leonor y Juana Téllez de Fonseca y de sus descendientes, a repartir por mitades. E otrosí si el cofre aparecía en Alaejos o en el de Alta Iglesia, que constituían feudo familiar, dado por el rey Alfonso VIII, el de las Navas de Tolosa, pues se reservó el dominio del cofre del tesoro para sus descendientes para siempre jamás.

Al oír lo del tesoro de los Téllez, Leonor, Juana y las criadas se quedaron pasmadas. Claro que Marian, bendito sea Alá, esbozó una amplia sonrisa y dio con el codo a sus compañeras, pues ¿qué no había hablado mil veces del cofre del rey moro y ellas se habían reído?

image1.png

Para San Blas, María de Abando tenía el corazón alborotado y un saquillo de monedas de oro de buena ley, que a lo menos pesaba dos libras. Para San Juan, ya pesaba cuatro, para San Miguel de septiembre, diez y, ay Jesús, su ánimo andaba mucho más excitado…

Tenía la señora abadesa de las Anas un contador joven, que sustituía a veces al primer administrador, hombre muy anciano ya y demasiado ocupado en el pleito que habían entablado las Gordillas contra la casa. El dicho contador de nombre Mingo, muy galano, alto y garboso, había ido a Marichu para que le adivinara el porvenir con cinco blancas en la mano, y ella había catado en agua de beber para ver lo lejano y dicho lo que era de decir, pues que hay cosas que se callan. Le había explicado por lo menudo lo que había visto: que el dicho Mingo estaba llamado a grandes hazañas —debió cegarse Marichu ante la presencia del mozo, y ver más de lo que había en el agua clara, pues mientras le hablaba no desapareció el arrebol de sus mejillas y le latió fuerte el corazón—, que estaba destinado a servir a los reyes de Castilla, a ser un gran capitán, a conquistar fortalezas y países, a recorrer mares infinitos, a padecer heridas de guerra, no mortales, al revés, acreedoras de grande fortuna; a casarse con mujer rica, perteneciente a uno de los mayores linajes de Ávila, una doncella grandota de cuerpo, más alta que él, más gruesa que él, pero, ay, todo corazón… La moza, pronto esposa, sería buena en la cama, ¿para qué callarlo?, buena paridora y excelente madre… un compendio de virtudes, en fin… Sólo tenía un pequeño defecto físico, una poquedad, que era manca, que le faltaba la mano derecha, nada importante porque se manejaba maravillosamente con la otra, con la izquierda, pese a ser la izquierda torpe por su natura… Y, él, buen padre… Doce hijos varones tendría de la noble dama, a cual más valiente y hermoso, doce, que lo acompañarían a la conquista de países lejanos y crearían linaje de abolorio: el suyo, el del dicho Mingo…

Oído lo anterior, el tal Mingo interrumpió a la bruja o santa, o lo que fuere, precisamente en el momento en que ésta estaba a punto de revelarle que se trataba de la muy alta y noble señora doña Leonor Téllez de Fonseca, doncella casadera, una de las dos marquesas de Alta Iglesia, perteneciente a un viejo linaje castellano que tenía casa en el recinto murado de Ávila, seguramente con varios portales a la calle e huerta e jardín por la trasera. Y dijo:

—¡Para cuentos, moza —tratándola sin respeto ninguno, cuando las gentes de la ciudad la tenían por santa—, para cuentos! ¡Que soy hijo de un caballerizo de la abadesa, que sé de números y letras y, después de muchos trabajos, ayudo a su administrador, que es viejo, pero no soy caballero…!

—¡Lo serás, Mingo, lo serás, incluso llegarás a ser rey de una de las tierras que conquistes allende los mares y tu hijo mayor también lo será y el hijo mayor de tu hijo mayor!

—¡Mientes!

—¿Qué gano con engañarte?

—De momento cinco blancas…

—¡Toma tus cinco blancas, demontre!

—¡Ah, la moza, gallea!

—¡La moza no fanfarronea, vete que no te quiero aquí…!

—¡Quita allá, bellaca!

—¡Te estoy haciendo rey por casi nada…! ¿Así me pagas…? ¡Vete en buena hora!

E fuese el joven, bastante aturdido.

E Marichu quedóse un tantico airada en razón de que le había dado un mundo de glorias y maravillas al tal Mingo por cinco miserables blancas y el muy necio lo había rechazado, pues allá él. Pero, ay, que continuó catando en el agua el porvenir de su cliente e, de repente, observó que la esposa vista no era doña Leonor Téllez de Fonseca, la marquesa manca, sino —ay, ¡Dama de Amboto!— que se había ofuscado y era ella misma. Era Marichu de Abando, con sus dos manos… Y, en efecto, buscó en su talego y sacó un trozo de espejo e contempló su rostro, ora en el cristal, ora en el agua, y sí, sí, no le cupo duda, era ella… Y se conturbó mucho más e, resolviendo quitarse al hombre de la cabeza, se ocupó a coser un cinturón para colgar los diez saquetes de oro que había acumulado durante su ya larga estadía en la ermita del Santo Cristo de la Luz, y llevarlos así ocultos en la cintura, bajo la saya, para no dejar su tesoro en el hueco que había descubierto entre la pared y el ara del altar, cuando saliera a sus laboreos.

Y en esas estaba, recriminándose por haber catado tan mal, pero le venía la imagen del muchacho a la mente y no se la podía quitar e, vaya, además, le latía apresurado el corazón.

El caso es que, a la atardecida, el mozo volvió. Que no se concentraba en su tarea y le salieron mal las cuentas e, ya fuera por las muchas glorias que le había prometido la «santa», ya fuera porque se le puso tieso el miembro viril, o acaso le llamara el amor, como no sosegó, volvió a la ermita con lindas palabras en la boca, como buen galán.

A Marichu, que hubiera podido hacer un encanto al hombre y mandarlo a correr las aventuranzas que le había pronosticado con sólo pronunciar unas cuantas palabras, al oírlo le advino harto miedo, quizá porque nunca había oído lisonjas tan bellas, dichas tan cerca además. Sin embargo, se mostró prudente y no le abrió la puerta ni se acercó a la reja ni respondió a sus voces. A Mingo sólo le contestó el perro que le ladró, y fuese otra vez, no sólo aturdido, sino también desairado.

Y allá él.