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Llegados don Alonso de Fonseca y don Andrés Cabrera, los embajadores de la infanta Isabel, ante el rey Enrique, le rindieron homenaje de parte de su señora hermana, y por su cuenta. Los dos hombres, a una voz, le hablaron largo de los daños que habían acaecido en el reino por la partición que de él hizo el llamado rey de Ávila que, mal aconsejado, se alzó con lo que no era suyo. Y le instaron a que, en nombre de Dios Todopoderoso, nombrara heredera a su hermana, que no tenía ninguna de las aberrantes ambiciones del muchacho que condujeron al reino a la partición y a la guerra. Diciéndole asimismo que, muerto Alfonso, se le presentaba maravillosa ocasión de hacer justicia contra aquellos que se habían ido de su obediencia y mancillado la honra de su real persona. Contra los que habían clamado que no era hábil para reinar, que era afeminado y, aún más, que había dado su consentimiento a la reina Juana para que yaciera con su privado, don Beltrán de la Cueva, y con un mozo joven de nombre don Pedro de Castilla, y la dejara empreñada. Contra los que le habían llamado dilapidador del patrimonio de la Corona, y lujurioso y otras horribles cosas, amén de que no se habían limitado a darlas a los vientos por Castilla sino que las habían escrito al papa de Roma para que fueran publicadas por toda la cristiandad. Y pedían ejemplar castigo para los traidores…

Otrosí le aseguraban que ninguna cosa podía ser mejor que la paz, pero que del mismo modo que la vida sin paz no es vida, la vida sin honra tampoco lo es… Y, aunque no lo decían a las claras, el que quisiera entender podía entender sin hacer esfuerzo lo que estaban diciendo.

Como, después de escuchar semejantes prédicas, los privados de don Enrique lo vieran dudar, se apresuraron a aconsejarle que nombrara heredera a Isabel y la casara lejos. En Francia, en Inglaterra o en Borgoña, pues que de ese modo podría desheredarla y darle los reinos a la Beltraneja al cabo de un tiempo, siempre que le pluguiera. Le aseguraban que de modo sutil la infanta estaría en su poder, y que él podría dedicarse a castigar a los que habían servido al rey de Ávila con la larga vara de su justicia, y le aseguraban que en el entretanto, ganando tiempo, tal vez podría buscarle un marido a doña Juana, comúnmente dicha la Beltraneja.

Quizá movido el rey Enrique por las buenas razones de los embajadores de Isabel, o con esperanza de poner en obra en el futuro los consejos de sus privados, un hato de trapaceros, y sobre todo por la insistencia del arzobispo de Toledo y del marqués de Villena, que había alcanzado su perdón poco ha, se avino a hacer concordia con su hermana. Se asentó la conciliación en que, en un plazo de cuatro meses, el rey devolviera a su esposa, la reina Juana, a Portugal, con su hija y con viento fresco, y que pidiera divorcio a Su Santidad, del mismo modo que había hecho con doña Blanca. Cierto que por otras razones. Ahora, porque se había casado sin estar separado de iure de su primera mujer o clamando a los vientos que era puta sabida, si menester fuere. Y es más, aceptó entregar a doña Isabel las ciudades de Ávila, Huete, Molina, Medina del Campo, Olmedo, Escalona y Úbeda para que viviera con rango de princesa de Asturias, a más de no maridarla contra su voluntad. La infanta, por su parte, otorgó que le guardaría fidelidad y le serviría mientras viviere y que no se casaría sin su consentimiento.

Así las cosas, sólo quedaba firmar la concordia… Pero los nobles que habían servido al rey y luchado en la batalla de Olmedo por su persona contra el joven Alfonso quedaron muy descontentos, pues no les pidió opinión. Le mandaron decir que estaban con él, todo fuera por la paz del reino, el mayor bien de Dios, pero que si perdonaba a los traidores no fuera por ce o por be, luego, a indignarse con ellos cuando le habían servido bien, y le suplicaron les dejara estar presentes en la conciliación.

El rey salió de Madrid y asentó sus reales en Cebreros, llevando en la cabeza muy buenas intenciones, pues no sólo deseaba recibir el homenaje de su hermana a cambio de nombrarla heredera, lo convenido, sino que se amigaran todos los nobles, caballeros y prelados de ambos bandos, para terminar de una vez por todas con las banderías y, de consecuente, ser obedecido y amado.

Isabel salió de Ávila con grande séquito de personas —entre otras las tres marquesas de Alta Iglesia y sus cuatro criadas, y la abadesa del monasterio de Santa Ana con un acompañamiento de monjas y una dicha María de Abando, que era «santa» o, al menos, hacía santerías en una ermita— y se juntó con su hermano, que venía de la villa Madrid, también con mucha gente y banderas, en un lugar situado en el comedio de ambas poblaciones, dicho de los Toros de Guisando, el lunes 19 de septiembre de 1468, a la hora de mediosol.

Isabel iba deshecha en nervios, dudando de su suerte, apretando con la mano el pecherito de reliquias que llevaba cosido en el jubón; vestida de mil preciosidades, pues que había pedido prestado a un judío para hacerse un traje de brocado; montada en una jaca blanca, erguida en el bicho, rodeada de sus damas cabalgando en mulas ricamente enjaezadas; el portaestandarte abriendo paso con el pendón del rey don Juan y una compaña de a tambores asonando.

Llegados rey e infanta donde estaban situados los cuatro verracos de piedra que habían dejado allí los antiguos para celebrar alguna gloria ya olvidada, Isabel descabalgó sin que le sostuviere nadie el estribo e avanzó hacia su soberano y hermano. Inclinándose, le besó la mano. Y el otro, habiéndose apeado también e, tras aviarse la rica armadura de parada que llevaba, le dio sendos besos en las mejillas e le tomó la mano, e ambos anduvieron hacia las dos sillas que habían instalado los mayordomos sobre una alfombra muy buena. Más alta la silla del monarca que la de Isabel, pero muy buenas las dos. E ya llegaron los hombres que acompañaban a la infanta a pedir perdón al único señor de Castilla, que besaba a los grandes en la cara, según costumbre, y los llamaba primos, aunque algunos no lo eran por la carne. E con aquellos abrazos el rey perdonaba, pues también anhelaba la paz y no hacía oídos sordos a lo que le pedía el pueblo ni, al parecer, creía que la señora Beltraneja fuera hija suya, pues de tenerlo seguro no hubiera aceptado a su señora hermana como heredera, o acaso fuera tan poco diligente como decía su mala fama, y dejaba las cosas de la sucesión al trono para que las resolvieran los que le sobrevivieren cuando recibiera el llamado de Dios, o tal vez fuera que pensaba acabar con el problema de momento para luego deshacer lo que venía dispuesto a hacer.

El caso es que, después de que el rey perdonase y recibiese a los que le habían traicionado al ponerse al lado de su hermano, el marqués de Villena procedió a leer en voz alta los términos de la concordia, por la cual Enrique nombraba a su señora hermana primera heredera y sucesora de todos los sus reinos y ella se comprometía a obedecerle y acatarle como soberano y señor y a vivir en la corte con él hasta que casada fuera.

Los regios hermanos firmaron y rubricaron con sus sellos, y otros muchos también y fueron testigos. En el puesto trigésimonono lo hicieron doña Gracia Téllez, la anciana marquesa, y, después sus dos biznietas, ambas sofocadas de rostro, tanto o más que doña Isabel.

Y, tras inclinarse la infanta —ya clamada y felicitada princesa de Asturias— ante su hermano, fueron a almorzar a unos entoldados que habían levantado, donde sirvieron pulardas y otras aves, e la princesa comió con todos, vive Dios, gallina, que por primera vez en años no le sentó mal ni le produjo comezón ni manchas en la piel. Y, a sobretarde, todos contentos, en razón de que el legado del papa, que era el obispo de León, había revocado el juramento que habían prestado a la infanta Juana muchos de los presentes, tomaron el camino de Madrid.

Isabel, aliviada, no tanto por la firma de la concordia que, conociendo a su hermanastro, a saber en qué quedaba, sino porque había recibido pleitesía de las manquitas de Alta Iglesia y se le había asentado un nudo en la boca del estómago, como en otras ocasiones, y a más había sentido, que no visto con sus ojos, que también andaba por allí la moza pueblerina, la que juró en cuarto lugar al rey Alfonso… Ah, que debiendo de estar contenta no lo estaba, y era por las muchachas que, de un tiempo acá, en todas partes se las encontraba.

Tras pasar unos días en Madrid, las comitivas siguieron a Ocaña para reunir Cortes en un plazo de cuarenta días y que los procuradores de las ciudades, villas y lugares reconocieran a Isabel, en pos de la ansiada paz, una, dos y tres veces al fuero y costumbre de España.

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Idos los sirvientes italianos, tiempo había en la casa de las Téllez para la charla y el recuerdo.

Catalina, la cocinera, pudo hablarle a doña Gracia de los veintinueve años anteriores, Marian de los veintidós y Wafa de los dieciocho últimos, los que cada una llevaba, al respecto, sirviendo en la mansión. Lo hacían en el aposento de la dama, reunidas en torno a la chimenea donde crepitaba amoroso el fuego en el duro invierno, y en el jardín, en verano, que ya estaba practicable pues lo habían arreglado los criados italianos aunque presto se convertiría otra vez en selva, porque, con poco servicio, habían vuelto a cerrar casi todas las habitaciones.

E doña Gracia daba venia a Catalina y la cocinera le narraba con detalle la última enfermedad y muerte de doña Ana —la única hija de la señora allí presente—, que había fallecido a causa de la coz de un caballo. Un caballo que, escapado de las cuadras, entró en la mansión a la carrera, echando espuma negruzca por la boca y, pese a que los criados llegaron a acorralarlo en un rincón del patio del pozo dispuestos a matarlo a lanzadas, se escapó el bicho como si de una estantigua se tratara y en su correría se topó con doña Ana, Dios la tenga con Él, e le coceó la cabeza, causándole grande lesión e dejándole el hermoso rostro irreconocible. La señora murió en el acto sin tiempo para confesar y comulgar, pues ni los esfuerzos de los médicos que acudieron enseguida e intentaron recomponerle la sangrante herida y le aplicaron varios fomentos de excremento de gallo rojizo, lo mejor para remediar la rabia de cualquier bestia, lo consiguieron. Todo fue vano y la dama se fue deste mundo como no merecía, pues había sido persona asaz santa y bondadosa y, en consecuencia, acreedora a la mejor de las muertes.

Otro día, doña Gracia daba la palabra a Marian para que le dijera de su nieto. La esclava, que había sido comprada por doña Ana siendo niña de meses, le explicaba que había tenido a don Juan en sus brazos, la primera criatura que tuvo, y que, arrobada con él, con aquel ser pequeñajo e inútil para valerse por sí mismo, talmente como cualquier recién nacido, siendo su niñera lo mimó y le consintió más de la cuenta. Con lo cual se crió caprichoso e impertinente; colérico además, pues le venía la ira a la mano e arrojaba objetos al suelo y por la ventana, todo lo que tenía cerca, eso sí, sin decir una palabra, sin que una frase buena o mala saliera de su boca, en el mayor de los silencios, salvo el ruido que hacía con el estropicio, pues que había sido niño y luego hombre de escaso verbo… E terminaba diciendo que el día en que nacieron sus hijas se fue de casa con un caballo y sin nada en las manos, seguramente porque le dio un arrebato de cólera, a las niñas apenas las vio.

E otra noche, doña Gracia daba venia a Wafa, que le contaba que había sido esclava de doña Leonor y entrado en la casa de la calle de los Caballeros acompañando a su señora, a la edad de diecisiete años, la misma que su ama; las dos procedentes de Compostela; ella, antes, de la Berbería, donde la aprisionaron unos piratas, gente malvada y sin corazón… Las dos vinientes de Galicia para que doña Leonor maridara con don Juan y se juntaran dos grandes linajes: el de los Téllez de Castilla y el de los Fonseca de Compostela. Los Fonseca, gentes muy principales que habían dado grandes señores y varios obispos y arzobispos… Doña Leonor, ay, excelente prenda, dulce como la miel, amiga de sus amigos, amante de su prometido, luego esposo, respetuosa con sus mayores e muy religiosa, pues que siempre había asistido a los aniversarios de los Téllez como si fuera de la familia, etcétera… Para morir en un santiamén, apenas recibidos los auxilios espirituales, de sofoco por la desgracia y sin que se hubieran encontrado las manos de sus hijitas…

A doña Gracia las historias de las criadas le daban que pensar. Para empezar, la mala muerte de doña Ana, su única hija, que había sido muy beata y caritativa, tan santa que, en más de una ocasión, se había permitido recriminar a su madre —en las cartas que le había enviado a la embajada castellana en Milán— por llevar airones de plumas en las tocas o por lucir vestidos con escote, a la manera italiana, o por comulgar todos los domingos, cuando es menester semanas de recogimiento y ayuno. Tal le había escrito su hija, horrorizada porque allá, en Italia, se tomaran las gentes tan alegremente el hecho de recibir el Cuerpo del Señor; lo recordaba muy bien. Para fallecer, ay, pateada por un caballo enloquecido… E don Juan, el marido de doña Ana y primo hermano, que, viudo, no quiso enviarle al pequeño Juan, el padre de las niñas, a Milán, donde ella lo hubiera criado con mayor severidad, obligándole a dominar sus emociones, de tal manera que nunca le hubiera venido arrebato al corazón, o miedo, pues vaya vuesa merced a saber qué le vino a la cabeza al joven padre, en el momento en que conoció que sus dos hijas gemelas habían nacido mancas y con el brazo rojo. Porque quizá fuera miedo, pavor, lo que hiciera huir a don Juan, y a saber si andaba alunado por algún lugar del reino… Pero lo que más pena le causaba era la mala muerte de doña Leonor de Fonseca, de la que no llegó a saber casi nada, de la que sólo conocía lo que le decían las criadas: que era buena persona, hacendosa y guardiana de su hacienda… Y, ante tanta desgracia, la anciana se preguntaba qué haría la joven con las manos de sus hijas cuando la llamara el Señor para el Juicio Final, si esperaría a Leonor y a Juana para devolvérselas o si el día de la resurrección de la carne entraría lo más rápido posible por la puerta del Valle de Josafat para cargar con algo que no era suyo durante toda la eternidad. Y, ay, una lágrima le venía a los ojos cuando contemplaba a sus biznietas, a las dos manquitas que, lo que es la necesidad, se valían de maravilla para hacer tal y cual con una sola mano. E cuando precisaban de las dos manos, acercaban dos escabeles, se sentaban parejas, y cada una utilizaba la mano que tenía para bordar, para cortar la carne, para mondar la naranja y lo que fuera menester.

Y, disimulando, sosegando el movimiento que llevaba con los espejuelos, se secaba la lágrima que le venía a los ojos con un precioso pañuelo de organza con sus armas bordadas, y para que no la vieran llorar, hacía como que se aclaraba la garganta, llamaba a sus descendientes a su lado y les hablaba de que no quería marcharse de este mundo sin dejarlas bien casadas.

Leonor y Juana preferían jugar a la oca o al ajedrez o bordar un paño o salir a dar un paseo con las esclavas, en vez de oírla hablar de maridos; no obstante, la escuchaban:

—Tened en cuenta, niñas, que una mujer sin casar no es nada…

—Abuela —respondían las nietas al unísono porque previamente se habían puesto de acuerdo—, si no tenemos parientes que nos hereden, nadie nos podrá quitar el marquesado.

—Sois necias, niñas; los reyes quitan lo otorgado, los vecinos toman lo que no es suyo… El castillo de Alta Iglesia mismamente, ¿no está en manos de ladrones?

—Lo recuperaremos, abuela… Un día destos podemos ir a poner orden y a arrojar a los que lo tienen y sacarlos a latigazos…

—O muertos…

—Insisto, niñas…

Y casi era mejor que insistiera en lo de los matrimonios, que si no, la emprendía con que las niñas debían depilarse las piernas, como hacían en Italia las grandes damas y muchos hombres, e instaba a doña Angélica a revisar los baúles para ver dónde tenía guardada la piedra de carburo.

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Marichu de Abando atendía a todos los que se presentaban en la ermita del Cristo de la Luz, ya fueran llevados por sus criados en andas, o llegaran andando o de rodillas o arrastrándose. Lo mismo le llevaran un capón, unos dulces o hasta un sartal de perlas para la imagen del Crucificado o se presentaran con las manos vacías, y no hacía asco siquiera a los leprosos. Cierto que raramente llegaba alguno por aquellos pagos, en razón de que los abulenses les tenían prohibida la entrada en la ciudad y sus arrabales, como en todas partes de Castilla.

Lo dicho. Como si los vientos hubieran llevado por todas las calles noticia de su presencia, se estaba creando fama de santa con gran contento de la abadesa de Santa Ana, que veía aumentar sus arcas y sus despensas, porque Marichu atendía a las preñadas y las mandaba a sus casas con una piedrecilla, que no era piedra vulgar, sino talismán, cosida con un cordel de color bermejo a la braga; a los que padecían gases en el vientre les daba unas hojas de eneldo para tomar en tisana; a los que sufrían estreñimiento un puñadito de agrieta para que lo mascaran en ayunas; a los que tenían dolor de estómago unos polvos blanquecinos para diluir en agua. Y, bajo mano, sin que nadie se enterara, vendía hechizos de amor y de amistad, o hacía pequeños «milagros» como juntar todos los peces del río Adaja en un remanso para que los caballeros que la contrataban los mataran a lanzadas e se divirtieran. Por muy buenos dineros recomponía también el virgo a las doncellas necias, las que se habían dejado engañar; y a los que sólo iban a orar ante el Cristo, les deseaba salud de balde. E muy bien, muy bien todo.

Pero sucedió que las Gordillas, que eran vecinas de las Anas, enfrente unas de otras, como va dicho, desde la instalación de Marichu en aquel santo lugar, venían observando desde sus ventanas, pese a la clausura en que vivían, el fluir de gente que se encaminaba a diario a la iglesuela. Así las cosas, revisaron sus antiguos pergaminos y sacaron un viejo pleito a la luz: el de la propiedad de la ermita.

La abadesa mandó a su administrador ante el concejo de Ávila con el testamento del fundador, micer Gordo, y con un notario, aduciendo que la imagen del Jesucristo, el paño del ara del altar, la piedra del mismo, el banquillo, las escaleras de acceso, la obra de fábrica, la cruz del humilladero, el camino, la tierra del derredor, y otrosí la luz del sol y de la luna de aquel paraje, eran suyos, según carta testamentaria de micer Gordo, Dios lo tenga con Él. Demostrando así que ella y sus antecesoras en el cargo habían dejado la ermita libre y sin cerrar ni vallar para que fueran las gentes a rezar ante la santa imagen o a llevar ofrenda: un pie, un brazo de cera, una vela, una lámpara, dineros, etcétera, en gesto de acción de gracias por los dones alcanzados. Otrosí, que ella y sus antecesoras habían permitido que la portera de las Anas ofrendara flores al Señor Dios, en razón de que ellas llevaban incienso para las tres pascuas. Denunciando que muy otro negocio era que la congregación vecina hubiera tomado el santo recinto y sus alrededores como si no tuvieran amo, y promovido allí una industria manejada por una moza venida del norte, que a más a más engañaba a la abadesa de Santa Ana: si cobraba diez, daba al convento tres y se quedaba siete, pues era embaucadora, y nunca santa, como pretendían las dueñas, con su priora al frente. Y eso, pedía por boca de su apoderado que el concejo rodeara con una guardia armada la ermita y sus aledaños y que la doncella vasca pasara a depender de ellas, de las Gordillas, las únicas propietarias del lugar.

La dicha «santa», cuando se enteró de lo que las gentes decían de ella y supo de la demanda que las Gordillas habían puesto contra las monjas de Santa Ana, por un tris estuvo de seguir su camino y tornar a las veredas, acaso en busca de Dios, como le dijo a la hermana Miguela. Y tal vez hubiera hecho bien, pues, en el correr del proceso entablado entrambas comunidades religiosas, se encontró entre unas y otras. Y, si se empecinó en permanecer allí en vez de poner pies en polvorosa para ver otro sol u otra tierra, fue porque esperaba hablar algún día con la dama enlutada, la que le llevara un cuartillo de leche con la primera luz del alba de su primer día de estancia, para agradecérselo y preguntarle cómo no hacía la ofrenda desde que ella allí vivía.

Y es que a menudo se despertaba antes de que cantaran los gallos, y esperaba y esperaba a la dama, mientras acariciaba al perro vagabundo, ya curado de las llagas —que le había puesto de nombre Mot, en recuerdo del anterior—, dudando, preguntándose si la dueña que le trajo la leche no fuere persona, sino la Dama de Amboto…

La Dama de Amboto, la hermosísima señora que, volando u ocupando otra corporeidad, recorría la tierra vascongada, que había sido vista con sus propios ojos por sus madres putativas en más de una ocasión cuando regresaban de las juntas de brujas. Tal pensaba la dicha Mari de Abando, y, de ser ella, la de Amboto, también estaba dispuesta a agradecerle que le hubiera quitado el hambre de su primer día en la ermita, en razón de que le alivió también el del día siguiente y de los que vendrían, pues que el hambre trae más hambre, mucho más, y quizá la muerte. Amén de que gracias a las monjas o a la Dama de Amboto, o quien fuere la señora desconocida, ella, sin proponérselo y sin esfuerzo, había salido de pobre e hasta vivía en la abundancia, y era querida y traída y llevada y contentada y agasajada, e más no podía pedir, y no pedía. Sencillamente, deseaba agradecer a la dama del cuenquillo, fuere quién fuere, su tino y sus buenas artes e su caridad. Porque es de bien nacidos ser agradecidos, y ella, aunque no era bien nacida, era agradecida, lo que decía más en su favor. Y eso, esperaba, consciente de que por dos veces ya en su corta vida, dos mujeres desconocidas, María de Abando y ésta, le habían salvado la vida.

Y esperando, esperando, trataba de recordar todo lo que sus madres le habían dicho de la Dama de Amboto, un ser extraordinario, una diosa acaso, que amaba a las sortiñas y era amada, reverenciada y correspondida por ellas, mismamente como si fuera la patrona de las brujas.

La alta señora vivía en un monte dicho de Amboto, de allí su apellido, porque nombre de pila no tenía, ni se le conocían padre ni madre. Con lo cual bien podía ser un demonio femenino, una diablesa, de las muchas que cohabitan con los hombres, eso sí, bellísima, con largos cabellos de oro, con ojos brillantes como piedras preciosas, con cuerpo proporcionado y airoso, a más de poseer un gran corazón, pues que ayudaba a las sortiñas que se trompicaban e les arreglaba los huesos rotos o les aconsejaba en sus cuitas o las consolaba en sus duelos, apareciéndoseles por los caminos… En una misma jornada, se la podía ver en su cueva del monte Amboto, cercano a Durango, en la villa de Bilbao o en la de Fuenterrabía… Surgía de entre las ramas de un árbol o de una covacha o de un tronco hueco, con aires de diosa, e con sus blancas manos acariciaba a la sortiña e con su voz cantarina le alzaba el ánimo… E la dejaba ir, diciéndole:

—Ve por las veredas, sortiña, que la Dama de Amboto, que soy yo, vela por ti…

E la bruja, que se había torcido un pie, por ejemplo, salía a la carrera, horrorizada, aunque no fuera mujer espantadiza. Cierto que, viéndose fuera de peligro, con su pie curado y corriendo como un corzo, la llamaba para rogarle le hiciera otros favores:

—¡Dama! ¡Dama de Amboto!

Y unas veces aparecía y otras no, porque lo único que se le podía achacar a la señora es que era mujer de antojos.

También pensaba si la Santa Virgen María pudiera ser la dama negra, pero sabía poca cosa de ella, apenas nada, salvo que había tenido un hijo, el Cristo que estaba representado en la cruz, y poco más, pues no había sido instruida en la doctrina cristiana.