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Mientras los troveros, de mejor o peor pluma, loaban en sus versos al Pequeño César, asegurando que había entregado su alma sin pecado al Señor, y la reina viuda, doña Isabel, lloraba amargas lágrimas en la oscuridad de su aposento por el fallecimiento de su hijo, los nobles no perdían el tiempo e insistían ante don Enrique y doña Isabel buscando una concordia entre los hermanos.

La infanta respondía ora al arzobispo de Toledo ora al marqués de Villena que no tenía nada que hacerse perdonar, nada que convenir, alegando que ella no era nadie, que era menos que nadie en aquellos reinos. Y encorajinaba a aquellos hombres ambiciosos cuando respondía con obstinación:

—No me proclamaré reina… Sólo seré heredera si mi hermano Enrique lo quiere… Vayan sus mercedes a convencerle a él, que yo aceptaré de grado lo que me mande el Señor…

Los nobles dejaban a Isabel en Segovia o en Ávila o en Arévalo, e corrían hacia Madrid a postrarse a los pies de Enrique, preguntándose si a la infanta le había dado por volverse beata, mismamente como a sus señores padres, pues asistía a misa a diario y rezaba las horas canónicas, a más de sus preces al levantarse y al acostarse, con mucha devoción y recogimiento, e nombraba a Dios y a sus santos en cualquier frase que pronunciara. E rezongaban del nuevo capellán de la doncella, que la debía querer santa en vez de reina, e ítem más de la testarudez de la moza, pues se negaba a firmar su proclamación. Pero lo más que hacían era discutir entre ellos, en razón de que el prelado deseaba que Isabel casara con Fernando de Aragón, y el marqués que lo hiciera con el rey Alfonso de Portugal, que podía ser su padre, pero que había enviudado recientemente.

Cierto que la fiera —tal la llamaba el clérigo— se fue ablandando. Que le iban las gentes con lisonjas, llamándole alteza, hablándole de lo bueno que sería para el reino que heredara a don Enrique, del bien que podría hacer en el futuro una muchacha de tantas y tan singulares prendas. La adulaban diciéndole que era persona de fe ciega en el Señor y los santos del Cielo, con dotes de prudencia, templanza, caridad, diligencia, castidad —en este punto le nombraban la veleidad de la reina Juana—, generosidad y amor al prójimo. Y le recordaban que, sin tener una blanca, había vestido la pasada Navidad a dos pobres de la iglesia de Santo Domingo de Ávila, quitándose dos platos de la comida durante un mes. O le recordaban cuando se detuvo en el camino, yendo a Medina del Campo, e dio de beber a una tropa de soldados del rey Enrique, pese a que le tenían a ella tan grande enemiga como a su desdichado hermano Alfonso, todo el vino que llevaba su escolta cargado en los carros, quedándose los suyos sin nada. Buen vino, además, de Rueda. O, cuando observando con horror cómo ardía un bosque de pinos, cerca de Olmedo, descabalgó e se puso con todos los labradores y la gente de su compaña a apagar las llamas apaleando los matojos con una rama, para terminar agotada y tener que recuperarse del esfuerzo a la sombra de un almiar, como hacían los campesinos para quitarse la calor. Ante tanto halago, la doncella, pese a su nuevo capellán que la ilustraba en las virtudes cristianas, cada vez estaba más receptiva, cediendo al elogio, vaya, mismamente como cualquier mortal. Hasta que, débil, firmó el primer documento como si fuera la princesa heredera del trono de Castilla, antes de serlo.

En efecto, cuando envió carta a Gonzalo Chacón para que hiciera una manda por cuenta della, se tituló princesa heredera y legítima sucesora de los reinos de Castilla y León, sin pedirle licencia a su hermanastro. Pero no se enteró nadie porque el oficial, que era persona de fiar, no echó a los vientos la flojedad de ánimo de Isabel, y la escribana, que fue doña Clara, sabedora de a qué manos iba dirigida, tampoco. Es más, primero la dama, luego el mayordomo, le aconsejaron, al igual que había hecho el capellán, que no se dejara llevar por las lisonjas, que tuviera paciencia, que no cometiera imprudencias y estuviera alerta, porque don Juan Pacheco, marqués de Villena, se había pasado al bando del rey, puesto que deseaba casar a uno de sus hijos con la infanta Juana, dicha la Beltraneja, y a su hija Beatriz con don Fernando de Aragón. Y, además, los dos sostuvieron que su proclamación supondría otra vez la guerra sin cuartel en la tierra castellana.

Un escalofrío recorrió a Isabel cuando escuchó de labios de don Gonzalo lo de la guerra y la pretensión del poderoso aspirante a maestre de Santiago que, ambicioso de lo más, arrepentido de su traición, suplicado el perdón real y personado ante el señor rey, quería acaparar mayores mercedes. Y más escalofríos que la estremecieron ya que los nobles, pese a la amenaza de la guerra, la pusieron entre la espada y la pared. Entre que pidiera al rey Enrique que la nombrara su heredera o casarla con un príncipe extranjero para largarla lejos y que nunca más pisara los campos de Castilla, o incluso meterla en un convento para siempre jamás, e le fueron ora con inciensos y zalamerías ora con amenazas veladas y no tan veladas. La doncella, encontrándose en un brete, optó por pedirle a su hermano que la hiciera su heredera con mucho respeto y reverencia, pues se dijo que pedir no era malo, y eso, se limitó a pedir, porque no en vano los santos evangelios ponen en boca del Señor Jesucristo aquello de pedid y se os dará, llamad y se os abrirá.

Envió ante el rey a don Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, y a don Andrés Cabrera —que era mayordomo del rey y pretendiente de doña Beatriz de Bobadilla—, decidida a que fuere lo que Dios quisiere, ya que en puridad, después de los días de don Enrique, la corona le correspondía a ella que sería la única descendiente viva del rey don Juan, porque la Beltraneja no era nieta suya. Era hija, ay Jesús, de la reina Juana y nieta de Dios sabe quién por parte de padre. De una mujer placera y sin enmienda posible, que había huido del alcázar de Segovia cuando lo habían tomado las tropas del pequeño Alfonso, que es lo mismo que decir las tropas de Isabel, en razón de que los hermanos siempre estuvieron muy unidos y ella fue la primera en jurarle… Según decires o mal decires, la reina Juana había escapado del alcázar a uña de caballo con un sujeto, un tal Pedro, un paje, un segundo amante y mozo de su edad para mayor inri, que no se había limitado a escoltarla sino que, a instancias propias o dejándose arrastrar por el ardor uterino de la dama, que era hembra fornicaria, antes de llegar, en busca de refugio, a Alcalá de Henares, había yacido con ella dejándola empreñada. ¿Podía haber mayor desvergüenza en el reino de Castilla?

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Doña Gracia Téllez contó un día de buena mañana las monedas de oro, ducados de Venecia y florines de Milán que tenía en sus arcas y quedóse anonadada, en lógica de que un arca estaba vacía y la otra más que mediada. Trajinó con los dineros que le quedaban y, a las pocas horas, comentó con sus camareras más allegadas que no había hecho despilfarro, que había gastado lo justo, quizá menos incluso que cuando vivía en Italia, entre otras razones, porque en aquel país se podían comprar más cosas que en Castilla. Les dio explicaciones y excusas porque quiso, porque les tenía cariño, y les enseñó el vacío de las arcas, asegurándoles que lo que había desmoronado su economía fue el medio millón de maravedís que entregó al fallecido rey Alfonso, merced al cual el mozo pudo armar un ejército y conquistar la ciudad de Segovia, por lo que lo dio por bien empleado. Se lamentó, no obstante, de que le hubiera cundido tan poco el mucho dinero traído de la ciudad lombarda y de que se escaparan las monedas de las manos como si fueran agua… Y, seguidamente, pasó a hacer unos montones de dinero: cuarenta y nueve, para cuarenta y nueve de los cincuenta criados que tenía, pues a su camarera mayor no la quiso despedir.

Después del almuerzo volvió a llamar a toda la servidumbre al gran comedor, se sentó de espaldas al retrato de don Beppo y, quitándose y poniéndose los espejuelos, entregó un montoncito de monedas a cada uno de los que allí estaban, que no faltaba ninguno, y los despidió. Debió de darle la vena de que gastaba en exceso, pues que tenía muchos más dineros en Milán y les dijo, sin que le temblara la voz, que no podía mantenerlos, que había apostado por un rey que había muerto de peste o envenenado, lo mismo era, a fin de sacar adelante un negocio familiar, que no explicó, pero todos sabían tratarse de las bodas de sus biznietas. Añadió que les daba tres meses de jornal y dinero para hacer viaje de regreso a Italia. Les concedió un plazo de quince días para marcharse de la casa sin priesas, y les dio su mano a besar.

Los criados se inclinaron ante ella, algunos apesarados, otros no, que se embolsaban un buen dinero. A las dos semanas todos habían abandonado la mansión de la calle de los Caballeros, contentos, en razón de que doña Gracia Téllez los había tratado mucho mejor que otros amos.

Quedaron en la casa la anciana marquesa, las dos marquesitas, las dos esclavas moras, una cocinera, y de los italianos, sólo la camarera mayor de la dama, de nombre Angélica, la que había enseñado a cabalgar a las niñas, que ya eran dos buenas amazonas.

Cuando el palacio se quedó casi vacío, la anciana explicó a sus biznietas el porqué de su actuación. Cómo había apostado por el rey Alfonso y le había dado medio millón de maravedís, una fortuna, pues que quería frecuentar su corte para encontrar un marido linajudo para Leonor y otro para Juana, a lo menos marqueses, para no rebajar la alcurnia de las Téllez. Pero que los tiempos tan rotos que había vivido Castilla en el último año y sobre todo la temprana e inesperada muerte del niño-rey, habían dado al traste con sus planes. Añadió que unas veces se gana y otras se pierde, e no se arrepintió de haber dado a fondo perdido cuando bien pudo haber prestado a interés, a usura incluso, como hacían en Italia muchos nobles y habían hecho las aljamas de judíos en la tierra del rey usurpador. No se arrepintió porque le gustaba dar y daba, ¿o acaso no había dado de comer a todos los pobres de Ávila en las dos Pascuas de Nadal que venía pasando en la ciudad? ¿No había entregado a Francesco Sforza diez mil ducados venecianos para que accediera a la dignidad de duque de Milán sin recibir feudo del emperador de Alemania? ¿No le había enviado al papa Nicolás cuatro mil y quinientos…?

—¡Ah, no, qué necia, me confundo…! A Su Santidad le remití tal dinero en pago de un obelisco egipcio que le compré para adornar la villa que tenemos en una espléndida floresta a orillas del Tesino. Villa que habrá de ser vuestra, niñas, por supuesto, que no tengo otras herederas… E tanto e cuanto he dado en mi luenga vida… Sin pedir a cambio, que es lo cristiano… E aprendan Leonor y Juana que así se hace… E no teman las niñas que dejé otro dinero en Milán y del que traje separé dinero para mandar coser sus ajuares… No teman que les encontraré maridos de linaje… Además, que tienen patrimonio por nuestra casa, pues don Juan tenía varias villas y castillos, e vuestra madre también trajo buena dote…

Las niñas escucharon muy atentas las explicaciones de su bisabuela, y aunque en un principio se amohinaron un tantico porque gustaban del bullicio que organizaban más de cincuenta almas en la casa de la calle de los Caballeros, cuando se fueron todos los italianos menos Angélica, se encontraron más a gusto.

A más, que la dama tuvo tiempo de hablar con ellas, de preguntarles por don Juan y doña Leonor, sus padres, por las manos que se habían dejado en el otro mundo, y hasta de ocuparse de su vida espiritual. Cuando se enteró de que ninguna de las dos había hecho la primera comunión cuando ya tenían sobrado uso de razón, se llevó las manos a la cabeza, y abroncó a Catalina, que gobernaba otra vez en las cocinas, por ser cristiana, aunque a las moras, que tenían tanta culpa como la otra, nada les dijo, por ser moras.

De más está decir que reparó el hecho de inmediato, de tal manera que las dos doncellas recibieron el Santísimo Sacramento al día siguiente, cumplidos los diecisiete años, de manos del obispo de Ávila, sin asistir a catequesis, y eso que la hubieran necesitado. Pues que remordimientos le vinieron a doña Gracia, el día en que, entrando de súbito en el aposento de sus descendientes, las descubrió arrodilladas en sendas alfombrillas entonando la última oración de la jornada, rezando al Alá de los musulmanes, haciendo, Señor Jesucristo, lo que venían haciendo desde que eran niñas, ni más ni menos que lo que les habían enseñado Wafa y Marian.

Pero no hizo drama, no, ni armó escandalera. Enterada de lo que había sucedido en la mansión, tras la ausencia inusitada de don Juan Téllez y la obligada de doña Leonor de Fonseca, aceptó lo que había, y es más, se recriminó por haber tardado tantos años en volver a la casa que la vio nacer. Se reprochó la tardanza y dejó el asunto, porque lo que más le importaba, antes de que Dios la llamara a su lado, era encontrar dos maridos de linaje para sus biznietas, negocio que le llevaba muchos quebraderos de cabeza. Puesta al habla con el obispo de Ávila, no había hallado esposos para las manquitas, salvo dos hermanos, hijos de cristianos nuevos, que, aunque no eran de linaje noble, tenían mucho dinero y, según el religioso, eran buena gente. Pero no, cristianos nuevos no quería para ellas.

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Ya va dicho que María de Abando se bebió el cuenco de leche que llevó al Cristo de la Luz una anciana, vestida de negro y muy velada. A la dama no le preguntó qué llevaba entre las manos ni al Crucificado si podía coger lo que le habían traído. Viendo el contenido y acuciada por el hambre, sencillamente se lo bebió.

A poco se presentó en la ermita la hermana Miguela, la portera de Santa Ana, que llevaba flores al Señor Cristo. Al entrar en el recinto, se apercibió de su presencia al momento, y aunque se extrañó de contemplar a una mujer sentada al pie del altarcillo, arrebujada en una manta, alzando la mano para pedir limosna, con los ojos legañosos, al reconocerla se alegró, pues no en vano le había asistido el día anterior después del remojón. Pero no pudo evitar preguntarle:

—¿Qué haces otra vez aquí, moza sin gobierno de padre ni de madre?

—Soy huérfana, señora…

—¿Huérfana? ¡Oh, par Dios! —respondió disponiéndose a escuchar lo que la de Abando hubiere de decirle.

María le contó lo de su madre verdadera, la Malona, lo de sus dos madres putativas, lo del fallecimiento de ambas con siete años de diferencia, lo de la muerte de su perro Mot, lo mucho que echaba de menos a sus seres queridos, y con voz lastimera le aseguró que estaba sola en el mundo, que había dejado su casa sin saber adónde iba, dando con sus huesos en aquella ciudad, y terminó pidiéndole algo de comer. La monja se sacó unos higos secos de la faltriquera y se los entregó diciendo:

—Una moza como tú no puede andar sola por los caminos; hoy ni una mujer viuda, y por vieja que sea… las veredas están atestadas de maleantes, ladrones y mala gente…

—¡No temo yo a la mala gente!

—¿Cómo es eso, moza?

—Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo…

—¡Insensata!

—Mire, su merced, que yo hago…

—¿Qué eres capaz de hacer?

E iba a decirle que hacía encantos, que dejaba a las gentes, buenas y malas, quietas, paralizadas, echando el paso o alzando la mano o llevándose la cuchara a la boca, lo que estuvieren haciendo en aquel momento, o que les cortaba la orina con sólo pronunciar unas palabras, eso sí, mágicas, aprendidas de sus madres putativas, pero se calló a tiempo. A la vista de que la monja se santiguaba hasta tres veces seguidas como ahuyentando a los malos espíritus, fue lista, cambió su discurso e dijo lo primero que le vino a la boca, una botaratada, pensando, quizá, que le gustaría a su interlocutora:

—Voy en busca de Dios, señora mía…

—¡Ah! —se pasmó la hermana Miguela.

—A Dios, señora, lo buscan todos los hombres, unos por los caminos, otros dentro de gruesos muros, otros en su corazón…

—¡Ay, que no sé si eres una granuja o una bendita de Dios!

—Ni una cosa ni otra…

—Oye, hija, ¿haces algún milagro?

—No, pero curo la disentería, el tabardillo, las llagas de la orina maloliente, las mordeduras de los perros rabiosos, e más, mucho más… Por un pan, por un queso, por un cuartillo de vino, siempre con la ayuda de Dios.

—¿Dónde has aprendido tanto arte?

—Me lo enseñaron mis madres adoptivas.

—¡Par Dios, si, en verdad, eres sanadora, habrás de mirarme un redolor que me ha quedado en el costado…!

—Lo haré…

—Te daré cama en la alberguería de Santa Ana y cena… Ahora mismo te llevo… ¡Ven conmigo…!

—Espere su merced, dígame de una mujer muy tapada que ha traído un cuenco de leche muy de mañana, ¿quién es?

—No sé quién pueda ser. Aquí traen presentalla las buenas gentes… Una vela, una moneda.

—¿Esa casa tan grande que hay ahí, de quién es?

—Es un convento, se llama las Gordillas… Son monjas de clausura… No salen nunca del recinto…

—¡Ah!

—¿Te ha asustado esa mujer que ha venido?

—¡No!

—Será alguna dueña… Yo traigo flores a menudo para alegrar los sentidos de las gentes piadosas…

Insatisfecha su curiosidad sobre la dama velada, María de Abando rogó a la hermana Miguela se arremangara el hábito, la examinó, la tentó y alivió el dolor que sufría en el costado aplicándole unos fomentos. La religiosa le pagó el servicio con creces. La dejó permanecer siete días en la hospedería, cuando sólo se podía estar dos, y le dio mucha mejor comida que al resto de las alojadas, de manera tan notoria que suscitó envidias y, para acallarlas, no se le ocurrió otra idea que llevársela otra vez a la iglesia del Cristo de la Luz.

Y lo que son las cosas, que, apenas se había instalado Marichu en aquella ermitilla con sus escasas pertenencias —un plumazo de borra, dos mantas, un jarro con agua que le había dado la monja y su talego—, cuando llegó un perro muy llagado, que le trajo a la memoria a Mot, y lo llamó. El can se resistió un tantico, como suelen hacer esos animales por su natura, que desconfían de primeras de los desconocidos, y hacen bien, pero, a poco, fue, y no sólo se acercó a ella sino que le lamió las piernas, que llevaba al aire la moza. Y, claro, la muchacha le dio un trozo del pan que se había guardado en el zurrón y, después de que el bicho lo engullera con su hambre de perro, le hizo unos cariños en el morrillo. Y ya el otro se tumbó en el suelo panza arriba para que le hiciera más, y al día siguiente fue como si los dos se conocieran de toda la vida, tan cierto y tanto que el animal se dejó curar las llagas que llevaba.

El caso es que Marichu, quizá por tener tan buena compañía, se acostumbró a dormir apaciblemente, bien arrebujada en sus dos mantas —y más que hubiera tenido—, sin revolverse, sobre el colchoncillo, el can dándole calor en el costado. A la amanecida le cantaba una calandria y, a poco, un ruiseñor también iba a llevarle alegrías con sus trinos, y el perro le lamía las piernas… Todos los días la hermana Miguela le acercaba buena vianda, que ella compartía con su nuevo amigo y aún echaba las migajillas a las avecicas y tan a gusto se encontraba en la iglesuela del Cristo de la Luz que allí se quedó. Eso sí, sin hacer ruido, para que no la oyera la priora, como le había indicado su benefactora, hasta que comenzó a llegarle gente.

Sin embargo, se supo en Santa Ana, pues en el convento todo se sabía, que había una doncella en la ermita y, amén de comentar el suceso, algunas monjas echaron la imaginación a volar pues hablaron de una moza que platicaba con las aves e curaba las llagas de los perros, y la priora no permaneció ajena a aquellos decires y la llamó.

Le preguntó quién era, de dónde venía, adonde iba, qué sabía hacer y cómo se ganaba la vida. La moza le respondió que venía de Bilbao, lo mismo que le había dicho a la hermana portera, y que iba en busca de Dios, e la priora, que era asaz aguda de mente, tras observarla con detenimiento, vislumbró en la industria de aquella moza una buena fuente de ingresos para el convento, y le ofreció entrar de monja, de lega o de criada; o vivir en la ermita, muy cerca del Señor Dios, y partir ella sus ganancias. Cuando la otra aceptó hacer un alto en su camino ya que no tenía prisa ni rumbo señalado, la priora echó a los cuatro vientos lo de la Santa Niña del Cristo de la Luz, llamándola «santa», precipitándose quizá, pues que María de Abando estaba capacitada para curar ciertas enfermedades, para hacer brujería, grandes magias inclusive, y hasta para hacer santería, pero santa no era, no.

En razón de que había sido ilustrada por dos brujas, muy sabias, sí, pero brujas que no santas, podía hacer cosas que parecieran mismamente milagros, pero no lo eran, eran truhanería, santería barata. Con ello, al poco tiempo de vivir en la ermita, de haber sabido la abadesa lo que hacía Marichu a sus espaldas, seguro que hubiera sufrido remordimiento de conciencia y hasta la hubiera arrojado del lugar. Porque la moza tenía mucha parroquia, y a unos les curaba o les aliviaba y a otros, a los que tenían dolores de alma, les imponía las manos en la cabeza y les esperanzaba con buenas palabras. Y, a los que estaban por morir, les dejaba abandonar este mundo acelerándoles los últimos momentos y despidiéndoles con la encomienda de que saludaran a Dios de su parte y le avisaran que andaba buscándolo. Todo ello en el mayor sigilo, puesto que la abadesa de Santa Ana nunca hubiera consentido que en su casa se precipitara la agonía de los moribundos ni aunque hubieran recibido la Santa Unción, no fuera que por no padecer de vivos sufrieran las penas eternas.

En otro orden de cosas, Marichu también estaba esperando la visita de la dama vestida de negro que, vaya por Dios, desde que ella se había instalado allí, no había vuelto a llevar el cuenco de leche al Santo Cristo.