Si el príncipe Alfonso se convirtió por el hacer de unos pocos en «rey de Ávila», la infanta Isabel fue la «reina», y eso que había unos reyes verdaderos llamados Enrique y Juana que, aunque tenían muchos enemigos, continuaban teniendo amigos; aparte de los que querían medrar en posición social, todos los que respetaban la legalidad.
Entre ellos el poderoso don Pedro González de Mendoza, hijo que fuera del marqués de Santillana, a la sazón obispo de Sigüenza. Hombre de probada virtud en cuestión de fidelidades, que no en negocios de faldas, pues que era clérigo y tenía tres hijos de una manceba. El caso es que el prelado, reunido con otros nobles para hablar del asunto de los dos reyes de Castilla, había defendido la legitimidad de don Enrique, afirmando que para el buen decurso de los negocios en los reinos es mejor tener una cabeza, aunque sea mala, que no dos. Tampoco olvidó decir que los reyes, ungidos por Dios, no están sujetos al juicio humano, y con semejantes palabras complugo a unos y encorajinó a otros, como no podía ser de otro modo.
Tal vez hubieran podido arreglarse las cosas, pues el rey Enrique pretendió casar a su hija Juana, dicha la Beltraneja, con el pequeño Alfonso, pero no fue posible porque corrían tiempos rotos y campaban las ambiciones personales por dondequiera. Los partidarios de don Alfonso y los leales de don Enrique se armaron para la guerra y anduvieron de aquí para allá, por la meseta de Castilla, haciendo guerras chicas, conquistando palmo a palmo campos, casas, puentes y ciudades, siendo recibidos por donde pasaban en loor de multitud hasta que el día de San Bernardo, 20 de agosto de 1467, hubo grande batalla en las cercanías del Olmedo, donde fueron bendecidos los del rey don Enrique y los del rey Alfonso, porque los dos bandos se arrogaron la victoria. E así anduvo el negocio, con el rey de Castilla, en Castilla, y con el rey de Ávila en Ávila, y las tropas de ambos guerreando entre sí.
Isabel pasaba el tiempo guardando el alcázar de Ávila, oyendo misa en la catedral o en San Juan o llegándose al convento de Santa Ana en litera, saliendo a pasear a caballo alrededor de las murallas o asistiendo a los bailes que organizaba en su honor la nobleza de la ciudad. Ahora ya regalada y alegre, pues el pequeño rey y su corte se habían ocupado de que la reina viuda le enviase seis damas, entre ellas a doña Clara Alvarnáez, su madrina, a más de don Gonzalo Chacón, marido de la dicha, para que estuviera en buena compañía.
Claro que no todo fueron venturas para la infanta, que pasó muy malos días cuando se enteró de que su hermanastro, el rey legítimo, había concedido su mano, sin consultarle, a don Pedro Girón, el maestre de Calatrava, que andaba guerreando por Extremadura y que, según noticias, galopaba hacia Ávila para casarse con ella y emparentar con lo más alto. Isabel, que ya sabía lo que era sufrir, penó aún más en aquel momento, mientras llegaba y no llegaba el pretendiente. Y menos mal que no hubo boda, que el dicho Pedro Girón falleció de súbito, pues le dio grande mal a la garganta, que si no hubiera tenido que maridar con él. Menos mal, pues la infanta, sin gobierno de madre, no había empezado siquiera a bordar un jubón para su futuro marido.
Aquel mismo día en que supo del fallecimiento de Girón, hubo de acudir a una fiesta que celebraba para ella y su hermano una dama, de nombre doña Gracia Téllez, marquesa que era y bisabuela de las dos niñas mancas que habían jurado con otra moza y con ella, las primeras, al rey Alfonso. E, tras andar muy airada por sus habitaciones, en razón de que el arzobispo Carrillo de Toledo la obligaba a ir, porque la dicha doña Gracia le había prometido medio millón de maravedís para el joven rey, y tras quejarse a doña Clara de que no tenía ropa que ponerse y de que los comensales se extrañarían de que no hiciera aprecio a las aves, como le sucedía siempre, fue pero de mal talante.
Decidió presentarse con el mismo traje con que fuera al baile anterior y a la última montería. El que le prestara doña Clara Alvarnáez —hecho que era conocido en la ciudad—, para que todos contemplaran con sus ojos que no tenía qué ponerse, para que corriera la voz y llegara a Medina del Campo, y se avergonzaran los habitadores por haberse negado a entregar la villa a Gonzalo Chacón, cuando llevaba su manda para tomar posesión, que se la había dado el rey, su hermano. Y eso, pues eso, iría, vive Dios.
Y estuvo de mala gana, cortés, pero no amable. Bastante envarada además, por las razones aducidas y por otras nuevas. Porque aquellas doncellas mancas le producían cierto desasosiego, quizá porque se veía manca como ellas, disminuida, tan necesarias como son las dos manos para manejarse en el mundo.
Así pasaba el tiempo la infanta Isabel, yendo a tal, yendo a cual, siempre traída y llevada por el arzobispo, que mandaba más que el rey en aquella parte de Castilla. Con el vestido de fustán carmesí de doña Clara, un tanto ajado por el uso, y que le sentaba mal al rostro, pues no le animaba la color y le estaba estrecho de corpiño. Todo en aquel entonces era comer y comer, y engordaba, y los pechos le crecían por la mucha vianda o porque estaba en la edad. Suerte tenía de que aquel año era la moda llevar trajes muy ceñidos que no disimulaban el busto. Al revés, lo exaltaban.
Exaltada estaba doña Gracia Téllez, organizando el baile que tenía previsto en el palacio de la calle de los Caballeros. Adornó la calle y la mansión con farolillos, hizo correr antorchas por la ciudad, encargó a don Gómez Manrique, el más famoso autor de farsas de Castilla, que escribiera un momo para representarlo y, espléndida como pocos, sirvió cien platos, lo mejor de acá, lo mejor de acullá, sin reparar en gastos. Además, unos días antes había entregado al rey Alfonso, el doceno, medio cuento de maravedís para sufragar el boato de su corte y el armamento de sus ejércitos. Naturalmente, ante semejante donativo, el rey y su señora hermana, la infanta, se vieron obligados a asistir al convite, al momo y al baile. Comió el joven con apetito y rió con la pantomima, pero no Isabel, que tampoco danzó.
Leonor y Juana, las gemelas, hubieran querido atreverse y bailar, pero tampoco lo hicieron, porque, aunque su bisabuela les había enseñado varios pasos de los bailes de corte que se llevaban en Italia, y varios de candil, no fuera la fiesta a trocar la etiqueta cortesana por lo ordinario como a menudo suele suceder hasta en las grandes ocasiones, no danzaron porque se encontraban feas y poco donosas. Poco airosas, vaya, lo natural por sus pocos años, pues que estaban desarrollando su naturaleza femenina y todavía no habían adquirido la gracia de las doncellas de mayor edad. Pero el rey de Ávila lo hizo por todas ellas y tanto que se fatigó e hubo de tomar asiento.
Doña Gracia Téllez y sus biznietas, cuando llegó el día señalado, tras varias jornadas de muchos preparativos y nervios, salieron a recibir al rey y a su señora hermana, al inicio de la calle por la parte de la iglesia de San Juan, y después de arrodillarse ante ellos, anduvieron flanqueando las literas de los señores.
A un lado de la del señor rey, doña Gracia, al otro, el arzobispo Carrillo de Toledo; al lado derecho de la infanta, Leonor, al izquierdo, Juana, e detrás, los demás nobles de la comitiva. E bajaron los señores de sus literas, e se admiraron del ornato que había en la mansión. Y eso que doña Gracia, al no tener casa extramuros con céspedes, estanques y arboledas, no pudo remedar las fiestas que había celebrado en Italia. En Milán la dama poseía casa frente por frente del palacio ducal y villa en el campo, a orillas del Tesino, lugar donde preparaba los banquetes, donde llenaba los estanques de peces y los bosques de ciervos y perdices, y de las fuentes hacía salir vino exquisito en vez de agua, para que las damas y los caballeros pescasen o alanceasen o bebiesen y se divirtieran más. No obstante, en el palacio de la calle de los Caballeros había hecho encender mil candelas e instalar una alfombra de flores en el suelo por el zaguán y en el patio —donde estaban ubicadas las mesas— con el escudo del rey Alfonso representado y, además, los músicos asonaban las dulzainas dando la bienvenida a los señores, mientras los criados, vestidos con las armas de los Téllez, acudían alumbrando con candelabros aun siendo como era mediodía.
Un despilfarro. Tal musitaban Catalina y las dos esclavas moras que, todavía relegadas en el afecto de las marquesitas, observaban lo que podían desde la balaustrada del piso alto. Cierto que, cuando vieron entrar en el patio a sus pupilas, sonrieron orgullosas aunque ellas no hubieran intervenido en la costura de los ricos vestidos que lucían, entre otras razones porque iban mejor vestidas que la infanta. Iban tan bien ornadas con los trajes que les había mandado coser doña Gracia, a la moda italiana… Las dos igualitas por primera vez, ya que ellas nunca las habían llevado igual vestidas: Juana, más menuda, siempre había heredado las ropas de Leonor y, por ahorrar, habían reconvertido viejos vestidos de doña Leonor y doña Ana…
Las dos iguales, que daba gloria verlas… Con un traje partido de falda y busto, eso sí, con costura a la cintura, de recio brocado, con las armas de los Téllez bordadas muy menudas. El busto con un escote triangular que les llegaba al talle y, bajo él, un pecherito de seda fina, muy plegado. ¡Un primor…! El cabello en dos trenzas, e entre las trenzas, perlas… e unas cofias en forma de ese, caídas en el cogote e descansando en las orejas… E los zapatos puntiagudos… E cada una, un magnífico collar, mientras la señora Isabel llevaba una túnica de fustán carmesí, bastante raída por cierto. Lo que no era de extrañar, pues su hermano, el rey Enrique, le daba poco, y su otro hermano, el rey Alfonso, le daba lo que no tenía, pues ¿no se había comentado largo en el Mercado Chico que la señora Isabel había enviado a uno de sus mayordomos a tomar posesión de la villa de Medina del Campo y los pobladores no se la habían querido entregar?
El rey Alfonso se aposentó en una mesa alzada sobre un estrado y dio silla a doña Gracia Téllez, a su lado, y a la infanta, al lado del arzobispo, frente por frente a las dos gemelas. Todo bajo la atenta mirada de don Beppo, el condottiere milanés, cuyo retrato había sido trasladado del comedor al patio por orden de su viuda.
El arzobispo bendijo la mesa y los comensales se dispusieron a disfrutar de las ricas viandas que, sin duda, serviría la munífica marquesa. Durante la comida, Leonor y Juana no abrieron la boca, en razón de que la bisabuela les había encarecido que no lo hicieran salvo que les preguntaran los príncipes. Las hermanas habían sido instruidas en la etiqueta del comer, así que pelaban fruta con cuchillo y forqueta, sin olvidar limpiarse los labios con la toalleta antes y después de alzar la copa, e comían melón con cucharilla, sólo la capa madura, que el resto se deja para los criados. Con tan buena maestra hicieron buen papel y estuvieron atentas a los gestos de doña Gracia, no les fuera a quedar una miga de pan en los labios, e no usaron los mondadientes salvo para pinchar las aceitunas.
Comieron de los cien platos, distribuidos en tres servicios, que mandó servir la anciana marquesa. De todo había, empezando por los entrantes: saladillos de hojaldre, pasta de aceitunas negras, tarritos de hígado de oca prensado, ostras de Galicia, anchoas de Laredo en salmuera y caldos de rabos de buey y gallina. Luego los primeros: ensaladas de salmón ahumado, de arroz, de nueces y quesos traídos ex profeso de la Francia; finas láminas de pasta de trigo, horneadas a la manera italiana y rellena de setas de varias clases; albondiguillas de oca, pavo, pollo, vaca; asados de cerdo, ternera y caza. De segundo plato, trucha, salmón, merluza de Fuenterrabía, almejones de Tarragona. Y por fin los postres: natillas de varios aromas, mermeladas muy finas, pastelillos, tartas y frutas. Todo, hasta cien platos, regado con los mejores vinos, unos para abrir boca y otros recomendados para hacer la digestión.
En la real mesa la conversación de los jóvenes fue escasa. El rey muchacho contestaba a las palabras de la marquesa con monosílabos: «Sí, no, tal vez». Otro tanto la señora infanta: «Sí, no, es posible», y se ruborizaba más y más cuando rechazaba aves en el plato. Los cuatro enrojecían en cuanto la anciana les preguntaba. Además, desde que se apercibieron de su disminución, de su manquedad por partida doble, los príncipes hacían esfuerzos por desviar la vista de los muñones de las Téllez pero les resultaba difícil, aunque las doncellas se manejaban muy bien con los cubiertos, amén de que juntaban los dos platos y cortaban la carne como si fueran una sola persona. Juana sostenía el cuchillo con su mano derecha y Leonor la forqueta con la izquierda, e cortaban, primero, del plato de una, luego el de la otra, no con naturalidad, que estaban rojas como la grana, pero sí con la mayor destreza.
A no ser porque doña Gracia hablaba y hablaba de su larga estancia y de más de una aventura en la ciudad de Milán, sirviendo a los reyes de Castilla con su primer esposo el preclaro don Pedro y después con su segundo marido, el italiano, a varios señores de aquellos países; y a no ser porque don Alonso Carrillo platicaba de sus batallas contra moros con la misma verbosidad o más que la anciana de sus cosas, los jóvenes se hubieran aburrido harto, sobre todo las gemelas, pues los príncipes ya estaban acostumbrados al tedio que les suponía comer con personas mayores.
Acabado el primer servicio, raudo se levantaron, los cuatro muchachos para ir a la letrina a desaguar y a vomitar para poder seguir comiendo. Entre el primer y segundo servicio hubo baile, aunque las doncellas no danzaron porque les daba vergüenza, como dicho es, pero se congratularon al observar el contento que llevaba el rey de Ávila, que andaba un tantico achispado por el vino. Entre el segundo y tercer servicio, se representó la farsa de don Gómez Manrique, que fue muy aplaudida. Las gemelas gozaron mucho con el entremés, y todavía más cuando su bisabuela les entregó unos saquetes llenos de monedas para que las repartieran entre los músicos y la servidumbre: un enrique por persona. Claro que con Marian, Wafa y Catalina hicieron una excepción, dándoles cuatro y dos sonoros besos en la cara a cada una, y regresando al patio más contentas que unas pascuas.
Pasadas las doce de la noche, el rey de Ávila se caía de sueño. Don Alonso Carrillo dio por terminada la fiesta y don Alfonso se despidió con gentil galantería de sus anfitrionas. Las Téllez se hincaron de hinojos en el suelo y besaron las manos de los príncipes y el anillo del arzobispo que, grueso como era, le costaba trabajo moverse después de tanta vianda y tanto vino. Por fin solas, las muchachas sintieron alivio, pues la presencia de doña Isabel les producía contento y destemplanza a la vez en la boca del estómago.
Andando sin rumbo fijo, al caer la oscuridad Marichu de Abando volvió sobre sus pasos pues había dejado atrás, entre dos grandes haciendas, una ermitilla que resultó estar dedicada al Señor Cristo de la Luz. Tentó la puerta y abrió y entró, tan sólo fuera para pasar la noche. Pese a que la temperatura era más fría dentro que fuera, se tendió en aquel lugar asaz chico, dobló la manta que llevaba y tapóse bien, y se durmió para levantarse al día siguiente con los huesos entumecidos, resfriada de nariz y con hambre.
De mañana se frotó los ojos con la mano sucia, se aclaró la garganta, se sonó la moquita limpiándosela en el refajo, se alzó e miró en derredor a través de la preciosa reja de la puerta. A la su mano diestra, contempló las altas tapias del convento de Santa Ana y, a su siniestra, los no menos señeros muros del convento de las Gordillas y, en el horizonte, la ciudad de Ávila, la bien murada. Urgiéndole el estómago, pues que el día anterior casi no había probado bocado, movió la cabeza, preguntándose a qué había venido, a qué, pardiez, había dejado su casa extramuros de la villa de Bilbao, un caserío modesto pero caliente y suyo, en el que podía ir a la alacena y sacar el bote de la miel o la tarrina de la manteca y untarse una rebanada de pan, y comérsela. Comerse una, dos, cinco, hasta acabar saciada, a más de un trozo de chorizo o un arenque ahumado o una rodaja de salmón de la ría del Nervión, o una y dos o tres de la rica merluza de la mar Cantábrica, o un buen filete de buey de los que vendían en la calle de las Carnicerías; y mucho más. Y pensó en regresar a su tierra, donde no sólo tenía una casa, la que fuera de María de Abando, sino dos, pues la de Martina de Inaxio también era suya, donde podría vivir sin hambre —que es malo el hambre—, atendiendo a la parroquia de sus dos mentoras. Y en aquellos pensamientos, sin acordarse de que los junteras de Vizcaya perseguían brujas, hasta contempló la posibilidad de volver a ajustarse con María de Ataún, aunque discutiera con ella y tuviera que hacerle las tediosas faenas del hogar.
Y en ésas estaba Marichu de Abando, lamentándose de haber abandonado Bilbao, sintiendo más el hambre que la soledad, cuando en la ermita del Santo Cristo de la Luz se presentó una mujer vestida de negro de los pies a la cabeza, con el rostro velado, que abrió la puerta, penetró en el sagrado recinto, se acercó al altarcillo del Santo Cristo, dejó un cuenco que llevaba en la mano sobre el ara, se santiguó, hizo genuflexión y salió tan en silencio como había venido, sin apercibirse de que en la iglesuela, diminuta por demás, había una moza que hubo de apretarse contra la pared para dejarla pasar.
Desaparecida la vieja —era muy anciana porque andaba renqueando—, Marichu de Abando se precipitó sobre el cuenco y, sin pensarlo dos veces, se bebió el contenido de un trago: un cuartillo de leche, que le supo a gloria bendita.