Jurada la Beltraneja princesa heredera de los reinos de don Enrique IV, se presentaron los nobles ante el soberano diciendo no querer reina, ni menos bastarda. Le amenazaron con hacerle guerra; y él, ya fuere por miedo, ya porque tuviere por seguro no ser hija suya la princesa, quizá ponderando que una mujer nunca podría gobernar tan extensos territorios, o, sencillamente, porque era hombre veleidoso, se desdijo de lo dicho, deshizo lo hecho y consintió en nombrar heredero al pequeño Alfonso, su hermanastro, un rapaz de once años. Pero los grandes, que no habían sido llamados a obediencia a su tiempo, no conformes, quisieron más, pretendiendo manejar el reino. Así que lanzaron bulo de que el monarca era inhábil para gobernar e, llevándose al niño a Ávila, lo alzaron por monarca, dividiendo el reino en partidas, con lo que de malo tiene.
Isabel acompañó a su hermano a la ciudad del Adaja. E presenció sobre un paramento, muy engalanado con bordaduras, lo que con el tiempo se llamó la «farsa de Ávila», con el corazón sobrecogido, ciertamente, y no sólo por la ceremonia en sí, que era para temblar. Más hubo.
Fue que en el palenque, instalado para los nobles y autoridades concejiles, había dos doncellas mancas: una dellas grandota y otra muy menuda, que la miraban con interés, no sólo con la curiosidad con que las gentes miran a las princesas, sino, con mucho más interés. E la infanta Isabel sentía desasosiego ante aquellas dos doncellas, que sólo desviaban la mirada de su persona para asentir a las palabras de una dama anciana de buena apostura que una y otra vez se acercaba unos espejuelos a los ojos. E más, había más… Una moza del pueblo, situada en primera fila, también la miraba con desmedido interés, igual que las otras dichas doncellas; e las tres la perturbaban, que algo sucedía allí, en aquella explanada, a más de la mucha traición que había.
Para Isabel que pesaba demasiado el aire y para las doncellas también, pues que las tres del palenque tenían la frente perlada de sudor e se aliviaban con un pañuelo bordado, e la moza se secaba la frente con la bocamanga, como hacen las gentes de baja condición. Era para las cuatro mujeres como si hiciera más calor del que verdaderamente hacía, como si estuviere el aire más espeso de lo que en realidad estaba.
Es el caso que las tres jóvenes, dos pertenecientes a alguno de los linajes de la ciudad y la otra mujer del vulgo, no le quitaban ojo de encima a Isabel, y ella respondía. Su mirada iba de la una a las otras, y viceversa, como si no pudiera dirigirla a otro lugar, como si no hubiere otras cosas que ver. Cuando, precisamente, había tantas y tan villanas, pues los nobles estaban haciendo de reyes y el rey, en imagen, se estaba dejando hacer, como no podía ser de otra manera. Cierto que el soberano podía aparecer con un poderoso ejército en cualquier momento y acabar con la farsa, con los farsantes, con el nuevo rey Alfonso, con la infanta Isabel y con todo el gentío que allí había, incluso con las tres mirantes. Pero no hubo tal.
El caso es que Isabel y su hermano habían llegado a Ávila con el arzobispo de Toledo y el marqués de Villena, y con muchas gentes de armas que habían tomado las puertas y las almenas de la ciudad, y levantado luego un paramento extramuros en la explanada del Mercado Grande. Y habían invitado al obispo, a los miembros del concejo, condes, marqueses y caballeros que allí habitaban a la representación de una farsa a la hora de medio sol, el día 5 de junio de 1465. Y los habitadores todos se habían presentado de grado, no sólo los linajes, sino la gente del pueblo, que jaleaba y tocaba palmas para que se iniciara presto la representación.
E sonaron clarines y timbales, pero no salieron cómicos al centro de la plaza del Mercado Grande. Llegaron, sí, unos jinetes montando caballos de realce y entre ellos un mozo: el joven Alfonso. El gentío se dispuso a contemplar lo que ocurriere, sin echar a faltar a los cómicos, guardando silencio como percibiendo alguna cosa extraña en el ambiente. Vieron cómo los soldados traían una silla alta y la cubrían con un paño muy bueno, cómo descabalgaban el arzobispo de Toledo, el marqués de Villena, el conde de Benavente y otros nobles, e cómo llevaban tan altas personas una espada, una corona y un cetro, que eran, de antiguo, atributo de la soberanía real. Preguntáronse los asistentes si los grandes señores del reino se habían trocado cómicos e a quién querían contentar. Si deseaban divertirse ellos u holgar al pueblo, y a qué santo entretener al pueblo ellos mismos, sin tener gracia ni voz, pues que hablaban pero bien no se les oía…
Observaban los que estaban en las primeras filas que, tras sostener el estribo al pequeño Alfonso, el arzobispo y el marqués lo hacían subir a la silla alta, y que el chico se acomodaba, pues traía la lección aprendida. E en esto aparecieron por la torre de la Espina unos soldados que portaban unas parihuelas con un hombre como muerto, e otra silla alta como la que ocupaba el infante, e, pardiez, pardiez, se hicieron paso entre la multitud, gritando:
—¡Paso al rey!
Las gentes, corrida la voz, se quedaron pasmadas pues, tras el primer alborozo que suscitó la presencia del rey Enrique, se conoció que el soberano venía, lo traían muerto. Y claro, ante hechos de semejante natura, se dispusieron a llorar. Pero enseguida se supo que el rey no estaba muerto, que el que venía en unas parihuelas no era rey ni hombre, sino un muñeco, vestido de negro luto. Un muñeco de carnestolendas, cuando no era tiempo de tal ni mucho menos, y la vecindad quedóse suspensa, pues a saber qué pardiez era aquello y qué querían aquellos nobles que guardaban la silla del infante, cuyo cabello mecía graciosamente el viento.
Los que allí estaban contemplaron con sus ojos cómo el muñeco era aposentado en la otra silla alta, situada frente por frente de la del pequeño Alfonso, y cómo el arzobispo, el marqués y el conde se aproximaban y, para escarnio de presentes y ausentes, le quitaban al muñeco los atributos propios de la realeza: la corona, el cetro y la espada, y se los llevaban al mozo, que los tomaba, y luego leía en un libro, posiblemente el de los santos cuatro evangelios, y cómo los traidores arrojaban la imagen del rey al suelo y la pisoteaban. Ante semejantes despropósitos, corrió entre la multitud que aquellos nobles habían depuesto al señor rey Enrique y nombrado en su vez a Alfonso, pues alzaban los brazos proclamando al muchacho y echaban vivas a los cuatro vientos, coreados por las tropas que mantenían al pueblo de Ávila cercado en la plaza del Mercado Grande:
—¡Castilla, Castilla, por el rey don Alfonso!
Y, en puridad, los buenos vecinos dejaron correr las lágrimas que habían reprimido momentos antes y lloraron, al saberse avalando con su presencia el derrocamiento del rey de Castilla, León y demás tierras. Y hubieran podido revolverse contra aquella farsa repugnante, pues que les sobraba valor, como habían demostrado en centenares de ocasiones, pero no lo hicieron porque en la tribuna de autoridades hubo movimiento: la infanta Isabel, haciéndose paso entre los hombres del concejo, descendió y se dirigió al trono de su hermano, seguramente para desearle parabienes, que a recriminarle no iba, en razón de que llevaba alegría en el rostro. E fue seguida de los linajes de Ávila; las primeras las dos marquesitas mancas de Alta Iglesia… Entre el pueblo también hubo movimiento: una moza de primera fila, de cabello negro azabache y prieta de carnes, desconocida para los pobladores, se sumó a las doncellas… E se juntaron las cuatro, las primeras, al pie del trono de don Alfonso, el doceno, el ya llamado rey de Ávila. E otras gentes las imitaron, pues que había sido izado el nuevo estandarte real en la torre de la Esquina.
Las cuatro muchachas besaron la real mano, pese a que sus mentes eran un revoltillo y sus corazones latían apresuradamente, porque respiraban mal, cómo si les faltara aire, como si les apretaran los corpiños, con mucha ansiedad… Se miraron a los ojos e, sin cruzar palabra, algo se dijeron… Observándose quietas, paradas, ocupando la escalerilla de acceso al trono, recibiendo el roce de las gentes que iban a rendir homenaje a don Alfonso, larga vida le dé Dios, no se apercibieron de que varias bandadas de cornejas recorrían la plaza del Mercado Grande, alborotados los bichos, volando ora a la diestra, ora a la siniestra del pequeño, tan alocados que era imposible discernir si traían alegrías o desgracias… E tampoco se apercibieron que negros nubarrones habían cubierto el sol e, cuando volvieron en sí, ya estaban ensopadas por una lluvia recia, muy recia, que había empezado a caer mismamente como si fuera el diluvio de Noé.
La mujer del pueblo se quitó un pañolón que llevaba en los hombros y cubrió la cabeza del niño Alfonso. Isabel la recompensó con una mirada de agradecimiento. Las gemelas Téllez le anudaron las puntas, cada una con su mano buena, valiéndose de maravilla. Y las cuatro hicieron gesto al chico para que bajara del trono, pero no quiso, pues tenía órdenes del arzobispo de no moverse hasta que él se lo mandara. Isabel porfió con él, clamando porque había de coger resfriado, porque descargaban las nubes enormes goterones, anegando la plaza, e las otras doncellas abundaron. O corría el señor, o cogería fuerte pulmonía y adiós rey…
Y mucho decían, mucho insistían al chico, pero no se movían, estaban bien allí, al parecer, bajo un diluvio, bajo el fragor de truenos y relámpagos, mojadas hasta los huesos… Las cuatro juntas, las cuatro como si fueran una, porfiando con el mozo insensato, haciendo de hermanas mayores… Como si una corriente invisible de simpatía las uniera, contentas además, pues que la tormenta había terminado con la pesadez del ambiente.
E respirando ya sin dificultad alguna e, gran Dios, no hubieran abandonado nunca aquel lugar. Pero llegaron unos hombres del marqués de Villena, el hombre todopoderoso del reino, e subieron al trono y se llevaron al rey niño en brazos y a la infanta Isabel a toda priesa. Las tres que quedaron, faltando una de las cuatro, perdieron interés por estar allí y, tras seguir a Isabel con la mirada hasta que desapareció en el zaguán de una casa, tras mirarse a los ojos con arrobo, como hacen las personas que se han sentido afines y no saben, o no quieren, disimular sus sentimientos, las de Alta Iglesia tomaron el camino de la calle de los Caballeros y la moza el de la calle del Mortero, hasta perderse de vista.
Descargada la tormenta y adornando el arco iris el horizonte, para alivio de naturales y venidos de fuera a contemplar la farsa del destronamiento del rey legítimo y la entronización de otro, un rapaz de once años, las buenas gentes se demandaron el porqué de la usurpación. No le echaron culpa al niño que había sido más pelele que el muñeco que representó a don Enrique, salud le dé Dios para castigar aquella afrenta, salud le dé Dios para cortar las cabezas de los traidores. Se demandaron los porqués y se echaron a las calles para presentarse ante al pórtico de la iglesia de San Juan, donde a la sazón estaba reunido el concejo de la ciudad con el arzobispo y los nobles que habían entronizado al muchacho y echado a los vientos la nueva mediante mensajeros que, como en cabalgada, abandonaron Ávila para informar de los acontecimientos por los cuatro puntos cardinales.
Mientras, en el alcázar de Ávila, Isabel, tendida en la cama, entornados los ojos, descansaba en plácida actitud, representándose una y mil veces el derrocamiento del trono de don Enrique, la entronización de don Alfonso y las imágenes de las tres doncellas.
En el palacio de la calle de los Caballeros, Leonor y Juana Téllez, tras comentar durante dos horas o más lo sucedido bajo la espesa lluvia, que más parecía que se habían abierto las cataratas del cielo, se recogieron en el aposento de Juana y se tendieron en las camas, y ahí estuvieron largo rato, mirando al techo en silencio.
La hermana portera del real monasterio de Santa Ana recogió a una joven, que no era otra que Marichu de Abando, y le dio, a más de conversación, una manta para que se secara, un cacho de pan y unas aceitunas. La moza, que iba por el mundo sin saber a dónde, se encontró a gusto con ella y le contó, pues que le dio parlera, que había besado la mano del niño rey, la primera, detrás de su señora hermana, la infanta doña Isabel, y cómo se habían mojado juntas, con otras dos doncellas que eran mancas e iguales de cara, aunque una grandota y menuda la otra. La religiosa la escuchó con atención y, al despedirla, le recomendó que no contara a nadie lo del besamanos en razón de que a saber qué pasaba con aquel nuevo rey cuando se enterara el soberano verdadero.
A sobretarde, Isabel de Castilla podía decir y decía que tenía embargado el ánimo por tres brujas más o menos de su edad. Dos pertenecientes al antiguo linaje de los Téllez, emparentado con los Fonseca, y, sin duda, con los grandes linajes del reino, y una moza del pueblo.
A la misma hora, Leonor y Juana Téllez de Fonseca le hacían cucamonas a su bisabuela, comentando los sucesos de la jornada y pidiéndole que, con su inmensa influencia, consiguiera que la infanta Isabel las tomara como camareras, pues que habían estado a su lado y querían volver.
A la misma hora, Marichu de Abando, la joven bruja del rabal de Ibeni, continuaba hablando con la hermana portera del monasterio de Santa Ana de cuánto le habían impresionado la infanta Isabel y dos doncellas mancas de buena casa, asegurándole que no se podía quitar sus figuras de la mente. Se fue luego, y cuando ya llevaba cien varas de camino, la monja cayó en la cuenta de que no le había preguntado a dónde iba, sola, por la tierra de Dios, e remangándose el hábito corrió tras ella, con ánimo de darle cobijo al menos por una noche, pero no logró alcanzarla.
También a la misma hora, el concejo de Ávila convenía con el arzobispo de Toledo y los condes en que el pequeño Alfonso estableciera su corte en la ciudad, a cambio de la devolución de unas tierras que les había quitado el rey Enrique muy arteramente y de que confirmara los privilegios que tenían de los antiguos reyes de Castilla. Y juntos, sublevados y vecinos, en vez de enfrentarse entre ellos, una vez más la emprendieron contra los judíos, que se habían refugiado en sus casas, encerrándose a cal y canto, intuyendo que lo peor estaba por venir.