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Lo que más odiaba Isabel de las muchas atenciones que le prestaba doña Juana, la reina de Castilla, era salir de caza de altanería. Anduvo dos veces con ella, sus alocadas damas y un tropel de señores, y volvió con la nariz y los labios hinchados y respirando con dificultad. Los médicos le dijeron que le producían rechazo las plumas de los pájaros, pero para ella que eran las aves todas, hasta guisadas de cualquier modo, pues que comía pollo o perdiz o faisán o paloma y le venía comezón por el cuerpo todo y se le inflamaban los ojos.

Esto tenía su parte buena, pues era mejor retirarse a su aposento para no ver lo que sucedía en la corte de don Enrique y no tener que asistir a sus torpes diversiones, siempre coreadas y jaleadas por la reina y buena parte de la nobleza. Pero también tenía su parte mala, pues que, amén del prurito, la joven no podía respirar con holgura, y ni con hojas de llantén mayor —comúnmente conocido como lengua de perro, bien machacadas y puestas a orear con vino de pasas, bebido el mejunje antes de las tres comidas—, mejoraba. La enfermedad le duraba ocho días, y los guisos de pollo o de perdiz le causaban repugnancia a toda hora. Así las cosas, consiguió que las cocineras le hicieran plato aparte, lo que fue objeto de burla por parte de las meninas de la reina, que eran de lo más metomentodos. Estrechamente vigilada en el alcázar de Segovia o en el de Toledo o en la villa de Aranda o donde estuviere, al igual que el pequeño Alfonso, Isabel a menudo lloraba amargas lágrimas porque no tenía siquiera una criada a quien confiar sus cuitas, y a veces pedía la muerte en voz baja. En voz baja, no fueran a espantarla aquellas portuguesas alborotadoras, a la par que se lamentaba de la insania de su señora madre —que continuaba cocursiendo paños en Arévalo, eso sí, rodeada de buena gente— e, ítem más, de su mala suerte, quejándose de que se hubiera muerto su padre y de carecer de madre, pues aunque en puridad vivía, era como si no la tuviere, pues estaba alunada.

Por eso, para distraerse y para quitarse culpas, estudiaba y leía cuantos libros caían en sus manos e, cuando la llamaban las lusitanas, disculpaba su asistencia pretextando cualquier excusa, hasta que se cansaban de insistir y la dejaban. Mas la paz duraba escasos momentos pues, cuando la llamaba la reina, no había escapatoria posible. Entonces había de presentarse en su aposento, inclinarse, besarle la mano y sentarse en un escabel a sus pies e, cuando llegaba don Enrique y cantaba o tocaba el laúd, aplaudir, e cuando hacía chanzas groseras, cerrar los ojos y rezar por los pecados de su hermanastro que era hombre extraviado en todos los vicios. Con frecuencia le correspondía entretener a la pequeña Juana, dicha la Beltraneja, y jugar a armar rompecabezas o a las muñecas. O escuchar al predicador de turno que venía a malquistar contra los conversos, que judaizaban impunemente, o contra los judíos-judíos porque usaban ricas vestiduras, o a exhortar al rey para que, abandonando el ocio, fuera a conquistar Granada y contrarrestar por el oeste el avance por el este del sultán turco, que había conquistado la ciudad de Constantinopla y acabado con el Imperio Romano de Oriente. O, o, o…

Y a Isabel se la llevaba la tristeza, pues no podía quejarse ni confiarse a nadie, siquiera hablar con su hermano Alfonso, que andaba muy ocupado aprendiendo a manejar la espada con el maestre de armas y siempre rodeado de muchos donceles, o divertido con la caza por los profundos tajos del Eresma, en Segovia, o voceando con sus compañeros por todo el alcázar de Madrid el grito que utilizaban los halconeros para llamar a las presas:

—¡Huchohó, huchohó!

En sus soledades, la infanta se dolía hasta de haber nacido mujer, diciéndose que le hubiera resultado menos tedioso ser varón, entre otras cosas porque hubiera podido participar en los juegos de su hermano. A menudo recordaba la placidez de su infancia en la villa de Arévalo, los cuidados de don Gonzalo Chacón y de doña Clara Alvarnáez y su amistad con Beatriz de Bobadilla. A veces tomaba el cálamo y les escribía, pero sus cartas eran interceptadas por las meninas de doña Juana, la reina.

Corrían tiempos asaz revueltos por Castilla, decían las gentes que «rotos», y buena parte de la nobleza andaba muy sublevada contra el señor rey y mayormente contra la hija de la soberana. Por ello doña Juana veía enemigos por todas partes y, humano es, quería librarse de los enemigos reales, que los tenía, y de los irreales, de Alfonso e Isabel, que no eran sus adversarios ni sus competidores sino que decían amén a lo que ella ordenaba, pues no tenían edad para hacer ni para decir otra cosa. Así las cosas, la infanta estaba triste, muy triste, aburrida y preocupada por la comezón que le producía cualquier contacto con las aves, ya estuvieran vivas o muertas, y eso que los médicos continuaban asegurándole que sólo le producían picazón las plumas y que podía comer carne dellas tranquilamente. Leía, leía libros, sólo hacía que leer, entre otras cosas para no pedir un paño para bordar ni una rueca y un huso para tejer ni un mundillo para iniciarse con el encaje, no fuera a venirle insania como a su señora madre, pues era preciso permanecer con los ojos muy abiertos y con la mente clara ante tanta inquina que anidaba y crecía en los reinos de don Enrique. E hacía votos porque los tres estados reconocieran heredera a la Beltraneja, nada más fuera para que hubiera juegos y de ese modo distraerse.

Porque si pensaba en Fernando de Aragón, que ya había sido jurado por las Cortes de aquellos reinos heredero de su padre, sufría más y más. Debido a que el muchacho, su futuro esposo, padecía mil peligros por las revueltas de los catalanes que, agrupados en unas partidas llamadas remensas, querían derogar los malos usos ancestrales de aquellos países. De pensar que el mozo y su madre habían estado presos de sus propios súbditos en la fortaleza de Gerona durante largo tiempo con grave riesgo de sus vidas, le venía más congoja al corazón, y hubiera dado una mano por ser ya mayor y sobre todo por ser reina de Sicilia y vivir allí con su esposo, con don Fernando, lo más lejos posible de Castilla.

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Leonor y Juana Téllez de Fonseca no durmieron la noche en que su bisabuela se presentó en la casa de la calle de los Caballeros, ni en la siguiente ni en la otra. Por su gusto no hubieran dormido nunca más ni descansado, harto congratuladas de la presencia de doña Gracia, pues se encontraban con la dama mejor que si estuvieran en la Morada Celestial, Dios les perdone. Doña Gracia, recompuesta del susto y habiendo aceptado la manquedad de sus biznietas, sin hacer comentarios ni recabar información sobre ella, hablaba con voz cantarina, y parecía tener carácter dulcérrimo y no agriado, como sucede en la vejez. Tenía conversación de sobra y tan variada además… Porque tanto platicaba de su larga estancia en la ciudad de Milán, como de las glorias familiares de los Téllez y sus parientes, o de sus dos maridos: don Pedro, el castellano, y don Beppo, el milanés, cuyo retrato, pintado nada menos que por un dicho Antonello de Messina, había mandado colgar encima de la chimenea del gran comedor. Hablaba maravillas de artistas italianos, de papas o de grandes prelados y señores, y las muchachas estaban tan arrobadas con ella que se mostraron ingratas, pues relegaron de su lado a las dos esclavas moras y a Catalina, la cocinera, que las habían criado, educado y enseñado, y habían reído y llorado con ellas. En muchas jornadas no tuvieron una palabra, siquiera una mirada para ellas; es más, a Wafa y a Marian les hicieron desalojar sus habitaciones y las enviaron al dormitorio común de los criados. Y escuchaban lecciones de la abuela o hablaban de mil cosas:

—¿Entonces el señor de la república de Florencia es don Cosme de Medicis?

—Y Su Santidad el papa es Pío II…

—¡Oh, sí…! Y el rey de Francia es Luis XI que, después de una guerra de cien años, ya puede vivir en sus territorios sin que le incomoden los ingleses…

—¿Y Venecia es la ciudad que está levantada sobre el agua?

—Venecia es bella como ninguna otra…

—Es la que está gobernada por un dogo, vaya, un señor con nombre de raza de perro.

—Donato di Nicolo di Betto, llamado Donatello, preclaro artista, se debate en penosa enfermedad y ya no esculpe preciosos bronces…

—E los alemanes han traído de la lejana China…

—China es un país inmenso que está situado más allá del Catay…

—¡Calla, Juana…! Han traído un invento llamado imprenta.

—Sí, es una máquina que evita copiar libros a mano y que disponiendo en ella el papel, la tinta, las letras en cajetines y prensado todo, reproduce cien, mil veces, un escrito…

Además, se holgaron sobremanera al ser por fin atendidas y servidas como verdaderas marquesas por todas las camareras y criados de doña Gracia, acaso una cincuentena de personas. Cumplidos los catorce años, observaron cómo la casa de la calle de los Caballeros recobraba su viejo esplendor y cómo se personaban de visita muchos señores de la grandeza de Ávila: el obispo don Martín de Vilches, el deán y los arciprestes de la Catedral y varios priores y prioras de conventos; y cómo las cuadras cobijaban caballos y mulas, cómo se llenaban las corralizas de muchos conejos, gallinas y varios gallos, los necesarios para alimentar a tanta gente, y cómo estaban las despensas a rebosar, pues que doña Gracia había venido con muchas monedas milanesas y florentinas, y con dos cofres llenos de oro que entre los dos pesarían más de una arroba.

Cada mañana, la bisabuela entregaba buenos dineros a su mayordomo para comprar la vianda diaria, y cada semana recibía al banquero judío Yucef y le cambiaba saquillos de moneda italiana por castellana. E, espléndida como era, que no había mujer más dadivosa en la faz de la tierra, vestía pobres y daba limosnas a iglesias y monasterios.

Todos los moradores, pues es posible que el dinero haga la felicidad más que ninguna otra cosa, estaban contentos en aquella casa: los italianos, porque comían mejor que en su país de origen, y las niñas porque estaban deslumbradas por tanta magnificencia.

Cierto que Marian y Wafa no vivían tan felices. Es más, después de la primera sorpresa, se quedaron muy dolidas y se recogieron en el dormitorio común de las criadas, tendidas en sus respectivos catres, mirando al techo y a las paredes. Y aunque a la noche, cuando se suponía que doña Gracia y sus biznietas dormían ya, presenciaban las idas y venidas de hombres y mujeres entre los dormitorios, callaban, pues era lo mejor que podían hacer.

A Catalina, que tenía el genio más vivo que las moras, muy presto se la llevaron los demonios: los guisanderos italianos, hombres que no mujeres, entraron a saco en sus cocinas, sin pedirle permiso, e trocaron todo de sitio sustituyendo el menaje viejo por otro nuevo, y relegando el antiguo a lo más alto de las alacenas. Llenaron las bodegas de vino, las despensas de conservas, salazones y sacos de legumbres, en fin, que en una semana acabaron con su reino de más de cuarenta años, y no la quisieron utilizar ni de pinche. Que se hubiera contentado con ser pinche Catalina, pues la cocina, el olor de los guisos, el aroma de las especias, el sabor de las tisanas o de los mascadijos de hierbas curativas y hasta el rebullir del agua hirviendo, a más de las dos niñas Téllez, habían constituido lo único importante de su vida.

Así las cosas, doña Gracia se asomaba todos los días a sobretarde a la ventana del gran comedor para contemplar a sus biznietas regresando de la lección de equitación, pues queriendo que fueran buenas amazonas, les puso de maestra a su camarera mayor, doña Angélica. Después que se bañaban y vestían para la cena, hablaba con ellas de hacer un baile en la mansión para el mes de julio: quería buscarles marido, y decía de cursar invitaciones a toda la nobleza de Castilla, incluso a la reina Juana y a la infanta Isabel, que casualmente tenía la misma edad que las niñas: catorce años.

—Celebraremos un baile para que conozcáis a los grandes señores del reino, a donceles y doncellas de vuestra edad, para que hagáis amistades, que luego es bueno… E serviremos cien platos… Tengo para mí que habéis salido poco de casa.

—No crea su merced, que conocemos Ávila de punta a cabo.

—Hay mucho mundo, hijas…

—¿Cómo es el mundo, abuela?

—Plano…

—¿Y cómo puede ser plano si hay montañas?

—Las montañas emergen del plano hacia el cielo e los ríos surcan esa planicie… E muy al norte existe hielo perpetuo… Al sur se encuentra la tierra de los moros y más allá la de los negros… Al este están los turcos y oeste la mar, la Mar Tenebrosa… Hay quien dice que la Tierra es redonda, pero tengo para mí que es imposible, pues que se caerían los hombres, los montes y el agua de los ríos y de la mar…

E hubieran podido las gemelas aprender del planeta Tierra, pero hablaron de la mar:

—Nosotras no conocemos la mar…

—¡Es una cantidad ingente e interminable de agua salada…! ¡Iremos a verla después del baile…!

—Nosotras no queremos hacer un baile…

—¿Cómo que no? Las damas se divierten bailando…

—No sabemos, abuela…

—Os enseñaremos mis camareras y yo.

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Marichu de Abando, cumplidos los catorce años y enterrada la anciana bruja, se encontró sola, sin gobierno de madre ni de pariente, con un viejo can llamado Mot, que, en efecto, la quería mucho, pero que arrastraba los cuartos traseros de tanta vejez acumulada, y que poco servicio había de hacerle ya.

Sola estaba, pese a que las sortiñas que habían asistido al entierro de su compañera, sabedoras del mucho arte que había aprendido de su madre y maestra, le habían ofrecido casa y comida de por vida, e, ítem más, dejarle su alfiletero cuando murieran. Y no fueron una ni dos, fueron todas, las doce brujas que vivían a orillas de la ría, pero la moza no se decidió a abandonar el caserío y eso que no sabía qué hacer en aquella soledad. Además que, ya fuera de día o de noche, ya mirara al bosque o al camino de la ría, no se quitaba ciertos pavores que le habían venido a la cabeza.

Que todo era negocio de su cabeza, por supuesto. Pero a la luz de la candela se le hacía que María de Abando y Martina de Inaxio, sus dos mentoras, discutían desde sus enterramientos parejos, y a la luz del sol le parecía que el jinete que había llegado, poco después del estulto fallecimiento de su última madre, regresaba. Esta vez no en busca de la vieja, sino de la joven, es decir, a por ella; y que venía con mal ánimo, queriendo hacerle daño, el mayor daño que se le pudiera hacer a una bruja.

Y, como en una rueda, el miedo le traía temblor y el temblor le hacía castañetear los dientes, y el castañeteo le producía escalofríos y los escalofríos palpitaciones, y las palpitaciones, pavor… Porque el jinete de brillante armadura que se había presentado en el caserío en aquella aciaga jornada y se marchó casi más pronto de lo que había venido, era nada más y nada menos que un soldado de las Juntas de Vizcaya. Uno de los muchos que recorrían la tierra vascongada en busca de sortiñas para, de grado o por la fuerza, llevárselas, y que los junteros las interrogaran sobre sus maldades y homicidios bajo el árbol de Guernica. Tal supo cuando comentó la presencia del jinete con las sortiñas que asistieron al entierro de María de Abando.

Las mujeres de inmediato quitaron importancia al negocio de que un soldado buscara a cualquiera de ellas, pues se tenía certeza de que la bruja que más castigo se había llevado era una pena de cinco azotes, cinco, y que, por lo general, los junteros echaban una reprimenda a la brujas, y amén. Tal le explicaron a la moza queriendo evitarle todo temor, pero fue vano porque Marichu de Abando no sabía vivir sola. Por eso abandonó la casa que le había visto nacer y se ajustó con la bruja más poderosa del lugar, con otra María, ésta dicha de Ataún, que vivía allende Portugalete. Se ajustó por un año por cincuenta maravedís, un par de botas, ocho codos de paño para el Nadal y unas abarcas para San Juan; de comida: una libra de carne jueves y domingo, los viernes una libra de bacalao o un arenque del mismo peso; los lunes, queso y un puñado de garbanzos; los martes, vainas y dos caramelos de miel; los miércoles, palometa fresca; y a diario dos vasos de vino. Y ella se comprometió a prepararle, según receta de la vieja bruja de Abando, cada semana cuarto y mitad de arroba de untura de sapo cogido en la charca de Mendieta, pese a que quedaba lejos, amén de respetarla y obedecerla como había hecho con su madre putativa.

Pero resultó que juntas las dos mujeres no se entendieron. En razón de que María de Ataún tenía mal genio, era mandona y, acostumbrada a vivir en soledad, le estorbaba otra persona. Le molestaba aquella moza, que alegaba no haberse ofrecido como criada y se negaba a barrer la casa, a poner el puchero al fuego, y a ordeñar a la vaca. La dicha María de Ataún se enfuriaba, propinaba patadas a Mot para quitarse la cólera y hasta, so voz, amenazaba a Marichu con hacerle un ensalmo que la dejara muerta en un camino o en su propio lecho. De esa guisa discutían las dos mujeres:

—Quieres que barra la casa y friegue los vajillos, pero no cumples… Hoy es lunes, me tienes que dar garbanzos, queso y dos vasos de vino… ¿Y dónde está todo? ¡No está, quieres que me contente con un mendrugo de pan…!

—¡Mira, niña, yo soy la mejor bruja destos contornos, te he enseñado a ver lo lejano…! ¿Acaso no deberías pagarme tú a mí?

—¡Me ajustaste por comida y una paga, cumple lo convenido!

—Te di unas abarcas y un paño bueno…

—¡Tienes obligación conmigo!

—¡Ah, lo quieres todo, Marichu, ea, ea…!

—¡Ea, ea…!

—¡No te burles que te convertiré en rana…!

—¡Y yo a ti en perro…!

—¡Tente, niña, tente… o llamaré a los demonios!

—¡Si llamas a los demonios me voy…!

—¡Pues vete! ¿Qué clase de bruja eres que tanto miedo te dan los demonios? ¿A tu madre también le producían el mismo miedo?

—Deja a mi madre… O…

—¿O qué…? ¡La María de Abando mucha fama, pero de sortiña nada, era una vulgar ensalmera…!

—¡Qué sabrás tú, maldita vieja…!

Así las cosas, a discusión diaria, constatando las dos Marías que juntas no iban a ninguna parte, convinieron en dar por terminado el contrato verbal que hicieran, y Marichu tornó a su casa, aliviada, en razón de que, como la otra convocaba a los demonios con demasiada frecuencia, le daba miedo vivir con ella y porque estaba acostumbrada a otros modos, a no echar mal de ojo a las gentes por nimiedades, a no andar por el mundo haciendo maldades, en fin. Pero, ay, falleció el can del esfuerzo de caminar, y sus mentoras discutieron durante varios días acaloradamente desde sus tumbas parejas comenzando a la puesta del sol y terminando cuando sonaba el reloj de la iglesia de Santa María anunciando la medianoche, así que le vinieron otra vez los pavores, incluso con mayor intensidad. Por eso un día de buena mañana llenó el talego con dos mudas, un queso, los dos alfileteros de sus madres, unas yerbas, una manta y se lo echó al hombro. Cogió luego una vara, llamó a la vaca, la llevó al mercado de Bilbao y la malvendió; con lo que le dieron compró un pan y una libra de bacalao, y tomó el camino del sur, de Castilla, en busca tal vez de mejores vientos y de nuevas compañías.