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Corrían infundios o verdades por Castilla, que no había modo de saberlo, sobre doña Juana, la segunda esposa del rey Enrique, que llevaba cinco años casada. Se decía que era mujer caprichosa, inconstante, destalentada e lo que es peor, liviana de costumbres, con su conducta extravagante ponía en entredicho la buena memoria de las antiguas reinas de las Españas.

Se comentaba que Su Alteza, la reina de Castilla, de León, etcétera, andaba preñada e no precisamente de su esposo el señor rey, lo que hubiera sido motivo de alegrías en el reino todo, sino de un caballero. Nada menos que maestre de Santiago, un hombre sin escrúpulos y ambicioso por demás, llamado don Beltrán de la Cueva.

A Arévalo las noticias llegaban en toda su crudeza, en boca de los nobles señores que se presentaban a visitar a la reina viuda, quien los recibía con las ventanas de la estancia entornadas para que entrara poca luz, ora con un paño de ranzal blanco como el sol en las manos, ora con un retalillo de preciosa seda de Alejandría en el bastidor, pero sin atenderles ni ofrecerles de comer ni de beber. Alzaba los ojos, les daba su mano a besar y continuaba con su labor. E los nobles se iban más contrariados de lo que habían venido, y muy mohínos. La verdad es que se habían presentado con esperanza de encontrar una aliada contra su rey y señor y contra lo que portaba el vientre de su reina y señora: un bastardo, un hijo de don Beltrán de la Cueva, que no de don Enrique, puesto que era incapaz de procrear, y se encontraban con una mujer de entendimiento malsano, alunada por demás. Que les miraba sin ver, que les escuchaba sin entender, que hablaba tan quedo, tan quedo, incongruente además, que apenas se le podía oír, lo poco que decía. Y se iban carilargos, después de observar con sus propios ojos lo poco que había crecido el pequeño infante Alfonso, porque preferían un soberano legítimo, el hermanastro del rey, al hijo de la reina, que habría de traer la bastardía señalada en la frente. Desanimados de su estancia en Arévalo, se llegaban a Segovia, donde se hallaba don Enrique, a proponerle, prometiéndole fidelidad mientras viviere, a pedirle, a rogarle y, en ocasiones, a exigirle, nombrara sucesor al niño Alfonso, y recluyera a la señora reina doña Juana en un convento para tapar un embarazo que presto habría de ser gran escándalo en todos los rincones del reino.

La pequeña Isabel no permanecía ajena a aquellas idas y venidas de nobles y obispos. Al revés, escuchaba detrás de las puertas con mucha atención y le contaba a su hermano lo que pretendían el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla, los maestres de las órdenes militares, los condes o los duques de tal o cual población, que a la sazón conspiraban contra don Enrique. Le decía a su hermano que aquellas gentes que se presentaban en el castillo querían que él sucediera en el trono a don Enrique, y le instaba a aprender a manejar la espada, a estudiar con aplicación letras y leyes para gobernar y repartir justicia cuando fuera rey e, cuando la criatura se fatigaba de escucharla, apabullado quizá por la alta carga que le venía encima o porque tenía débil la natura y siempre estaba afiebrado, lo acompañaba para que se tendiera en la cama y jugaba con él al ajedrez, dando a cada ficha un nombre. Al rey del juego, el de Alfonso; a la reina, el de doña Isabel, la madre de ambos; al alfil derecho el de don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, al izquierdo el de don Fadrique, almirante de Castilla; al caballo derecho, el de don Rodrigo Manrique, conde de Paredes, un hombre probo, como decía doña Clara; al caballo izquierdo, el del conde de Benavente; a la torre izquierda, el de don Gómez de Cáceres, maestre de Alcántara, a la derecha, el del conde de Haro; y a los peones el de otros condes y marqueses: Alba, Astorga, Osorno, Triviño, Tendilla, Coruña, etcétera. Eso con las fichas blancas, las que jugaba Alfonso, que Isabel, por hacerle favor, lo hacía con las negras, con los enemigos de su madre: los Pacheco, los Girón, los hijos del fallecido marqués de Santillana y otros pelajes, como sostenía la mayordoma.

Así jugaban los hermanos, siempre ganando Isabel que llevaba las negras, es decir, los condes malos, y más el pequeño Alfonso se afiebraba. La niña le consolaba asegurándole que si ganaba era por ser la mayor de los dos y cambiaba de juego o de conversación, para contarle lo que había oído a las meninas de su madre sobre el nacimiento de su futuro marido don Fernando de Aragón…

Que, gran Dios, había venido al mundo escasos meses después que ella, en el año en que se contempló un cometa en el ancho cielo que traía felicidades, siendo engendrado en la casa de un labrador de la tierra de Calatayud, antes de que don Juan de Aragón, su padre, partiese hacia el reino de Valencia para castigar ciertas banderías mortales que se alzaban contra su autoridad. De cómo a su madre, que sería reina de Aragón a la muerte del rey don Alfonso V, tras descansar en la población navarra de Sangüesa, sintiendo que ya llevaba el vientre muy crecido, le entraron urgencias, pues deseaba alumbrar en sus señoríos e fuese a Sos, villa situada a tres leguas de la raya de los reinos, en andas, llegando con graves dolores de parto y clamando auxilio a la Virgen María.

—E lo más bello del relato, Alfonso, hermano, que, avistando la reina doña Juana Enríquez… —la hija del almirante de Castilla, don Enrique Enríquez, nuestro pariente, ése que es bisojo y menudo— la villa de Sos, observó una gran claridad en el cielo. El sol brillaba más que nunca… Tanto que dolía a los ojos de las gentes. La compaña avivaba el paso y, para mayor asombro, una corona de nubes de colores apareció en la lontananza, holgando a todos. Le fueron a la señora con parabienes, asegurándole que las señales indicaban que su vástago sería clarísimo entre los hombres… Y, este hombre, hermano mío, será mi marido… Y tú reinando en Castilla y él reinando conmigo en Sicilia haremos grande alianza… Y se cumplirá la profecía de un rey que hará grandes y santas obras en su reino, y ensalzará España… Claro que en el entretanto habremos de prepararnos para sufrir grandes peligros, para desvelar intrigas contra nosotros y para castigar las traiciones…

Así estaban de unidos los hermanos y más que estuvieron, pues que el rey Enrique los arrancó de los brazos de las damas de doña Isabel, la reina viuda, y los llamó a su lado.

Cuando se enteró la infanta de las órdenes de su hermano y señor, se presentó ante su señora madre sin ser llamada, le recriminó su pasividad y hasta sus bordados, más o menos deste modo:

—Señora doña Isabel, madre mía, sepa su alteza que ni mi hermano ni yo queremos vivir en la Corte… Queremos continuar aquí, con vos, aunque nos hagáis poco caso… Siempre bordando, señora…

Se comentó por todo el castillo que la reina viuda, que vivía en otro mundo hacía tiempo, no respondió. Que Isabel habló con retintín, mostrándose irrespetuosa, testaruda y brava. Que doña Clara pretendió contenerla cuchicheándole al oído, tratando en vano de acallarla. Que la infanta volvió a alzar la voz, como no se hace, pues la mayordoma le había instruido mil veces sobre los modos de la Corte y dicho que las damas deben guardar compostura en toda ocasión, contándole reiteradamente el caso de una señora infanta del reino de León, una dicha doña Teresa, hija de don Bermudo, el segundo, que allá por el año mil se había encarado con su señor padre porque quería casarla con el moro Almanzor y, ordinaria por demás, delante de toda la Curia dijo lo que no debe decirse aunque se lleve razón, algo así: «Más valdría que los señores deste reino solucionaran sus problemas hablando y callando a tiempo y no entregando el coño de sus mujeres al enemigo». Pero la infanta hizo caso omiso de las recomendaciones de doña Clara, e le preguntó a su señora madre:

—¿Es que su alteza no ama a sus hijos y los quiere lejos?

—Las órdenes del rey no se pueden cuestionar, Isabel —le aseguraba la mayordoma.

—Qué me dices… En este reino las discuten todos, pues ¿no vienen los señores con sus pretensiones?

—Vienen con sus pretensiones, pero obedecen, pues primero es Dios, y luego el rey…

—¡Pues vaya rey…!

—¡Calla, Isabel, por lo que más quieras…!

—¿Quién es, quién es? ¿Qué desea esta doncella? —intervenía la reina.

—Es doña Isabel, vuestra hija, que viene a despedirse de vos —informaba doña Clara.

—¿Se va, adónde se va?

—A Madrid, a la Corte…

—Mi hija nació una noche de luna roja… ¿Quién ha dado permiso para que se aparte de mi lado?

—Vos, señora…

—¡Ves, Clara, no ha dado su permiso o no lo reconoce! ¡Yo me quedo aquí…!

—Isabel, tu madre está enferma… Lo sabes…

—No tengo padre ni madre…

—Tienes un hermano que te quiere y será rey, debes acompañarle a la Corte… Tienes que velar por él… El Señor Dios te encomienda esa misión… Recuerda lo que te he contado las hazañas de Juana de Arco, que era un poco mayor que tú…

—¡Ah, doña Clara, ah…! ¿Qué ha dicho mi madre de la luna roja?

—No sé.

—¿Acaso había luna roja la noche en que nací?

—Naciste de día, Isabel, después de mediodía.

Los hermanos salieron de Arévalo, camino de Madrid, con lágrimas en los ojos porque abandonaban una buena tierra y a mucha buena gente. Los dos dejaban a Gonzalo Chacón, a doña Clara, a las otras meninas, a los frailes del convento de San Francisco y a los villanos. Alfonso, a los niños que habían jugado y escuchado lecciones con él, e Isabel, a Beatriz de Bobadilla, su gran amiga.

E llegaron a la villa e se admiraron de la fábrica del alcázar, e no fueron recibidos por el rey ni por la reina, e fueron alojados en habitaciones distantes del bullicio cortesano e muy frías. El primero en visitarlos fue uno de los bufones de don Enrique, bien que luego se presentaron muchos nobles, todos los que deseaban que el señor rey no reconociera a su hija Juana recién nacida, que era ya conocida como la Beltraneja, es decir, como hija de don Beltrán de la Cueva, uno de los privados del monarca. Y que, revocando su propia orden, hiciera jurar heredero a Alfonso. El que más empeño tenía era don Alonso Carrillo, a la sazón arzobispo de Toledo y primado de las Españas.

Alfonso decía que sí a todo lo que le proponía la mayor autoridad religiosa del reino, porque deseaba ser rey. E Isabel otro tanto, pues deseaba que su hermano lo fuera. Pese a que hubiera querido permanecer en Arévalo y llevaba cierto resquemor en su corazón, se holgó cuando la reina Juana le ordenó que besara la mano de la pequeña, vulgarmente dicha la Beltraneja. Lo hizo, y le sonrió y, si se la hubieran dejado para tener en brazos, le hubiera hecho carantoñas, e se alegró mucho más cuando le mandó que fuera madrina de bautizo de su hija. Más que por ser madrina, se congratuló porque tuvo a la niña en brazos y ocupó un lugar preferente durante la ceremonia al lado de obispos, condes y marqueses, y porque la soberana la distinguió a partir de entonces. La sentó a su mesa, donde se comía bien. Le regaló un collar de perlas de buen Oriente, dos libros en portugués, ya que Isabel lo hablaba a la perfección, y una esclava mora de las que le habían enviado a ella por su feliz alumbramiento, que, vaya, no llegó a hacerle compañía en aquella soledad del alcázar de Madrid, pues falleció a los ocho días. Y, es más, la dama, que estaba en sobreparto, hablaba de su parición sin rubor y nombraba a todos los que estuvieron presentes: al rey, a Villena, al arzobispo de Toledo, a los notarios, a los escribanos, y de cómo se había agachado, a instancias de las parteras, en cuclillas sobre la cama, la forma más adecuada de dar a luz, al parecer.

Cuando dejó de platicar de aquel negocio, que a Isabel le provocaba náusea, se dedicó a instruirla en los fundamentos corporales femeninos con toda naturalidad, quitándole importancia al susto que la niña llevaba, convertida de pronto en mocita, que no en vano le apuntaban los pechos, hubo sangre en sus partes por primera vez y se producían en su cuerpo otros horrores bien naturales, pero que la asustaban por la novedad que encerraban para ella.

Y es que aquellas mujeres, la reina y sus damas, eran deslenguadas. Hablaban de lo que Isabel nunca había oído en boca de ninguna menina de su señora madre; además, lo mismo lo hacían delante de hombres que estando solas, y a Isabel le venía rubor a la cara al contemplarlas en el baño, solazándose desnudas, o escuchando sus pláticas, que a ella iban dirigidas:

—Tú, que te casarás con un príncipe, habrás de ir a la cama cuando te llame, como sucede a todas las mujeres…

—Toma buena nota de que no podrás negarte, salvo que tengas la «enfermedad»…

—E deberás estar bien lavada y oliendo a aromas, que la mayor virtud de la mujer es estar limpia…

—¿Cuántas veces te bañaron en Arévalo?

—Ten en cuenta que la fémina vierte por sus partes humores e, si no se lava, repele…

—La primera vez duele…

—¿Qué duele, doña Guiomar, bañarte o yacer con varón? —preguntaba la reina con picardía en la voz.

—¡Ah, señora…!

—Isabel, una vez consumado el acto carnal, deberás mostrar contento a tu marido…

—Los hombres son vanidosos…

Y así, o de modo semejo, aquellas mujeres, que se permitían tutearla y que no la llamaban siquiera «señora», hablaban con Isabel, que se ponía roja, roja de rostro, e no articulaba palabra ni para preguntar ciertas cosas, pese que le habían suscitado interés.

Instrucciones aparte, la reina Juana regaló a la infanta seis camisas de hilo que mandó coser a sus costureras y un capisayo que ya no se ponía, e hizo que sus damas, que eran tenidas por destalentadas en Castilla toda, le enseñaran unos pasos de baile. Por ello la niña sufrió en sucesivas ocasiones abundante sonrojo, pero mejor bailar que escuchar de labios de la reina conversaciones de mujeres u oír que el rey, su hermano, había cambiado de opinión y quería casarla con el rey de Portugal o con el príncipe de Viana, el hijo primogénito de don Juan de Aragón y heredero del trono de Navarra, porque ella deseaba maridar con Fernando e irse lejos, a Sicilia.

No obstante las vergüenzas que pasaba cuando la llamaba la reina, el capillo y las camisas le hicieron buen papel, pues el rey era asaz dadivoso con sus privados pero asaz cicatero con sus hermanos. Camisa nueva estrenó Isabel el día en que la infanta Juana, dicha la Beltraneja, fue jurada por los grandes del reino y por las gentes de las ciudades y las villas princesa heredera para después de los días de don Enrique, el cuarto. Y otrosí el día en que recibió de manos del arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo de Acuña, la máxima autoridad religiosa de las Españas, la primera comunión en la capilla del alcázar de Madrid, sin asistir a ninguna catequesis, pues ya había dado abundantes signos de devoción y discreción.

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La calle de los Caballeros de la ciudad de Ávila tembló por el retumbo de los cascos de muchas caballerías, tal escucharon los vecinos y se asomaron apresurados a las ventanas.

Y no fue para menos: a lo menos doce carros, tirados cada uno por cuatro mulas, veinte o treinta caballos ricamente enjaezados y veinte acémilas, a la hora de sobretarde no cupieron en la calle y hubieron de esperar en la plaza de la Fruta.

Salieron los habitadores de las casas a los balcones y llegaron ciertos voceros quejándose de la prisa que traían los venidos, en razón de que a punto habían estado ellos de ser atropellados por aquella compaña en una esquina, en un paso estrecho, en una puerta, y se acercaban curiosos de todas partes a ver quién venía.

Los venidos descabalgaban. Los hombres se quitaban los cascos y las gorras y se aflojaban los jubones y las correas de las armaduras. Los caballos relinchaban, las mulas lo que hicieren, lo cierto era que en la calle de los Caballeros había bastante confusión. Pronto se vio cómo del pescante de un carruaje, el mejor de todos, se apeaba un mayordomo y se acercaba a la puerta de la casa de don Juan Téllez. Llamaba a la aldaba y llamaba, y la puerta no se abría.

En las cocinas, Catalina oyó el llamado, pero no se movió porque estaba preparando la comida, con las manos manchadas de harina, con los huevos ya batidos en una tartera, dispuesta a freír unos buñuelos; por eso dejó que Marian o Wafa atendieran la puerta, sin darse cuenta de que las dos estaban rezando la oración del mediodía de los musulmanes, seguramente con las niñas también. Como insistía el que fuere, la cocinera abandonó su labor, y rezongando se mojó las manos en una aljofaina, se secó con un trapo y se llegó a la puerta. Abrió la mirilla y vio la calle llena de gente, y la volvió a cerrar, en virtud de que allí no querían a nadie y de que allí nada malo habían hecho. Pero los de afuera volvieron a llamar, más fuerte desde que la vieran.

Y preguntó claro:

—¡Por amor de Dios! ¿Quién vive?

Y un hombre barbado le espetó a la cara de mala manera:

—¡Abre la puerta, bellaca!

Pero la dicha bellaca no se arredró:

—¿Quién llama?

E sintió la criada que habían llegado las niñas y las moras, e les informó y les recomendó:

—Alguien viene… Guarden sus mercedes silencio que aquesto lo arreglo yo… —E volvió a su interrogatorio—: ¿Quién vive? ¿Quién viene a perturbar la paz de esta casa?

Y el hombre de la barba gritó más:

—¡Paso a doña Gracia Téllez!

A la cocinera con tanto grito se le trababa la lengua e decía que doña Gracia no estaba, en razón de que se había marchado años atrás con el señor don Pedro, su marido, según tenía oído, y que don Juan Téllez, el actual señor, tampoco estaba porque se había ido a las guerras del rey don Enrique, años ha. E añadía que doña Ana, la madre del señor don Juan Téllez, y doña Leonor, la esposa, habían fallecido cristianamente, y que allí sólo había criadas y que las marquesitas eran niñas y no recibían. E se rebuscaba en la faltriquera en busca de algo que dar a aquel hombre, una blanca, un trozo de pan o unas uvas pasas. Sin entender la situación, sin apercibirse de lo que había en la calle, pues el sujeto que llamaba, el vocero, tapaba con su cabezota casi toda la mirilla. Sin poder observar cómo una dama anciana, muy anciana, descendía de un carruaje que llevaba pintadas las armas de los Téllez, y echando un pie al suelo, ayudada por sus camareras, se encaminaba, renqueando, a la puerta, lamentándose de no haber llevado consigo una llave cuando se fue de su casa de Ávila para servir al rey de Castilla en la lejana ciudad de Milán.

E hubieran seguido las criadas sin querer abrir al hombre, a no ser porque se acercó la anciana e ordenó:

—¡Abre!

Sólo entonces la sirvienta, pese a que no había llegado a conocerla, supo, por esas cosas que se intuyen en ocasiones importantes, que aquella dama era doña Gracia, la bisabuela de las niñas, muy vieja ya por su mucha edad, e abrió la puerta e se arrodilló para besarle los pies, a la par que las moras hacían otro tanto y las marquesas, que eran unas mocitas, presenciaban la escena pasmadas. Habían oído hablar de doña Gracia, su señora bisabuela, pero nunca pensaron que un día podría presentarse en la casa de la calle de los Caballeros y sin avisar.

Si había jaleo en la calle, más hubo dentro de la mansión. La dama comenzó a impartir órdenes al mucho servicio que traía, y camareras y criados tomaron la casa como si fuere suya. Entraron con bultos y baúles de aparato, e recorrieron las habitaciones, e subieron e bajaron los pisos quejándose de que estuvieran cerradas las ventanas, del olor a rancio y del mucho polvo que había, pidiendo las mujeres plumeros y escobas; los hombres, junco para los suelos, leños para las chimeneas, heno para los caballos y comida para todos.

Las antiguas moradoras de la casa contemplaban la toma de la mansión, atónitas, incapaces de hablar o de moverse. Leonor y Juana, las más estupefactas de las cinco, mismamente como si se les hubiera aparecido Santa María Virgen, observaban a la anciana que, sin alzar la voz y sentada en una silla de manos, organizaba el asentamiento de su compaña e incluso antes de abrazar a sus biznietas, enviaba un propio con saludos para el señor obispo y para el párroco de San Juan.

Cierto que en cuanto remitió el jaleo, cuando todos los aposentos de la casa estuvieron aparejados, distribuidos los dormitorios de los criados, avivado el fuego del fogón, saqueadas las despensas, fritos los buñuelos que había comenzado a preparar Catalina, muertos los capones, recogidos los huevos del corral y abiertos varios odres de vino, doña Gracia, la antigua marquesa de Alta Iglesia, se arrellanó mejor en la silla, llamó a las niñas, les indicó que se pusieran a su lado y quiso dar las manos a sus biznietas. Y, ay, Jesús, María, quedóse atónita, pues que fue a tomar la derecha de Leonor y la izquierda de Juana, precisamente la que no tenían, y llevóse un susto de muerte, pues ignoraba aquella carencia y, la verdad, no se la esperaba. Le palpitó el corazón, y ni su mucho conocimiento de las cosas del mundo ni su mucha experiencia, ni su saber estar ante las sorpresas evitaron que, al contemplar a sus descendientes sin manos, sufriera un terrible susto y no pudiera disimularlo, precisamente ella que había sido arbitro de la etiqueta en la ciudad de Milán en competencia con la duquesa. No obstante, se recompuso presto y, cambiadas las niñas de lugar, le dieron la mano, cada una la que tenía, sin afectación ni rubor, en razón de que estaban acostumbradas a su disminución. Y ya flanqueada por ambas, llevada la silla por un criado del respaldo, con los brazos en alto para guardar la horizontal, y por otro de las patas delanteras, la anciana entró en el gran comedor que, vive Dios, lucía como en los tiempos de esplendor del palacio.

Las niñas, mientras caminaban al lado de su pariente, pese a que se preguntaban qué había venido a hacer en aquella casa y quién sería el retratado del cuadro que su antepasada hacía llevar a una camarera, se encontraban a gusto con ella, muy a gusto. Sentían la mano caliente de la anciana en sus manos, calientes y hasta sudorosas por la emoción pues, como la dama les apretaba, ellas respondían y apretaban también, y un tenue lazo desangre se iba estableciendo entre las tres. De tal manera que, cuando doña Gracia fue instalada en la cabecera de la mesa del gran comedor, que refulgía a la luz de las velas, las gemelas, henchidas de gozo, sonreían ampliamente. Y más que sonrieron, rieron, a la vista de los criados, e besaron, primero, la mano de su antecesora, luego la mejilla, e luego la imagen del personaje retratado en el cuadro, un dicho don Beppo, el segundo marido de la anciana, ya fallecido, según entendieron. Y las tres parientes se quitaron la palabra de la boca, e se azararon e se trabucaron de lengua, pues no encontraban palabras para contar todo lo que tenían que decirse. Además, aquella noche, a las niñas les vino la «enfermedad» por primera vez, debido quizá a la tanta emoción que llevaban en sus corazones por la llegada de su bisabuela.

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El día en que a Marichu de Abando la requebró un mozo al cruzar la puente del Nervión, camino del rabal de allende el río, la joven contempló el mundo con otros ojos, con ojos de mujer. Y ante aquel galanteo que por el tono encerraba cierta obscenidad, se cubrió la cabeza con la capucha de su capillo, tapando con recato su hermoso cabello negro azabache, a la par que bajaba con humildad sus preciosos ojos, brillantes como dos lunas, y avivaba el paso para que el tipo, un gañán, acaso un pescador o un marinero del lugar, no se le acercara y la pusiera en situación apurada, que los hombres no son de fiar. Tal le repetía Mari de Abando, la vieja, a diario desde que le vino la «enfermedad», pues, como sanadora que era, conocía los interiores del cuerpo femenino mejor que nadie, y además le contó lo que había, sin vergüenza alguna. Le explicó que el hombre tiene un colgajo entre las piernas que, por su natura, la del hombre o la del miembro, tiende a introducirse entre las piernas de la mujer. También le dijo que de ese ayuntamiento, que de primeras no resultaba placentero, a los nueve meses, por lo general, nacían hijos, niños y niñas, callando, por no asustarla más de la cuenta, que las brujas no deben yacer con hombre, no vayan a quedarse empreñadas y parir un diablo.

No hubiera tenido que explicarle la vieja a la joven nada de semejante negocio, porque Marichu la había ayudado a curar purgaciones en partes de varón y a reponer virgos en entrañas de mujer e, ítem más, había oído hablar sin recato del acto carnal a las gentes que llegaban a pedir auxilio a la bruja. No obstante, la mujer lo hizo como hubiera hecho cualquier madre, y la joven, pese a lo que había visto y oído, sintió un escalofrío cuando comprendió lo que podría sucederle a ella, en razón de que las cosas no son lo mismo que pasen a otros que a uno mismo.

Por eso Marichu apresuraba el paso al atravesar la puente del Nervión y por la calle de la Carnicería y por la Articalle o al cruzar el portal de Ibeni, y siquiera se detenía a contemplar la procesión del Corpus Christi o, en otro orden de cosas, a una tropa de juglares o de titiriteros. Hacía los mandados con premura y regresaba al lado de su madre putativa que, a punto de cumplirse siete años de la desaparición de Martina de Inaxio, ejercía de madre a secas y a Dios gracias, salvo en alguna contada ocasión, no había vuelto a ser madrastra. Claro que apresuraba el paso también cuando los frailes del convento de San Francisco la llamaban, pues estaban empeñados en instruir a los niños y niñas de la vecindad en la doctrina cristiana, o cuando se encontraba en un camino con el párroco de Santa María, que regresaba a la iglesia tras administrar la Santa Unción a algún moribundo y a ella quería darle la primera comunión. Entonces corría mucho más, hasta que dejaba de oírlos, hasta que se perdían en el viento ciertas palabras como sortiña o bruja o hija del pecado, y se refugiaba en la penúltima casa de la anteiglesia de Abando, al lado de María. Que, anciana y conocedora de las maldades del mundo, le pedía paciencia para tratar al humano género y le prohibía echar mal de ojo a los que la insultaban, porque, tratándose de curas y frailes, querían hacerle bien, tal sostenía.

Pedía paciencia la vieja a la joven en razón de que es virtud y porque los saberes de las brujas se deben aplicar en casos de peligro extremo. Es decir, que no se debe andar echando mal de ojo o encanto a un fraile porque pretenda administrarte la comunión, que reconforta espiritualmente a los que en ella creen, que no se debe convertir en rata a un mozo que te dice una galantería, en razón de que llegarán tiempos en los que no te requebrarán ni las aves con sus gorjeos, que, ante la fealdad de la vejez, hasta los pájaros vuelven la cara, tal aseguraba la anciana. Que hay que tener medida de las cosas y no responder a un negocio leve con grandes castigos, o conjurando al mundo con grandes magias, o llamando a los demonios: la humillación, el desaire, la afrenta y, en el extremo opuesto, la generosidad, deben tener medida respuesta.

Y Marichu se templaba con las prudentes palabras que salían de boca de su madre que, cada día más vieja y enferma, acusaba esfuerzo al hablar y al enseñarle las últimas y difíciles lecciones de su arte, que la convertirían en la mejor sortiña de la ría de Bilbao.

Porque, en una de ésas, Mari de Abando, la vieja, se iría de este mundo, con las venas atrofiadas y la orina podrida, moriría hoy o mañana, o la semana próxima, o al mes viniente. Posiblemente cuando Marichu lograra entrar por el ojo de la cerradura de la casa, pues tenía empeño en que su pupila lo consiguiera, e no paraba de intentarlo… Se pringaba bien de untura mágica medio cuerpo de los pies a la cabeza: la parte izquierda; pronunciaba un conjuro en voz baja para que no la oyeran ni las aves, porque luego van con cuentos por ahí, y disminuía hasta convertirse en lo que fuere, en polvo o en viento o en aliento quizá, y entraba por el ojo de la cerradura dentro de la casa, al zaguán, porque ya no llegaba a tenderse en la cama, casi exánime por el esfuerzo. E instaba a la joven a pronunciar el conjuro y, ay, ¡Dama de Amboto!, lo que venía bien para una no servía para la otra, lo que una hacía no lo hacía la otra…

La aspirante a ser la mejor sortiña de la comarca no menguaba, se golpeaba la testa contra la puerta, haciéndose morados y escorchones, y ni conjurando a los tres demonios sabedores, ni llamando a Asmodeo el Cojo para que vinieran a ayudar, lo conseguía. Y en ésas estaban maestra y discípula, hasta que la vieja, en el vano esfuerzo de convertirse en viento, se dio de bruces contra la puerta, quedándose en el camino.

Marichu de Abando contempló inerte a María de Abando, cabeza abajo, en mala postura y con el rostro sangrante; las sayas y refajos caídos, en fin, enseñando las bragas. Y, primero una, dos, tres, lágrimas, luego millares, corrieron por sus ojos y le empaparon el jubón.

E quiso la moza resucitar a su madre muerta, poniéndole en la boca una hoja de beleño cruzada con doce incisiones, una por cada uno de los Santos Apóstoles, pero fue inútil: María de Abando había pasado el último trance, la Dama le guíe a la Morada Celestial.

Si hubiera sido capaz de reprimir las lágrimas que brotaban de sus ojos con harto duelo, de oír los ladridos de Mot, que, pese a ser viejo, le avisaba de la presencia de un extraño, tal vez no se hubiera sorprendido tanto de que un jinete, cuya armadura bruñía a la luz del sol más que el propio astro, la llamara desde el ribazo del camino. Pero, como pasó de las lágrimas a golpearse el pecho y de los golpes a deshacerse en llanto, no oyó que un hombre descabalgaba, la llamaba con insistencia y, al no obtener respuesta, avanzaba hacia ella, desenvainada la espada. Para encontrarse, ay Santa María, con el cuerpo inerte de una vieja tendido en el suelo y con una moza que lloraba sin cesar y sin poder articular palabra.

El hombre, sin arredrarse ante el cadáver, preguntó:

—¿Dó es Mari de Abando, la bruja?

Tiempo tardó la moza en señalársela, que no reaccionaba. Entonces, el soldado torció el gesto, musitó un juramento y exclamó:

—¡Vaya, he llegado tarde!

Y sin dar el pésame pertinente ni santiguarse ni pedir un vaso de agua o un bocado, montó el jaco que llevaba y largóse a buen trote a sus faenas, consciente de que con las brujas cuanto más lejos mejor.

Cuando Marichu se recompuso un tantico, salió a avisar a las aves del lugar para que convocaran a las sortiñas de la ría al entierro de María de Abando, su buena madre, y mientras se personaban acercó el cadáver de la anciana hasta su lecho, lo incorporó con esfuerzo, le quitó los arreos, le cortó el jubón, la examinó una vez más, y otra, por ver si alentaba, tratando de resucitarla, en vano. Le palpó el costado y le tentó el corazón. Observó las raspaduras de la muerta, que tenían más aparato que gravedad, limpió la sangre con agua alcanforada y se demandó por qué pardiez había fallecido María de Abando tan tontamente, cuando había entrado mil veces por el ojo de la cerradura, y no supo qué responderse. Cierto que pronto dejó de hacerse preguntas porque empezaron a llegar las compañeras al sepelio de la anciana y tuvo mucho trabajo, pues atendió a sus invitados y les dio de comer a todos, sospechando que ahí y entonces empezaba para ella una nueva vida.