Doña Isabel, la reina viuda de Castilla, León, etcétera, continuaba con sus paños de ranzal en el castillo de Arévalo y, entre bodoque y bodoque, recibía a cuantos nobles llegaban de visita, más que a verla a ella o a sus hijos, a contarle por lo menudo los negocios del rey Enrique y de su esposa, doña Blanca, y de doña Juana, la novia. Aceptaba a los venidos, no porque tuviera gana, sino a instancias de sus damas que deseaban se animara a toda costa.
Y, en efecto, se entretenía a raticos con aquellos cuentos que, desgraciadamente, nada tenían de falso, que eran verdades palmarias. Pues que don Enrique quiso que su divorcio de doña Blanca de Navarra —que logró de varios obispos de Castilla, antes de la muerte de su padre— fuera público en toda la cristiandad y lo echó a los vientos al pedir confirmación a Roma, al papa Nicolás, e resultó penoso, aunque también risible.
Las que más rieron en Arévalo fueron las damas de la reina, quizá porque no tenían otra cosa de qué reír, y no se recataron de hablar delante de la infanta Isabel de lo que no debieran, descubriéndole antes de tiempo las miserias de la cama matrimonial de su hermanastro.
El rey, por medio de sus embajadores, relató al papa que se había casado con doña Blanca de Navarra legítimamente y convivido con ella más de doce años, durante los cuales había procurado tener con ella cópula carnal sin conseguirlo, en razón de que algún malqueriente, hombre o mujer, había echado maleficio, a él o a ella, o a los dos. Siendo, como era, hábil con otras mujeres, según atestiguaron varias mancebas de burdel, quería casarse otra vez, para dar descendencia al trono por vía directa.
La reina doña Blanca estuvo de acuerdo en separarse de su esposo, y para mayor sarcasmo se hizo examinar por cuatro matronas de buena opinión y expertas en la obra nupcial, que declararon que era apta para engendrar hijos y que se conservaba tal cual nació, para vergüenza de Castilla entera.
Con ello la Santa Sede dio sentencia definitiva a los deseos de rey y reina, para que ambos se pudieran separar y volverse a casar, entre las risas del mundo todo. Pues en Castilla se contó que doña Blanca recibía cartas de varios médicos italianos, que no entendiendo bien los negocios del real tálamo y queriendo hacer favor o continuar la burla, le enviaban varios remedios contra la esterilidad a su retiro de Aragón, ya que, tras la resolución, ahí marchó con su padre, el que sería el rey don Juan y ahora lugarteniente general del reino.
Y la pequeña Isabel preguntaba y preguntaba qué era aquello de ser estéril y cómo venían los niños a este mundo, y las damas le decían que del cielo, que los traían las cigüeñas en sus picos, en un hatillo, tratando siempre de quitarle aquellos complicados negocios de la cabeza, pero la niña insistía. Le preguntaba a su amiga Beatriz, le contaba lo que sabía, y ambas desechaban que los castellanos pudieran nacer en el cielo, pues no habían visto nunca una cigüeña, ni otra ave, portando un bulto. Cierto que las guisanderas y fregonas de las cocinas se mostraban más explícitas con las niñas y cuchicheaban entre grandes risotadas. Alguna, asaz descarada, hablaba de que los hombres tienen un apéndice entre las piernas —dándole otro nombre— que se les pone erecto en presencia de mujer y que la única manera de aliviarlo era llevarse a moza o dueña al pajar, ya fuera esposa o no lo fuera. Y claro, las pequeñas se sonrojaban sin saber de qué hablaba la criada descarada, pese a que habían visto con sus ojos el apéndice del pequeño Alfonso. Por eso más de una sirvienta se llevó varios azotes ordenados por don Gonzalo Chacón, por no cerrar la boca delante de las criaturas.
Así las cosas, había revuelo en el castillo de Arévalo. E más que hubo cuando se celebraron las bodas del rey Enrique con la infanta Juana, hermana del rey Alfonso V de Portugal, personaje que habría de recibir del rey de Castilla, por arras, Ciudad Real y Olmedo y veinte mil florines de oro a más de millón y medio de maravedís cada un año. Una fortuna, cuando la reina viuda pasaba estrecheces, y cuando don Enrique había depositado la escandalosa suma de cien mil florines en las arcas de los banqueros judíos de Medina del Campo.
Hubo inquietud en el castillo porque, aunque la reina viuda no fue invitada ni informada de los fastos, se temió que los señores reyes pudieran pasar a visitarla a su regreso de Córdoba, donde se casaron, pues la dama había manifestado, en un rasgo de lucidez, que no pensaba recibirlos y que incluso les haría desaire. En razón de que, si su hijastro tenía descendencia de su nueva esposa, su hijo, el pequeño Alfonso, quedaría relegado en la línea de sucesión al trono. Además, que doña Juana llevaba mala fama y se pintaba las rodillas con rojete de la cara para que los hombres la vieran al descabalgar y se fijaran más en ella, lo que no es de mujer decente ni menos de reina. Por eso el castillo de Arévalo anduvo alborotado, pero todas fueron suposiciones, pues los señores ni menos que pensaron en la viuda y se encaminaron a Segovia, la ciudad preferida de don Enrique.
Sin embargo, en Castilla hubo contento y celebraciones: justas, torneos, toros, juegos de cañas y bailes. Porque al pueblo llano lo mismo le daba que hubiera una reina que otra, y otrosí que la dicha señora se amigara con el marqués de Villena o que el señor rey tuviera una concubina de nombre Guiomar, que era priora de un convento para mayor escándalo. Al pueblo lo que le importaba era llenar la barriga con la mucha comida que repartieron los concejos de villas y ciudades durante las tornabodas, para tener los estómagos llenos cuando viniera el hambre, y beber y bailar a la salud de quien fuere, tanto mejor si era gratis.
A Leonor y Juana Téllez de Fonseca les gustó tanto el mundo que quisieron hacerlo suyo. Patearon la ciudad de Ávila, anduvieron por los arrabales, se refrescaron los pies y chapotearon, el sayo remangado, en las frías aguas del azud del río Adaja, y buscaron flores y nidos de pájaros por los alrededores. Recorrieron el Mercado Grande, situado extramuros de la puerta del Alcázar y, muy cerca de su casa, el Mercado Chico, instalado frente a la iglesia de San Juan, en cuyo pórtico se reunía el Concejo a la asonada de trompetas para resolver los asuntos municipales. Apresuraron el paso por la calle de la Maldegollada, donde caballeros y gentes de oficio corrían toros en las fiestas, aprisa, aprisa, no fuera a aparecer una res mal muerta y darles un susto, como de hecho había sucedido ya a varios vecinos, que lamentaron pasar por allí con paso calmo e, otrosí, cuando se adentraban en la judería, no fueran sus habitantes a sacarles las mantecas. Corrieron también, pues eran niñas, cuando los moradores barrían las calles empedradas para no llenarse de polvo. Y, en otro orden de cosas, llevaban velas a Santa Ana o a Santo Tomás cuando paseaban con Catalina, y los viernes se llegaban a la mezquita a rezar y al cementerio musulmán, cuando iban con las moras.
E con tanto ir y tornar, dado el empeño que tenían sus ayas y Catalina por sacarlas de casa para que no oyeran cómo holgaban en la cama el cura y la sacristana, ampliaron sobremanera su gusto por oler y sentir las maravillas de Dios: el cielo infinito, la formación de las nubes, el movimiento del viento; el correr del río y del sol; el manar de las fuentes; el crecer de las plantas; las enormes piedras de los contornos que, redondas, unas sobre otras, guardan en aquella tierra equilibrio casi imposible. Y, otrosí, las maravillas de los hombres: la singular altura de las murallas de la ciudad; la fábrica de iglesias y conventos; las abigarradas calles de intramuros, las anchas vías de extramuros; y, en otro orden de cosas, las gentes que iban y venían: mercaderes, carreteros, soldados, frailes, monjas, damas en sus literas, mozas con sus cántaros; titiriteros, tropas de juglares; moros tamborinos que animaban las bodas; conversos adinerados, que no podían disimular sus orígenes por los rasgos de sus rostros, sobre todo por sus luengas narices; cautivos musulmanes llevados en carros para ser vendidos como esclavos.
—¡Alá les dé buen amo! —exclamaban al verlos pasar Wafa y Marian y se santiguaban a lo moro, y las criaturas lo repetían.
En fin, todo un mundo… E las niñas, como apenas habían salido de su casa, se asombraban y disfrutaban, a más que, como llevaban los brazos escondidos en los pliegues de la saya, ni hombre ni mujer se apercibió de su manquedad.
Tampoco repararon en su manquedad los huéspedes de la calle de los Caballeros, el cura y la sacristana, que a los seis meses de estancia en la casa, misteriosamente, dejaron de holgar e salieron al pasillo. Llegados al piso bajo, pidieron permiso para entrar en las cocinas y quisieron entablar conversación con las criadas y hasta sentarse con ellas a la mesa y compartir el yantar.
Las sirvientas moras no supieron qué hacer en presencia de un sacerdote, como tampoco hubieran sabido qué hacer en presencia de un imam, en razón de que no frecuentaban musulmanes. Por eso tomó el mando de la situación la vieja Catalina, que ya había rezongado harto contra aquellos dos haraganes. Dos embaucadores que, vinieran de parte o no vinieran departe del cura de Alta Iglesia, se estaban comiendo el pan de las niñas, iba ya para seis meses.
Y así se lo espetó a la cara, que no, que no podían sentarse con ellas. En razón de que su «reverencia» no había hecho gestión alguna con las autoridades de Ávila para que el castillo de Alta Iglesia fuera desalojado por los malandrines que lo tenían, porque no había pisado la calle… Y gritó mostrando toda la cólera que llevaba acumulada dentro de sí, mientras sus compañeras y las niñas la miraban aterradas. Llegaron los otros con cara de albricias y la emprendió contra ellos, lo que no era de buen cristiano, y clamó para que abandonaran la casa.
Cosa que hicieron de inmediato. El Mendo Gutiérrez, rojo como la grana, la Garcesa llorando. Ambos recogieron sus talegos y se largaron, sin decir una palabra ni buena ni mala, sin llevarse nada, pues las criadas revisaron todo de arriba abajo y hasta sacaron la plata de los almarios por ver si faltaba algo. Y, es más, los dos truhanes las saludaron cuantas veces se cruzaron con ellas en la ciudad, mientras anduvieron vagando por allí. Es decir, que se fueron sin rencor, y las sirvientas se quedaron bastante solas, sin tener de quién refunfuñar, pero Catalina hizo bien en largarlos, que no se puede tener haraganes en una casa de bien.
Razonaba la cocinera que en seis meses, si no liberar el castillo de sus poseedores, porque tamaña tarea se escapara de sus manos, el preste al menos hubiera podido celebrar misa o confesarla a ella, o enseñar doctrina cristiana a las niñas y a las moras para que no hubiera en aquella casa más que una fe. Pues que era asaz molesto que Marian y Wafa guardaran fiesta el viernes, y ella el domingo, con lo cual todas las faenas del viernes había de hacerlas ella y hasta asear y peinar a las niñas, tarea molesta y de responsabilidad, pues las ayas se ponían harto pesadas recordándole a cada momento que Leonor no se había lavado los ojos al levantarse de la cama o que Juana se había dejado la leche del desayuno en la escudilla.
Un tiempo estuvieron las habitadoras de la casa de la calle de los Caballeros hablando de aquellos tipos, asombrándose de cómo se habían marchado de la casa sin chistar y sin llevarse siquiera unos mendrugos para paliar el hambre. Se preguntaban por qué habían dejado de ayuntarse; si la Garcesa andaría empreñada; o si el Mendo Gutiérrez, al verse recriminado por una cristiana vieja, había abierto los ojos, visto que su vida era objeto de escándalo y que, de continuar de ese modo y con barragana, iría derecho al infierno. La Catalina echando pestes de los clérigos lujuriosos, que eran plaga en el reino de don Enrique, el cuarto, y las moras calladas sobre este particular, pues no querían opinar de las cosas de la religión, aunque hablaban de lo demás por los codos. Las tres como comadres, y las niñas interviniendo también y preguntando, como dos más. Que eran unas preguntonas y querían saber de todo, de lo que se veía con los ojos sin hacer esfuerzo, de lo que se veía forzando la vista y hasta de lo que no se veía de ningún modo, es decir, de lo invisible. Cierto que de su manquedad ya no hablaban.
A menudo las criadas no sabían responder a sus demandas, y si contestaba Wafa, la única letrada de las tres, lo hacía a lo musulmán, con lo cual Catalina se encorajinaba porque sembraba turbación en las mentes de las criaturas. Y, en efecto, estaban confusas.
Juana, que era la más callada e retraída de carácter, decía que lo suyo sería profesar en religión y ser monja para salir a predicar y que todos los habitantes del mundo fueran de un mismo credo, pero no daba nombre a aquella fe que habría de enseñar cuando fuera mayor. No se definía por la de Dios ni por la de Alá, quizá porque hablaba por hablar, pues otras veces decía de instalar un horno de panadería en la casa y ser la regente y repartir pan a todo hombre o mujer que fuera a pedirle con el divino Nombre en la boca. Pero a saber a cuál de los dos nombres divinos se refería, que más de una vez la había sorprendido Catalina arrodillada en el suelo, sobre una alfombrilla, salmodiando los noventa y nueve nombres de Alá.
A Leonor, que pensaba más las cosas y era alegre de temperamento, le parecía de perlas que su hermana entrara en religión, pues —tal sostenía sin el menor reparo— de ese modo tendría el marquesado para ella sola, y echaba cuentas de la fortuna que dispondría una vez retirada la dote que su hermana habría de llevar al convento. Hacía sacar a Catalina los papeles de don Juan, su padre, que no había regresado a casa después de ocho años de ausencia. Luego, aun comprendiendo los pergaminos con extrema dificultad, por lo viejos que estaban y porque leía mejor el árabe que el castellano, sumaba los juros, las rentas y los dineros de la arquilla, que administraba Catalina desde su desaparición, hablaba de contratar un ejército que fuera a buscar por el mundo a su señor padre, removiendo cielo y tierra hasta encontrarlo y, confusa por la magnitud de la empresa, se preguntaba si le llegarían los dineros.
En este punto de la cuestión, la mora Marian le decía que no, que no, que para armar un ejército habrían de encontrar el tesoro de los Téllez, y claro las otras se le echaban encima porque excitaba la imaginación de las niñas con sus mentiras, con aquellas paparruchadas del cofre del rey moro.
Las dos Marías de Abando no se consolaron de la pérdida de Martina de Inaxio ni cuando ajustaron con un carpintero de Bilbao la hechura de un ataúd y el traslado del cadáver y la cava de una fosa al lado de la Malona, es decir, en la campa trasera del caserío. Lo hicieron para que la muerta descansara lejos del camino, en paz por los siglos de los siglos, y para que Mot, el perro, no fuera a escarbar bajo las piedras con que las dos mujeres la habían cubierto al día siguiente de la desgracia. La vieja también avisó a otras brujas para que estuvieran presentes en el entierro y la encomendaran a los demonios. Es decir, que Mari procedió según hacían las sortiñas con sus fallecidos, irreprochablemente, y delante de todos los asistentes no hizo ascos al cadáver, pese al hedor que emanaba. Incluso fue capaz de rebuscar entre las sayas de la muerta hasta encontrar la faltriquera, sacar el alfiletero que llevaba y entregárselo a la pequeña Marichu, lo que seguramente hubiera hecho Martina de no haberle sorprendido la muerte, pues también hubiera deseado legar a la niña todo su saber brujesco, que a la sazón se encuentra en los alfileteros que portan las sortiñas, siempre con trece alfileres: doce por los santos doce apóstoles, y uno por el Señor Jesucristo, y con ellos transmiten sus artes de generación en generación.
Cumplida la ceremonia, Mari, la vieja, convencida de que había actuado con su amiga mismamente como si enterrara a su propia hermana, invitó a la comida fúnebre a todos los asistentes, descargando así su conciencia, pues hasta el momento no se había podido quitar de la cabeza que ella fue principal agente en el fallecimiento de su amiga, que de no haberle caído encima, por la carrera y las malas intenciones que guardaba en su corazón, la muerta bien hubiera podido salir viva del trance, a lo más con algún escorchón en la piel o simplemente con unos cuantos morados en el cuerpo.
Incluso se albrició, pues consideró llegado el momento de instruir a la pequeña en los secretos insondables de las brujas, mostrándose dispuesta a legarle su alfiletero también, cuando abandonara este mundo. Todo ello con afán de que su pupila fuera la más sabia de las sortiñas de la ría de Bilbao y se ganara la vida con holgura. No obstante, la alegría duró poco en el caserío, unas cuantas horas. Porque, ay, se presentó la noche, un minuto o dos más tarde que el día de anterior, que corría el tiempo hacia el verano, e igual, igual que sucediera durante los siete días postreros, es decir, desde que Martina yaciera cubierta de piedras en la ribera del camino, las dos moradoras de la penúltima casa del arrabal de Ibeni oyeron ruidos e, naturalmente, les vinieron pavores, y eso que no eran mujeres espantadizas. Ya en días anteriores, ante los mismos ruidos, tragándose las dos el miedo —el perro Mot se escondía debajo de la cama, allá vinieran a rondar espíritus o demonios en carne viva—, habían salido al portal con un candil y hasta rodeado la casa en busca de alimañas, para ahuyentarlas. Sucedía que cuando se adentraban en la oscuridad se terminaban los ruidos e, cuando volvían a la casa, continuaban, varios días ya a la misma hora, para acabarse a las doce en punto, cuando tocaba las campanadas el reloj de la iglesia de Santa María de Abando. Eran sonidos guturales, como estertores, e ya sabía Mari, la vieja, de quién eran: de Martina, pardiez, pardiez… Que no se había ido al otro mundo, que tal vez, como se fue de súbito, quería decirle algo o pedirle perdón por lo mucho que había porfiado con ella en su vida, o agradecerle que hubiera sido su amiga durante tantos años, o confesar su necedad por pretender robar a la niña, o encomendársela, o hacerle favor y descubrirle la ubicación de algún tesoro para sacarla de pobre, o contarle cómo es o dónde se halla el otro mundo por si le fuere de utilidad. Sí, era Martina. ¿Quién si no?
Aquella noche, Mari de Abando, la vieja, pese a ser bruja reputada, a más de oír los sonidos, sintió la presencia de un espíritu y tuvo miedo. Por eso tomó la mano de Marichu y corrió hacia su casa como perseguida de Satanás. Atrancada la puerta, buscó un frasco de agua bendita que tenía escondido en lo profundo del arcón de sus ropas —más para hacer burlerías con ella que brujerías—, e roció las paredes, sin que le quemara las manos, como hacía siempre en una situación de apuro extremo, consiguiendo alejar aquella presencia, al menos por el momento.
De más está decir que Mari de Abando, la joven —aunque la vieja pretendiera ocultarle los extraños sucesos—, vio y oyó todo, y lo que no vio ni oyó, lo imaginó, pues era lista como una ardilla; por eso le preguntó:
—¿Es Martina?
—¡Sí! —respondió la vieja y aún añadió como si iniciara una lección—: Tendremos que acostumbrarnos a vivir con ella, pues nos ronda una semana ya e no quiere marcharse al otro mundo.
—¡Tengo miedo!
—¡Ah, no! No tengas miedo, hija… Te quiso más que a su vida… Murió por ti, porque quería llevarte con ella. Cierto que no pensó en mí, que fue egoísta y te quiso para ella sola, e no debió actuar de ese modo, que es menester repartir… Máxime cuando tu pobre madre te trajo a mí… Viviremos con ella… Nos acostumbraremos a sus voces y, si alguna vez nos dice claro qué desea y le podemos hacer favor, se lo haremos… No temas porque enojada no está… De estarlo, hubiera levantado galerna, como sólo ella sabía hacerlo, o nos hubiera trocado de lugar, llevándonos una para cada lado, o me hubiera enviado una enfermedad… Enojada no está, quia, niña, que no la habré visto yo hacer vientos y deshacer enseres y trocar personas de un lugar a otro, y mil perrerías…
—Tú también tenías miedo…
—Sí, sí. En un primer pronto sí… Pero ya no… He pensado que daño no quiere hacernos, pues ya lo hubiera hecho… Que, sencillamente, ha deseado indicar su presencia y que no puede hablar claro… La dejaremos estar, que se haga sentir… Tú te imaginas que es un búho, y eso, pues eso…
Las dos Marías se acostumbraron a los sonidos, mejor ronquidos o ronroneos de Martina de Inaxio y, tras los primeros sustos, vivieron con ellos en la penúltima casa del arrabal de Abando. La niña, aprendiendo deprisa, la anciana enseñando a su pupila los saberes de las brujas. Primero lo menudo, luego las grandes magias.