6

Las seseras de Isabel y de Beatriz de Bobadilla se alteraron por la pretendida boda de la infanta con don Fernando, el segundo hijo del rey de Aragón, e de aquella posibilidad hicieron un mundo. En puridad, a más de hacer un mundo, se casaron muchas veces entre ellas. Isabel representándose a sí misma y Beatriz a don Fernando, y a la inversa. Aunque no habían estado personalmente en ninguna boda, preguntaron a las criadas, que les informaron sobradamente de que entraba la novia al son de flautas y tamboriles, vestida de gala, en la iglesia, del brazo de su padre y padrino, y que la recibía el novio en el altar con su madre y madrina. Que el sacerdote impartía el sacramento, y que luego marchaban todos los asistentes a una arboleda o, sencillamente, a la puerta de la casa de la novia, si no cabían todos dentro, y comían hasta la saciedad y bailaban hasta el amanecer bajo la música de moros tamborinos, y si eran ricos los contrayentes durante varios días, y si más ricos todavía, celebraban juegos de toros o cañas o torneos.

Las niñas no quisieron saber más. Tomaron prestada una gorrilla y un tocado de los señores de Bobadilla, los castellanos, y a doña Clara le pidieron unos collares de concha, que a veces se los dejaba para jugar, y le quitaron el pomo de rojete que sedaba en las mejillas para estar más hermosa y un palo de raíz de nogal para pintarse los labios la que hiciere de Isabel. E disfrutaron mucho…

Beatriz cuando hacía de Fernando le decía muy seria a Isabel:

—¡Yo te tomo a ti, Isabel, por legítima esposa y mujer!

E Isabel cuando hacía de Isabel le respondía:

—Yo te tomo a ti, Fernando, como legítimo esposo y marido…

Y se dieron las manos y tuvieron muchos hijos e fueron felices e comieron perdices como en los cantares y muchas otras viandas en aquella realidad que vivían de juguete. Cierto que Isabel, ya fuera la verdadera o la falsa, sufría harto cuantas veces se veía obligada a dejar el castillo de Arévalo y a Beatriz, su mejor amiga, la amiga que recordaría mientras viviere, para ir con su marido al su reino de Sicilia.

—¿Dónde está Sicilia, Beatriz?

—Lejos, Isabel, muy lejos…

—No me quiero separar de ti; si no estuvieras perdidamente enamorada de quién tú y yo sabemos, te pediría que vinieras conmigo…

—¡Oye, niña, que yo no estoy enamorada del hijo del zapatero! Además, mi madre me dice que me casaré con un conde o un marqués…

—¡Vente conmigo! Te prometo que te buscaré un buen marido en la isla.

—¡Me iré contigo, sí… lejos, muy lejos! ¡Las dos cruzaremos la mar…!

A veces, las niñas jugaban con el pequeño Alfonso, a la sazón el heredero del reino, pues don Enrique todavía no tenía descendencia. El infante oficiaba de sacerdote y casaba a las contrayentes, pero estaba poco tiempo con ellas, porque se fatigaba de nada y crecía débil y enfermizo.

Cuando se cansaban de jugar a las bodas de Isabel, las dos niñas se disfrazaban de don Juan Pacheco, el marqués de Villena, y de don Pedro Girón, el maestre de Calatrava, e se vestían con sus mejores galas e revolvían en el azafate de doña Clara e le quitaban perfume, y los imitaban. La que hacía de Pacheco tartamudeaba y se atusaba mucho el imaginario y atildado bigote; la que hacía de Girón hacía una mueca acercando los labios a la nariz, y era muy risible. E lo pasaban muy deleitoso con Pacheco y Girón, que eran de familia de judíos conversos y procedían de un tal Ruy Capón, capón, como un pollo castrado y cebado. Del rey Enrique no quería hacer ninguna de las dos, en razón de que había hecho llorar a la reina. Porque la dama lloraba desde que se había ido, acaso porque quería mejor partido para su hija: el príncipe heredero de Francia o el de Portugal, en vez de un segundón aragonés, y eso que a la pequeña Isabel le parecía bien el dicho Fernando.

Y con estos entretenimientos u otros semejos pasaban el tiempo, estudiando letras, números, música y aprendiendo a manejar la rueca y a bordar y a cabalgar, o yendo a visitar la feria de Medina del Campo dos veces al año con doña Clara. O contemplando a la reina, que no salía de su abatimiento… O escuchando pestes del rey Enrique que, pese a estar casado, gustaba de malas compañías y se rodeaba de judíos, moros —llevaba una guardia mora en su cortejo— y cristianos bullidores, ladrones, viciosos y desaprensivos, que hacían de su capa un sayo en Castilla y en León… Las malas lenguas decían era hombre blasfemo, a más, que no cumplía con los sacramentos ni para Pascua Florida, y otros horrores que se contaban de la futura reina Juana, moza de quince años, que sería la segunda esposa de Enrique —ya que la infanta navarra y él andaban tramitando el divorcio de mutuo acuerdo e con dispensa papal—, y era hermana del rey Alfonso V de Portugal… E, ítem más, los predicadores la emprendían desde sus púlpitos contra los malos tiempos que vivía el reino, a causa del rey y de la reina y, ejecutado Luna, de los Pachecos y Girones, e incluso iban contra el arzobispo Carrillo de Toledo e contra los conversos que judaizaban impunemente. Y anunciaban la llegada del Anticristo y de los Últimos Días… A más que el turco —Dios ciegue al sultán para siempre—, tras conquistar Constantinopla y derrocar al último emperador griego de Bizancio, amenazaba con apoderarse de todo el Mediterráneo y de las tierras de Austria.

Ante tantos desmanes, las niñas, a instancias de las damas, rezaban por los pecados de Enrique y Juana, y a menudo acompañaban a la reina viuda en sus sollozos, como si de otro juego se tratara.

image1.png

Dicho está que la casa de las Téllez de Fonseca se vio asaltada por un clérigo y su barragana. Por un tal Mendo Gutiérrez y por una tal Garcesa, que, a decir de las criadas, era mujer de contentamiento, aunque el dicho la hiciera sacristana.

Catalina, Wafa y Marian, creyéndole hombre de bien, le prepararon una buena habitación con dos camas, una grande y otra chica para su sirvienta, y le agasajaron mucho más de lo que hubieran hecho sus señores con cualquier mensajero, de estar presentes. Estaba de Dios que lo enviaran a las habitaciones de servicio, pero como no tenían costumbre de tratar a gente del clero ni menos a mala gente, le dieron de buena fe lo mejor que tenían e, nada más llegar, guisaron unos trozos de lacón y sacaron el mejor vino. Sin embargo, no tardaron en averiguar que aquellos dos comían con las manos, no utilizaban la tovalla, hacían ascos al aguamanil y traían mucha hambre, por lo que dedujeron que eran dos truhanes. Ella mujer placera y él un malandrín, máxime cuando sacaron unos naipes, seguramente floreados, y quisieron jugar con ellas, sin duda para desplumarlas.

El caso es que ninguna de las tres sirvientas supo qué hacer. Como siempre habían obedecido las órdenes de sus señores y no habían tenido responsabilidades domésticas, no atinaban. E los muy bellacos, que no eran otra cosa, tomaron la mansión e comieron y bebieron lo de las marquesas y yacieron en las camas que les dieron, alborotando e suspirando, como las criadas habían oído que hacían las gentes de vicio, aunque no lo hubieran visto, en razón de que no habían vivido con gente de calaña. ¿A quién iban a acudir las tres criadas?

—Al obispo.

—A don Martín de Vilches.

—Un buen hombre…

—¿Habrá oído hablar de las niñas?

—¡Por supuesto!

—Dos moras no pueden presentarse ante el obispo…

—Pues, ve tú, Catalina…

—¿Yo sola? Siempre tengo que ir sola a todas partes… Al mercado cada día…

—¡Trabucas las cosas, Catalina! ¡Yo te acompaño y te llevo el cesto!

—A sacar agua del pozo vamos nosotras, Catalina.

—Tú pareces la señora y nosotras las criadas… ¿Quién limpia, quién friega?

—¡Los vajillos, yo!

—Nosotras todo lo demás…

—¡Ea, le pediré consejo a mi confesor!

—¡Ten cuidado, Catalina, no nos vayan a quitar a Leonor y a Juana!

No se decidió Catalina a presentarse ante el señor obispo de Ávila, ni a comentar con su confesor las malas nuevas del castillo de Alta Iglesia, no les fueran a arrebatar a las niñas. Pero era menester tomar determinaciones; por eso, tras pensarlo harto, propuso a las moras realizar algunos cambios en la vida diaria de la mansión. En primer lugar, que las niñas salieran a la calle y que salieran mucho, todo lo que no habían hecho hasta la fecha y más. Para que no oyeran cómo holgaban los truhanes en su habitación a cualquier hora del día o de la noche; para que el clérigo no las encontrara en algún rincón o se topara con ellas en la escalera y les hiciera alguna proposición deshonesta o les echara las manos encima, como ya les había sucedido a las tres criadas, incluso a Catalina, que era asaz vieja; para que no se amistaran con la barragana y ella las instruyera en las malas artes del querer, tan relacionadas con los vicios de la carne. En segundo lugar, había que trasladar los dormitorios de las criaturas al piso alto. En tercero, hacer guardias las criadas en el dicho piso por la noche, no fuera a presentarse el cura. Y en cuarto lugar, asistir al sermón de fray Tomás Torquemada en Santo Tomás, hombre de pro, que echaba pestes contra los frailes que tenían barragana; todas, niñas y moras incluidas, aunque luego se desdijo y pensó que mejor las moras esperaran fuera.

Tras ser las disposiciones de la cocinera celebradas por las esclavas como merecían, las pusieron en práctica de inmediato. Y, como quien dice, se hicieron fuertes en el piso alto de la casa; cierto que hubieron de porfiar con las niñas, que ya comenzaban a discurrir y a razonar, y querían dormir en sus camas y no en los viejos catres de la servidumbre que estaban llenos de polvo y posiblemente atestados de chinches, y preguntaron a las criadas si no sería mejor echar de la casa a los dos bellacos y dar por perdido el castillo de Alta Iglesia, ya que ellas, las cinco mujeres, no lo podían defender, y tal vez escribir una carta al señor rey demandándole el paradero de don Juan, el padre desaparecido iba para siete años, en vez de dar cama y posada a un haragán que se decía clérigo y a su barragana, cuando no celebraba misa ni salía de casa a hacer las gestiones que había prometido llevar a cabo ante las autoridades cuando llegó, iba para cuatro meses.

Catalina respondió a las criaturas que ella hacía lo que mejor creía en bien dellas y de la casa, y que no se atrevía a ir al obispo no fuera a correrse el hecho de que dos marquesas vivían con tres criadas sin gobierno de pariente, y surgiera algún primo lejano, algún sinvergüenza, que les quitara el marquesado, las tierras y las rentas, dejándolas pobres de pedir. Las moras aseveraron que era mejor no revolver y esperar a que fueran mayores para que nadie, ni hombre ni mujer, pudiera quitarles lo que tenían de su casa ni separarlas. En cuanto al truhán, sostuvieron que ellas solas no podían echarlo, pues que se iría, si se iba, alborotando, y la barragana más, y adujeron que a toda costa querían evitar una escandalera. Con estos argumentos las convencieron, poniéndoles en la boca la guinda de salir a la calle y recorrer la ciudad de punta a punta o rodear las murallas o llegarse al arrabal de San Nicolás o al río. Las criaturas dejaron de protestar, se aviaron, cogieron sus faltriqueras y unas cuantas blancas que tenían y, contentas como unas pascuas, salieron al mundo, eso sí, bien escondidos sus bracitos mancos en los pliegues del sayo.

image1.png

Cuando Mari de Abando, la joven, regresó del mundo de la fiebre por donde había andado veintiún días entre la vida y la muerte, por haber cogido un pasmo en el lugar donde el Nervión se junta con la mar, lo primero que recibió fue una lametada en el rostro del perro Mot y un sonoro bofetón de la vieja Mari.

En aquel momento la niña hubiera querido tornar otra vez al mundo de la oscuridad pero le fue imposible, en razón de que sus dos madres la habían curado con sus desvelos y pócimas, creyendo cada cual ser la mejor. El caso es que el can se puso a ladrar a las ancianas para que no porfiaran llamándose esto y aquesto, dándole mal ejemplo a su protegida porque aprendía lo que no debía, aunque entendiera que sus dos madres se estaban enfrentando por ella. Sobre todo cuando Martina le recriminó a Mari el bofetón y cuando, después de discutir con ella, se llegó a la cama de la niña, se sentó, le hizo unos arrumacos, le dio besos y la tomó en brazos, dispuesta a llevársela a su casa.

Claro que la otra le preguntó al instante:

—¿Dó vas con la niña?

—Me la llevo a mi casa, que tú no la sabes cuidar…

—¡No des un paso más! ¡Es mía! —gritó Mari de Abando cerrándole el camino.

La dicha Martina se echó a reír a grandes carcajadas e avanzó hacia la puerta. El perro aulló previendo la tragedia y se retiró a un rincón, e hizo bien, pues que la de Abando bramó:

—¡No des un paso más o te mato! —a la par que corría hacia el fogón y agarraba un cuchillo, el más afilado que tenía, y se abalanzaba contra su amiga que, de repente, se había tornado en su mayor enemiga, por esas cosas que hacen las madres o, sencillamente, porque los hijos no se pueden compartir.

Y ya la enemiga repasaba el dintel de la puerta, carcajeándose de las amenazas de la dicha Mari, la muy necia, ignorando que presto dejaría de reír. La otra corrió tras ella a velocidad de vértigo mismamente, como cuando las dos viajaban de Bilbao a Jerusalén en una noche, bien frotadas de untura mágica, y regresaban. El hecho es que la perseguida se trompicó con un pedrusco del camino y cayó de bruces mientras la niña que llevaba en brazos salía despedida, y la perseguidora, que le iba a la zaga, tropezó con la perseguida cayendo sobre ella accidentalmente, pero duplicando el impulso de la caída de Martina, que se clavó un palo en el vientre, y de consecuente expiró, sin encomendarse al señor Satán ni a los demonios sabedores, sobre el tarquín del senderillo, donde se hizo un reguero de sangre.

La otra, la perseguidora, no tuvo una mirada, siquiera una palabra, para Martina de Inaxio, que había sido su mejor y única amiga de muchos años a esta parte. Muy al contrario, jadeante e muy ufana, la Mari de Abando tomó a la pequeña en sus brazos y entró en casa jactándose de la proeza de haber corrido en pos de una ladrona por sus propias piernas, sin hacer ensalmo, sin encarnarse en ave voladora, a sus setenta años cumplidos, e diciéndose que con tan buena salud que había demostrado con la carrera, habría de vivir mil años. Pensando que Martina hubiera podido detenerla y hasta paralizarla con un hechizo, riéndose, en fin, de la mentecatez de su amiga.

Cierto que se le heló la risa cuando la pequeña, echándose a llorar, le preguntó:

—Madre, ¿por qué has matado a Martina?

La bruja carraspeó y contestó:

—La hubiera matado y a eso iba, pero no lo he hecho… He tropezado con ella… Se ha caído e yo iba detrás a la carrera y no la he podido evitar… Tú has visto que se ha clavado un palo en el vientre… Ha sido un desdichado accidente… Las ramas y las piedras a veces entorpecen los caminos y hay que llevar los ojos bien abiertos y el paso justo para poder evitarlas… Además, quería llevarte, niña, te quería para ella sola, cuando tu madre, la Malona, descanse en paz, te trajo a mí… Eres mía, niña, mía, y demasiado la he dejado estar contigo… Y si yo te doy un bofetón, bien dado está, y ella no es quién para reprochármelo… Nunca consentiré que te roben de mi lado, antes muerta, hija… Martina ha encontrado lo que se merecía, por ladrona.

—Pero no se mata, madre…

—Ella era mi amiga, yo nunca la hubiera matado… La perseguía sí, pero a la broma, como te encorro a ti… Si yo te contara… Era ella la que mataba y por dineros… Hacía hechizos a las gentes… muñecos de barro representando figuras, y les clavaba alfileres para producirles enfermedad y dolor; y es más, andaba buscando cuajos de niño muerto en los cementerios… Que una cosa es lo que parece y otra lo que se es. Martina era mala, muy mala… Además —añadió, cambiando el tono de voz y atiplándolo como si estuviera muy contenta—, estaremos mejor las dos solas y, en cuanto pueda, te haré caramelos… ¡Ea, ea, Marichu, anda con Mot, adelántate y saca el tarro de miel de la alacena…!

Pero ya podía Mari de Abando dar caramelos a su niña, que ni una ni otra lograron conciliar el sueño aquella noche ni la siguiente ni las siguientes. Entre otras cosas, porque echaban a faltar a Martina, pues que los afectos, aunque se tornen en odio en momentos de ofuscación, no se pueden acallar, y regresan a la mente del mayor homicida.