En la señera fortaleza de Arévalo la reina Isabel continuó con sus bordados, e, si los dejaba, era para asistir a misa o al Oficio, pues que también le dio por rezar, mismamente como a su señor esposo en sus últimos días. Si abría la boca, era para hablar de cómo salió a su encuentro y la recibió don Álvaro a su llegada de Portugal o de su boda con el rey don Juan celebrada en la villa de Madrigal, y si tomaba la pluma era para escribir a su tía, la duquesa de Braganza, y preguntarle qué nuevas tierras había descubierto el infante don Enrique, pariente de ambas, con acierto llamado el Navegante, pese a que estaba encerrado en la fortaleza de Sagres, en el sur del país. Eso sí, rodeado de cartularios y de hombres sabios en las cosas de la mar, que le instaban a armar unas naves, diez, veinte, treinta, para llegar al Catay.
E con noticias del reino de Portugal e suposiciones sobre el Catay y otros mundos, e con otros dichos que le llegaban del reino de Castilla y de su hijastro, y de la mujer de su hijastro, la desdichada reina Blanca, Isabel exclamaba:
—¡Ay, Señor…!
E con los paños de bordar y en perenne melancolía se sucedían los días y las noches en el castillo de Arévalo. Los del invierno bajo un frío gélido, los del verano bajo un sol despiadado.
La infanta Isabel mejoró sensiblemente, no de cuerpo, pues no padecía ningún defecto físico y era hermosa como las estrellas del cielo y tenía unos ojos como luceros, sino de ánimo, pues que encontró a una amiga en la fortificación. Una niña de su misma edad, llamada Beatriz de Bobadilla, hija del castellano, con la que hizo amistad duradera.
Y con ella jugó a padres y madres, a amos y criados, a encantadores, a caballeros y damas, a judíos, al tira y afloja, a la comba, a la pelota y al corro. A la par aprendió los números, las letras del abecedario, hizo los primeros palotes y comenzó a sumar, a leer, a escribir y a comprender lo que leía y escribía. Ambas recibieron lecciones de doña Clara Alvarnáez y de los frailes franciscanos de la localidad, y las atendieron con mucha aplicación durante largas horas. Lo cual no fue obstáculo para que algunos días anduvieran hasta la ermita de la Lugareja, o más lejos, hasta la de la Caminanta, en busca de un nido de calandrias. Otras veces se llegaban hasta la feria de Medina del Campo para contemplar en la plaza de San Antolín a los cambistas de moneda, a mercaderes extranjeros, a moros y judíos; o, en otro orden de cosas, ovejas laneras, caballos andalusíes, vacas francesas, telas de Constantinopla, gemas y piedras preciosas de Oriente, deteniéndose sobre todo en los tenderetes de refrescos para beber un vaso de clarea, o en los de golosinas, donde doña Clara, u otra dama, les compraba un puñado de caramelos de anís o unas almendras dulces o unos amarguillos, eso cuando había dinero, pues muchas veces el rey don Enrique intervenía las rentas de la reina viuda demorando el pago, y los moradores del castillo de Arévalo pasaban estrecheces.
Un día, a sobretarde, llamaron a la puerta de la fortaleza tres caballeros, muy bullidores dos de ellos, gritando:
—¡Paso al rey!
E, claro, en el castillo fue el jaleo. La reina dejó de bordar. Las damas se apresuraron a aviarla para la ocasión y a vestirse ellas. Los guisanderos avivaron el fuego del hogar. Los despenseros corrieron hacia los corrales para acopiar pollos y huevos. El copero bajó a la bodega en busca del mejor caldo. Los pinches de la cocina se apresuraron a matar doce pollos y otros tantos palomos. Los camareros se afanaron descolgando los reposteros del gran salón del castillo y poniéndolos sobre las mesas, sacando las tovallas de las arcas, los aguamaniles y la vajilla de plata de la reina. Otros domésticos retiraron la paja vieja del suelo del salón y echaron heno nuevo e encendieron las dos chimeneas y varios braseros, pues que en el aposento, que no se utilizaba, hacía un frío del demonio. Y en el patio de armas, los mozos ayudaron a descabalgar al señor rey y a sus compañeros, y se llevaron los caballos a las cuadras.
En las habitaciones de la reina se supo que había llegado el rey Enrique, acompañado del marqués de Villena y del hermano de éste, don Pedro Girón. Las damas se dieron prisa con la vestimenta de la señora e incluso sacaron de un arca el precioso manto con ribetes de marta cebellina que le regalara el rey don Juan para sus bodas, e le instaron a que se lo pusiera por el frío que haría en el gran comedor, pero la dama lo desechó, pues que era de color bermejo y oro, y ella, dijo, nunca se quitaría el luto, e habló de teñirlo, pero las camareras le quitaron la idea de la cabeza, pues que era disparate teñir tan magnífico brocado. El caso es que la reina eligió una esclavina que no tenía ningún adorno y corta, además, con lo que le abrigaría poco, ante el disgusto de sus camareras, que hubieran querido verla más ataviada, pero hizo bien, que ya sabía ella lo que se hacía.
Mientras se asaban las aves, en las cocinas los guisanderos trabajaban a ritmo frenético, azuzados por Gonzalo Chacón. Para entretener al regio visitante prepararon pequeños platos de aceitunas, pescados ahumados y en salmuera, galletas saladas, mermeladas de frutas, y, rezongando, frieron los higadillos de los pollos y palomos en aceite, vive Dios, en todo el aceite que quedaba en el último cántaro que había en la cocina, porque el rey era tacaño, como va dicho, y le preguntaron a don Gonzalo Chacón con qué guisarían mañana.
Acabadas las faenas, puestas las mesas, aderezadas las aves, llamados los comensales, postrada de hinojos la reina viuda ante el señor Enrique y saludados los otros dos, después de que el rey diera silla a todos, en las cocinas y en el castillo se comentó la mala presencia del soberano. Que llevaba sucios los borceguíes, la barba mal atusada, una veste que más parecía hábito de franciscano, llena de manchas, y, ay Jesús, aquellos ojos de color azul intenso que se extraviaban, que tenían como vida propia cada uno, e que no respondían a los movimientos oculares propios de la especie humana y, ay, aquellas cejas tan tupidas que formaban bucles, y el cabello que lo llevaba lacio y sin rizar, mientras sus dos amigos vestían como cortesanos… Y se preguntaban a qué habría venido a Arévalo.
Los señores hicieron aprecio a las viandas y se comieron los entrantes, los doce pollos, los palomos y los postres entre los tres, pues que doña Isabel apenas probó bocado, temiendo lo que su hijastro habría venido a decirle: que le quitaba Arévalo, Madrigal o Soria, porque se las había dado en merced a otro, dejándole acaso un cuarto de las rentas de ellas, o a pedirle que le prestara las joyas que ella tenía para empeñarlas a los judíos y pagar de ese modo su separación de la reina Blanca y sus bodas con doña Juana de Portugal, o Dios sabe qué. Y, muy lúcida de mente en aquella ocasión, se preparó para lo peor.
Don Enrique, sin embargo, había venido a muy otro negocio y le manifestó su intención de casar a la pequeña infanta Isabel con Fernando —segundo hijo de don Juan de Aragón, el gobernador y heredero del rey don Alfonso V, que andaba en Nápoles, habiendo delegado su autoridad real en su hermano—, niño de cinco años, para hacer alianza con él… Pacheco y Girón convinieron en que era buen partido, pues como hijo segundo del futuro rey, heredaría un reino, el de Sicilia por ejemplo, como venía sucediendo con los segundones o bastardos aragoneses, y que sería rey, y la niña, reina. Todo un partido, un gran matrimonio, y lo que acabó el marqués diciendo:
—Mejor que el que pudieran esperar vuestra alteza y la niña.
—¿Qué sabes tú lo que pueden esperar la viuda y la hija del rey don Juan, Pacheco? —cortó la reina enojada.
—Perdone, vuestra alteza, que yo quiero todo lo bueno para vos y para vuestra hija —respondió el marqués, sonrojándose.
—¡Qué has de querer tú, tú quieres para ti!
—¡Pardiez, señora, me juzgáis mal…!
—¡Ténganse todos…! —cortó don Enrique que, según se decía, por no oír discutir a las gentes era capaz de regalar el reino a cachos.
Y lo que acabó comentando la reina con sus damas fue la conveniencia de la propuesta que le hizo su entenado, aunque le cogiera por sorpresa e no contestara de primeras, pues le dijo que lo pensaría e, hincada de hinojos en el suelo, besó sus manos deseándole parabienes en la guerra que estaba dispuesto a emprender contra el rey moro de Granada, e se retiró.
E, naturalmente, la infanta, que había visto comer a su hermanastro escondida detrás de un cortinaje, supo que aquel negocio iba con ella.
A los seis años, Leonor y Juana —siempre Leonor en primer lugar, porque las moradoras de la casa de la calle de los Caballeros nombraban primero a ella y luego a Juana, pese a no corresponderse con el orden del alfabeto, quizá porque Leonor era membruda y Juana lambrija—, tras pasar el sarampión a la par, presentaban aspecto demacrado.
Catalina regañaba a las ayas, les decía que las niñas no tomaban el sol y les recriminaba no sacarlas a la huerta, cuando el sol y el aire son tan necesarios para que crezcan las plantas y para que la vida haga más vida. Que las tenían presas… Ella de niña había corrido y andado por los campos de Dios como un muchacho, criándose fuerte y sana, y en cambio las gemelas, pobres niñas… Una alta y desgarbada, y la otra tan menuda que más parecía que se habría de romper o que se la llevaría una volada de aire, pero las dos con mala color de tanto estar encerradas. E, cuando las moras le echaban en cara que la huerta no era tal, sino una selva plagada de malas hierbas que nadie la cuidaba, y que se trompicarían las niñas, ella se ofrecía a sacarlas de casa, a llevarlas a los tenderetes que armaban los mercaderes en la plaza Mayor a comprarles lamines o a acercarlas al río para que vieran un poco de mundo y sobre todo tomaran el sol en su plenitud, e sintieran el frío y el calor en su ardor, y que no estuvieran siempre resguardadas en las habitaciones del palacio de la calle de los Caballeros.
Las moras esgrimían buenos argumentos: doña Leonor, la madre, no había dado instrucciones antes de morir sobre qué hacer con sus hijas. Además, si las sacaban a la calle, las mirarían las gentes, las verían mancas, harían comentarios, posiblemente groseros, y los niños, tan crueles como son, les harían burla y reirían de su disminución. Y no. Nunca doña Leonor, descanse en paz, hubiera consentido que ningún nacido, por alto que fuere, hiciere burla del fruto, de los frutos, de sus entrañas, ni menos lo hubiera permitido, de vivir, doña Ana, la abuela, que era mujer asaz brava. Y respondían a aquella cocinera metomentodo que no era la tutora de las niñas ni la mayordoma de la casa, y la enviaban con viento fresco a la cocina a preparar la comida o la cena, o más lejos, a buscar a los caballeros con los que ajustó una buena suma de dinero para que encontraran al señor marqués. Iba para seis años y no había regresado a la casa de sus antepasados, ahora de sus descendientes. Y eso, pues eso.
Y salía Catalina maldiciendo:
—¡Peste de moras!
Y ellas le devolvían la maldición hablando bajo. Y, en una de esas discusiones, mientras las niñas estaban haciendo las sumas que les había mandado Wafa, sucedió que un hombre asonó la aldaba de la casa, y las tres habitadoras adultas se sobrecogieron. Las dos Téllez, en un primer momento, no se enteraron de que llamaban a la puerta, pues estaban riñendo entre ellas, enzarzadas cuerpo a cuerpo, tirándose los cabellos por alguna nadería, como suelen hacer las hermanas, pero presto oyeron voces en el zaguán y allí se personaron también.
Las criadas —después de mucho dudar en razón de que en seis años, seis, apenas habían llamado a la aldaba salvo los arrendatarios para San Miguel de septiembre a entregarles las rentas de las tierras, y ni un alma desde el médico que curó el sarampión a las niñas— habían dejado entrar a un cura que no venía a vender bulas o indulgencias, sino que decía traer noticias para don Juan Téllez. Se quedaron con él en el zaguán, pues que las habitaciones nobles de la casa estaban cerradas y sin limpiar porque ellas demasiado tenían con atender a las niñas. Le ofrecieron asiento y una copa de vino al hombre, y a una seña que les hizo él, se sentaron en los bancos que allí había. E empezó a hablar aquel sujeto de esta guisa:
—Vengo de Alta Iglesia de parte del señor párroco para decirle al señor marqués que unos indeseables han tomado el castillo…
—¡El señor marqués no está, se fue a la guerra contra moros!
—¡Hablaré con el mayordomo!
—¡No hay!
—¿No hay? ¿Quién manda aquí?
—¡Aquí mandamos nosotras tres!
—¿Tres mujeres?
—Sepa su merced que a falta de varón mandan las mujeres…
—¿E las hijas, dó están?
—¡Son pequeñas!
—¿Con quién hablo pues?
—Con nosotras… Diga, su reverencia, lo que haya venido a decir a esta santa casa…
E iba a volver a hablar el cura, cuando se abrió lentamente la puerta del patio interior y aparecieron las cabecitas de Leonor y Juana. Catalina las llamó e hizo que besaran la mano del clérigo. Wafa sentó a Juana con ella, porque era suya, y Marian hizo lo mismo con Leonor, por lo mismo. Y después de esperar a que el visitante apurara dos, tres, copas del buen caldo que le sirvió Catalina, una tras otra hasta vaciar el jarro, escucharon atentamente:
—Unas gentes… Unas malas gentes, han tomado el castillo de Alta Iglesia y se han hecho fuertes en él, arrojando a los soldados y servidores del marqués, e pretenden cobrar las rentas de la población y parte del diezmo de la iglesia… Han tirado a dos guardias por las almenas. No obstante, a los que se han querido ir buenamente, les han dejado llevar sus talegos…
—Don Juan, nuestro señor, no está… Deberéis acudir al rey don Juan para que haga justicia a estas niñas y les torne lo suyo…
—Don Juan murió va para dos años, el rey es don Enrique, su hijo, dicho el cuarto…
—¡Ah! —exclamó Catalina mientras las moras movían la cabeza, también sorprendidas.
—Si don Juan Téllez está en la guerra —terció Wafa—, don Enrique tendrá que defenderle y guardarle lo que es suyo…
—¡Aquí el que no corre, vuela, morica! —dijo el fraile y le hizo un mohín a Wafa, que se quedó muy extrañada y otro tanto las otras dos mujeres—. Yo arreglaré este negocio, hijas, yo pondré pleito ante el señor rey y la justicia de Ávila y, si es menester, en la de Valladolid para que el marqués recupere el castillo de Alta Iglesia. Preparadme un aposento con una cama grande para mí y otra pequeña para mi sacristana… E tú, morica, dile a la moza que pase, que la he dejado fuera… E buscadle unas ropas y otras a mí, e preparad vianda que hemos hecho un largo viaje, e sacad vino del bueno…
Oído lo anterior, la pequeña Leonor le preguntó a Catalina en un aparte:
—¿Este hombre y su mujer van a vivir con nosotras?
—Eso parece —le respondió la cocinera haciendo un gesto de impotencia.
Leonor y Juana se miraron entonces, y en sus ojos brillaba el primer albor de la malicia.
Martina de Inaxio tardó una hora, acaso dos, en contrahacer el virgo de una doncella necia. Tuvo que porfiar con ella, en razón de que la moza no quería dejarse hacer entre las piernas, haciendo gala de pudibundez delante de su madre, la panadera de Barrencalle la Yusera de Bilbao, cuando no debió hacer ascos al hombre que la desvirgara. El caso es que en aquel tiempo, una hora, acaso dos, como estuvo tan ocupada, no habló con la pequeña Mari y ni siquiera echó una mirada a la pata de la cama. Claro que en cuanto desaparecieron las dos mujeres, llamó:
—¡Marichu, Marichu! —y como la niña no contestaba hizo otro tanto con el can—. ¡Mot, Mot! —que, vaya, tampoco respondió.
Volvió a llamar con voz atiplada, la que ponía cuando se dirigía a la criatura, y nada. Y claro, corrió hacía la cama, preguntándose cómo, pardiez, habría podido soltarse de la cuerda; levantó el cobertor y el plumazo, miró debajo y, ay, ay, no encontró a Marichu ni al perro, y le dio un vuelco el corazón. Le vino sofoco y hubo de sentarse en el camastro a la par que se hacía aire con las manos en la cara y, algo más serena, repitió la operación, salió a la puerta, se llegó al camino y gritó haciendo bocina con las manos, pero tampoco obtuvo respuesta. Anduvo corriendo por allá, llegóse al bosquecillo, al manantial y, sin aliento, tornó a su casa para volver a revisar hasta en el arca donde guardaba sus ropas, sin encontrar a la niña ni al can. Entonces comprendió que los dos se habían marchado. Cierto que se dijo que tal vez estuvieran con Mari y, algo más calmada, se echó una manteleta por los hombros y se encaminó hacia la penúltima casa de la anteiglesia de Abando.
En ésas, Mari de Abando, al terminar de vender un hechizo de amor a un mozo y tras embolsarse los dineros que le había dado, salió a la puerta de su casa, respiró hondo, olió el aroma de los prados, tornó a buscar un capillo, volvió a salir y se encaminó a casa de Martina para recoger a Marichu, rezongando de que su amiga la quisiera siempre con ella cuando no era suya, cuando niña y can eran suyos, de Mari de Abando, pues que la Malona quiso dejárselos y a morir a su puerta fue. Aún no había andado cien pasos que sintió un pálpito e observó un ave, una lechuza quizá, pues había ya poca luz, que se precipitaba hacia ella y se asustó, retrocediendo bruscamente y no entendió, pues se ofuscó, que el bicho tal vez le hiciera señales, e lo espantó con las manos. Se detuvo luego para tomar aliento, clamando:
—¡Marichu, Marichu!
E oyó una voz, que no era la de la niña, sino la de Martina que venía, arrebatada, hacia ella. Se encontraron las dos viejas en la fuente de Ibarrati y se abrazaron. Nada más verse las caras que traían, supieron que las dos buscaban lo mismo: a la niña, que había desaparecido sin decir palabra y sin dejar rastro. Y, en vez de analizar con la mayor serenidad posible su angustiosa situación, consuelos previos, se pusieron a reñir como mujeres bajas que eran, e hasta se tiraron del cabello. E la Martina se revolcó por la tierra, gritando mismamente como si estuviera en una junta de brujas e, a más, arrojó conjuros a los cuatro vientos. E, malhaya, como echando encantos no tenía parangón, que Mari bien lo sabía, ah, levantó galerna en toda la ría del Nervión.
Las ventanas crujieron en la villa de Bilbao y sus arrabales, cayeron tejas de las casas, murieron muchas gallinas, ladraron los perros como pidiendo piedad; los hombres y las mujeres que, dada la hora, dormían, se arrebujaron bajo las mantas, santiguándose; las barcas del embarcadero se hundieron por las corrientes y contracorrientes; una espesa lluvia lo anegó todo, e las dos brujas de la fuente de Ibarrati fueron zarandeadas por los malos vientos.
Eso hasta que Mari de Abando, que en aquel funesto momento era la única persona sobre la faz de la tierra sabedora de lo que estaba ocurriendo, exclamó: «¡Jesucristo, sálvanos!». Y, a poco, remitió el temporal que tan neciamente había convocado la dicha Martina de Inaxio, reprochable, además, porque sin duda la que más había sufrido esa tempestad había de ser la niña que andaba en lo más oscuro de la noche y bajo una terrible galerna, perdida en el bosque.
Bien que pudo la dicha bruja de Abando echar un conjuro contra la tempestad, que sabía eso y más, pero optó por nombrar a Dios, la vía más rápida y segura para deshacer un hechizo. Y eso, se fueron calmando los vientos, y ellas dieron voces y hasta pensaron en llamar a alguna reputada colega que viera lo lejano y que ejerciera en los alrededores. Cierto que, entre propuesta y propuesta, cruzaron varios insultos pues ni por un instante dejaron de porfiar.
—¡Necia!
—¡Botarate!
—¡Maldita bruja!
—¡Pendeja!
Tras muchos reproches y cientos de palabras malsonantes, decidieron buscar ayuda. Manejaron varios nombres y convinieron en el de la bruja de Ataún, toda una autoridad, que no en vano había sido reina de aquelarre múltiples veces.
E iban andando, andando por el camino del mar, mirando hasta debajo de las piedras, algo más serenas, y estaban en convocar a la dicha bruja. En esperar a que amaneciera, a que las gaviotas, que se habían refugiado en las oquedades de las rocas cuando rugió el temporal, salieran de sus escondites para llamar a una de ellas y decirle que fuera a pedirle a la sortiña de Ataún que les hiciera favor y viniera a ayudarles, prometiéndole el oro y el moro, en razón de que habían perdido una hija.
Pero no fue necesario, porque al llegar a la barra de la ría del Nervión con la mar Cantábrica oyeron ladridos, los de Mot, que, sintiendo su llegada, no sólo las llamaba sino que corría hacía ellas, y las llevaba al lado de la niña, que, vive Dios, después de una noche al raso y bajo una fuerte galerna, había cogido un pasmo, lo menos que pudo sucederle a una criatura de cinco años. ¿O había cumplido ya los seis?