4

El día de San Eugenio de 1453, la reina Isabel alumbró a un varón que fue bautizado con el nombre de Alfonso. Otra vez delante de tres notarios, dos vecinos de la villa de Madrigal, dos parteras —las mismas que habían traído al mundo a su hija mayor, la infanta Isabel— y varios parientes.

Hubo grandes alegrías en palacio y en la población por el niño. Porque el príncipe Enrique, el heredero del rey don Juan, andaba pidiendo divorcio a Su Santidad el Papa y, según comadres lenguaraces, alternando por los burdeles con mujeres comunes a muchos y, según comadres de lengua de víbora, con maricones, brujos, borrachos y otra gente culera. Y sucedía que, en razón de esta situación vital del príncipe tan desastrosa, un día tal vez, después de diez, veinte o treinta años —los que Dios tuviera a bien mantener con vida al rey Juan y al futuro rey Enrique—, el recién nacido tal vez llegara a ser soberano de Castilla, y la afortunada madre, madre de rey.

Don Juan II se complugo. El Señor Jesucristo también, en razón de que dio a los señores reyes un hijo bellísimo, tan hermoso como su hermana y con los mismos ojos.

E ocurrió que doña Isabel, la reina, tras la parición no pidió un paño para bordar ni se amohinó, ni devino en lunas ni se mostró disgustada con la crudeza de la Ley para las reinas parturientas; al revés, se mostró gozosa y alegre y con ella el palacio todo. Ella misma eligió el nombre de Alfonso para el recién nacido, le buscó nodriza, le hizo mil arrumacos y dejó que su pequeña hija le hiciera otros tantos, siempre con la sonrisa en la boca. También escribió de su propia mano a su tía la duquesa de Braganza, contándole la buena nueva con todo detalle. Cierto que se conoció que en la misiva le habló de don Álvaro de Luna, asegurándole que el noble acabaría, presto, en el cadalso, pues un tribunal de Valladolid, especialmente constituido para juzgarle, le estaba acusando de mil horrores.

Visto lo que había, las damas de la reina se preguntaban por qué estaba tan contenta, si por haber parido un varón o por la marcha del proceso contra el condestable. No obstante, pese a tales dudas, todas disfrutaron de los buenos tiempos, pues les resultaba muy penoso tener a la señora alunada y negándose a beber la genciana que le procuraba cierto alivio, y naturalmente se holgaron a la par que ella.

Mientras el rey vacilaba si recibir a don Álvaro o no recibirlo, doña Isabel no se separaba de su marido, y tanto estaba a su lado cuando salía a cazar con el halcón o de montería, o jugando a tablas, o leyendo un códice o despachando asuntos de gobierno, recordábale que don Álvaro era un mal hombre, homicida incluso, que había andado por reinos que no eran suyos como si lo fueran. Es más, creándose enemigos con su arrogancia, tan desabrida y torpemente que hasta los conversos de Valladolid, que tan amigados habían estado con él, ya estaban en su contra. Y no le permitía dudar al rey… Le decía que, como todo hijo de vecino, o de rey, en sus reinos debería someterse a la sentencia de los jueces que también era la del pueblo, pues ¿acaso los villanos no vitoreaban a los miembros del tribunal y al fiscal, y abucheaban y hasta corrían a los letrados del condestable?

—¡Sí, mi señor don Juan, sí! ¡Las buenas gentes piden la cabeza de don Álvaro! ¡Es preciso enmendar sus demasías!

—¡Ah, Isabel, parece que me estás conjurando en nombre de Castilla! No es tal, no es tal… ¡Tente, mujer!

—¡Yo te conjuro, mi señor en nombre de Castilla! ¡No le recibas nunca! ¡No le des perdón cuando el tribunal falle que es culpable…! —Tal gritaba la dama e lloraba.

—¡No me digas lo que he de hacer…!

—¡No intentes influir en el tribunal…!

—¡No te atrevas a influir tú, señora!

—¡Nunca lo haría, señor!

—¡Tengo oídos… me vienen con cuentos…!

—¡No te olvides que don Álvaro intentó envenenarme…!

—¡Eso es falsedad!

—¿Falsedad? ¡Te recuerdo que arrojó a un buen hombre por la ventana y por eso se le juzga…!

—¡Déjame…!

—¡Adiós, señor!

Cuando el rey supo de la condena a muerte de don Álvaro de Luna, las gentes dijeron que derramó amargas lágrimas, máxime en el momento de ratificar la sentencia, llegando incluso a mojar el papel. Acaso lo haría en silencio o a escondidas, porque en el palacio de Madrigal no se pudo constatar semejante dislate. La reina y los nobles celebraron la noticia con una gran comida, y la población corriendo antorchas por la villa.

Del palacio real partieron varios correos a Valladolid, unos antes de la ejecución del señor de Luna, condestable de Castilla, maestre de Santiago y conde de muchos lugares, y otros después. Volvieron hablando de que se estaba levantando un patíbulo a toda priesa en la plaza del Ochavo, extramuros de la primera cerca, de que ya habían instalado el tajo en el suelo y el crucifijo en un altarcillo, y que habían ornado el paramento con tafetán de color negro.

A la tarde del 2 de junio de 1453, se conoció en Madrigal por boca de los mensajeros que fueron testigos presenciales de la ejecución, que Valladolid había estado tomada por infinita gente, vestida de domingo: hombres y mujeres de oficio, labradores, hidalgos, prelados y algunos nobles. Que, al son de la trompeta y al repique de los tambores, había salido de la cárcel de la Audiencia una apretada compaña: heraldos en traje de gala, dando a los vientos los homicidios del reo, una tropa de soldados alineados en fila de a dos, y ya sobre una mula torda, el condestable. Impertérrito el gesto, muy embozado en la capa del uniforme de maestre de Santiago, dejando ver bien la venera de la Orden, mirando a la lejanía, con su capellán llevando la brida de la cabalgadura, y haciendo oídos sordos a las imprecaciones de la multitud.

E dijeron que la comitiva llegó a la plaza del Ochavo, e que el reo descabalgó, e que dirigió una mirada a todos los que le miraban. Una mirada que no quería decir nada, pues que ni mostraba temor ni dolor ni orgullo ni desprecio a las gentes o compasión ni menos de sí mismo. Que subió las escalerillas con majestad, el manto revuelto en el brazo diestro, la cabeza alta, la espalda erguida, el paso firme, y que, buscando con sus ojos al verdugo, que llevaba ropas bermejas, miró cara a cara al sayón. Mismamente como luego miró en derredor, algo más avispados los ojos, quizá por ver si venía algún mensajero del rey con su perdón e, viendo que nadie se hacía paso entre la multitud, volvió a contemplar el gentío. Se detuvo ante las autoridades, que estaban sentadas en un tablado, les hizo una airosa reverencia, como sólo él las hacía en el reino, pues era hermoso y como ningún hombre tenía galanura, e se llevó las manos al pecho. Un rumor de benevolencia corrió entre la muchedumbre, que apiñó su corazón y afloró lágrimas, pero en esto volvió a asonar la trompeta, e don Álvaro dio su gorrilla y su capa al paje que lo acompañaba, e las manos al verdugo para que se las atara, e habló. Deseó parabienes a los señores reyes y a Castilla toda.

En la plaza se hizo un espeso silencio.

El maestre besó el crucifijo que le tendía su capellán, confesó brevemente y, arrodillándose, colocó su cabeza en el tajo. La espada del verdugo cortó el aire y la cabeza del condestable. En la plaza el silencio duró varios minutos. Cuando el gentío rompió en vivas al rey don Juan, algunas mujeres se santiguaron y comentaron entre sí que había muerto el más bello galán de Castilla, Dios le haya perdonado.

La reina se holgó con la noticia; el rey no, al contrario. En el año y poco más que vivió, se estuvo reprochando la muerte de don Álvaro de Luna, de su gran amigo y compañero, de aquel gran hombre merced al cual pudo vencer en la batalla de Olmedo a los infantes de Aragón, y ni su esposa fue capaz de consolarlo. Por eso, a los quince días del ajusticiamiento del valido, abandonó Madrigal y se marchó a Valladolid —donde le dio beata—, a contemplar con sus ojos el escenario del crimen, tal dijo, y ante semejantes palabras doña Isabel volvió a pedir a sus meninas tela y bastidor para bordar. E hizo que le dieran otro tanto a su pequeña hija, para que se estuviera quieta y, vive Dios, callada, que no paraba de parlotear.

E la víspera de Santa María Magdalena de 1455, el rey don Juan dio el ánima a Nuestro Señor. A decir de muchos murió de pena y reconcomido por su conciencia, por haber cedido a las presiones de una esposa y de un tropel de vasallos, en fin, por no haberse opuesto al tribunal de Valladolid que sentenció a muerte a su amigo más querido, la gala de Castilla, y ni la fortuna del ejecutado, que enriqueció sensiblemente las arcas reales, le consoló.

La soberana se personó en aquella ciudad para presidir las exequias por el alma de su esposo, derramando infinitas lágrimas. Entre los llantos del pueblo por el fallecimiento de don Juan, el segundo, y las alegrías por el advenimiento de don Enrique, el cuarto, rindió pleitesía al nuevo rey, su hijastro, y le deseó ventura y largo reinado. Desechó su invitación para quedarse a vivir en la corte, ajustó con él la cuestión de sus rentas, y ya se disponía a regresar a Madrigal, pero sus camareras le propusieron ir un tiempo a Arévalo, que era también villa suya, nada más fuera para cambiar de aires y que convaleciera y le remitiera la melancolía. La viuda aceptó y se encaminó a aquella población con un niño de cuna, una niña de cuatro años, doscientos soldados y cierto número de sirvientes.

image1.png

En las cocinas de la casa de la calle de los Caballeros fue donde Leonor y Juana Téllez de Fonseca, las dos marquesitas, mancas, de Alta Iglesia, oyeron hablar por primera vez de tesoros. Porque a la anochecida se reunían las mujeres, en torno al fuego en el invierno y en el verano en el patio del pozo —mejor hubieran estado todas en la huerta, que, sin cuidados, se había llenado de hojarasca—, y las dejaban estar con ellas hasta tarde, y hablaban y se contaban cosas, sus cosas.

De cómo llegó Catalina a la ciudad sin una blanca, huyendo de los palos que le propinaba su padre, ¡malhaya!, y la madre del señor don Juan, la abuela de las niñas, la tomó de pinche de cocina cuando no tenía informes, porque se lo pidió en la calle en un momento en que la rodeaban diez o doce damas, todas portando antorchas. De cómo la señora le miró los dientes por ver si estaba sana, la hizo asear y le dio ropa y, ay, qué gran señora, hasta un trabajo y una paga le dio.

—Doña Ana, vuestra señora abuela, hijas mías —decía mirando a las niñas a los ojos—, era santa… Una santa… Salía a la calle con diez camareras, una con un cofrecillo con dineros, e iba dando e vestía a pobres y tullidos, e también hacía limosnas a conventos… Mi señora doña Ana… ¡Dios la tiene con él, de no ser así que me muera ahora mismo, que no puede ser de otra manera…!

—¡No digas esas cosas delante de las niñas —la interrumpía Wafa—, que luego preguntan qué es la muerte y tienen miedo!

—¡Cállate, maldita mora…!

—¡No maldigas delante de las niñas, Catalina —atajaba Manan—, que aprenderán malas palabras…!

—¡Callaos, pardiez…!

—¡No se dice pardiez! —intervenía Juana.

—Si hablas mal, Catalina, yo también hablaré mal —amenazaba Leonor.

—¡Oh, dispénsenme sus señorías…!

—¡Sigue, sigue…!

—Doña Ana tenía buenas palabras para todos los servidores de la casa, que hubieran dado su vida por ella… Yo, la primera, besaba el suelo que ella pisaba y no es cuento, hijas, es verdadero… Y, a no ser porque don Juan, vuestro señor padre, no está, que se ha ido a luchar contra los moros de Granada, pues que es un gran capitán, niñas mías, a los altares subiría a mi señora, que fue mujer de prendas e la caridad hecha persona, pues vuestro señor padre se ocuparía de iniciar el proceso de beatificación. ¡Pena que no esté para ocuparse de vosotras y para arroparnos a todas!

Otras veces tomaba la palabra Wafa, que, ay, Señor Jesús, decía ser mujer libre y noble de una tribu beréber del norte de África, que fue hecha prisionera por unos piratas cuando era niña y toda su familia iba a embarcarse en el puerto de la ciudad de Orán en un bajel, rumbo a La Meca para hacer la peregrinación y cumplir el precepto del Profeta, Alá lo tenga en el Paraíso. Y decía:

—Íbamos toda la familia: las cuatro mujeres de mi padre don Alí ben Berka —ponía énfasis al pronunciar el nombre de su progenitor por si les decía algo a sus interlocutoras—, sus doce hijos varones, sus ocho hijas, yo entre ellas…, y llevábamos un arca llena de oro para pagar el pasaje, y una comitiva de treinta personas entre soldados y sirvientes… Un día, paseando por una playa, nos demoramos corriendo por la arena y, casi de noche, vimos un barco muy grande que nos hacía señales con una linterna… E mi hermano mayor, el heredero del linaje, dijo que la nave se estaba hundiendo e corrió hacia la orilla del mar, para ayudar o qué se yo, que era necio mi hermano… E vimos cómo los del barco arrojaban un bote e venían hacia nosotros remando aprisa… E otro hermano mío, la mar de necio también, sostuvo que los del bajel serían comerciantes y vendrían a vendernos algo… Y las esposas corearon que tal vez trajeran collares de perlas de buen Oriente, y se holgaron e asonaron sus faltriqueras, dispuestas a comprar joyas o ricas telas… En eso estábamos, mirando, curiosos, e no oímos que un hombre —mi padre— nos llamaba de lejos… E arribó la barquichuela a la playa e nos acercamos, y al instante observamos con pavor que los tales mercaderes eran piratas e, aunque todos echamos a correr, me cogieron a mí que era muy chica, de cuatro o cinco años, e me llevaron con ellos… E luego quisieron trocarme por el tesoro de mi padre, por el cofre de los dineros, pero él no debió de aceptar el trato, tal vez pensando que ya tenía suficientes hijas… No sé… Me cautivaron aquellas gentes e me llevaron a Galicia, a Santiago de Compostela, al palacio de Fonseca…

—¿A casa de nuestra madre? —preguntaba Leonor.

—¡Sí!

—¿Quién vivía en aquella casa, Wafa? —quería saber Juana.

—Vuestros abuelos maternos… Don Luis y doña Margarita… Dos grandes señores… Los padres de vuestra señora madre, la muy magnífica señora doña Leonor de Fonseca y Frías…

—¡Ea, niñas, que se ha acabado la candela…! —interrumpía Catalina.

—¡A dormir!

—¡Los cuentos valen hasta que se acaba la vela, ea, ea…!

—¡Siempre lo mismo —se quejaba Leonor—, siempre que Wafa va a hablar de nuestra madre o Marian de nuestro padre nos mandas a la cama, Catalina…!

—¡Vosotras habéis tenido padre y madre, pero nosotras no, y queremos saber de ellos…!

—¡Nosotras tampoco hemos tenido padre ni madre desde bien chicas…!

—¿No?

—¡Ea, ea, a la cama, mañana más!

Y mañana u otro día hablaba Marian:

—Yo, niñas, nací en una ciudad que no en ésta, me compró vuestra abuela a un mercader… Fui hija de otra esclava, pues que esto de la esclavitud se transmite de padres a hijos del mismo modo que las fortunas, las deudas o los pecados de las familias, e siempre viví aquí. Primero de doncella de doña Ana, después de doña Leonor y ambas me tuvieron mucho aprecio. Doña Ana por tener a su único hijo en mis brazos y acunarlo cuando era niño de teta, y doña Leonor por haber hecho lo mismo con el que luego sería su esposo…

Y para suscitar el interés de las niñas que a sus cuatro años cumplidos querían saber a todo trance qué contenía el cofre de don Alí, el padre de Wafa, Marian les hablaba del tesoro de los Téllez que, vaya, también trataba de un cofre y de un moro, rey para más señas. Y las criaturas disfrutaban con las joyas de oro y plata, los rubíes, las perlas negras y los topacios del jeque beréber y con el misterio del tesoro de los Téllez. Misterio, enorme misterio, porque la familia llevaba más de doscientos años buscándolo, sin encontrar nada, se decía que tanto podía estar en la mansión de Alaejos como en el de Alta Iglesia, que fueran de la familia con anterioridad y que eran de las niñas en la actualidad, como en la mansión de Ávila, y más de uno había revuelto aquí y acullá poniendo las casas patas arriba. La última la tatarabuela, que, tras consultar con brujas y encantadoras, escarbó cielo y tierra en Alta Iglesia sin encontrar nada.

Y Leonor y Juana disfrutaban sobremanera discurriendo qué joyas, qué bienes, qué maravillas, guardaría el cofre de los Téllez, e querían ir a buscarlo. Querían empezar por la casa en que vivían y levantar el suelo y tirar las paredes, pero las criadas se negaban. Wafa y Catalina les aseguraban que no existía, que todo era cuento de Marian. Pues, de otro modo, ellas, que siempre habían estado muy unidas a las señoras, lo sabrían. Todo parecía cosa de Marian, que tenía la imaginación acalorada, lo que, bien mirado, no era mal negocio, ya que pasaban buenos ratos con semejantes contarellas e acallaban a las criaturas diciéndoles que tuvieran paciencia y esperaran el regreso de su señor padre para iniciar con él la búsqueda del tesoro.

Pero ellas, las niñas, no se conformaban. En cuanto Wafa y Marian se distraían, se buscaban y recorrían la casa. De noche incluso, cuando crecieron un poco más, cada una con un cabo de vela en la mano, eso sí, pasando muchos pavores. Lo hacían en razón de que les picaba la curiosidad por lo del tesoro mucho más que los sabañones en el frío invierno, a más de que querían estar juntas e no querían dormir en aposentos separados, lo que era motivo de discusión.

Menos mal que las sirvientas ocupaban las mentes de las criaturas con tesoros y porfías necias entre ellas o con cuentos de personajes maravillosos, porque de ese modo no tenían que responder a sus preguntas de por qué no tenían padres o, lo peor, por qué les faltaba una mano. Pues ninguna de las tres hubiera sabido qué, pardiez, decirles y ya les resultaba bastante doloroso ver cómo, sin que nadie les hubiera advertido de su disminución, habían escondido los bracitos mancos en los pliegues del sayo baquero.

image1.png

Mari de Abando, la joven, se rebeló muy pronto contra sus dos madres putativas, en razón de que no era de madres, sino de madrastras, el hecho de que la ataran a la pata de la cama, a un lado a ella y a otro al can, cada vez que les llegaba un paciente. Que tenía cinco años bien cumplidos y continuaban atándola, y de nada le servía gritar, como de hecho hacía hasta que acababa con ronquera. Podía acariciar o quitarle las pulgas al perro, ponerle un nombre, quitárselo, volver a ponérselo, decidir para siempre que lo llamaría Mot, llamarlo: «Mot, Mot», mil veces; jugar con el alfiletero de las brujas; oír los consejos que daban a sus parroquianos; escuchar dimes y diretes sobre tal o cual persona; contemplar cómo ejercían de alcahuetas y tramaban ardides con doncellas o donceles enamorados y no correspondidos; mirar a la vaca los días de recia lluvia, pues que Mari de Abando la entraba en la casa; mugir con la vaca, cloquear con las gallinas, ladrar con el perro; aprender que los mejores sapos para hacer la untura de sabat eran los de la charca de Mendieta, ubicada en el camino de Durango; oír hablar de la Dama de Amboto, mujer singular de rubios y largos cabellos, o de la junta de brujas del año anterior en las eras de Tolosa de la Francia; celebrar que Mari o Martina hubieran sanado al alfayate de la calle de la Susera de Bilbao o a un vecino de Portugalete, y mucho más. Podía incluso aprender, lo que le sería de suma utilidad en el futuro, pero siempre atada a la pata de la cama. Y no, eso no.

Ella no podía ir ni venir por las campas en busca de limacos o nidos de pájaros, aunque prometiera no alejarse de la casa ni entrarse en el bosque. E claro, pese a lo chica que era, dudó entre enfrentarse a sus madrastras y llamarles malas madres, tener habla serena con ellas para que la comprendieran, o echarse a correr lo más lejos posible del maldito arrabal de Ibeni.

De ser mayor, de tener más vocabulario, quizá les hubiera podido decir a las dos viejas —que hacían lo que hacían y la ataban a la cama para no perderla de vista y que no se trompicara por los alrededores de la casa, es decir, por su bien— que la estaban tratando peor que a esclava, peor que a presa, de muy diferente manera a como las madres tratan a sus hijos, de manera opuesta a como la hubiera tratado su madre verdadera, aquella Malona, de la que decían que era destalentada, y seguro que hubieran entrado en razón porque la querían a rabiar, pero optó por la tercera posibilidad, por largarse. Esperó el momento oportuno, a que un día le ataran mal la cuerda para poner los pies en polvorosa, y el perro se fue tras ella.

Corrieron niña y can por la ribera izquierda de la ría del Nervión, por un senderillo, tiempo y tiempo, hasta llegar al mar, e ambos se sorprendieron al ver tanta agua, e bebieron hasta saciarse, vive Dios, agua salada, y a poco devolvieron lo bebido, lo que les sirvió para aprender que una cosa es jugar y bañarse, y otra beber en la mar. No obstante, recompuestos de estómago, chapotearon en los pocillos que había entre las rocas y se pusieron perdidos, mojándose todos. E les vino hambre, mejor dicho, le vino hambre a la pequeña Mari, pues el bicho siempre tenía, como buen ejemplar de su especie. Miró ella en derredor tratando de vislumbrar un nogal y coger unas nueces, pero no encontró. Y se llegó al mar en el que de sobra sabía que había peces y, en efecto, había, pues los vio con sus bellos ojos, y tiró varias piedras para matar uno, al menos uno, para comer algo. Y miraba por doquier en busca de alguna persona para pedirle un mendrugo de pan o algo que llevarse a la boca, pero no, no había nadie en aquel paraje. Sí que había pescadores en sus barcas, pero lejos, y grandes navíos que salían del embarcadero de Bilbao camino de alta mar, e los marineros le saludaban. Menos mal que las tripulaciones de los barcos se limitaron a saludarla, pues a saber qué le hubiera podido suceder, de entrada poco bien y mucho mal, si le hubieran arrojado un paquete por la borda. Y, a más a más, llegó la noche y cayó un manto de oscuridad sobre la mar, la ría y las montañas que la circundan, y por allí corrían animales, topos, quizá, o serpientes, y hasta el can tenía miedo. Cierto que la criatura trataba de quitárselo a la par que se animaba ella misma, e lo secaba con la mano. Y el perro quería secarla también pues le lamía brazos y piernas, pero, al revés, la mojaba más. El caso es que estaban los dos calados hasta los huesos, y aunque no hacía mucho frío en aquel otoño de 1455, con el correr de la noche había refrescado y, además, todo estaba muy oscuro, pues que no había luna. Gritó la niña y ladró el bicho, ella arrepentida de haber dejado su casa sin llevarse un talego bien repleto de alimentos, y el perro por simpatía. Y en esas estuvieron mucho tiempo, la criatura llamando a sus madres, el can ladrándole a la noche.