Doña Clara Alvarnáez y las otras damas portuguesas de la reina de Castilla se afanaron con la pequeña infanta Isabel. Velaban su sueño, vigilaban a la nodriza, celebraban el color verdiazul de sus ojos, sus balbuceos y sus primeras gracias. Estuvieron, en suma, pendientes de su crecimiento, haciéndole mil fiestas y sacándola a tomar el sol a los balcones del palacio y por las calles de Madrigal. Le afearon sus primeras pedorretas, prohibiéndole hacer salivillas, y le enseñaron sus oraciones, ocupándose de santiguarla antes de meterla en cama, no fuera a rondar por allí algún espíritu o bruja malvada que le echara mal de ojo. Le dieron la mano para que anduviera sus primeros pasos, e luego corrieron detrás de ella cuando, como todos los niños, se tornó en un torbellino. Entonces la llamaron al orden como todas las madres hacen con sus hijos, tratando de encarrilar la mucha viveza de la criatura, de atemperar la brusquedad propia de la poca edad, de inculcarle buenos modales e, ítem más, de enseñarle a manejar la cuchara, la forqueta, el cuchillo e a limpiarse los labios con la tovalla de mesa. También aprendió a comportarse con las visitas y a escuchar con buena cara de labios de la reina, su señora madre, siempre la misma historia: las malandanzas de don Álvaro de Luna.
Pues que su Alteza, a más de chafallar paños y paños en el bastidor, hablaba de la privanza de don Álvaro. De aquel hombre que tantos daños causara al reino y a quien el rey Juan se negaba a poner coto.
E llegaba la niña de buena mañana a saludar a su madre, a demandarle qué tal había descansado y a desearle parabienes en la jornada, e ella la emprendía contra el valido. Al principio con alegría en la voz, pero luego balbuceando, tartamudeando e acabando agotada e con temblores en las manos. Entonces intervenían los médicos, y las damas se llevaban a la infanta de la habitación, las más de las veces a la fuerza, pues que era curiosa, entrometida y marisabidilla, como todos los niños.
Aquel día 12 de mayo de 1453 con mayor motivo, pues que a la reina le observaron, por vez primera, unas manchas en la piel, y de inmediato se habló de que alguien había tratado de envenenarla. En voz baja, en el palacio, se mencionó el nombre de don Álvaro de Luna, y en voz alta en toda la población de Madrigal. Es más, las gentes se echaron a la calle contra el todopoderoso condestable de Castilla y maestre de Santiago. Y no sólo vocearon los hombres buenos de esta villa, sino los de Castilla toda.
El rey, alarmado por el griterío, se presentó a visitar a su esposa de súbito con unos pocos caballeros, y quiso Dios que la reina se quedara preñada y que, apercibida del hecho a los pocos días y completamente segura a la segunda falta, dejara la aguja y a don Álvaro de Luna, y participara en la alegría que reinaba en el palacio y en la población. Además, que se le habían ido las manchas verdinegras de la piel tan rápido como le habían venido y sin tomar ningún antídoto contra venenos, bendito sea el Señor.
Mejor, ya que la pesquisa que llevó a cabo Gonzalo Chacón, el mayordomo, no dio resultados, pues no encontró posibles envenenadores. De consecuente, comentó con su esposa que la gente de la casa era de fiar, y oró con toda la servidumbre para que el fruto del vientre de la señora fuera un varón, y eso que quería mucho a la pequeña Isabel y le hacía mimos cuando nadie le veía, y se llegaba a las cocinas para buscarle lamines. Pero mejor un varón, porque el príncipe Enrique, dispuesto a divorciarse de doña Blanca de Navarra —ambos echándose la culpa de su incapacidad para engendrar—, buscaba nueva esposa y mejor que doña Isabel alumbrara un varoncito por si acaso fuere cierto que don Enrique fuere impotente, como se comentaba sin recato por todo el reino.
Pasada Pascua de Resurrección se conoció en el palacio de Madrigal que don Álvaro de Luna había hecho arrojar por una ventana a don Alonso Pérez de Vivero, a la sazón mayordomo del señor rey, matándolo, casualmente a los pocos días de la visita que hizo a la soberana para desearle albricias por su preñez. Doña Isabel, que parecía otra, pues estaba muy alegre y mandaba y ordenaba como en sus mejores tiempos, envió carta a su esposo anunciándole su felicidad y rogándole que aprisionara a don Álvaro. En razón de que matar no es cristiano, en razón de que el condestable hacía de su capa un sayo, pues mandaba en el reino más que el rey, y asesinaba a los hombres buenos para que ninguno hiciera sombra a su poder, que era inmenso. En este punto atinó, pues ostentaba mucho más imperio que el monarca, más que el papa, más que Dios en aquella tierra, posiblemente. Y el caso es que debió coger al rey don Juan en buen momento, según se dijo luego, en el mismo instante en que un nigromante le aseguraba catando en cosa luciente que la reina doña Isabel estaba preñada y que pariría un varón. Se albrició el hombre por el vaticinio y, tras oír la opinión de sus caballeros, que mucho tenían que decir contra don Álvaro de Luna, decidió actuar por una vez y llevar al hombre más poderoso de su reino ante un tribunal de Valladolid, precisamente donde le recomendaba su esposa. Y fuese a visitarla tan aprisa como si fuere en algara contra el rey moro de Granada, y se llegó a su cama varias veces.
El rey don Juan, que por la mucha premura que llevaba no pudo hacerle ningún regalo a su hija la señora infanta Isabel, le entregó su gorra y, días después, mientras discurría el proceso contra don Álvaro, para distraerse quizá y quitárselo de la cabeza, pues que le llegaban malas noticias del discurso del juicio, delante de toda la corte, la armó caballero. Fue risible que una niña tan chica fuera armada «caballera», y el gesto muy celebrado por los asistentes y por la criatura, que anduvo muy ufana por la casa con su título, su sombrero y una espadilla de madera colgada del cinturón.
La casa de la calle de los Caballeros de la ciudad de Ávila se fue despoblando. A los dos meses del fallecimiento de la marquesa, de cuarenta criados que había quedaban tres mujeres, dos de ellas moras, y una cocinera y un hombre, el administrador, que entró en grave enfermedad y fuese a la tumba en quince días. El tiempo justo para explicarle a la mora Wafa, que sabía leer y escribir, qué dineros habrían de recibir las marquesitas cada un año: tanto de tales tierras de labor, tanto de tales rebaños, tanto de tales alamedas o encinares, tanto de tales casas arrendadas y de tales juros de heredad. También se preocupó de dar poderes —pues los tenía de su señor para otorgarlos a otros en caso de necesidad— a Catalina, la cocinera, para que firmara los papeles precisos hasta que regresara el señor o hasta que las niñas alcanzaran mayor edad. Catalina no sabía firmar, a gusto hubiera dado a la mora los poderes, pero como era esclava, no tenía capacidad para obrar ni por sí misma ni menos por otros. Así que dio manda oral de que firmara Wafa por ella, toda vez que se demostró que nadie en Ávila quería hacerse cargo de unas criaturas que no tenían parientes. Que ni el obispo, don Alonso Tostado, que se había interesado por el caso, como va dicho, estaba por la labor, pues acabó con la discusión que había emprendido diciendo a los médicos:
—¡Señores, no juzguemos la obra de Dios!
Y los despidió, entre otras cosas porque se había enzarzado en una disputa por escrito contra un tal fray Tomás de Torquemada, e andaba muy ocupado.
Ni los hombres buenos del concejo ni el corregidor quisieron saber de las gemelas, y nada se sabía de la bisabuela, que a la sazón andaba en la ciudad de Milán donde, fallecido su marido don Pedro, casara en segundas nupcias con un conde italiano mucho tiempo atrás. Entre otras cosas cabe añadir que llegó la pestilencia a la meseta castellana y de consecuente a Ávila, e los habitadores, y máxime las autoridades locales, andaban locos, unos corriendo para abandonar la ciudad, otros quemando a los muertos y otros muriéndose, y en tales circunstancias, como había problemas más importantes que resolver, se olvidaron de las criaturas.
Lo cual —el olvido, que no la muerte de la ciudadanía— holgó sobremanera a las dos esclavas moras y a la cocinera, la dicha Catalina, que llevaba muchos años en la casa y era fiel a sus amos, aun estando desaparecidos. En un principio, las criadas recelaron de que las jerarquías pudieran arrebatarles a las niñas, aunque ellas siempre hubieran mantenido en un posible pleito que el señor marqués, el padre, estaba ausente y que la madre les había encomendado la crianza de sus hijas, pero temían que alguna autoridad hiciere mal a las recién nacidas o les quitase de malas maneras lo que tenían de su casa y hasta la casa y los campos, los rebaños y los juros, pues que hay gente ambiciosa por doquiera. Por eso las sacaban poco a la calle, pues dos moras y dos niñas mancas juntas sería cosa de llamar la atención.
Marian se instaló con Leonor y la nodriza en el primer piso. Wafa con Juana y la otra nodriza en el segundo en habitaciones que daban al patio para que no se oyera el llanto de las chiquillas desde la calle cuando lloraran a la par. Una en cada piso para que no se estorbaran las niñas entre sí.
Catalina, la cocinera, subió, bajó y, enterrado el mayordomo, gobernó la casa como Dios le dio a entender: administró la arquilla de los dineros del señor marqués, abonó el salario a las nodrizas y encargó a los carpinteros la cuna que faltaba, pues en aquella casa sólo se había esperado una criatura, que no a dos. También escondió el azafate de las joyas de su difunta señora en un cofre de varias llaves y fuerte candado, fue diariamente al mercado a comprar alimento, y ajustó unos hombres, que le parecieron caballeros pero no lo fueron ni de lejos, para que buscaran a don Juan por los cuatro puntos cardinales. Con el andar del tiempo cerró casi todas las habitaciones de la casa, excepto una en el primer piso para Leonor y Marian, otra en el segundo para Juana y Wafa y las nodrizas respectivas, y otra para ella en la azotea, donde, de haber tenido un minuto de tiempo, hubiera podido contemplar por el ventanillo el espléndido caserío de la ciudad y las campanas de la Catedral. A más, llevó unos bancos del zaguán a la cocina y los instaló cerca del fogón. Y, ay, tan ocupada anduvo que dejó morir de hambre a las gallinas y conejos que habían vivido y se habían criado en la corraliza de la huerta, que, abandonada, presto se tornó en espesa selva.
Con las disposiciones de Catalina, Leonor y Juana se criaron una en el primer piso, otra en el segundo, con sus ayas y sus amas de cría respectivas y, al caer el sol, en las cocinas, el lugar donde se solazan los criados después de sus laboreos. Entre gritos, que las sirvientas, al ser mujeres de baja condición, eran muy bulleras. Entre costumbres moras y cristianas, porque la guisandera y las nodrizas eran cristianas y las moras, moras.
La buena de Catalina no llegaba a todo, no podía estar en todas partes a la vez, en el piso alto, en el primero o en el bajo, así que las moras rezaban lo suyo por costumbre e las niñas las oían y repetían lo que escuchaban como era de esperar. Si Marian jugaba a disfrazar a Leonor, la vestía de mora y le ponía un velo tapándole la boca, y tal hacía Wafa con Juana, mas cuando jugaba Catalina con una o con otra, les dejaba el rostro a la vista y el cabello al aire. E Marian le había puesto a Leonor una oración del islam debajo del jubón, y Wafa otra a Juana, y Catalina una medalla de la Virgen a cada una. Las niñas, feotas las dos pues tenían la cara bastante afilada, anduvieron a gatas a la vez y se incorporaron también a la vez, para correr también a la vez. Más Leonor, que era más robusta, pero las dos crecieron en una cierta confusión y, ya fuera a Alá, ya fuera a Dios, rezando el doble que cualesquiera niñas de su edad.
Mari de Abando, la vieja, pronto se acostumbró a vivir con una niña y un perro pastor en la puerta de su casa. El can, aunque nunca dejó de ladrar, le hizo servicio: cuando ella se llegaba al manantial de Ibarrati a buscar agua límpida para cocerle la papilla a la pequeña Mari, el animal se quedaba en casa con la criatura y la guardaba de cualquier peligro, y más que le hizo cuando la pequeña anduvo y corrió por las campas y se escondió detrás de los árboles. Entonces el bicho, que era pastor y llevaba tal oficio en su memoria, encontraba a la juguetona, lejos que se escondiera, se le acercaba y la tocaba con el hocico, como llevándola al redil. Si la niña se resistía por hacer chanza e por airar a su madre putativa, los críos hacen eso y más desde bien chicos, ladraba el can como poseído, pues por su natura no entendía de bromas, avisando a la anciana, que se llegaba al lugar renqueando y haciendo como que estaba muy enfadada, aunque en realidad estaba gozosa de que su hija se criara sana y vivaz.
A la niña Mari la cuidaban como buenamente podían Mari de Abando y Martina de Inaxio, por esos sentires que llevan las mujeres en sus corazones, que, a la vista de un niño, son capaces de hacer lo que no han hecho jamás, como si lo trajeran sabido o escrito en lo más íntimo de sus seres. Cierto que las dos ancianas no lo hacían de manera perfecta con la niña, al revés, lo hacían muy mal y eran conscientes de ello, pero, lo que se decían, que eran incompetentes para hacerlo mejor, y con eso se contentaban.
Al principio llevaron a la niña, bien atada a la espalda de una de las dos, a la campa de Miravilla, allende el río, a la junta de brujas, al aquelarre —como decían por allí—, pero se aducían que no era propio, porque la criatura mal dormía y se excitaba, e dejaron de ir. Y eso, tan sujetas anduvieron con ella, que las ganancias de una y otra comenzaron a resentirse, y los cuartos, que guardaban en sus respectivas ollas, menguaron rápidamente. Además no salían a buscar hierbas ni sapos ni hacían sus mejunjes para venderlos en los días de sabat. E Martina ya no se presentaba en la casa de María a la sobretarde, quiá, llegaba con el albor, y se peleaba con su amiga por vestir a la niña o por darle el desayuno a la boca, el caso es que las dos brujas vivían y morían por la criatura.
El caso es que estaban desatendiendo a su parroquia. La dicha Martina no vivía en su casa, sólo dormía, e le llegaba la gente, llamaba a la aldaba y la encontraba vacía, e se acercaba a casa de Mari, y ésta tampoco abría la puerta, no fueran a contagiar a la pequeña de alguna enfermedad que se la llevara al otro mundo. Llegó incluso un momento en que tuvieron que matar, una detrás de otra, las seis gallinas que tenía la de Abando en su corral para poder comer e, cuando fue Martina a buscar las suyas, se las había comido el lobo o las alimañas o se habían echado a volar o a correr, e regresó con unas galletas rancias en la cesta, e su ollica de dineros, pero aquello no era modo ni manera… Cierto que tenían leche, pues la vaca de la Mari pastaba como siempre, e la hierba no había menguado, y era muy buena pues que cada día daba un lecherón y queso fresco no les faltaba, pero la niña pedía pan, algo más variado, y los estómagos de las viejas también. E no había.
E pedía:
—¡Pan, madre, pan! —mirando a María a los ojos.
E la María se congratulaba de que la llamara madre, y la Martina se amohinaba de que nunca la llamara madre delante de María, de que la llamara siempre tía, pero a las dos se les llenaban los ojos de lágrimas pues no tenían pan para darle, y eso, convinieron en que era preciso tomar ciertas determinaciones. Llevaron las cuentas del gasto unas semanas y calcularon que a esa marcha tenían para vivir un mes, y estirando, estirando, dos y, visto lo que había, se mostraron dispuestas a tornar a sus antiguos quehaceres, a ganarse la vida.
Y a eso se pusieron cada una en su casa, con la niña disputándosela. Martina dio voces por el arrabal de San Nicolás y por el portal de Zamudio de que había abierto su casa, y Mari hizo otro tanto por el mercado de la plaza Mayor y por la calle Somera, y les fueron gentes, muchas gentes, pues eran brujas muy acreditadas. Pero rivalizaban por la pequeña, las dos la querían tener todo el tiempo. Así que llegaron a atender mal a los hombres que les iban con mordeduras de perros o con granos purulentos o con afecciones de vejiga o a que les echaran las suertes o a pedir maldiciones para sus enemigos, y otro tanto a las mujeres que llegaban a que les recompusieran el virgo o a que les curaran un sarpullido en sus partes femeninas o pidiéndoles algo para el dolor de cabeza o, sencillamente, a comprarles untura para el sabat.
Atendían a la gente con la pequeña Mari y el can rondando por allí y, como se les quejara el personal, decidieron atar a niña y bicho a la pata de la cama con una cuerda y tal hicieron cada una en su casa cuando hubieron menester, sin sospechar qué daños se derivarían de tal situación.