La reina doña Isabel de Castilla, de León, etcétera, sonrió a su hija recién nacida. Apretó las manitas de la criatura, le tocó los labios y los ojos, le abrió la boca, le miró los dedos de manos y pies uno por uno, el vientre, el pecho, la espalda y las partes de mujer por ver si estaba entera. Pero cuando terminó de examinarla toda, pese a lo que pudiera parecer a simple vista, viéndola arrodillada ante una imagen de Santa María, muy buena, y dándole las gracias por su feliz alumbramiento —pues había tardado mucho en quedarse preñada y hasta tuvo que hacer reiteradas promesas a la Madre de Dios para conseguirlo— se mostró displicente con el fruto de sus entrañas, entregándolo a sus damas portuguesas con cierta indiferencia, como si les diera un objeto sin valor. Luego se hundió en una especie de desgana y, unos días después, en grave melancolía, que con el paso de los años devino en alunamiento para siempre, salvo en alguna contada ocasión.
Es más, despidió a Gonzalo Chacón cuando le preguntó qué nombre deseaba ponerle a la niña, y otro tanto a sus damas, a sus meninas, como ella las llamaba, y a la nodriza de su hija, que quería enseñarle la mucha teta que tenía, e pidió un paño para bordar, e luego otro y otro…
Gonzalo Chacón le puso a la recién nacida el nombre de Isabel cuando la llevó a bautizar a la iglesia de San Nicolás de Bari —que se construía con la cal, ladrillos y plegaduras que aportaban los vecinos de Madrigal, tanto cristianos como moros y judíos— y él mismo se ocupó de buscarle padrinos e madrinas.
Así las cosas, la reina no llevó a la niña a presentar a ningún templo de la villa, con lo cual desairó a la población que, días ha, había tomado la explanada existente entre el palacio real y la iglesia de Santa María del Castillo y esperaba allí para presenciar la entrada y salida de la comitiva regia camino del santuario. No comió la real dama en veinte días alimento sólido, sólo tazas de caldo de gallina, e se quedó débil de cuerpo e muy delgada, e le arreciaron los entuertos propios del posparto e se le fue la sangre de la cuarentena. Y, además, habló poco, y lo poco que dijo fue sobre el valimiento que don Álvaro de Luna tenía con el rey don Juan, su esposo, y las desgracias que acontecían por la tal privanza, en cuyo final, según decían las malas lenguas tiempo atrás, ella tenía empeño.
Las gentes del palacio no sabían qué hacer, azuzaron a los bufones para que inventaran gracias e hicieran risas. Trajeron juglares de Valladolid. Propusieron viaje a Medina del Campo para presenciar la feria. La emprendieron con los cocineros para que guisaran platos deleitosos. Llamaron a frailes y prelados para que bendijeran a la señora, y hasta las meninas fueron andando descalzas, flanqueadas por las buenas mujeres de la villa, al convento de Santa María de Gracia, situado extramuros, para postrarse ante la tumba de doña María Díaz, la fundadora, que tenía fama de santa. Y a la señora le hablaron y le hablaron recordándole esto o estotro:
—Recuerde la mi señora cuando íbamos a dejar Sintra que llovía a cántaros, e que hubimos de regresar e que llegamos todas ensopadas pese a llevar capas aguaderas…
—E la impaciencia de la señora por llegar a Castilla e el recibimiento que tuvo, pues las gentes no escatimaron loores…
—Salían los vecinos a los caminos e aplaudían…
—E traían cestillos de cerezas…
—Os aplaudían a vos, que no a nosotras…
—A la reina y a la mujer más bella de Castilla toda…
—E venían los maestres de las Ordenes Militares e los condes e los duques a postrarse a vuestros pies…
—A traeros flores…
—A regalaros lamines…
—O agua fresca…
—O vino bueno…
Pero la dama no se animaba e rehuía a todas sus camareras, y eso que se habían criado con ella en la corte de Lisboa, y hasta evitó a su mayordoma, a doña Clara de Alvarnáez, que, dolida, recorría el palacio como una sombra mientras su señora cosía y cosía con frenesí, mascullando sobre los malos tiempos que corrían por la privanza de don Álvaro de Luna y sin ocuparse de la niña.
En el palacio de Madrigal reinaba la confusión. Las meninas de doña Isabel se lamentaban ante Gonzalo Chacón. Su esposa, doña Clara, se quejaba:
—Los males de nuestra señora provienen de que ha tenido que levantarse las faldas delante de seis hombres, tres notarios, dos vecinos y tú, marido, seis en total, cuando es pudorosa en exceso.
—Los testigos no vimos a la mujer sino el parto, pues que fuimos comisionados por el señor rey.
—¡Es igual, visteis…!
—Es costumbre antigua del reino…
—¡Sí, pero parir delante de seis varones es demasía…!
E intervenían las otras damas, revolviéndose también contra el mayordomo:
—Tenga en cuenta vuestra merced que la señora no se ha desnudado ni ante su señor esposo.
—Es mujer de prendas.
—Muy recatada, además.
—¡Y muy púdica…!
—Y buena cristiana…
—Lo de los testigos y notarios es una costumbre bárbara.
—Ni los negros gelofes, que pueblan la Guinea, es decir, los reinos portugueses de ultramar, la siguen practicando…
—¡Que vivimos, señor, mediado el siglo XV…!
—Nuestra señora ha sido humillada como reina y como mujer…
Y las meninas sólo se detenían en su verborrea para escuchar a la dama cuando hablaba de don Álvaro de Luna o para llorar cuando doña Isabel les pedía otro trozo de tela porque ya había terminado de bordar el anterior; De bordar no, de corcusir, pues hacía verdaderos culos de pollo en los paños, como si no le hubieran enseñado a bordar con primor cuando era niña.
Eso dentro del palacio, que fuera, en la villa, las gentes querían saber por qué no se celebraba procesión ni misa de acción de gracias por el nacimiento de la infanta y por la salud de la reina, y qué sucedía, y si la señora doña Isabel estaba enferma, y pedían ver a la niña, y preguntaban en virtud de qué se oían gritos y las dichas meninas hablaban en portugués y no en castellano, seguramente para no ser entendidas. De tal manera que un día que alborotaban en exceso, la mujer de Gonzalo Chacón, doña Clara, la mayordoma de la señora, hubo de sacar a la niña a la puerta del palacio e pasaron al primer patio porticado los hombres y las mujeres de la población, de uno en uno, para verla y besarle los pies, como si de un Niño Jesús se tratare.
El caso es que en la real casa hasta los perros y los gatos estaban tristes, y ladraban y maullaban a la menor ocasión, lo mismo que los sirvientes, que, en portugués o en castellano, se encorajinaban entre ellos por nimiedades. En aquella situación insostenible el oficial Gonzalo Chacón escribió al rey narrándole someramente lo que sucedía, lo de la taciturnidad de la reina y el desbarajuste existente, y don Juan, que era buen marido, se presentó con mucha compaña a los pocos días, deseoso, por otra parte, de conocer a su hija Isabel.
Y, evidente, hubo fiesta en Madrigal: tablados, toros, cañas, carreras de caballos y galgos, y bailes; volatineros y un buen número de juglares con sus cantaderas; buenas viandas, y regalos, pues el señor rey dotó a la infanta Isabel, su hija, con el señorío de la villa de Cuéllar, por lo que pudiere suceder y para que tuviere algo propio.
El señor rey se holgó sobremanera con su pequeña, la tuvo en sus brazos delante de toda la corte. Participó en los juegos de grado, desagraviando al pueblo de Madrigal y a las gentes comarcanas. Hizo que los médicos de su cortejo visitaran a su esposa y, ya fuera por lo que le dijeran, ya fuera porque la dama se negaba a ingerir los cocimientos de genciana y vino que le llevaban tres veces al día, ya fuera porque le mostraba desgana, no la llamó a la cama. E fuese a sus ocupaciones, contento de alejarse de la verbosidad de la portuguesa —que había perdido el seso, a decir de dueñas— contra don Álvaro de Luna.
Ido el señor rey, tomaron el mando de las cosas de la reina don Gonzalo Chacón y su esposa doña Clara Alvarnáez, e, vaya, dispusieron bien. El caballero percibió las rentas de los señoríos de la señora, las anotó en sus cuadernos de cuentas, reclamó los dineros que no llegaban a su vencimiento y abonó puntualmente los sueldos de los criados. Con su administración hubo comida abundante para todos los moradores del palacio de Madrigal y alegría general pese a la insania de la dama. Doña Clara llevó la casa como excelente mayordoma y se ocupó de la pequeña Isabel en todo momento, como si fuera su propia madre, pues no en vano fue una de las madrinas de su bautizo, eso sí, comentando a menudo con su marido que la infanta había venido briosa del otro mundo, pues que se mostraba terca cuando no quería comer e no quería estar en la cuna sino en los brazos de las meninas, y asegurando que a ese paso saldría malcriada.
La jovencísima doña Leonor de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia, conocedora de que la desgracia señoreaba en su casa, pues había parido dos niñas lisiadas y su esposo la había abandonado, entregó a las hijas a sus dos esclavas moras, una a cada una, antes de entrar en agonía y morir cristianamente a las pocas horas. A Marian la que no tenía mano derecha, y a Wafa la que no tenía mano izquierda. No hizo recomendaciones ni instruyó a las receptoras en los negocios de la crianza o del devenir, ni les dio dineros; sencillamente, las tomó de su lado y se las entregó como si diera un objeto cualquiera. Cierto que ellas no las tomaron como si recibieran un peine o un cepillo o un jubón de la señora, sino que las aceptaron cada una como si el Señor Alá les hubiera mandado del Paraíso una hija, y así las criaron. Entre otras cosas, porque ninguna otra sirvienta dijo de hacerse cargo de ellas y porque al mayordomo debió de parecerle bien que las moras se ocuparan de las criaturas, puesto que el padre, el señor marqués, no volvería ni para morir allí y la bisabuela, doña Gracia, tardaría bastantes años en llegar.
Claro que hubo sus más y sus menos. No por las moras, que fueron admitidas por toda la servidumbre del palacio como ayas de las niñas, que no nodrizas, pues fue menester contratar a dos, sino por cuál de las criaturas había nacido en primer lugar y cuál de las dos habría de heredar el marquesado a falta de que don Juan Téllez regresara a casa, se casara otra vez y tuviera un hijo, un varón, que acabara con aquel dilema. Todo por esas cosas que hacen las gentes, que vuelven importante lo que no es fundamental en el momento. Porque lo primordial en aquella circunstancia era encontrar a don Juan, bautizar a las niñas y darles crianza en el temor de Dios y en el respeto a los hombres.
Fue pena que las sirvientas que ayudaron en el parto de doña Leonor, Dios la tenga en la Morada Celestial, fueran incapaces de saber cuál de las criaturas había nacido primero, y que la comadrona tampoco lo recordara. E ítem más, que los hombres y mujeres de la casa aseguraran que, dada la desgracia de lo que sucedió, ninguno había mirado a las niñas al completo, sino los brazos de las niñas porque, faltándoles una mano a cada una, era lo que más se veía.
Fue jaleo entonces y luego, cuando, personado el señor obispo de Ávila, don Alonso Tostado, interrogó a los criados sobre el desdichado suceso y pidió ver a las niñas, cuyos brazos en periodo de cicatrización apenas acusaban ya las mordeduras, salvo una rojez cinco dedos arriba de la inexistente muñeca.
Tuvo que intervenir el obispo, ordenando que varios médicos examinaran a las criaturas, en razón de que la vecindad había entrado en pavores, hablando de perros, de diablos, de negocios infernales y, aterrorizada, pedía explicaciones, mientras la desgracia corría de boca en boca. Pero los galenos, vive Dios, no le aclararon nada. Es más, dejaron al clérigo mucho más perturbado de lo que estaba, entre tanto detalle científico adornado con palabras hueras. Unos aseguraban:
—En los primeros momentos, el feto es uno y luego se parte…
—¡Sí, una sesera, un corazón, un cuerpo, dos brazos, dos piernas, y todo lo demás, se dividen a lo largo del embarazo…!
—De ese modo resultan dos seres diferenciados y completos…
—Casi siempre uno es más grande que otro.
—Pero en su vivir suelen tener sentimientos parejos.
Hubieran pasado horas abundando en la teoría de la partición, pero el obispo daba la palabra a los que sostenían:
—Los seres son dos desde el principio.
—Nacen de dos semillas.
—Dos semillas masculinas fecundan a dos femeninas.
—Perfectamente diferenciados, y en vías de formación.
Oídas las partes, don Alonso releía las notas que había tomado —pues que siempre andaba con el cálamo en la mano— e, como hombre que era, le venía sofoco.
En la casa de la calle de los Caballeros también se hicieron sentir los espantos, porque una cosa hubiera sido que hubiera nacido una de las niñas manca, y otra muy distinta que nacieran las dos. Además, una sin la mano izquierda y otra sin la derecha, que no hubiera sido lo mismo que las dos hubieran tenido la misma mano, las dos la izquierda, las dos la derecha. Además, con una mordedura cada una, como si una fiera carnicera les hubiera arrancado las extremidades en el momento de venir al mundo. Y todos, salvo las dos moras y la cocinera, tuvieron miedo, y los que pudieron se despidieron y se buscaron trabajo en otras casas de la ciudad.
Para Marian y Wafa las criaturas fueron una bendición de Alá. Las tomaron como suyas, las velaron de día y de noche, las cuidaron, estuvieron delante de las nodrizas para que no les escatimaran teta, y, conforme fueron creciendo, ayudaron a sus pupilas a situarse en el mundo, a conformarse con su orfandad y su manquedad, sin regatear cariño ni servicio. A Marian le tocó la niña grande, la que no tenía mano derecha y a Wafa, la pequeña, la que no tenía mano izquierda. Cierto que se las intercambiaron y las criaron a la par, pues, aunque ambas se habían mostrado celosas de los distingos que había hecho con ellas la señora, se llevaban bien, entre otras cosas, porque eran las dos únicas moras de la casa, y la soledad aúna. Y bendito sea Alá, como decían las dos esclavas levantando los brazos al cielo.
A los siete días de nacer, las criaturas fueron bautizadas en la parroquia de San Juan. La grandota, con el nombre de Leonor en recuerdo de su madre, y la chica con el de Juana, en recuerdo de su padre.
De regreso a su casa el 23 de abril, Mari de Abando no se apercibió de primeras de que tenía visita, de que en su puerta yacían el cadáver de María la Malona, una niña recién nacida y un perro ladrador. Había estado en la junta de brujas de la campa grande de Miravilla, allende el río, vendiendo su untura mágica —un preparado de sapo y otras sabandijas, todo bien majado y pasado por el tamiz, que vendía a las gentes que se personaban en la reunión—, y había salido de allí con buenos dineros y muy alegre. Tan contenta estaba con la faltriquera llena, que, disuelto el sabat, se había marchado rauda, no fuera a suceder alguna cosa. Ya alejada del peligro se fue a echar un trago a casa de Martina de Inaxio, su gran amiga, y allí, al amor de un buen fuego y con el pacharán, le dieron las mil. Además que se untaron las dos lo poco que quedaba de ungüento mágico en la tartera y se durmieron.
Ya había amanecido cuando Mari de Abando dejó a su amiga, todavía en profundos sueños y, al enfilar el camino de su casa, se sintió cansada, incapaz de dar un paso, por lo que decidió encarnarse en ave, pues que no en vano era bruja, bruja sabia. Y tal hizo, o lo imaginó, el caso es que pronunció el conjuro apropiado y se encarnó en un jilguero, el primer pájaro que avistó cantando sobre una rama, y, claro, voló, cruzando la puente de la ría, hacia su casa a gran velocidad. Al llegar, transformándose en lo que fuere, quizá en una gota de agua o en un pellizco de aire, que ni las sortiñas lo sabían, se empequeñeció lo suficiente para entrar por el ojo de la cerradura, como sólo eran capaces de hacer las brujas sabias, muy sabias, yendo derecha a su cama. Por eso no vio a María ni a su hijita. Por eso falleció la Malona desangrada y la niña no se murió porque Dios no quiso, pues que sería mediodía cuando Mari de Abando, tras desperezarse y remolonear en la cama, abrió la puerta de su casa para ventilar y se encontró con una mujer muerta, con una recién nacida viva y con un perro ladrador en el umbral de su morada.
En un primer momento se conturbó, pero reaccionó presto. Le propinó una patada al can para que guardara silencio, porque a su edad, que era mucha, no soportaba ya los ruidos.
Se arrodilló ante la mujer, que presentaba un aspecto lastimero, le tentó la yugular, observó que había fallecido, la contempló de arriba abajo, reparó en la mucha sangre que impregnaba sus sayas y le cerró los ojos, e se iba a alzar cuando descubrió un hato que, ay, San Pedro, San Juan y los tres demonios sabedores, contenía una criatura recién nacida, limpia ya de moco y sangre —que la había lamido el perro—, e la cogió en sus brazos e se entró en su casa con ella, no sin antes amenazar al bicho que, alejado, ladraba como un poseso.
E, vaya, a la tal Mari de Abando, que pocas veces había tenido un niño en brazos salvo para curarle las paperas o el cólico, se le revolvió el corazón mientras caminaba apresurada hacía el fogón, pues la criatura tenía poco aliento y apenas le quedaba un hálito de vida. Actuó presto, mojándole los labios en agua azucarada mezclada con vino y, a las pocas horas, le dio leche de vaca rebajada con miel para contrarrestar los malos efectos. Ya la niña lloriqueó y, a poco, defecó una agüilla verde. Para arreglarle las heces verdes le dio en una cuchareta una hoja de mirto bien majada en el mortero con el almirez, que tenía de aquella hierba en casa y de otras muchas, e se puso a hacerle un pañal de unos trapos viejos, y luego a coserle una ropilla, sin acordarse, ay, de la madre de la niña que estaba muerta en la puerta de su casa. Pero es que la señora Mari, no acostumbrada a niños de ninguna edad, se azaraba, e iba y tornaba del fogón a su cama, e hasta se trompicaba con el escaso mobiliario que tenía en la casa.
Fue su amiga y vecina, la dicha Martina de Inaxio, también tenida por bruja, quien descubrió el cadáver de la Malona, ya con muchos morados, al anochecer. Asonó la aldaba de la puerta como si llegara el moro, e apareció la Mari de Abando y enfadóse con ella pues la asustó al llamar con tantas urgencias, e discutieron ambas, en razón de que Martina quería saber cómo la dicha Mari tenía una niña en la cama, una mujer muerta en la puerta y un perro aullador en el umbral de su casa. No se conformaba la vecina con lo que su amiga le contaba, queriendo saber otra verdad, como si hubiera otra, y se decantaba por dar a conocer el asunto al concejo de la villa de Bilbao o al corregidor del señor rey. Y decía la tal Mari con enojo que no, que no, que le quitarían a la niña, que, visto el suceso, la darían a alguna familia que no tuviera hijos y quisiera tener. E insistía la otra, y ella que no, que la niña era suya, que se la había encontrado en el umbral de su casa y que la madre de la criatura y alguien más se la habían llevado para que la alimentara y criara, y no le ponía nombre a aquel «alguien», porque una reputada bruja no podía nombrar a Dios.
—Alguien la ha dejado en mi puerta…
—¿Alguien?, su madre, la Malona…
—No sólo la Malona, Martina, alguien más… Y muy poderoso…
—¿La Dama de Amboto?
—Ella o algún otro… ¡Ven, ven a verla…! ¡Qué bonita, qué bonita es…!
E las dos fueron a contemplar a la criatura, y la tal Martina, al observarla tan chica, le recorrió la carita con el dedo y, ay, le hizo un arrumaco, y quizá porque las mujeres llevan dentro de sí un sentimiento maternal de natura, el caso es que Martina le apretó a Mari de Abando las manos con calor e se mostró dispuesta a ayudarle en la crianza. Así que tuvo doble ración de afecto Mari de Abando la joven, que no gozó de madre verdadera, pero sí de dos madres putativas, a quienes las gentes llamaban brujas y otras maldades, pero, una muy cerca y otra un poco más lejos, como a media milla, fueron dos excelentes madres, a cual mejor. Las dos la querían tener en sus brazos, por eso discutían a menudo:
—Trae a la niña, Martina, que la tienes ya mucho rato…
—Acabas de dejármela, María, ahora me toca a mí.
—La vas a enviciar… Estaría mejor en la cuna…
—Vicios le daré, todos los que no he tenido yo…
—¡Pues yo le daré cariño, que nunca sobra…! ¡Tú le darás lo que yo te deje, la niña es mía…!
—No te enojes, María, que mejor es tener dos madres que una…
—¿Qué haremos el sabat?
—Pues ir…
—¿Con la niña?
—¡Claro!
—¡Ah, no, que allí hay mucha chusma…!
—La llevaremos en brazos… Un rato tú y otro yo… Ella no se enterará…
—No sé, no sé…