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La reina Isabel había salido de cuentas. Cuatro días ya e no paría, que más parecía que, primeriza como era, y moza, no quisiera entrar en trance ni levantarse las sayas ante los notarios y pasar la vergüenza consiguiente. O tal vez fuera la criatura que no deseaba abandonar el vientre de su madre. O, sencillamente, que todavía no estaba de Dios.

El caso es que iba para cuatro días y la alta dama no entraba en parto, e los notarios e oficiales del señor rey don Juan el segundo, acompañados de dos parteras y dos vecinos de la villa de Madrigal —gente honrada y cabal— llevaban cuatro jornadas de retén y estaban cansados de jugar al ajedrez y de dormitar en dura silla, como venían haciendo. Hartos estaban también de Gonzalo Chacón, el mayordomo de la reina, que se encaraba con ellos pretendiendo que no abandonaran el aposento ni para ir a la letrina, y no les dejaba llegarse a las cocinas a echar un bocado ni a beber un vaso de vino, lo que era necio, pues la parturienta no se había personado todavía en la habitación.

Se comentaba de ella que, sujeta de los brazos por dos de sus camareras, andaba escaleras arriba y abajo del palacio, recorriendo el jardín para asentar bien a la criatura y facilitar así su venida al mundo. Mismamente como acostumbraban a hacer las mujeres en Portugal, al parecer, pues que la dama era lusitana y hacía lo mismo que todas las mujeres de aquel país y no era cuestión de pedirle que otra cosa hiciere.

Tal cuchicheaban los hombres entre ellos, pero las comadres, las dos acreditadas parteras de la villa, hacían corrillo aparte y convenían en que ya podía subir y bajar escaleras la señora, que los niños vienen al mundo cuando el Señor lo tiene a bien y ellos están dispuestos, y que llegar antes es malo y venir tarde también, e pedían a los hombres templanza, que es virtud.

En cuanto el oficial de la casa abandonaba el aposento e iba a ver dónde paraba la señora, los notarios murmuraban de él e sostenían que se había precipitado, porque, según las instrucciones del señor rey, debían haber sido convocados tras el primer dolor o después de romper aguas, pero no antes. Y rezongaban que el tal Gonzalo Chacón era hombre impaciente, aunque llevara cierta razón. Pero no tanta como para que ellos pasaran cuatro días en vela, pues que doña Isabel era la segunda esposa de don Juan, que ya tenía un hijo y heredero, el príncipe don Enrique, nacido de doña María de Aragón, su primera mujer, un hombre hecho y derecho, que además gozaba de perfecta salud. Si bien Enrique no tenía todavía un descendiente y ya se hablaba en todo el reino de su impotencia, como era joven seguramente lo acabaría teniendo, de modo que el que naciera o la que naciera en la ocasión presente, plegué a Dios que fuera varón, sería infante, pero no más; no rey, no reina.

Las parteras, que no habían asistido nunca a una soberana, se quedaron pasmadas cuando fueron informadas cumplidamente por los notarios de cómo había de ser la parición de doña Isabel. De que habría hombres escribiendo con detalle del suceso y que a ellas les rebuscarían los dichos hombres debajo de las faldas por ver si llevaban una criatura escondida con mala intención —con propósito de trocarla por la que habría de nacer o poner a la que llevaran si nacía muerta— y otros desatinos que no eran usuales en la villa de Madrigal, y, claro, se santiguaron. Conmovidas estaban sobre todo por la humillación que habría de sufrir la parturienta por alzarse las sayas delante de tres notarios y dos vecinos, que, aun siendo reina, era mujer y habría de parir del mismo modo que todas: por sus partes femeninas. Cierto que con mayor vergüenza, por los dichos hombres que la estarían viendo y escribiendo para las crónicas; y más que se encomendaron al Creador cuando se enteraron de que aún faltaba por llegar un pariente del rey, el más cercano que tuviere, a presenciar la parición. No obstante, se adujeron que todo sonrojo desaparece ante los dolores del parto. E comentaban entre sí:

—Ya ves, naces reina y alumbras ante una multitud…

—Porque nos pagan bien y porque ganaremos acreditación por asistir a la señora, pero maldita la gana que tengo de que esos tipos me anden entre las sayas…

—Yo estoy harto cansada ya, pero me horroriza pensarlo…

—¿Tú crees que pedimos suficiente o nos quedamos cortas?

—Como llevamos cuatro días como cautivas, pedimos poco… Yo tenía dos partos en perspectiva.

—Yo tres…

—No sé, honor y prédica tendremos…

—El mayordomo me dijo que nos llamarían de Valladolid para atender a las grandes damas…

Y en ésas estaban, los escribanos por un lado y las comadres por otro, cansados de tanto esperar, nerviosos, cuando se presentó una camarera en el aposento de doña Isabel, e dio unas voces e descubrió la cama e, detrás, vinieron otras trayendo a la dama sujeta de los brazos. La señora entraba descompuesta, arqueándose a cada dolor, deteniendo el paso, arrastrando los pies, dejándose llevar al lecho. Ay, Dios asista a la señora.

Los hombres se inclinaron reverentes y procedieron. El escribano introdujo el cálamo en el tintero y anotó en el pergamino:

Día jueves, XXII de abril de MCCCCLI. Madrigal.

In Dei nomine. Sea a todos manifiesto que en el año de la Natividad de Nuestro Señor Jhesu Christo de MCCCCLI, día que se contaba a veintidós días del mes de abril, Jueves Santo, entre IIII horas e —en esta parte del escrito dejó un espacio en blanco para añadir luego los cuartos de hora— después de mediodía, dentro de una cámara con dos ventanas a la calle por dó se recibe lumbre, en las habitaciones altas del palacio de la villa de Madrigal, lindero a la fortaleza del mismo nombre, con vistas a la explanada que da a la iglesia de Santa María del Castillo, etcétera…

Los notarios se constituyeron e hicieron anotar sus nombres en el acta, y preguntaron a la reina, que no contestó pues que se debatía en terrible dolor, cómo se llamaba y quién fue su padre y quién era su marido. Las damas los quisieron apartar, pero ellos no lo consintieron. Es más, procedieron según costumbre, pues que habían recibido instrucciones del rey don Juan para el parto de su esposa: llamaron a las comadronas, que eran mujeres del común, y les hicieron levantar las sayas hasta la camisa y les registraron los cuerpos y entrepiernas y entre las bragas sin ningún recato, los tres notarios, los tres. Por ver —decían— si las dichas mujeres traían algún engaño, alguna criatura entre sus faldas e, después, palparon a la reina, los tres, eso sí con más cuidado, también por ver si llevaba alguna criatura, pero ninguna de las examinadas llevaba nada, salvo las ropas y arreos de sus personas. La soberana, sólo una camisa de dormir.

Y siguieron. Acercaron una mesa chica con una imagen muy buena de Nuestro Señor Jesucristo y con un libro de los santos cuatro evangelios, e hicieron arrodillar a las parteras, que besaron la dicha imagen y evangelios, y juraron que administrarían el parto sin fraude ni engaño. E, luego, hicieron levantar a la reina y descubrieron el lecho, alzando cobertor, sábanas, almohadas y plumazos, e hubo que recomponerlo todo otra vez, mientras la señora se retorcía de dolor e rompía aguas estando de pie. Visto que no había ninguna cosa, las damas de doña Isabel pidieron a los testigos se retiraran, pero no quisieron, aduciendo que tenían obligación de ver todo y que no podían separarse de la reina, no fuera algún malqueriente a hacer un fraude de ley. Mientras, la señora se quejaba muy mucho de los dolores de su parto y se retorcía toda, empapada de sudor y malas aguas.

Se hizo un hueco para las comadronas, que tendieron a la dama de espaldas e llamaron a una camarera para que le tuviera cogidos los brazos, pero los notarios lo prohibieron. Uno de ellos, como no había llegado el pariente del rey, se sentó en una cátedra y la tomó de los brazos, para prever engaños, mientras otro encendía las muchas candelas bendecidas que llenaban la habitación y el escribano escribía y escribía. El llamado Gonzalo Chacón se acercó a la señora y le puso unas reliquias sobre el vientre para que la ayudaran en el trance, sin que los notarios se lo impidieran.

Ya todo en orden, al parecer, los hombres dejaron acercarse a las parteras, que se arrodillaron en el suelo, miraron y metieron mano por sus partes a la señora que no dejaba de gemir —por el pecado de Eva y porque así quiso Dios que sucediera a toda mujer—, e avisaron que ya venía la criatura para alivio de los notarios, de los vecinos y de Gonzalo Chacón. Pues que todos los presentes observaban cómo en una bacina de latón caía mucha sangre de la reina, y como no habían visto nunca un parto ni, Dios mediante, contemplarían otro en su vida, ya fuera larga o corta —tal juraba cada uno para sí—, estaban sudorosos e impresionados del negocio, mucho más de lo que hubieran estado en el campo de batalla. Y vino, después de un grito de la reina, el mayor de todos, una criatura toda mojada y con los ojos cerrados. E una partera se la entregó a la otra, y ésta se levantó del suelo y examinóla y viendo que era niña lo dijo:

—¡Es una niña!

Nadie dijo nada. La reina tampoco, pero torció el gesto, quizá dolida de que aquella niña, por el hecho de ser mujer, hubiera de pasar en el futuro, no sólo por el parto en sí, que ni a enemigos se desea, sino por la vergüenza de parir delante de una tropa de escribanos y vecinos, pues que con tan alto nacimiento quizá fuera reina también y habría de soportar la misma humillación. Como no pudo aguantar el dolor que le venía al alma, pese a que había padecido dolor corporal hasta la extenuación, con mucha dignidad, se adormeció.

Una de las matronas envolvió a la niña en un lienzo, la tomó por los pies, la puso cabeza abajo y le propinó un azote en las nalgas para que comenzara a respirar, mientras la otra palmeaba el rostro de la parturienta para impedirle dormir y que arrojara la placenta, mientras los hombres miraban muy atentos.

La criatura rompió a llorar y, a poco, la telilla cayó en la bacina de las malas aguas. La reina se durmió y no prestó atención a los parabienes de sus damas. Las matronas lavaron a la niña del moco y la sangre que había traído del vientre de su madre, y ya la mostraban a los escribanos, que la reconocieron como hija del rey Juan y de la reina Isabel, y levantando testimonio de que la nacida tenía todos los miembros que las mujeres tienen, y ya las parteras le cortaron el cordón umbilical y le fajaron el vientre, y se dispusieron a vestirla con un pañal, una camisita de trenzal blanco y un rico faldón, a la par que le cosían un pecherito con muy buenas reliquias en el jubón.

Venida al mundo la criatura, el escribano rellenó el espacio en blanco que había dejado en el pergamino y anotó de su propia mano lo que faltaba para dar fe de la hora exacta del nacimiento: «Dos tercios de hora».

Así quedó escrito que la infanta, que sería bautizada con el nombre de Isabel, el de su señora madre, había nacido el día de Jueves Santo, 22 de abril de 1451, cuatro horas y dos tercios de hora después de mediodía. Larga vida le dé Dios.

A poco asonaron las campanas de las iglesias de Madrigal y comarcanas e luego, conforme corría la buena nueva, las de Medina del Campo, Arévalo, Tordesillas, Olmedo, Valladolid, Salamanca y las de Castilla toda.

Los notarios remitieron el acta al señor rey, comunicándole el nacimiento de su hija. Éste mandó escribir cartas públicas, cuantas fueron necesarias, para condes, duques, obispos, alcaides, regidores, veinticuatros, caballeros, escuderos y hombres buenos de ciudades y villas.

De lo que no quedó referencia, pese a las muchas cartas que se libraron anunciando el venturoso alumbramiento de la reina, fue de que en aquel 22 de abril, día de San Sotero y San Cayo, papas, brillaba la luna roja en el firmamento, espléndida, desde antes del ocaso hasta rayar el alba.

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Lejos de Madrigal, en la calle los Caballeros de la ciudad de Ávila, el mismo día de Jueves Santo, 22 de abril del mismo año, a cuatro horas e dos tercios después del mediodía, es decir, a la misma hora exacta que la señora reina de Castilla, Dios le dé salud, doña Leonor de Fonseca, esposa de don Juan Téllez, marqués de Alta Iglesia, traía dos niñas a este mundo, también después de larga parición y grandes dolores, entre otras razones porque alumbrar dos criaturas no es lo mismo que una.

En el aposento de doña Leonor no hubo parabienes ni alegrías, y en el palacio tampoco, en razón de que las gemelas no habían venido enteras y les faltaba una mano a cada una. A una la diestra, a otra la siniestra. A más, traían en los brazos una raya roja, como un desgarro, como una mordedura de perro. No sólo era menester asistir a la parturienta con rapidez, sino también a las niñas, que venían muy moradas. Por eso la partera hubo de zarandearlas más de la cuenta para que vivieran, a más de curarles la mordedura del brazo, restos de una cicatriz o lo que fuere. Y, a mayor abundamiento, prestar ayuda a don Juan Téllez, el padre, que, al saber que sus hijas habían nacido lisiadas, sufría recio desmayo y no volvía en sí. Él, que era hombre bragado y había luchado contra los infantes de Aragón en las guerras que tuvieron contra el rey don Juan.

Y, claro, en la habitación había mucho desconcierto. Las criadas iban y venían. La partera no daba abasto a limpiar a las criaturas de la mala sangre e no sabía qué hacer ni qué decir de la mordedura o cicatriz que traían en los brazos. Además, la marquesa no arrojaba la placenta.

El caso es que la comadrona se azoraba y pedía esto o estotro a las criadas, que tampoco atinaban, pues que se habían desatado los nervios de todos los moradores del palacio de los Téllez, con razón. E la buena mujer se desesperaba e metía las manos en las entrañas de la marquesa para sacarle la placenta, o placentas —las secundinas, dicho en lenguaje vulgar—, que la dueña todavía no sabía cuántas habría. E con las manos dentro de la dama, daba instrucciones a las mujeres para que cortaran los cordones umbilicales de las niñas, no les fuera a entrar aire en el vientre, o para que le dieran a beber orujo al señor marqués. Y, lo que se decía, menos mal que la madre estaba adormecida y no se enteraba de lo que sucedía en la habitación, tantos trabajos había tenido en el parto todavía inconcluso. Por eso, gracias a Dios, no oyó que las mujeres rezaban y encendían más y más candelas para pedir favor al Cielo, poniéndole reliquias debajo de la almohada, por lo de la placenta o placentas, por lo de las manos de las criaturas o por lo del desmayo del marido, mientras todos los presentes, alterados en demasía, llenaban el aposento y se tropezaban, estorbándose unos a otros.

El caso es que, después de varias oraciones que las mujeres rezaron en común a viva voz, quiso el Altísimo que la marquesa arrojara una placenta en la bacina de aguas sucias que tenía bajo sus piernas, y ya la matrona pudo dedicarse a las niñas, y cortarles el cordón umbilical, negocio que resolvió con maestría. Observó entonces la mordedura de los brazos que, vive Dios, era una raya roja con restos de sangre, y curarles con tintura de yodo y ponerles una venda muy prieta. Salió luego a cuidar al marqués, rezongando por las criadas de doña Leonor, que se amilanaban ante un cordón umbilical, a la par que se preguntaba quién, pardiez, mataba los pollos en aquella casa.

Y ya atendió a don Juan. Se sacó un frasco de sales del talego y le dio a oler, y el hombre revivió para preguntar por su desgracia, por las manos de sus hijas, y, ay, Jesús, María, para salir como una exhalación, corriendo, corriendo, de aquella mansión, como si le persiguiera el diablo, creído de que la desgracia había caído sobre él y su familia.

El marqués fue el primero en clamar por el infortunio que, de repente, se había aposentado en su casa, pero le siguieron todos a una voz: los criados, las criadas, las dos esclavas moras de doña Leonor, el caballerizo, el mayordomo, el capellán; otro tanto el obispo, los canonjes de la catedral, y otrosí toda la vecindad de la ciudad de Ávila, y la propia parturienta.

De súbito, como vienen las desgracias, la fatalidad había caído sobre la casa del marqués Juan Téllez, tal dijo doña Leonor que, pese a lo que creía la matrona, se enteraba de todo lo que estaba sucediendo, tal se expresó antes incluso de romper a llorar. Porque había parido dos monstruos, tal aseveró al principio, pues que no entendió bien y se creyó sabe Dios qué. Cierto que no se contentó cuando supo qué. Preguntó a la partera qué ocurría y no tuvo respuesta, pues que la mujer no se atrevió a narrarle la desdicha —no fueran a echarle la culpa a ella— y pidió ver a las niñas. Cuando se las llevaron sus esclavas moras, las que tenía en mayor confianza y apego, no vio que les faltaba una mano a cada una de sus hijas, sino que una era menuda y la otra grande, y que las dos eran feas, pero no dio importancia al asunto, pues les pondría muchos lazos, y se durmió profundamente, lo natural después de tanta faena.

Ido el marqués y dormida la marquesa, antes de que las criadas se dispusieran a cambiarle las sábanas de la cama, la partera anduvo a la señora en el vientre. Pues que sacó la placenta de la bacina de aguas malas, la palpó, rajó la telilla y no hallando las manos de las niñas, se preocupó y buscó en el único lugar donde podían estar, una vez y otra. Pero, ay, Señor Jesús, no estaban, o se habían asentado tan alto que la buena mujer no llegaba con la mano y no se atrevía a hurgar más, no fuera a desgarrarle a la dama alguna entraña.

E, desesperada, porque las manos de las criaturas habían sido arrancadas de cuajo como se podía apreciar a simple vista, abrió la ventana del aposento para respirar aire puro y despejarse la cabeza, e observó netamente la luna, grande y roja, roja, como un lucero, e hizo un gesto con la cabeza como preguntándole qué podía hacer en aquella tesitura, pero el astro no debió de contestarle, porque al rato atrancó la ventana y se sentó en un escabel, las manos tapándole los ojos, a rezar con las demás mujeres.

Así las cosas, al toque de vísperas en la iglesia de la Catedral, se pudo decir y se dijo en toda la ciudad de Ávila que la desgracia había caído sobre la casa de don Juan Téllez. Y al día siguiente se pudo añadir y se añadió que las desgracias nunca vienen solas.

Porque, veinticuatro horas después, todavía no había vuelto a casa el señor marqués y no se sabía nada de los criados que habían salido en su busca, y la señora marquesa, enterada ya de la magnitud de su desgracia, había pedido la Santa Unción y entrado en agonía, porque sus hijas no tenían manos o porque las dichas manos debían hacerle gran daño en el vientre o en el corazón, donde se le hubieren aposentado, y se moría.

Falleció doña Leonor de Fonseca a los dos días de parir, sin que hubieran aparecido las manos de sus hijas. Se fue sin preguntar por los frutos de sus entrañas ni por el paradero de su marido, con la imagen del Crucificado en los labios, sin grandes estertores, entre los lamentos de sus criadas y de sus dos esclavas moras, que no escatimaron pena y lanzaron ese grito de pesar que arroja todo buen musulmán por su boca en una situación de dolor extremo, Dios la tenga con Él.

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Muy lejos de Ávila, María la Malona dio a luz en soledad, en medio de un prado. Eso sí, bajo una luna grande, grande y roja, roja como no se había visto otra por aquellas latitudes, extrañada de la existencia de semejante lucero a una hora en la que no era común que estuviera el astro en el cielo, o quizá fuera más tarde y a ella se le hubiera hecho corto aquel día tan duro que había llevado.

El caso es que, tras andar por los robledales del rabal de Ibeni buscando setas, el parto se le presentó de súbito cuando regresaba a su casa. Sufrió un gran dolor, como un enorme desgarro en sus entrañas, uno sólo, a Dios gracias, y le salió de sus partes un bulto que, claro, era hijo o hija, pues estaba preñada y muy preñada. El bulto cayó al suelo como un fardo que se deja caer, y ella, tras llevarse las manos al vientre, se agachó en busca de la criatura, encontrándose con una niña —la observó netamente porque había clara luz— sucia de sangre y moco. Púsola boca abajo, como tenía oído que hacían las parteras, e la niña lloró. Ella, que se había convertido en madre, la envolvió en su capirón, no sin ciertas dificultades, pues se le enredaron las cintas y, nerviosa como estaba, no atinó a desatarlas, y las rompió. Así que estaba de rodillas en la hierba con las piernas abiertas, con la criatura en los brazos, con una cosa viscosa que le salía de sus partes de mujer, y con mucho miedo naturalmente, porque era primeriza y, además, no tenía marido.

Ay, que Mari la Malona, hija que fuera de Pero Malón, se había dejado seducir por un mal hombre. Se había dejado hacer entre las piernas cuando el tipo le fue con lisonjas, con promesa de matrimonio y con ciertos dineros, pues que ganaba poco vendiendo setas, y se había encontrado con lo que se encuentra cualquier mujer que yace con un hombre, que el cuerpo humano está hecho para que cuando una mujer y un hombre se ayuntan en coyunda lícita o ilícita, tengan un hijo o hija, o dos, y hasta tres y más hay quien ha tenido a la vez, según decires que se escuchan.

Y en eso Mari la Malona no fue una excepción. Huérfana como era, recogía setas para un herbolario de la villa de Bilbao, su lugar de residencia. Y andaba por los montes antes del alba, al mediodía o a sobretarde, para recoger tal seta a tal hora y tal a tal otra, cada una en su momento de sazón, bien fajada para que no se le notara la preñez, dispuesta a dejar abandonada a la criatura en el torno de algún convento, pues que no tenía dinero para criarla, echando cuentas de que cuando le vinieran los dolores tendría tiempo de pedir ayuda a Mari de Abando, la bruja que vivía en las afueras de la parroquia del mismo nombre. Bruja o lo que fuere, a ella la trataba bien, y le daba de tanto en tanto un puñado de aceitunas, un cantarico de vino, una pinta de aceite, un pan o una vela o, en otro orden de cosas, buenos consejos, pero de hacerle abortar no quiso saber; es más, se negó a ayudarle. Por lo que bruja no podía ser, pues que las dichas brujas no sólo hacen abortar a las doncellas, sino que matan con grandes venenos a toda clase de personas.

Mari la Malona había echado cuentas para llegar a casa de Mari de Abando cuando le llegaran los primeros dolores del parto, pero no tuvo tiempo, y parió en un prado, en soledad, con la última luz del sol y con la primera luz de la luna roja de abril. Ella no lo supo, pero eran las cuatro horas e dos tercios de hora del día 22, Jueves Mayor y primer día de primavera en la ría del Nervión después de un largo invierno.

Se apuró, sola como estaba, por la terrible punzada que sufrió en el vientre, por la niña y por la placenta que se desprendió de sus partes tan rápidamente como la criatura, e por el cordón umbilical, que, ay, hubo de cortar con los dientes y anudar como bien pudo, pues le temblaban las manos y le botaba el corazón en el pecho. En vez de llevarse a la niña a la teta y luchar contra la soñera que le venía, como hubiera hecho cualquier madre experimentada, se tendió en la fresca hierba y se quedó dormida hasta el albor con la niña al lado.

La despertó un perro a lametazos. Un perro que también había lamido a la niña, quitándole la sangre y el moco que trajo del otro mundo, pero bien pudo llevársela lejos y hasta comérsela. Pero no, Dios dio más sensatez al can que a la moza, bendito sea.

Despertóse la moza por las lametadas del can en buena hora, porque, ay, estaba llena de sangre y, viéndose en aquella guisa, le vinieron pavores, con razón. Porque la sangre del cuerpo humano es tanta y cuanta, la justa, la necesaria, para que el hombre o la mujer vivan, pero no menos, que entonces el ser humano fallece, y eso había de sucederle a Mari la Malona si no llegaba presto a casa de Mari de Abando, pues que se estaba desangrando. Por eso se levantó, tomó a su hija en los brazos, la tapó bien con el capillo y, seguida del can, que se fue tras ella por su cuenta, se encaminó hacía el caserío, dispuesta a llamar a la puerta de la mujer.

Anduvo perdiendo sangre, sin encontrarse con alma viviente a quien pedir auxilio, trompicándose, deteniéndose para tomar aliento, muy afiebrada y, en el último trecho, como alunada, dando bandazos y caminando a tentón. Y quiso Dios que avistara la casa de la bruja, o lo que fuere la vieja, y que, haciendo un último esfuerzo, el último que haría en su corta vida, atravesara un regato, llegara a la puerta, llamara a la aldaba y falleciera en el umbral dejándose caer, eso sí, lentamente, para no dañar a la criatura que llevaba en sus brazos.

Vaya con Dios la tal María la Malona, la hija de Pero Malón, moza destalentada, como diría Mari de Abando al encontrar su cadáver y a una niña recién nacida, a la que apenas le quedaba aliento. Diole la vieja leche de vaca a cucharadas y luego en un recipiente que habilitó como mamadera, y le puso el nombre de María, el suyo y el de la madre muerta. Aunque la dejó huérfana de bautizo, porque no se atrevió a llevarla al preste del lugar, la cuidó mucho mejor de lo que hubiera hecho su madre verdadera.

La anciana, pasado el susto, se lamentó de no conocer la hora del nacimiento de la niña, pues se dijo que le hubiera echado las suertes por ver qué había de ser de aquella criatura que había llegado de súbito a la puerta de su casa. Mari de Abando, la joven, pues que así sería conocida la niña que crió la dicha Mari de Abando, la vieja, no supo tampoco la hora de su nacimiento, pero con ella fueron cuatro las mujeres que nacieron a la misma hora y en el mismo día en el que lució hermosa la luna roja de abril en el firmamento.