—SENADOR —dijo Buchanan, estrechando la mano del hombre alto de aspecto elegante.
El senador Harvey Milstead, líder probado, poseía una moral irreprochable, agudos instintos políticos y una gran intuición para abordar los problemas. Su imagen pública era la de un auténtico hombre de Estado. No obstante, Milstead era en realidad un mujeriego de armas tomar y un adicto a los analgésicos debido a una dolencia crónica de la espalda; en ocasiones, la medicación lo hacía caer en un estado de incoherencia. Por otro lado, bebía demasiado. Hacía años que no proponía un proyecto de ley importante, aunque en su mejor época había ayudado a aprobar leyes que en la actualidad beneficiaban a todos los estadounidenses. Por aquel entonces, cuando hablaba, empleaba una jerigonza con tal autoridad que nadie se molestaba en descifrarla. Además, la prensa adoraba al tipo encantador de modales refinados, y Milstead ocupaba un cargo muy importante. También alimentaba la maquinaria de los medios de comunicación con un flujo de filtraciones sabrosas efectuadas en el momento adecuado, y lo citaban constantemente. Buchanan sabía que lo querían. ¿Es que acaso podía ser de otra manera?
El Congreso constaba de quinientos treinta y cinco miembros; cien senadores más los representantes de la Cámara. Buchanan calculaba, quizá de forma generosa, que unas tres cuartas partes del total eran hombres y mujeres decentes, trabajadores y comprensivos que creían firmemente en lo que hacían en Washington y para el pueblo. Buchanan los llamaba, en conjunto, los «Creyentes», y procuraba mantenerse alejado de los mismos. Si trataba con ellos, acabaría en la cárcel.
El resto de los dirigentes de Washington era como Harvey Milstead. En su mayoría no eran borrachos, mujeriegos o caricaturas de lo que habían sido en el pasado, pero, por varios motivos, eran manipulables, presas fáciles de los cebos que Buchanan lanzaba por la borda.
Con el tiempo, Buchanan había logrado reclutar dos grupos de este tipo. Nada de republicanos y demócratas. A Buchanan le interesaban los miembros del venerable «Urbanitas» y del grupo que él mismo había bautizado, no del todo en broma, como los «Zombis».
Los Urbanitas conocían el sistema mejor que nadie. De hecho, ellos eran el sistema. Washington era su ciudad, de ahí el apodo. Llevaban más tiempo en la ciudad que Dios. Si se les practicaba un corte, manaba sangre roja, blanca y azul, o eso es lo que les gustaba decir. Buchanan había añadido otro color a la mezcla: el verde.
Por el contrario, los Zombis habían llegado al Congreso sin el menor atisbo de fibra moral o adhesión a una filosofía política. Se habían ganado su puesto gracias a las mejores campañas imaginables. Salían fantásticos en los fragmentos televisados y cuando intervenían en los debates ciñéndose al tiempo que les concedían. Su intelecto y capacidad eran, como mucho, mediocres, y aun así pronunciaban los discursos con el brío y el entusiasmo de un JFK en su mejor oratoria. Cuando los elegían, llegaban a Washington sin la menor idea de lo que debían hacer. Habían alcanzado su único objetivo: ganar la campaña.
A pesar de ello, los Zombis permanecían en el Congreso porque les gustaba el poder y las puertas que les abría el cargo que ocupaban. Además, dado que el coste de las elecciones se había disparado hasta la estratosfera, todavía era posible derrotar a quienes se atrincheraban en el cargo…, del mismo modo que, en teoría, era posible subir al Everest sin oxígeno. Bastaba con contener el aliento durante varios días.
Buchanan y Milstead se sentaron en un cómodo sofá de cuero en el espacioso despacho del senador. Las estanterías estaban repletas de los típicos trofeos de toda una vida dedicada a la política: placas y medallas de reconocimiento, copas de plata, condecoraciones de cristal, cientos de fotografías del senador junto a personas más famosas que él; martillos ceremoniales con inscripciones y palas de bronce en miniatura que simbolizaban triunfos políticos que habían beneficiado a su estado. Mientras Buchanan recorría el despacho con la mirada, pensó que se había pasado la vida acudiendo a lugares como éste, básicamente para pedir.
Todavía era temprano, pero el equipo del senador estaba ocupado en las habitaciones exteriores preparándose para un día ajetreado con los electores de Pensilvania, un día colmado de almuerzos, discursos, apariciones y comidas relámpago, saludos y encuentros, bebidas y fiestas. El senador no volvería a presentarse como candidato, pero nunca estaba de más un buen espectáculo para los de casa.
—Te agradezco que me recibas a pesar de que te haya avisado con tan poca antelación, Harvey.
—Siempre es un placer tratar contigo, Danny.
—Iré al grano. El proyecto de ley de Pickens intenta eliminar mis fondos, junto con otros veinte paquetes de ayuda. No podemos permitir que suceda eso. Los resultados hablan por sí solos. La tasa de mortalidad infantil se ha reducido en un setenta por ciento. ¡Dios mío, las maravillas que han obrado las vacunas y los antibióticos! Se están creando puestos de trabajo y la economía está pasando del gangsterismo a los negocios legales. Las exportaciones han aumentado en un tercio e importan de nosotros un veinte por ciento más. Así que aquí también se crean puestos de trabajo. No podemos permitir que el proyecto se cancele ahora. No sólo sería incorrecto desde el punto de vista moral sino también estúpido por nuestra parte. Si conseguimos que países como éste se recuperen, no tendremos un desequilibrio en la balanza comercial. Pero primero se necesitan fuentes de energía fiables y una población con estudios.
—El ODI está haciendo grandes progresos.
Buchanan conocía bien el ODI, u Organismo para el Desarrollo Internacional. En un principio había sido una entidad independiente, pero ahora respondía ante el secretario de Estado, quien, a su vez, controlaba su más que sustancioso presupuesto. El ODI era el organismo señero de la ayuda externa de Estados Unidos, y buena parte de los fondos circulaban por sus legendarios programas. Cada año, para saber dónde acabaría el presupuesto del ODI había que jugar a las sillitas. Buchanan se había quedado sin silla más de una vez y ya estaba harto. El proceso de concesión era intenso y de lo más competitivo y, a no ser que encajaras en el perfil que el ODI había propuesto para los programas que quería financiar, podía decirse que la suerte no te había sonreído.
—El ODI no puede resolverlo todo. Y mis clientes son un bocado demasiado pequeño para el FMI y el Banco Mundial. Además, ahora sólo oigo lo de «desarrollo sostenible». No dan un solo dólar salvo para proyectos de desarrollo sostenible. Qué diablos, que yo sepa, la comida y la medicina siguen siendo necesarias para vivir. ¿No es motivo suficiente?
—No hace falta que me convenzas, Danny. Pero aquí la gente también cuenta hasta el último centavo. Los días de las vacas gordas se han acabado —dijo Milstead con solemnidad.
—Mis clientes apenas tendrán para comer. No les niegues la ayuda.
—Escúchame, no presentaré el proyecto de ley.
En el Senado, si un presidente no quiere que un proyecto de ley salga de la comisión, sencillamente no lo presenta en las sesiones, que era lo que sugería Milstead. Buchanan ya había participado en ese juego otras veces.
—Pero Pickens podría salirse con la suya esta vez —repuso Buchanan—. Se rumorea que hará lo que sea para que se acepte la propuesta. Y es probable que encuentre un público más comprensivo en el hemiciclo que en la comisión. ¿No sería mejor posponer la propuesta y presentarla fuera de sesión? —sugirió.
Danny Buchanan era un maestro en esa técnica. Bastaba con que un senador se opusiera a una propuesta de ley inminente para que ésta se aplazara. La legislación quedaría pendiente hasta que se retirara la causa del aplazamiento. Años atrás, Buchanan y sus aliados del Congreso la habían utilizado con resultados sensacionales cuando representaban los intereses de determinados grupos de mucho peso del país. En Washington hay que ser muy poderoso para evitar que ciertas cosas no ocurran. Y para Buchanan ése siempre había sido el aspecto más fascinante de la ciudad y la razón de que, por ejemplo, la reforma de la sanidad o los convenios con las tabacaleras, impulsados por una enorme cobertura de los medios de comunicación y el clamor de los ciudadanos, desapareciesen por completo en el abismo del Congreso. Lo más frecuente era que determinados grupos de intereses particulares quisieran mantener el statu quo que habían alcanzado trabajando duro. El cambio no les gustaba. De ahí que gran parte del cabildeo anterior de Buchanan se hubiera centrado en enterrar cualquier proyecto de ley que pudiese perjudicar a sus poderosos clientes.
La maniobra de aplazamiento también se llamaba «relevo a ciegas» porque, al igual que la entrega del testigo en las carreras de relevos, otro senador podría establecer otro aplazamiento cuando el anterior hubiera finalizado, y sólo la cúpula sabía quién había puesto la restricción. Era mucho más complicado, pero Buchanan sabía que, a fin de cuentas, el relevo a ciegas suponía una enorme pérdida de tiempo y a la vez resultaba sumamente eficaz, lo que, en pocas palabras, decía mucho sobre el mecanismo de la política.
El senador negó con la cabeza.
—Me enteré de que Pickens había aplazado dos de mis propuestas, y estoy a punto de cerrar un trato con él. Si le pongo otro aplazamiento, el hijo de puta irá a por mí como el hurón a por la cobra.
Buchanan se recostó y sorbió el café mientras calibraba varias estrategias.
—Mira, volvamos a empezar de cero. Si tienes los votos necesarios para que no se apruebe, preséntala y deja que el comité vote y acabe con el muy cabrón de una vez. Si luego la presenta en el hemiciclo no creo que cuente con el apoyo necesario para sacarla adelante. Mierda, una vez en el hemiciclo podremos aplazarla para siempre, solicitar enmiendas, recortarla al máximo fingiendo que querernos sacar más para una de tus propuestas de ley. De hecho, falta tan poco para las elecciones que incluso podemos jugar a evitar el quórum hasta que desista.
Milstead asintió, pensativo.
—Sabes que Archer y Simms me están dando problemas.
—Harvey, ya has enviado bastantes dólares para la construcción de carreteras a los estados de esos dos cabrones como para ahogar a todos los hombres, mujeres y niños del lugar. ¡Llámales la atención! Esta propuesta de ley no les importa una mierda. Lo más probable es que ni siquiera hayan leído los informes.
De repente, Milstead parecía seguro de sí mismo.
—De un modo u otro, lo haremos. Dentro de un presupuesto, de uno coma siete billones de dólares, no es tan importante.
—Es para mi cliente. Muchas personas cuentan con esto, Harvey. Y la mayoría todavía no sabe caminar.
—Te escucho.
—Deberías ir allí en viaje de investigación. Te acompañaré. Es un país bonito; el problema es que la tierra no sirve para nada. Quizá Dios haya bendecido a América, pero se olvidó de gran parte del mundo. Aun así, siguen adelante. Si alguna vez crees que tienes un mal día, te hará bien acordarte de ellos.
Milstead tosió.
—Mi agenda está muy apretada, Danny. Y sabes que no volveré a presentarme como candidato. Dos años más y me largo de aquí.
«Muy bien, ya se ha acabado el tiempo para hablar de trabajo y peticiones humanitarias —pensó Buchanan—. Ahora representemos el papel de traidor».
Se inclinó hacia adelante y apartó el maletín con despreocupación. Hizo girar el asa, con lo que puso en marcha la grabadora oculta. «Va por ti, Thornhill, arrogante hijo de puta».
Se aclaró la garganta.
—Bueno, supongo que nunca es demasiado pronto para hablar de sustituciones. Necesito varias personas en Ayuda y Operaciones Externas que participen en mi pequeño plan de pensiones. Les puedo prometer lo mismo que a ti. No les faltará de nada. Sólo tienen que cumplir mi programa. He llegado a un punto en que no puedo permitirme una sola derrota. No pueden fallarme. Es la única manera de garantizarles la compensación final. Tú nunca me has fallado, Harvey. Llevas casi diez años en esto y siempre has cumplido, de un modo u otro.
Milstead miró hacia la puerta y luego habló en voz muy baja, como si así mejoraran las cosas.
—Conozco a varias personas con quienes tal vez te interesaría hablar. —Parecía nervioso e incómodo—. Acerca de asumir algunas de mis funciones. Por supuesto, no les he mencionado el asunto de forma directa, pero me sorprendería que no estuvieran dispuestos a llegar a algún tipo de acuerdo.
—Me alegra oírlo.
—Y haces bien en planear las cosas de antemano. Los dos años pasarán volando.
—¡Jesús! Puede que dentro de dos años ya no esté aquí, Harvey.
El senador sonrió afectuosamente.
—Nunca creí que te retirarías. —Se calló—. Pero supongo que tienes heredero forzoso. Por cierto, ¿cómo está Faith? Tan llena de vida como siempre, estoy seguro.
—Faith es Faith. Ya lo sabes.
—Tienes suerte de que te respalde alguien así.
—Mucha suerte —dijo Buchanan frunciendo el ceño ligeramente.
—Dale mis más cariñosos recuerdos cuando la veas. Dile que venga a ver al viejo Harvey. Tiene la mente más lúcida y las mejores piernas del lugar —añadió con un guiño.
Buchanan no dijo nada al respecto.
El senador se reclinó en el sofá.
—He sido funcionario la mitad de mi vida. El sueldo es ridículo; de hecho, una miseria para alguien de mi talla y con mis recursos. Ya sabes cuánto ganaría ahí fuera. Ésa es la recompensa que te dan por servir a tu país.
—Sin duda, Harvey. Tienes toda la razón.
«El dinero para sobornos sólo te corresponde a ti. Te lo has ganado», pensó Buchanan.
—Pero no me arrepiento. De nada.
—No tienes por qué.
Milstead sonrió cansinamente.
—La de dólares que he gastado todos estos años reconstruyendo este país, remodelándolo con vistas al futuro, para la próxima generación. Y la siguiente.
Era su dinero. Había salvado el país.
—La gente nunca agradece eso —dijo Buchanan—. Los medios de comunicación sólo van a por los trapos sucios.
—Supongo que obtendré mi compensación cuando llegue a la tercera edad —comentó Milstead con un deje de arrepentimiento.
«Al cabo de todos estos años todavía le queda un poco de humildad y sentimiento de culpa», se dijo Buchanan.
—Te lo mereces. Has servido a tu país como debías. Ahora sólo tienes que esperar, tal y como acordamos. A ti y a Louise no os faltará de nada. Viviréis como reyes. Has hecho tu trabajo y obtendrás tu recompensa. Al estilo americano.
—Estoy cansado, Danny. Cansado hasta los huesos. Entre tú y yo, no estoy seguro de aguantar dos minutos más, y mucho menos otros dos años. Este lugar me ha exprimido la vida.
—Eres un auténtico hombre de estado. Un héroe para todos nosotros.
Buchanan respiró a fondo y se preguntó si los hombres de Thornhill que se encontraban en la furgoneta estarían disfrutando con esta conversación más bien ñoña. Lo cierto es que Buchanan también deseaba salir de aquello. Miró a su viejo amigo. Al reparar en su expresión azorada Buchanan supuso que estaría pensando en el glorioso retiro que le esperaba con la esposa con la que llevaba casado treinta y cinco años, una mujer a quien había engañado en numerosas ocasiones pero que siempre le había permitido regresar y que, además, lo mantenía en secreto. Buchanan estaba convencido de que la psicología de las esposas de los políticos bien podría estudiarse en la universidad.
Lo cierto era que tenía debilidad por los Urbanitas. En realidad habían logrado muchos avances y, a su manera, eran las personas más honorables que Buchanan había conocido. Sin embargo, al senador no parecía molestarle que lo compraran.
Harvey Milstead tendría otro amo en breve. La Decimotercera Enmienda de la Constitución prohibía la esclavitud, pero, al parecer, nadie se lo había comunicado a Robert Thornhill. Buchanan estaba entregando a sus amigos al mismo diablo. Eso es lo que más lo inquietaba. Thornhill, siempre Thornhill.
Los dos hombres se incorporaron y se estrecharon la mano.
—Gracias, Danny. Gracias por todo.
—No hay de qué —replicó Buchanan—. De verdad, no hay de qué. —Recogió el maletín de espía y salió a toda prisa de la habitación.