Takhisis, la inmortal
La cualidad hipnótica de la llamada de la Reina de los Dragones se desarticuló al interferirse una voz familiar.
—¡Huma, alabados sean los dioses! Temimos que te hubieras hundido en el precipicio con el castillo.
El caballero se giró en la silla. Bennett y Kaz cabalgaban en las cercanías, siendo el minotauro quien le explicó la situación.
—Hemos enviado a los otros en busca de refuerzos. ¡Por Sargas! ¿Qué es eso?
—No es qué, sino quién —rectificó el comandante—. Nos hallamos ante la soberana de las Tinieblas, ¿no es así?
El joven se limitó a asentir y fijó la mirada en la monstruosidad que se siluetaba en la cima. El Portal por el que la soberana había irrumpido se ensanchaba, y eso hacía, al parecer, que sus formas cobrasen solidez, realidad.
Una idea asaltó a Huma quien, llevándose la mano al cinto, extrajo el Bastón arcano en su versión simple y se lo entregó al oficial.
—Transporta esta vara al alcázar de Vingaard y ocúpate de que la guarden en lugar seguro hasta el momento de restituirla al Cónclave. Como magos instruidos en los secretos de su arte, sus miembros sabrán qué hacer con ella. Perteneció a Magius, y presiento que de poco va a servirme en el futuro.
El hombretoro y el depositario de aquella orden se consultaron con los ojos, si bien antes de que se manifestaran el soldado clavó en ambos unas pupilas penetrantes para imponer silencio.
—Hay que informar al Gran Maestre de que Dracos ya no existe. Además, necesito que reorganicéis a los lanceros. En cuanto a ti, Bennett, fuiste hijo de uno de los jerarcas de la hermandad y en la actualidad eres sobrino de otro. Naciste para gobernar.
»Yo absorberé la ira de la Reina mientras pueda, pero nuestra única esperanza reside en un ataque masivo. Deben de quedar por lo menos un centenar de armas encantadas. Si Paladine nos asiste, ellas nos darán la supremacía.
—Huma —razonó al circunstancial cabecilla su colega de entidad—, nos enfrentamos a una diosa. ¡Para Takhisis somos más insignificantes que una bocanada de aire!
—No te menosprecies tanto —se disgustó el interpelado—. Como Caballeros de Solamnia, nuestra institución se asienta sobre las bases que creó un Triunvirato presidido por Paladine. Desde nuestros orígenes hemos cumplido el sagrado empeño de hacer justicia y salvaguardar a Krynn del yugo de la perversidad; se nos plantea ahora la prueba definitiva, aquella en la que hemos de demostrar nuestra fidelidad al Código y la Medida.
¿Que responder? Bennett calló, a la vez que se ruborizaba.
—No dispongo de tiempo para entrar en disquisiciones —insistió Huma—; te ruego que regreses sin dilación. Kaz, ve con él.
El minotauro meditó unos instantes, indeciso sobre cómo argumentar la réplica. Posó los ojos en su cabalgadura, y luego en el adalid.
—Convengo contigo en que alguien debe volver —declaró al fin—, y también en que el comandante es el más indicado. Yo, en cambio, prefiero quedarme. Te recuerdo que presté juramento y todavía no le he hecho honor. Relámpago está de acuerdo.
—No puedo impedirte que obres según tu conciencia, Kaz —accedió el soldado—. Pero tú —señaló al otro caballero— tienes unos deberes que atender inexcusablemente.
Aunque le rechinaban los dientes, el oficial se rindió. Dio la consabida señal a su Dragón Dorado y éste viró la orientación de la marcha, mas no sin que sus pupilas se cruzaran con las de Gwyneth. Intercambiaron un mudo mensaje, lo que nada tenía de peculiar puesto que eran parientes y, lógicamente, les dolía separarse.
Cuando Bennett hubo partido, Huma dijo al hombretoro:
—Ahora.
Los dos reptiles se elevaron hacia altos estratos, allí donde fluctuaban las cinco cabezas de Takhisis. Invadía la montaña entera, y hasta los cielos, el perfil de un vasto agujero de la textura misma del firmamento. Era el acceso que había franqueado el paso de la diosa al mundo, investida de sus letales atributos gracias al indeseable Galán Dracos y sin apenas resentirse por el pequeño revés que le infligiera el soldado solámnico al romper la esfera esmeraldina. Lo cierto era que la destrucción del vínculo entre ambos planos, aunque mermó algo sus posibilidades, no derribó el puente, de tal manera que la deidad conservaba los poderes que había atesorado antes y una brecha para aplicarlos. Nunca antes al asomarse a Krynn la respaldó tamaña fuerza.
—Delicioso. Incluso es más interesante que vuestras constantes discusiones sobre causas perdidas.
Éstas palabras, o mejor conceptos comunicados por telepatía, azotaron con su fría crueldad la mente del luchador.
—Tendré que reunir a unos cuantos como tú y estudiar esa emoción divertida y pasajera que llamáis «amor». ¡Se me antoja tan inútil!
A Huma le satisfizo recapacitar que la soberana nunca experimentaría los sentimientos que movían a su raza, que en este aspecto era menos que un mortal, y él poseía la clave del misterio.
—Enséñame. Soy buena discípula.
Junto a su encarnación de Dragón encaramado a la montaña, superponiéndose, la Reina de las Tinieblas exhibía el rostro exquisito, embrujador, de una hechicera de negra melena sobre una figura ataviada con transparentes gasas. Sonrió, y el humano creyó que era la primera vez que alguien lo hacía de verdad.
—Seré lo que tú quieras. Ilústrame sobre ese «amor» que prevalece en tus entrañas a toda otra consideración y, te lo repito, hallarás en mí a una voluntariosa estudiante.
La atrayente dama adoptó, en la imaginación masculina, otras poses que realzaron su belleza insuperable y provocativa. Huma no lograba concentrarse: era una fémina hermosa y ansiaba aprender a comportarse como una mortal. Si la hacía participar de un lance amoroso, si ella llegaba a comprender, quizá se acabarían para siempre el Mal y el sufrimiento que asolaban su mundo.
A su vocación didáctica había que añadir, con todo su peso específico, el carácter excitante de los métodos que demandaban tales lecciones.
La mujer esbozó una sonrisa y tendió al caballero una mano elegante, casi esculpida. Notó el joven una tibieza en su pecho, y lo aferró en un impulso involuntario. Un disco de metal irradió su influjo por toda su persona.
—¡No! —gritó—. No sucumbiré a tus demoníacos encantos. Nunca conocerás el amor ni la vida, y no he de permitir que succiones lo mejor que hay en mí. ¡Es a otra a quien quiero!
Una conmoción bajo su asiento le reveló que Gwyneth había dado un respingo e intentaba contenerse. Mas no tuvo la opción de reflexionar. La Señora del Mal no concedía un respiro a su cabeza.
—Podrías haber gozado de una dicha que nunca concibieron los hombres. También habrías ostentado el mando de mis ejércitos, ya que ningún guerrero te iguala en recursos, capacidad de adaptación y firmeza, convirtiéndote en mi segundo. Mis recompensas habrían excedido todas tus expectativas.
Se levantó una auténtica ventolera. El Dragón Plateado, atrapado en una corriente, casi se estrelló contra la ladera del risco, y Kaz y Relámpago fueron zarandeados de idéntica forma. Huma empuñó la Dragonlance con una mano y palpó con la otra el talismán del conde Avondale. Entre ambos le infundirían los ánimos que requería.
—Me has repudiado, y al hacerlo has izado la rosa de tu propio sepulcro… el tuyo y el de mi rival en lides amorosas.
Aunque ignorase qué era una querencia, era evidente que Takhisis estaba más que familiarizada con el odio.
—¡Huummaaa! —vociferó alguien en un acento mucho más material.
El caballero se volvió y vio que el huracán había obligado a Relámpago a aterrizar en un crestón rocoso, con su acompañante agarrado a la silla para no salir despedido.
—El presente asunto sólo nos atañe a nosotros, mortal Caballero de Solamnia —volvió a la carga la ambigua interlocutora del soldado—. Mendigarás mi perdón por tu infamia, implorarás que ponga término a tu agonía, pero, hasta que se extinga la misma eternidad, ni siquiera me molestaré en aquilatar los pros y los contras de otorgarte mi favor.
Huma rememoró la elección que hiciera Galán Dracos: mejor el olvido de cuerpo y de alma que la «tierna» justicia de la Reina de la Oscuridad. Y ésta fue la actitud de un personaje que jamás se mostró compasivo, que atormentó bárbaramente a Magius y que mandó a miles de criaturas a una muerte innecesaria. En la hora de la verdad, al aborrecible renegado sólo le quedó pánico, terror frente a la perspectiva de pulular en la inmortalidad a merced de su idolatrada Señora.
—Primero trituraré tu fisonomía hasta hacerte gelatina, aunque no perecerás; luego me adueñaré de tu intelecto y lo invitaré a presenciar la enrevesada magnificencia de mis dominios. No te rescatará la locura, no lo consentiré. Por último apresaré a tu amada y la consagraré a mis más refinados «entretenimientos» mientras tú asistes a ellos como espectador de excepción, sin poder auxiliarla.
El inveterado viajero había sido testigo de portentos de cariz maléfico que habrían enajenado sin remedio a otros hombres, y tan sólo su fe en Paladine y las virtudes que este dios simbolizaba le permitieron sobrevivir. En sus incontables percances le fortalecieron siempre sus arraigadas creencias. Amaba a Krynn tanto como su propio hacedor y estaba dispuesto a sacrificarlo todo en beneficio de su país, hasta la vida si era menester, para desterrar a las Tinieblas.
En lugar de instar a Gwyneth y retirarse, la espoleó hacia la figura nebulosa de la soberana. El Dragón Plateado avanzó sin un titubeo. No lo abandonaría.
—Sois unos estúpidos, más aún que el megalómano Dracos. Sus pretensiones eran ocupar un puesto entre las divinidades, las vuestras, aniquilarme, pero todos os habéis delatado como unos ilusos. La única diferencia es que el mago se refugió en un pozo sin fondo y se zafó así de mi «clemencia», y a vosotros no habrá quien os rescate.
De repente, como si hubieran descorrido una cortina, la mujer que también era Takhisis se desveló a sus ojos con toda su hermosura, soberbia y espantosa al mismo tiempo. La flanqueaban las cabezas reptilianas, las cinco retorcidas en muecas cínicas. Cada una era emblemática de una de sus facetas: la verde de la inteligencia y la crueldad, la blanca del tesón, la roja del fuego destructivo, la negra de lo imprevisible y la azul del predominio. Ahora sabía Huma a qué correspondían las libreas que recubrían las corazas de sus hijos.
Los cuellos se enroscaban en las nubes cual oficios dotados de propiedades hipnóticas. Ninguno de aquellos pares de ojos perdió de vista al caballero, ninguno de los leviatanes cesó en sus cadenciosos movimientos.
La Reina de la Oscuridad se presentaba como un monumento al poderío en su estado más puro. Cada ondulación de sus formas era la gracia y la fuerza encarnadas; en cada acción, por sutil que ésta fuese, daba constancia de las represalias que sufriría quien se opusiese a su voluntad.
—Ahora me has atisbado; ahora comenzamos a entendernos.
De súbito el ejemplar blanco, nervioso y rápido, lanzó una vaharada en dirección de la pareja. El soldado apenas vislumbró el cono de escarcha que se proyectaba hacia él, pero Gwyneth batió presta las alas y se colocó fuera de su alcance.
El Dragón de los Muchos Colores y de Ninguno —un antiquísimo apelativo— rio de buena gana. La agresión no había sido más que un juego, similar al que impondría el gato al roedor antes de engullirlo de un bocado.
La galerna reanudó su embestida y el animal de plata fue vapuleado, próximo al naufragio, junto a la vertiente montañosa. Las cabezas de la diosa se carcajearon.
Se produjo una ligera alteración en la actitud del titán del Abismo al centrarse el joven luchador en su plan. Se terminaron las chanzas, las pupilas del adversario lo ojearon con nueva intensidad, como si lo escudriñaran de buen principio, y los dos correosos apéndices se desplegaron en lo que al observador guerrero se le antojó la ansiedad de un dragón común.
Musitó algo el humano a su cabalgadura y ésta dio media vuelta, incrementó el espacio que la separaba de la inmensa Señora, se detuvo y se encaró con la avasalladora silueta. Huma afianzó la Dragonlance, mientras la bestia multicéfala se paralizaba en oposición.
El caballero ordenó cargar, en poco más que un murmullo.
* * *
La tempestad desatada por la Reina de los Dragones arreció, tanto que Kaz y Relámpago hubieron de arrimarse a la pared interior de la repisa de roca. Divisaron en la lejanía al Dragón Plateado cuando, desafiando tifones y aguaceros, emprendió carrera con un ímpetu que no paraba de crecer. Al rebasar la cima, animal y montura se desvanecieron.
El minotauro rezó a todas las deidades de la saga de Paladine que su perezosa memoria pudo enumerar, reservando las últimas preces para el Dragón de Platino.
* * *
Proyectiles de hielo, mortíferos rayos, torrentes de gas venenoso, llamaradas, chorros de ácido… éstas y otras armas, todas vomitadas por las bocas del quinteto, configuraron la avanzadilla.
Cada individuo practicó su especialidad frente al reto de Huma y su hembra. Gwyneth se ladeó, modificó el rumbo o ensayó bruscos rizos a fin de esquivar los afanes asesinos de los monstruos, lo que no impidió que le salpicaran las corrosivas dimanaciones en forma de agujeros en las membranas de sus alas, o de superficiales quemaduras en la grupa. A pesar de su aprieto, el paladín solámnico no soltó la Dragonlance.
De momento no habían hecho impacto en la soberana, aunque resultaba consolador que tampoco ella los hubiera fulminado con sus muy superiores artes. El joven dedujo que su oponente no manejaba del todo las energías adquiridas, que había una conexión frágil entre la dama y el plano en el que intentaba adentrarse. Quería hacer demasiado sin organizarse, debilitándose ella misma al arrojarles los hechizos en una disparatada avalancha.
El coloso de escamas argénteas bañó en uno de sus triángulos de congelación a la cabeza verde, que lo sacudió de su faz antes de que se solidificase. Unas fauces acechantes se entrechocaron a pocos metros, las del espécimen colorado, según pudo advertir el humano al apartarse de Gwyneth.
Una vez recuperada la estabilidad después de esta imprevista fuga, el caballero se percató de que la mole viviente levitaba sobre el pico. La oscura soberana no tenía ya tanta confianza en su invulnerabilidad, se proponía recrudecer la batalla porque de prolongarla podía suceder lo peor.
En las esferas, sin gravitar, Takhisis era diez veces mayor que el Dragón Plateado. La envergadura de sus extremidades superiores cubría el cielo, cualquiera de sus garras habría estrujado y aplastado el cráneo de la compañera del soldado con un esfuerzo mínimo.
—Me hastían tus escaramuzas. Revoloteas, grácil, como las mariposas.
La espalda de Gwyneth se arqueó, y el caballero cayó en la cuenta de que era el primer parlamento, aunque lacónico, que la diosa de las Tinieblas dirigía a su animal.
La cabeza negra recitó unos versículos en el idioma de la magia, y una penumbra impenetrable se enseñoreó en las inmediaciones. Hombre y Dragón quedaron transitoriamente, ciegos.
Se oyó un ruido y unas zarpas rasgaron la atmósfera; pero la hembra las evadió con gran agilidad. La Dragonlance todavía destellaba, única fuente de iluminación en el firmamento sin astros.
—¡No es posible que os alumbre ninguna luz, y menos aún que rompa el manto de negrura!
Ni el mismo Huma se había apercibido de la verdad que encerraba este aserto. La noche se disolvió en las sombras previas al alba y amaneció de nuevo, así fue como se figuró el joven el tránsito propiciado por el resplandor de su arma. Takhisis se revolvió, enfurecida.
—¡Paladine no os apadrinará siempre!
—Huma —llamó a su adalid el espléndido animal con un doloroso jadeo—, no podré eludirla mucho tiempo más.
—Es hora de arremeter —la alentó el jinete, acariciando el medallón que pendía en el centro de su pecho.
—Ven pues a mí; déjate arrullar por mi abrazo.
—Te ofrezco la misma oportunidad que a Galán Dracos, Reina Oscura: la de rendirte.
—Bromeas unos segundos antes de tu exterminio, hombrecillo. Con alguien tan dado al humor no me aburriré durante siglos.
El caballero apuntó con la Dragonlance a la zona más voluminosa de la egregia figura.
—Prueba el poder de Paladine y dime luego si lo encuentras cómico. Ninguna lanza corriente, forjada por humanos, puede abatirte; pero la que yo esgrimo no es obra de los mortales.
—Hablando de mortales, defensor de la Corona, tú si lo eres.
El guerrero significó su asentimiento mediante una inclinación de la cabeza.
—Soy, como tú has apuntado, un Caballero de Solamnia. Dada mi condición me avalan Paladine, Kiri-Jolith y Habbakuk, a quienes presto mi brazo en este mundo. Te hallas en Krynn, soberana de todo lo corrupto; en mi territorio. Eres mía.
Azuzó a Gwyneth en los costados, y ella saltó hacia adelante con un empuje arrollador. Bajo el brillo prístino de la Dragonlance, sucedió algo extraño.
A Huma le pareció que aumentaba el lustre de su armadura, como si la bruñese una mano invisible, y que su metal se transformaba en otro más rico, el platino. Desaparecieron las abolladuras acumuladas y, al notar que su manopla reverberaba en una aureola idéntica a la de la lanza, evocó la visión que tuvo de la escultura que, hecha jinete, encomendara a su cuidado las armas originales.
También su Dragón había mudado de aspecto. Se había estilizado, embellecido, como una idealización de sí mismo. Ahora era un corcel níveo, un gigante de platino y un regio martín pescador.
Quizá se trataba de una ilusión; pero ¿veía la deidad lo mismo que él?
No podía garantizarlo. Lo que sí era ostensible, sin embargo, era que la cromática fiera volvía a agitarse. Topó un Dragón contra otro, un sinfín de garras arañaron cuanto se exponía a sus filos y otros tantos dientes se hincaron con mayor o menor fortuna. La lanza, sin más que una obstrucción inicial, buscó el contacto guiada por su portador.
Takhisis no había calculado el desplazamiento que provocaría su propio arranque. Su cuerpo se desniveló hacia el atacante y la Dragonlance se tropezó con el cuello desprotegido de la cabeza central.
La sangre divina se vertió sobre el caballero, abrasándole la pierna herida y despertándole de su estado de trance. No fue gratificante pasar del éxtasis al dolor, pero luchó para descartar este último con su proverbial entereza.
Mientras, la soberana temblaba en unos incontrolables espasmos fruto de su sufrimiento.
Sus aullidos fueron causa de desprendimientos en las escarpaduras vecinas y difundieron unos ecos que fueron audibles en varios kilómetros a la redonda. Cuatro secciones de la aberración se contorsionaron hacia la quinta, la azul, que colgaba laxa e inutilizada. Con sus miembros delanteros, la perniciosa dama forcejeó en vano para arrancar la parte de la Dragonlance que la había ensartado, pero el adversario se obstinaba en ahondar en la llaga. El cuarteto ileso asedió al Dragón Plateado, a Gwyneth.
La soberana de la Oscuridad no había sido nunca antes víctima de punzadas tan lacerantes; quizá ni siquiera la habían lastimado.
Al tomar conciencia de este hecho, y de que no haría sino excitar la violencia de la deidad, Huma indicó a su acompañante que debían retroceder. ¡Cuál no sería su horror al tirar de la Dragonlance y descubrir que no se desasía! La hembra sangraba profusamente, su estrato escamoso estaba infestado de cortes supurantes y, en cuanto a sus alas y respiración, el entorpecimiento de su actividad no dejó de alarmar al humano.
La Reina de los Dragones continuó gimiendo y aleteando, de tal suerte que desencajó algunos de los ajustes del arma. El soldado no pudo enderezarla y, para colmo de desventuras, cuando estaba atareado en meter el extremo roto en su oquedad, éste se proyectó hacia arriba y le golpeó el lateral del cráneo. El joven se desplomó, mareado y sangrando.
En su embotamiento, oyó un tremendo crujido.
Sacando fuerzas de flaqueza, se sentó de nuevo en la silla. No había sino astillas en los puntos donde antes se sujetaba la lanza, prueba fehaciente de que su enemiga, se la había arretabado.
¿Dónde estaba?
—Huma…
—¡Gwyneth!
Se encorvó el caballero sobre el animal, que tenía el pálpito irregular y expulsaba sangre por las comisuras.
—Ella… yo… No aguanto más.
Cesó el batir, ya amortiguado, de sus voluminosos apéndices, y ambos luchadores volaron agarrotados hacia las montañas.
El paladín solámnico voceó el nombre femenino una vez más al aterrizar. Lo último que sintió antes de hacerse de noche fue que su cuerpo salía catapultado.
* * *
Cuando recuperó el conocimiento un velo encarnado había teñido el universo. Era la película de la sangre, y también la agonía. Durante horas, si el tiempo transcurría según sus apreciaciones, permaneció tendido en el suelo. El escozor en los ojos era insoportable; tenía la visión enturbiada y no distinguía más que contornos indeterminados. El viento ululaba.
Nada podía hacer para mitigar la picazón, los ramalazos que le fustigaban sin tregua. Notaba una pierna entumecida, un síntoma poco esperanzador.
Inseguro, enderezó la espalda y acto seguido se esforzó en asumir la postura vertical. Lo único que consiguió fue caer de bruces en la fría tierra de la ladera. Todo daba vueltas en su derredor.
A gatas, reconoció las cercanías. No había rastro de Gwyneth ni de la soberana tenebrosa. Centímetro a centímetro, penosamente, ascendió hacia el pico donde tuvo lugar la colisión.
Cerca ya del objetivo, capturó su atención una mano.
Preguntándose él mismo cómo podía atesorar tanta energía, serpenteó hasta la criatura, humana desde luego, que yacía en la pendiente con aquella palma extendida.
—Gwyneth.
Había retornado a la figura que lo enamorase, la de la sanadora, si bien no por eso estaba menos malherida. Tenía un brazo torcido debajo de la espalda, su rostro estaba tan blanquecino como su cabello y además exhalaba lo más parecido a los estertores de un moribundo. Toda ella se crispaba espasmódicamente, a la vez que escapaban de sus labios, cuarteados y sanguinolentos, lamentos inarticulados que en nada diferían de los de un animal. Los moretones y tajos eran tan abundantes que en su epidermis constituían la excepción los retazos de piel indemne. Era un milagro que todavía viviese.
Despegó Huma las mandíbulas en un chillido sin voz y se situó a su lado, despreciando las quejas de sus descarnadas manos y de los órganos internos.
La mujer asía con la mano sana la Dragonlance de uso terrestre, como si en aquel pertrecho residiera su única posibilidad. Y no andaba errada, sólo él los salvaría si la Reina Oscura regresaba. Lo que resulta admirable era que, pese a su postración, se hubiera acordado de preservarlo.
El caballero repitió el nombre de Gwyneth, y alguien bramó. La fémina abrió los ojos y los prendió de su paladín.
—¿Huma?
—Descansa. Kaz o algún otro vendrá a socorrernos.
—¡No! No habrá reposo hasta que Takhisis haya sido vencida —se rebeló la sufriente—. ¡No permitas que lleve a cabo sus designios!
Con el telón de fondo de un nuevo clamor de ira y de angustia, que retumbó estentóreo en la vertiente opuesta, la doncella agregó:
—Antes o después se desclavará la Dragonlance. Tienes que actuar más deprisa que ella, si no todos sucumbiremos.
—¿Qué sugieres que haga? —indagó el joven, deprimido frente a su quebranto y los esputos de la yaciente.
—Toma esta lanza de infantería, la salvé en el último instante. ¿Te has hecho mucho daño? —inquirió Gwyneth de forma súbita, con un estrangulamiento de pavor en su garganta—. ¡Yo te curaré!
—Olvídame a mí, y también a la diosa del Mal. ¿Por qué vuelves a ser mujer? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Vas a restablecerte?
—Eso ya no importa, el accidente no ha hecho sino acelerar un proceso irreparable. Doy gracias a Paladine por haberte custodiado.
—No hables.
«¡No puede morir ahora!», se sublevó el caballero presa de un terror infinito.
—Yo estoy en disposición de devolverle la salud, mortal.
Las ráfagas huracanadas, como frenadas por un muro de contención, dejaron de hostigar a la pareja. Así aislado, Huma asimiló las palabras que le transmitía la maléfica Reina en un intercambio mental y privado.
—¿Cómo?
—Termina con esta tortura que, aunque insufrible, todavía no me ha doblegado, y haré que se borren todas vuestras penas en un santiamén. Lo juro por el más allá, en presencia del padre excelso.
El soldado solámnico bajó las pupilas y su mirada se cruzó con la de Gwyneth, inquisitiva a pesar de su desfallecimiento.
—¿Qué ocurre?
—Te brinda la ocasión de vivir.
—¿Qué quiere a cambio?
—Su liberación.
—Hu…
Un ataque de tos se ensañó con la muchacha, quien entornó los párpados y, así, suscitó los temores de su compañero. Empezaba éste a decirse que había fallecido, no obstante, cuando los levantó de nuevo y declaró:
—No puedes matarla, puesto que es inmortal, pero tampoco debes aceptar su pacto. Una vez dejada a sus auspicios, todo Krynn sería pasto de su encendida cólera, más aún después de haber sido nuestra prisionera. Te aseguro que no me lo perdonaría.
Hizo una pausa, extenuada tras lo que ahora suponía un excesivo desgaste. El caballero la arropó con su persona para que no la afectara la intemperie, ya que mientras se sinceraba, el viento había vuelto a soplar, más glacial que antes.
—No permitiré que expires.
—No tienes otra alternativa.
—¿Es que no lo comprendes? T… te amo —tartamudeó Huma, confesando al fin en voz alta lo que tanto le había costado admitir en su corazón—. Me avergüenzo de mis prejuicios, de haber callado. No me resigno a perderte.
Gwyneth sonrió; su rostro entero se ensanchó en una expresión radiante que contradecía su gravedad.
—Deseo que me recuerdes como una mujer, ya que éste es mi auténtico yo. Así fui concebida, y así me crie. También mi amor ha sido el propio de una humana —masculló, cobrando resuello y deslizando la mano junto al costado—, razón por la que me considero con derecho a cerrar el ciclo dentro de este cuerpo. Me llena de paz saber que tú… Enmudeció, estragada y víctima de desoladores escalofríos. —Saber que…
El joven apretó su brazo y, como respondiendo a su ternura, se apaciguaron los estremecimientos. Alargó entonces los brazos, y en la corta perspectiva detectó una mutación en la agonizante. Su lívido semblante estaba cubierto de una peculiar serenidad.
—¿Gwyneth?
—Todavía no es demasiado tarde, mortal.
Huma posó la exánime cabeza en la tierra.
Una cola apareció tras el borde de la escarpadura, para restallar en la roca y esconderse a los pocos segundos. El cielo se ensombreció por enésima vez y el Portal, acceso de Takhisis del Abismo al mundo, se redujo a un pobre negativo, aunque no se evaporó.
Empuñando la Dragonlance, el soldado reemprendió su escalada hacia la cima. Sus acciones eran reflejas, su cerebro sólo contenía vagas nociones de lo que podría haber sido. Ya no existía en el presente. Ni siquiera se dio cuenta de que había coronado la cumbre, hasta atisbar a la Señora de las Tinieblas.
La adversaria se hallaba a cierta distancia, hundida en el cráter que ella misma socavó con sus aspavientos.
El luchador estuvo largo rato auscultándose. Su ritmo respiratorio no se normalizaba, signo inequívoco de que tenía las costillas rotas. La escena que se desplegaba ante él iba y venía, se nublaba y aclaraba casi sin intervalo.
De alguna manera se las arregló para enderezar la lanza sobre el risco y dirigir la punta hacia la soberana. Los elementos ya no le perturbaban; el frío reinante incluso lo despejaba para ejecutar mejor su empresa.
—¿Qué haces? —le interrogó Takhisis.
La onda telepática le llegaba con intermitencias, aunque el tono era tan perentorio que el joven dio un respingo y casi soltó el arma. Tras estabilizarla, la utilizó como un pilar en el que apoyarse mientras se erguía.
A punto para la acometida, aunque tambaleante, Huma estudió el amasijo informe que un día fue una terrible diosa.
Tumbado boca arriba, con las alas replegadas y rasgadas bajo su ingente cuerpo, el Dragón aplicaba sus cuatro cabezas útiles a la tarea de desprender la segmentada Dragonlance que tenía embebida en su ser. Pero no le hincaban el diente, debido tanto al ángulo como al hecho de que, siempre que se aproximaban, el arma dimanaba unas chispas que las repelían.
—Escúchame —exigió el caballero.
Hubo de repetir su orden pues la dama de la eterna noche, sin un ápice no ya de compostura, sino de su antigua notoridad, se abandonaba a sus quiebros y retortijones.
—¿Qué pretendes de mí, mortal?
El reptil intentó incorporarse, y fracasó estrepitosamente.
—En primer lugar, Takhisis, que reconozcas tu derrota.
—¡Nunca!
—Tus ejércitos huyen en desbandada. Tus renegados han muerto o se han convertido en prófugos, el Cónclave los perseguirá hasta confinarlos y, además, tomará medidas restrictivas de cara al futuro. Bajo su vigilancia nunca habrá otro Galán Dracos.
Discurrió un lapso de silencio. La Reina de la Oscuridad se debatía de forma ostensible contra ella misma, no debía mostrar frente al humano aquella tendencia al delirio que tan poco decía en su favor.
—¿Qué quieres, hombrecillo?
—La balanza debe mantenerse en un punto medio, sin decantarse. El Mal no se desarrollará de no contrapesarlo el Bien, y este último se estanca al no compensarlo la perversidad. Sé que no está en mi mano eliminarte.
—En ese caso, deshaz mis ataduras.
Huma dio un traspié, abrumado por los trascendentales acontecimientos que estaba protagonizando. No cayó. Le evitó el ridículo la Dragonlance.
—Antes tienes que rendirte.
De nuevo se aplacó el vendaval. La bóveda celeste asumió unas tonalidades extrañamente diurnas, el sol caldeó el cuerpo del soldado. El Portal acabó de desdibujarse.
El ente reptiliano se quedó muy quieto. Parecía muerto, lo que impulsó al soldado a asomarse sobre el precipicio con la lanza a un lado, enterrado el extremo romo.
Una cabeza horrenda, de color verde esmeralda, brotó de las honduras. El luchador retrocedió, pero su gesto fue tardío: una oleada de gas nocivo, siseante, lo sumergió en su remolino de tonos marinos antes de que pudiera meditar sobre lo acaecido. El desprevenido joven rodó hacia adelante y la Dragonlance, su agarradero, se deslizó independiente por los peñascos. Así, inerme y sin haberlo planeado, Huma acudió a su cita con la soberana.
No pudo por menos que gritar cada vez que su cuerpo rebotaba contra los cantos del artificial cráter. Si antes estaba dolorido, ahora conoció el significado de la palabra «tormento». Sin embargo, pese a que los pronósticos así lo auguraban, no murió.
—¡Todavía vives! —se escandalizó su oponente—. ¿Qué se precisa para aniquilarte? Al fin y al cabo, eres un simple mortal.
—Pertenezco a Paladine, y también a Gwyneth. Ellos no permitirán que me utilices a tu capricho.
Enderezó el soldado la espina dorsal, trémulo y medio asfixiado. Había inhalado demasiado gas, su cuerpo se había menoscabado en el forzoso descenso y lo único que pudo hacer fue sentirse al borde del vahído. Aunque lo había negado verbalmente, no le quedaba mucho tiempo antes de ser destruido.
—Se acercan ya, Takhisis.
—¿Quiénes?
—Los portadores de las otras Dragonlances. Son más de cien. Te obsequiarán en rigurosa exclusiva otros tantos suplicios. Te he concedido una oportunidad; ellos no serán tan generosos.
—No pueden matarme.
—Pero sí proporcionarte un sufrimiento sin fin.
—¿Y ese equilibrio del que hablabas hace un momento?
—A mis amigos en nada les afecta. Afirmarán que lo único que les incumbe es la paz, no las cuestiones teológicas.
Hubo un nuevo período de quietud, en el que el caballero cerró los ojos con objeto de sosegarse. Cuando retomó la palabra, fue conciso y rotundo.
—No te desembarazarás de mi arma antes de su llegada. Aunque yo perezca, mis colegas te asaetearán. ¡Bonito espectáculo el de una diosa a merced de los mortales!
—¿Cuál es ese trato que aún no me has planteado?
Takhisis apenas podía proseguir con la charla. Sólo una cabeza examinaba a Huma. Las otras giraban enloquecidas sobre sí mismas.
—Vete de Krynn.
—Pero…
—Y de inmediato.
—De acuerdo.
—Llévate también a tus dragones, comprometiéndote a no mandarlos nunca más contra los habitantes de mi mundo. Deberán seguirte en tu exilio.
Tras un plazo prudencial para recapacitar, el soldado concluyó su parrafada de modo tajante.
—Júralo.
—Lo juro —contestó la Reina, aunque sin mucha convicción.
—No me basta. Sólo sellaremos nuestra transacción si recitas la fórmula adecuada, aquella en la que soléis citar a vuestro ídolo más venerado.
Ambos vieron al solitario Dragón que volaba sobre sus cabezas y oyeron la llamada de su jinete, una voz entrañable para el paladín solámnico.
Era Kaz. Su tono denotaba agotamiento y el reptil planeaba cansino; pero esta circunstancia no menguaba su resolución. Se lanzarían sobre Takhisis de un momento a otro.
—Apresúrate, Señora. Ya falta poco para tu ocaso.
—Juro que me iré… me iré… —se atascó la soberana, convulsionándose de manera tan exagerada que el caballero creyó que le daría un síncope y le aplastaría al derrumbarse—. Juro que me saldré de tu mundo junto a mis hijos antes de que la guerra lo arrase, y lo hago por el más allá, por —¡lo dijo!— el padre excelso.
Relámpago había aterrizado en la vecindad y estaba al acecho. Su montura, aquel gigantón al que nada arredraba, descabalgó y corrió hacia Huma indiferente a la amenazadora, impresionante criatura que era la diosa del Mal a pesar de haberse consumido gran parte de su prestancia.
—¡Has ganado! ¡La has abatido tú solo! —exclamó el minotauro. En postura solemne, erecto y formal, proclamó—: Soy testigo presencial, Huma; tu hazaña perdurará en mi memoria tan vívida como la de mis ancestros.
—Kaz, extrae la lanza de su cuerpo —se limitó a urgirle el otro tras conminarle a callar.
—¡No! —El hombre-toro miró al soldado como si éste no estuviera en sus cabales—. Eso equivaldría a dejarla en libertad para que nos hunda en el caos. Moriremos, si tenemos la suerte de que no nos esclavice y destine a otros usos.
—Obedéceme, Kaz —insistió el joven—. Ha prestado juramento. No traicionará su propia palabra. Partirá.
—¡No puedo!
—Atiende, mi buen amigo —le exhortó entonces Huma con paciencia, esbozando una sonrisa que no fue sino un amago—. Se lo he prometido. Mi honor está en juego, y no necesito explicarte cuánto lo valoro. «Est Sularis Oth Mithas», mi honor es mi vida, reza una de las máximas de mi hermandad en lengua arcaica. Tú mejor que nadie te harás cargo de lo que eso entraña.
El minotauro, atribulado, espió de hito en hito a los dos contendientes.
—No te entretengas. La lanza. Mi honor. Los otros no te dejarán.
Remiso, teniendo que farfullar «Mi honor es mi vida» para alentarse, el grandullón se puso manos a la obra. Alerta a todos los movimientos de la abominación reptiliana, pronto se ratificaron sus sospechas de que una de las cabezas, la verde, no se mecía descontrolada sino que podía darle un susto cuando menos lo esperase.
El arma estaba alojada en la base del cuello de la sección azulada. Con aversión y un azoramiento fuera de toda cordura, Kaz trepó por las escamas de Takhisis, Reina de la Oscuridad.
El hocico verdusco lo olisqueaba, danzaba frente a él. En un alarde de valor, el enorme guerrero resopló desdeñoso y al instante se encogió, convencido de que el leviatán lo calcinaría. No fue así. El animal desoyó su reto para ojear alicaído el arma metálica que le destrozaba las entrañas.
—Dioses —murmuró el hombre-toro, aunque se amonestó severamente frente a lo desatinado de tal comentario.
Estaba a la altura de la Dragonlance. Agarrándola con puño firme, tiró del arma y el extremo de ésta emergió a la luz sin la menor resistencia. Tal fue la suavidad de la maniobra que el minotauro, que había previsto tener que luchar contra un obstáculo, cayó sobre la coraza del «divino» reptil hasta derrumbarse en el suelo.
Una risotada estruendosa, de las que ofuscan la mente, impregnó la atmósfera.
Kaz, aún estirado, dio media vuelta para investigar su procedencia.
Ella estaba allí, con toda su gloria infernal. Sus alas membranosas cubrían el cielo, eclipsando al día, a la vez que las cinco cabezas se inclinaban hacia el firmamento rebosantes de júbilo. Dolor y heridas no eran ya ni siquiera sombras, como si nunca hubieran atenazado a la soberana.
El quinteto, cada ejemplar copia de los otros, observó al indefenso y maltrecho caballero, y luego al minotauro que fue artífice de su recuperación, con una malévola mueca donde se condensaban sus peores esencias.
La bóveda estalló en llamas, y Kaz hubo de sepultar los ojos bajo las manos. Al cabo de unos segundos se aventuró a abrir unas rendijas entre los dedos: halló un cielo sin nubes en el que el sol, tanto tiempo postergado, brillaba esplendoroso, triunfante.
* * *
Acariciado por los rayos solares, Huma no sentía ya frío, aunque, a decir verdad, tampoco calor. La sensación que predominaba era la de una somnolencia invencible.
Palpó en la palma de su mano el medallón del conde Avondale, y lo llevó hacia sus ojos. La faz de Paladine resplandecía bajo el astro rey, en una aureola que dañaba sus retinas. No podía mantener asido el talismán, aunque no le preocupaba, porque era normal que la sangre no fluyese hasta sus yemas; pero sí oró para que cuando el sol se desplazase le fuera concedida la gracia de contemplar de nuevo aquel rostro.
Su pensamiento voló hacia Gwyneth y lo que harían juntos ahora que, por fin, había terminado el conflicto.