Caos
Galán Dracos cruzó los brazos frente al pecho y miró al caballero. Sus finos labios se retorcieron en una sonrisa.
El renegado retiró la capucha de su atuendo para exponer su semblante. Tenía el cabello apelmazado sobre el cráneo en hebras pobres y desgreñadas, salvo por el mechón triangular, levantado, de la frente. La forma de la cabeza era amelonada, casi inhumana. El mago acarició la blanquecina testuz de uno de los lobos espectrales que le flanqueaban, y este ademán reveló unos dedos largos, huesudos, terminados en garras.
—Tras tantas vicisitudes, se acerca el desenlace. No podría presentarse más halagüeño. Me satisface inmensamente que estés aquí para presenciar mi triunfo definitivo.
—¿Conocías mi presencia en tu morada?
—Los adoradores de Nuitari no hacen honor a su dios. Están tan infatuados con su propia importancia, que no se dan cuenta de lo que puede uno conseguir al no constreñirle las leyes establecidas por esos mentecatos que gobiernan el Cónclave de las tres órdenes. Yo de ti no confiaría demasiado en su apoyo.
Mientras Dracos discurseaba, Huma calibraba sus opciones, que no eran muchas. Se tamizó a través de su mente un plan nacido de la desesperación, y lo puso en práctica. Retrocedió un paso, alargó la palma libre sobre la esfera en la que, momentos antes, se le había aparecido la efigie de la Reina de los Dragones, y amenazó:
—Al primer movimiento contra mí haré añicos este objeto. ¿Qué será entonces de tus sueños?
—Correrán la misma suerte que este cristal. Pero antes habrás de romperlo, lo que quizá no te resulte tan fácil como crees. Vamos, te invito a intentarlo.
El soldado golpeó la superficie esmeraldina con todas sus fuerzas, pero sus guantes rebotaron sin que se abriera una simple resquebrajadura.
—Tú mismo lo has comprobado.
El joven asintió, a la vez que se llevaba la mano, en actitud casual, al cinturón.
—Supongo…
Fue todo lo que el hechicero pudo articular antes de que su rival extrajese un afilado acero y se lo arrojase, con envidiable puntería, al pecho.
Voló la daga sin cortapisas, hasta que el encantador entró en acción. No tuvo más que alzar un dedo y el punzante proyectil perdió velocidad, se arqueó y rectificó su trayectoria en dirección a quien lo había lanzado. El caballero se agachó de forma atropellada, tropezando contra la grada inferior de la plataforma negra, y el arma, en una peculiar carambola, se estrelló sobre el orbe verde y cayó en el suelo en medio de un considerable repiqueteo.
—Patético. Esperaba algo más de una criatura con tu renombre.
Antes de que el paladín solámnico se enderezara, Dracos chasqueó los dedos y capturaron por detrás al joven visitante unas manos rotundas, tan duras como rocas. Forcejeó para desasirse de aquellas tenazas que le aprisionaban, firmes y monstruosas, si bien el agresor no se inmutó. Al contrario, comenzó a apretujar los brazales de Huma y éstos se hincaron en la carne.
—Condúcelo contra el muro.
La indefensa víctima fue alzada en el aire con la soltura de quien transporta una pluma. Algo frío, de textura pétrea, se cerró en torno a cada una de sus muñecas y sus tobillos. Estaba atrapado.
Las precisas evoluciones del servidor del mago no habían dado al cautivo la oportunidad de observarle. Ya inmovilizado junto a la pared, el caballero advirtió consternado que su aprehensor era una de las gárgolas que se alineaban en todo el perímetro de la estancia. La estatua animada lo soltó y volvió despacio, cansina, a su nicho, tras pasar el relevo a otra figura, poco más que brazos, que era la que ahora lo agarraba con sus imperturbables zarpas.
—Veo que admiras mi artesanía —se mofó el renegado al advertir que Huma miraba a aquella aberración por encima del hombro.
Avanzó el vil mandatario unas zancadas y, al aproximarse al soldado, éste reparó en el estrato escamoso que le cubría buena parte de la epidermis. Su aspecto era semirreptiliano; el joven se preguntó hasta qué extremo había sacrificado su humanidad a cambio del poderío.
—Te confesaré, en aras de la justicia, que al principio te infravaloré. Creí que eras un mero monigote de Magius, un amigo de antaño que manipulaba a su antojo. ¡Cuál no sería mi sorpresa al averiguar que no sólo eras su títere, sino que nuestro mutuo colega había puesto su fe en ti!
La mención del malogrado hechicero fue un revulsivo que impulsó al luchador a debatirse, pero los garfios de la estatua no le concedieron ningún margen. Tuvo que conformarse con contemplar inerme a Dracos.
—Tu compañero renunció a todo cuanto había hecho. Dudo que existiera en todo krynn alguien más acreedor que él, al menos en las últimas semanas, a la Túnica Blanca. ¡Qué lástima! Deberías haber oído sus gritos. Mis ayudantes poseen a veces una fantasía sin límites, incluso tuve que castigar a uno por excederse en su creatividad y entusiasmo durante las sesiones. El muy bárbaro estaba dispuesto a matar a nuestro querido Magius, algo que no debía consentir aunque me disguste reprimir las buenas iniciativas. —El mago hizo una pausa y, riendo entre dientes, añadió—: En cualquier caso, a aquellas alturas el preso ya había cesado de estar en nuestro mundo. Empezó a hablar consigo mismo, a divagar en monólogos sobre los episodios de su infancia. Su verborrea y sus «ausencias» exasperaban a mis subordinados, ya que le impedían apreciar sus sofisticadas invenciones. La verdad es que no volvió a decir nada coherente hasta nuestro encuentro. Mucho debía de estimarte para que regresara del confín mental en el que se había cobijado; te aseguro que no dejó de impresionarme la escena de su agonía. Pero olvidemos el pasado. Es más interesante ocuparse del futuro y de aquellos que han de tenerlo.
Huma, conjurando sus múltiples cuitas, trató de devolver a su interlocutor la serena sonrisa que éste le dedicaba.
—Los dragones han sido derrotados, a tus renegados se les acaban los recursos, Crynus y los miembros más destacados de la Guardia Tenebrosa han muerto —enumeró—. Además, antes de que caiga la noche los ogros se habrán batido en retirada. Has fracasado. Dentro de unos meses la guerra no será sino un recuerdo.
Destellaron los ojos del hechicero, y el soldado se percató de que había puesto el dedo allí donde más dolía. Cuando se decidió a dar la réplica, la voz del secuaz de Takhisis se había teñido de una sombría aspereza.
—Todas tus afirmaciones son correctas excepto una, que deseo matizar. Los ogros huirán en desbandada, lo admito; son unos fanfarrones y, como casi todos los de esa estofa, unos cobardes. Pero para mí han sido únicamente material de relleno. A ellos mismos les asombraría cuan poca relevancia han de tener en mi universo.
—¿Tu universo?
—Sí. En calidad de portavoz de mi Señora, por supuesto.
Dracos agregó esta frase con absoluto aplomo, sin una falsa inflexión al referise a la prioridad de la Reina, y la subrayó mediante una reverencia digna de un cortesano.
—Careces de un ejército.
—Y tú adoleces del mismo defecto que Crynus. Al igual que él, todo lo planteas en términos bélicos. Mi buen amigo disfrutó de los beneficios de mis poderes, y aun así los juzgaba un medio para alcanzar sus propios fines.
El hechicero atravesó la sala hasta el podio cristalino y ascendió al último peldaño para manosear el globo, arrancándole unos resplandores que iluminaron su faz en tonos macilentos. Se asemejaba a un cadáver en proceso de descomposición, lo que causó un mal disimulado estremecimiento de Huma.
—La intensidad de mis facultades dimana de mis seguidores, sean voluntarios o forzados. Fue eso lo que intrigó a Sagathanus, el Túnica Negra, desde el momento en que coincidieron nuestras sendas. Entonces yo era un muchacho atolondrado. Tan sólo sujetaba a mi voluntad a un hatajo de lugareños incultos e inexpertos. Incluso me abstuve de arrasar aquella hedionda comarca porque era mi patria natal y le profesaba cierto cariño. ¿Te suena el nombre de Cultharai? —interpeló el encantador al prisionero—. ¿No? No me extraña. Es una provincia de población campesina situada en el centro geográfico de Istar, donde además de la avena el único artículo de valor que venden son algunas espadas recias para las tropas mercenarias. ¡El mago más grande que jamás pisó Ansalon vio la luz en una región desheredada!
—Debió de ser espantoso para ti —comentó el caballero, maravillado de su propia capacidad para el sarcasmo.
Los rasgos híbridos de aquel engendro, a mitad de camino entre hombre y reptil, se contrajeron en un desagradable rictus.
—Lo fue. Hasta hoy nadie se había solidarizado tanto conmigo. Si tú lo haces, presumo que es porque te criaste en circunstancias similares.
Por lo visto, Dracos se había informado a fondo sobre el soldado solámnico.
«Quedó para ti». Fue un amago de pensamiento, un abstruso mensaje que anonadó a Huma. No lo formuló él. Le vino por vía telepática y procedente de alguien que le era familiar. ¿Quizá Magius? ¿Qué podía haberle dejado su amigo de la niñez?
Presintiendo aquel intercambio que ni el mismo destinatario se explicaba, uno de los lobos espectrales trotó hasta su paralizada persona y lo olisqueó. La fetidez del chacal, los efluvios de putrefacción que despedía, marearon al joven.
Mientras tanto, el renegado había prendido sus pupilas de la esfera para, penetrando el cristal, examinar algo o a alguien que sólo él percibía.
Un sonoro aleteo, el de un par de apéndices correosos y de colosal envergadura, instó a ambos humanos a levantar la mirada. Cyan Bloodbane había regresado sin autorización de su amo. En sus ojos se reflejaba ansiedad, miedo.
—¡Maestro Galán! Los ogros se dispersan, mis congéneres han emprendido la fuga, una epidemia de pavor azota nuestras filas. ¿Qué vamos a hacer?
—Ha llegado la hora —fue la respuesta del mandatario, impávido frente al desastre pero jubiloso por lo que significaba—. El caos ha llegado a un nivel sin precedentes desde la Era de los Sueños.
»Déjanos —ordenó al Dragón Verde—, no quiero que tu hedor contamine la sala en un instante tan crítico.
El animal partió apresuradamente y el mago llamó a los dos lobos espectrales, que acudieron al punto.
Huma, inusitado espectador de la escena, asintió a su desintegración entre atónito y asqueado. La esencia vital abandonó a ambas abominaciones en vapores casi tangibles, sin que éstas se rebelasen. Dracos, tras vaciarlos, apartó las manos que había extendido sobre las dos figuras y sus restos se pulverizaron en cenizas.
—El temor es Caos, la guerra también. Y Caos, ese dios sin rostro, equivale a dominio, a una supremacía que hasta las deidades comunes respetan. ¿Entiendes?
El caballero pestañeó. En su morbosa fascinación frente al exterminio de los lobos, no lo había escuchado.
—¿Cuáles son tus propósitos?
—Ésta es la clave —esclareció el renegado al atenazado luchador, al mismo tiempo que señalaba el orbe verdoso— para establecer un conducto entre nuestro plano y el Abismo, un portal o puente al reino de Takhisis. Hay algo que debes comprender: cuando las deidades se internan en la órbita mortal, y me refiero a una incursión completa y auténtica, son sólo sombras de ellas mismas. No se transforman ni mucho menos en seres desvalidos, pero sus adversarios las tienen en desventaja.
—Por eso la soberana de las Tinieblas nunca se ha apartado del acceso que concibió; le inquieta que Paladine pueda reducirla en un minuto de descuido. Sin embargo, tú has hallado la manera de que conserve íntegras sus energías, incluso durante su permanencia en el mundo —aventuró el paladín de la Corona, encendidas sus pupilas con el brillo de la inteligencia.
Galán Dracos se puso en tensión, mas pronto se ensancharon sus comisuras en una de sus aviesas sonrisas. Aunque agitó la ciudadela lo que parecía un temblor de tierra, no le hizo el menor caso.
—Eres más astuto de lo que imaginaba. De todas formas, el insustancial asunto de tu interferencia no tardará en ser historia.
Un contorno vago, oscilante, fluctuaba en la memoria del caballero sin que lograra determinar qué era.
—Puedes sentirte honrado, vas a ser testigo de un evento que alterará el porvenir de Krynn.
Pronunciada esta afirmación, el encantador desvió la vista hacia la bola esmeralda y brotaron del corazón de ésta unos fulgores aún más apabullantes de los que ya la alimentaban. El adalid de las fuerzas del Mal volvió a ocultar el rostro bajo el capuz y moldeó, a partir del vacuo aire, un bastón de color marfil.
Huma estudió muy atento el cayado del mago, y se hizo la luz en su cerebro. Era el Bastón de Magius lo que se le insinuaba, la inseparable herramienta que su compañero extravió al ser capturado por la Guardia Tenebrosa. ¿Extravió? No, era más exacto decir que quedó allí porque su propietario así lo resolvió, «quedó» para que él lo recogiera. De haberlo preferido, su amigo lo habría invocado como acababa de hacer Dracos con el suyo.
Pero ¿qué debía hacer? ¿Dónde estaba el Bastón ahora?
Las antorchas parpadearon al alzar el hechicero maligno su propio cayado, como si atrajera las llamas hacia él. La cámara se sumió en la penumbra.
—Takhisis, mi Reina, Señora de la Oscuridad, he aquí el momento de abrir plenamente el Portal. Dejemos, mi dueña y suprema jerarquía, que tu infinito poder fluya de tu terreno a éste.
Se borró toda remembranza, toda reflexión, de la mente del soldado, obsesionado por los hechos que tenían lugar frente a él. La pared posterior de la alcoba empezó a combarse y agrietarse en un paisaje de pesadilla, y le sucedió toda aquella ala del edificio, que se desmoronó en un santiamén. ¿Eran alucinaciones? El derrumbamiento se le antojó verídico.
No fueron las montañas lo que se dibujó en el radio visual del joven, como en buena lógica debería haber ocurrido, sino un panorama lóbrego y caótico. Al fondo, el horizonte se zambullía en un pozo externo por el que ninguna luz podía filtrarse.
Bajo la observación de Huma, se produjo una mutación de la distorsionada naturaleza. Había árboles, pero muertos o enfermos y negros como la noche. Luego se metamorfoseó en un ardiente desierto donde se proyectaban los esqueletos de los expedicionarios, constituyendo un osario que aumentó hasta convertirse en un mar.
—¿Qué es todo esto? —interrogó el caballero a su arcano oponente.
Creía saberlo, pero abrigaba la esperanza de que el otro lo desmintiera.
Dracos dio media vuelta, dejando atrás el enajenante espectáculo para encararse al preso con las pupilas convertidas en rendijas.
—Éste es el paraje sobre el que mi Señora mantiene incontestada hegemonía: el Abismo.
—No para de cambiar.
—Es tu mente la que promueve las transformaciones. La configuración del Abismo se basa en las experiencias de cada uno; en este caso, las tuyas. Yo he aprendido a llevar las riendas de mi subconsciente.
El hechicero bajó de la plataforma y fue hasta el soldado, que reanudó su lucha denodada e infructuosa para soltarse de las garras de la estatua. El castillo sufrió una nueva sacudida si bien Dracos permaneció ajeno, absorto en la tarea que él mismo se había asignado. Pausado el gesto, posó una de sus manos sobre las sienes del cautivo.
—No debes desazonarte —recomendó con acento paternalista—. No tengo ni tiempo ni fuerzas para despilfarrar contigo. Lo único que me propongo es construir un muro en tu intelecto que te aisle del Abismo.
Un estallido provisto de una atronadora percusión fustigó la cabeza de Huma, dejándolo embotado e incapaz de hilvanar las ideas. Mientras se reponía de sus efectos, el renegado volvió a su pináculo, golpeó dos veces en el suelo con su cayado y entonó un cántico en lengua esotérica. La bola mágica se incendió como un sol en miniatura, y los cimientos de la mole se tambalearon en un tercer vapuleo.
—El nexo con el universo abismal es inquebrantable —proclamó el esbirro de Takhisis.
Algo bulló en el seno del cristal verde, una aureola luminosa que hizo que el maléfico encantador se deshiciera de su bastón y pusiera ambas palmas encima del artefacto. Incluso lo miró con detenimiento, sin que al parecer le afectasen los cegadores rayos. Los balbuceos verbales recomenzaron.
El caballero deseó que se materializase el Bastón de Magius. Ignoraba si tal petición partía de él o del espíritu vengador de su amigo. De lo único de lo que no le cabía ninguna duda era de que el talismán de éste debía pasar a pertenecerle y, además, enseguida.
Fue sencillo ahora que había desentrañado el enigma. En un momento sus manos estaban vacías; al siguiente la izquierda sostenía la versión compacta del objeto. Abrió los ojos de par en par al notar unas vibraciones en la extremidad que lo aferraba y cómo, alentado por un soplo de vida propio, el arcano artículo serpenteaba y toqueteaba la rocosa zarpa que apretaba su muñeca.
La estatua, obediente al golpeteo, dejó en libertad a su presa.
Galán Dracos seguía ensimismado en su diálogo con la esfera, si bien tenía los brazos desplegados como si implorase a algún dios privado.
Huma desprendió el brazo derecho del símil de argolla.
El hechicero se abandonó a un griterío infernal, en el instante mismo en el que el halo del orbe se ampliaba para englobarle también a él. Un torbellino giraba caóticamente dentro de la refulgente circunferencia, coincidiendo con otro temblor, todavía más violento, de la fortaleza.
—¡No! —vociferó el mago, y quedó patente que no conferenciaba con la Reina sino contra ella—. La marea es demasiado potente. Necesito reunir más poder o su energía me aplastará.
Sospechando, aunque sin forma de cerciorarse, que era Caos el cómplice del artero renegado, que entre ambos pretendían canalizar en su provecho los sobrenaturales dones de la soberana antes de que ella se afirmase, el joven luchador recapacitó que la única solución a aquel desatino era romper los lazos entre su plano y el Abismo. Si de verdad era Takhisis quien se hallaba al otro lado de la hipotética cuerda y al final derrotaba a sus falsos aliados, introduciéndose en el continente, su destino sería catastrófico.
Tan virulentos fueron ahora los heraldos del terremoto que algunas gárgolas saltaron de sus pedestales y cayeron al suelo, partiéndose en mil pedazos. La expresión de Dracos no cambió al ver libre al prisionero; tan sólo farfulló algo ininteligible y se sumergió en los entresijos de su sortilegio.
En cuanto el valiente guerrero pudo blandido, el bastón se ensanchó y alargó hasta asumir sus dimensiones normales.
Las estatuas que no se habían volcado, instigadas por el encantador, dejaron sus nichos y se agruparon en una variopinta colección de monstruos, cuya exclusiva finalidad era la muerte del instruso.
Huma, que había recibido lecciones sobre el uso de la pica, encontró en la vara un eficaz sustituto de esta arma. Cada impacto hacía que surgieran chispas, y se diría que los contrincantes eran de mantequilla a tenor de la ligereza con que los traspasaba. De todos modos, decapitarlas o cercenar alguno de sus miembros no bastaba para neutralizar el embate de las criaturas, que afluían en tropel desde los cuatro rincones. El caballero era consciente de que al renegado no habían de faltarle espectros que arrojar contra él; lo que, no obstante, lejos de deprimirlo lo incitaba a poner ahínco en el altercado. Paladine lo custodiaría. No flaquearía en su fe.
Sabía que una estocada certera a Galán Dracos zanjaría el conflicto, pero las estatuas lo asediaban por todos los costados y el bastón era virtualmente inútil sin que mediara una cierta distancia respecto a la víctima. A menos que sucediera lo imprevisto, no resistiría más que unos segundos antes de que las esculturas vivientes lo abatieran y pisotearan.
—¡Huuummaaaa!
La voz provenía de las alturas, y era tan estentórea que incluso amortiguaba la algarabía de los combatientes y de los muros al desplomarse. ¿Qué estaba haciendo el renegado? ¿Acaso quería resquebrajar las mismas montañas?
—¡Huuummaaaa!
—¡Gwyneth! —exclamó el soldado al reconocer a la mujer-dragón.
El majestuoso ejemplar plateado atisbo al luchador solámnico y descendió en espirales, a la vez que una gárgola arrebataba a aquél el bastón que esgrimía. Con un rugido ensordecedor, el reptil se abalanzó sobre el más próximo de los engendros y lo fragmentó hasta hacerlo arenisca. Luego alzó el vuelo, trazó un rodeo y reanudó el ataque, en una maniobra que obligó a varias de las envilecidas figuras a dejar al humano para hacer frente al nuevo desafío. Arrastró al coloso hacia tierra el peso combinado de cuatro animales que se habían asido a su vientre. Sin amedrentarse, el agredido exhaló un segundo bramido más de furia que de dolor y planeó en zigzag por el amplio espacio de la cámara, a la manera de un látigo, a fin de catapultarlos. En vista de que se aferraban como si les fuera en ello la vida, Gwyneth hubo de salir del edificio y desembarazarse más cómodamente de tan molestos parásitos.
Ésta primera embestida proporcionó al caballero un tiempo precioso. Tras recoger el cayado, el joven eliminó de un sesgo al rival que más le acuciaba y se separó para rechazar a los otros. El cerco se cerraba.
No había solventado aquel apuro cuando se perfilaron en el umbral de la estancia unos individuos de forma humana. Eran de la Guardia Tenebrosa, con sus armaduras de ébano, y por algún motivo no entraron. Boquiabiertos, los guerreros se detuvieron bajo el dintel y aguardaron instrucciones.
A Huma no le pasó inadvertido, al girarse Dracos hacia sus soldados, el estigma que la locura había impreso en sus facciones. Un centelleo muy semejante a los del globo relampagueaba en sus ojos. Pronunció un solo vocablo, pero con tal énfasis que hasta él se sobresaltó.
Se originó en el interior de la bola un rayo verde, de propiedades magnéticas, que surcó la nada en una recta y vertiginosa trayectoria hacia los guardianes. Antes de darles alcance, se abrió en dos lenguas independientes, que a su vez se subdividieron en cuatro, y los desprevenidos sujetos reaccionaron, demasiado tarde, echando a correr. Cuatro ni siquiera se movieron. Los energéticos proyectiles los arponearon como a peces y los trajeron de vuelta, calcinados hasta los huesos. El encantamiento se había enseñoreado del renegado más aún que a la inversa; el caballero estaba persuadido de que no sabía lo que hacía. No soportaba que le distrajeran de su objetivo, el poder, y aniquilaba a quien se interponía.
Los otros centinelas se salvaron en una verdadera estampida. Desde su centrada posición, el paladín solámnico pudo asistir al nacimiento de un nuevo relámpago fulminador, éste destinado a él.
Fue directo contra su pectoral y, debido a su misma magnitud, se diseminó en ígneas partículas que asaltaron a una hueste de estatuas. Sintió el soldado que absorbían todas sus reservas vitales, si bien el haz asesino no llegó a hurgar en sus entrañas pues algo lo repelió y lo envió en un impulso feroz hacia el punto donde se había generado. Perplejo, Huma se tanteó el pecho y descubrió el medallón que le obsequiara Avondale. Una alhaja diseñada para los clérigos de Paladine.
—¡Huma, el castillo se viene abajo!
Una de las tergiversadas estatuas se revolcó agonizante; otra cayó cuan larga era y expiró sin más. El joven se volteó y sus pupilas enfocaron a un renegado totalmente alienado, en tal grado que su ya inhumano perfil se había desfigurado hasta hacerlo irreconocible.
—¡La subyugaré, acatará las normas que yo le dicte! Soy Galán Dracos, el mago más sabio de todos cuantos vivieron.
El hechicero, armado otra vez con su cayado, descargó tres bastonazos sobre el podio.
—Shurak, gestay shurak kaok.
Los animales pétreos, perdida toda semejanza con los seres que representaban, iban de un lado a otro en un espeluznante aquelarre. Mientras perecían alrededor del caballero, el Dragón Plateado se materializó de nuevo y voló hacia él. El encantador no trató de refrenarlos; ni siquiera los vio. Tenía la faz vuelta hacia el cielo, con una inefable sonrisa, y su cuerpo era pura energía.
—¡Lo he logrado! ¡Me he investido del supremo poderío!
En el rapto de su éxito, el renegado no se percató de la imagen que se había formado en el orbe de reflejos esmeraldinos. Era un semblante socarrón, carente de humanidad, que bajo la mirada del luchador se fraccionó en tres rostros reptilianos. Eran dragones, y se disociaron hasta configurar cinco cabezas, todas escarnecedoras.
—¡Huma, tenemos que irnos!
—¡No puedo hacerlo!
El caballero pasó revista a las Dragonlances que transportaba Gwyneth.
No convenían a la estrechez de la dependencia; incluso la de infantería resultaba ingobernable. De repente, por casualidad, se impresionó en su retina el Bastón de Magius.
Lo sopesó, al mismo tiempo que manaba de su boca un chorro de frases incomprensibles. La vara se iluminó y, sin preguntarse qué prodigio se había obrado, el aventurero la arrojó con todo su vigor.
No rozó a Galán Dracos, pero tampoco era él su diana. Cual una templada lanza, el cayado se incrustó sin desviarse ni un milímetro en el centro de la bola resplandeciente. Hubo un instante de titubeo al tomar contacto la punta con el artefacto, pero terminó su recorrido indiferente a la resistencia que pudiera oponérsele.
—¡No mires! —avisó Huma al gigante argénteo.
La esfera de vistoso color, copiado de una esmeralda, explotó con estruendo.
La fortaleza se conmovió, y la cámara se inclinó peligrosamente a consecuencia de la destrucción del artilugio.
—¡Huma, partamos! ¡Date prisa! —azuzó el titán al hombre que solía montarlo.
El aludido, que había perdido el equilibrio, se enderezó gracias a una de las descomunales alas de su acompañante. Un breve examen le mostró que la plataforma ardía, sumergida en un infierno verdusco que se había propagado asimismo por la pared trasera.
Alguien emitió un terrible clamor, una manifestación de cólera que no habría igualado ningún ser mortal.
—¡Por Paladine, no es posible! —se horrorizó el defensor de la Corona.
Sólo una garganta era capaz de proferir unas voces de aquel calibre, comparables a truenos pero todavía más avasalladoras: un dragón inmenso, un leviatán de cinco cabezas llamado Takhisis.
—¡Has sido tú!
El joven descartó el miedo que le inspiraban las connotaciones del primer alarido para espiar la bruma donde había sido formulada la acusación.
Alguien se destacó de las llamas, era un ente que, pese a estar envuelto en su incandescencia, no se quemaba.
Caminaba sobre dos piernas, siendo éste el único testigo de su anterior condición de humano. El mutante exhibió una garra afilada que en una época previa fue una mano y dejó entrever un semblante demoníaco, contorsionado como los sinuosos anillos de una serpiente, entre las ajadas reliquias de un capuz.
Era Galán Dracos.
—Huma, no descansaré hasta matarte.
Un apéndice festoneado de tentáculos se desenrolló hacia el caballero, pero contuvo su avance un mágico escudo de plata que era al mismo tiempo etéreo y contundente. El renegado retrocedió y constató:
—También tú tienes quien te ampara. Lamentablemente, para Krynn es demasiado tarde.
El luchador de Vingaard dio un paso adelante. Gwyneth protestó, pero él la hizo enmudecer con los ojos y completó su aproximación al demente hasta que no los separaban sino unos metros.
—Son innumerables los hombres de bien que han sucumbido por tu culpa, Galán Dracos. Con la ayuda de Paladine, pondré fin a tus fechorías condenándote a la eternidad.
El hechicero guardó silencio. Cuando se decidió a hablar, su temple era intachable y casi contradecía el febril brillo de sus pupilas.
—Sí, aquí concluye mi historia. La victoria ha favorecido a mi contrincante y mi traición ha sido desenmascarada. Tales son los avatares del juego.
El personaje arcano volvió la espalda a Huma, se encogió de hombros y se encaminó hacia el borde del infierno. Las piernas apenas lo aguantaban. Dependía por entero de su bastón.
—¿Qué quieres hacer? —lo interrogó el caballero, temeroso de que hubiera urdido una artimaña para escapar—. No saldrás vivo de aquí.
El pervertido humano prorrumpió en unas carcajadas que se prolongaron más de lo usual.
—Puedes estar tranquilo —dijo al fin, tan sosegado que parecía haber recuperado su antigua lucidez—. Moriré, aunque a mi manera. No me someteré a la justicia de la Reina; prefiero la nada, el olvido, antes que pasar a ser el juguete de mi despiadada Señora. Si espero, mi alma se desgarrará en una tortura imperecedera.
Y entonces Galán Dracos, maestro de hechiceros, renegado, susurró una sola palabra.
El fuego lo devoró. Perdida su inmunidad, las llamas lamieron y consumieron su cuerpo con tal frenesí que el soldado, aterrorizado, se tapó los ojos. A los pocos minutos, alzó de nuevo la vista y se ratificaron sus recelos: del malvado no quedaba nada.
—Lo han desposeído de sus prerrogativas —apuntó Huma.
—No —le corrigió el Dragón Plateado—. Ha cesado de existir según su propia elección. Al desencadenar su postrer encantamiento, se ha desintegrado. Su efigie y sus actos se borrarán de la memoria de quienes lo conocieron, excepto la de la soberana a quien fue desleal. Se ha librado del castigo de la diosa de las Tinieblas, lo que no deja de maravillarme; es un raro privilegio.
La ciudadela se bamboleó de nuevo, y se evaporó la fascinación de Gwyneth al tomar conciencia del peligro.
—¡Huma, vámonos!
—Sí —se avino el caballero. Empezó a escalar su dorso, y se inmovilizó súbitamente—. ¡No! Necesito el bastón de Magius.
—¿No es ese objeto que llevas en el cinto?
El soldado solámnico miró donde le indicaban. A la derecha, ajustado a la perfección a la correa de donde pendían las bolsas, había un cilindro de vulgar apariencia que en principio a nadie habría interesado.
—¿Cómo ha venido a parar a mi talle?
—No es el momento apropiado para impartirte clases de magia —le espetó el colosal animal, que empezaba a desquiciarse—. Huma, juro por Paladine que te amo y que no morirás en esta fortaleza si puedo evitarlo.
Aturdido frente a tales declaraciones, el joven subió a la grupa sin rechistar. Gwyneth arriesgaba su propia integridad por él, por sus vacilaciones y sus miedos.
Y, sin embargo, sus sentimientos perduraban.
—Recuéstate sobre mí y sostén la Dragonlance en ristre.
La hembra reptiliana despegó del suelo de la alcoba, mientras el edificio continuaba ladeándose y resbalando hacia abajo. En medio de los vaivenes, las estatuas se segmentaron, sobrevino un alud de guijarros y un ala de la estancia se desgajó del resto y se precipitó rumbo a las profundidades, obstruyendo los bloques sobrantes el conducto que utilizaba el Dragón para circular.
Gwyneth, al divisar los escombros, recitó un conjuro, y la mampostería se quebró. Volaron en torno a la cabeza de Huma piedrecitas de cantos cortantes, mientras el argénteo ejemplar lo aleccionaba:
—¡Sujeta la lanza como antes te he señalado!
El arma socavó la sólida pared, agrandando el boquete abierto por el sortilegio. El animal, tomado el debido ímpetu, dobló las alas y se deslizó hacia las alturas como una flecha. El jinete no dejó de observar que lo escudaba con su cuerpo de cualquier posible encontronazo.
Ya en el exterior, el soldado exhaló el aire que había retenido en sus pulmones durante la operación, se alzaron un poco más, y desde su atalaya distinguieron la neblina verdosa que circundaba ahora el castillo.
La parte de la torre del renegado que aún no había cedido se balanceó en la cumbre del risco, se paralizó una fracción de segundo y, en una lluvia de cascotes, se despeñó cual la pértiga que se invierte en la ejecución de un ejercicio. Toda la ciudadela le siguió.
—¡Paladine, guárdanos de nuestro enemigo! —oró el paladín de la Corona a su deidad.
El motivo de su súplica era que una oscuridad aún más densa que la de los últimos meses se cernía sobre ellos.
—Huma…
La voz de la hembra denotaba una gran zozobra interior; no podía ser una nimiedad lo que la atemorizaba. En efecto, el luchador oteó el pico sobre el que unos minutos antes se erguía la morada de Galán Dracos y fue sensible a la presencia de un ser desmesurado, rezumante de maldad, que lo espiaba obsesivamente. Tenía cinco cabezas, y era al mismo tiempo repulsivo y seductor.
—Huma, campeador de Paladine —lo halagó la criatura—, ven a mí, piérdete en mi abrazo.
Era Takhisis.