29

La morada del Mal

El castillo se configuraba como una úlcera gangrenada en el borde septentrional de la asolada cima. Más negro que la noche, que la armadura atezada de la Guardia Tenebrosa, tan sólo podía compararse al Abismo de las pesadillas de Huma, tan execrable era. El soldado caviló que quizá debería esperar hasta reunir una mayor cantidad de lanceros, aunque, por otra parte, a nada conducía posponer el enfrentamiento con la soberana: Era ineludible.

—¿Qué hacemos?

Era el Dragón Plateado quien le consultaba, prendida la mirada de su jinete. Había una premonición de muerte en sus ojos, no la del humano sino la del coloso mismo. La hembra había descartado toda esperanza de pertenecerle, y aunque el joven deseó hablarle, devolverle la fe, no pudo articular las palabras. Los sentimientos se aletargaban en presencia de aquel rostro reptiliano, sin que la vergüenza agrietara el dique de los prejuicios.

—Buscar el modo de entrar y localizar a Galán Dracos.

Vista de cerca, la fortaleza era todavía más obscena; se diría que la podredumbre la pervertía ante el observador. De vez en cuando se desprendían terrones de argamasa, una morbidez que de todas formas no se extendía más allá de estas pequeñas pérdidas de sustancia. Envolvían los muros exteriores unos emparrados marchitos y, mientras se asombraba de que tales vegetales pudieran subsistir en las gélidas alturas, Huma advirtió que sufrían un proceso mortal iniciado mucho tiempo atrás.

Extrañas estatuas montaban guardia en las almenas.

Examinándolas, el caballero se apercibió de que no eran criaturas demoníacas sino la obra de un escultor loco.

Dos torres se elevaban muy por encima de las otras dependencias del edificio. Una debía de ser la del vigía, ya que estaba emplazada en el extremo libre de la montaña, proporcionando a quienes la escalaban un fantástico panorama de la escabrosa cadena.

La otra era una especie de error, se hallaba fuera de contexto. Poseía una anchura desproporcionada, ocupaba casi una cuarta parte del recinto interior y, mientras que el resto del lugar daba una imagen de decrepitud, esta mole tenía todo el aspecto de una construcción nueva, inmaculada. Huma intuyó de inmediato que era allí donde encontraría al renegado.

—No hay guarnición ni centinelas —comentó Bennett.

En efecto, ningún guardián hacía su ronda en el perímetro externo de la muralla, ni tampoco los había apostados en la atalaya o en el patio. Toda la estructura parecía abandonada, lo que no engañó al joven adalid: estaba seguro de que el mago los aguardaba.

Volviéndose hacia los otros, el soldado ordenó:

—Dispersaos. Me adentraré solo.

El reptil argénteo se estremeció, pero mantuvo la vista al frente y la boca cerrada. Kaz no se mostró tan sumiso.

—¿Dispersarnos? ¡Has perdido el juicio si de verdad crees que vamos a dejarte!

—Dracos me quiere a mí, no a vosotros.

—No puedo permitirlo —susurró Bennett a su cabecilla, tras hacer que su animal se aproximara.

—Es un descalabro, Huma —coreó al comandante el Dragón Dorado que le servía.

Con una prontitud que obligó al joven soldado a aferrar la perilla de su asiento, el espécimen plateado hizo un tirabuzón y bajó hacia el castillo. Los otros quedaron boquiabiertos frente a este procedimiento que les privaba del poder de decisión, pues por mucho que se empeñasen en seguirle nunca lo alcanzarían.

Mientras descendían, en plomada, por el espacio abierto que les facilitaría el acceso, el caballero admiró el tamaño de la ciudadela. Era inverosímil que Dracos ostentara tantos poderes como para preservar su morada ilesa en un pico expuesto a los cuatro vientos, oculta a las codiciosas miradas de los hombres, y atesorar al mismo tiempo unas energías capaces de fraguar indecibles horrores.

Meditaba sobre las facultades de su enemigo cuando, como confirmándolas, lo zarandeó una fuerza inconmensurable. Gwyneth no pudo reaccionar frente a la gigantesca, imprecisa mano que secuestró a su montura.

El mundo se desvaneció para el joven humano.

* * *

Recobró el conocimiento en una estrecha cámara, un distribuidor en el que confluían varios pasillos. Sólo una antorcha iluminaba el lugar. Las paredes eran de piedra, y destilaban un olor que Huma halló nauseabundo.

¿Por qué estaba aquí? Si era una trampa urdida y activada por el renegado, el soldado debería haber sido encerrado en un calabozo y despojado de sus armas.

Ésta última idea lo incitó a llevar la mano a su costado donde, con un suspiro, palpó la empuñadura de su espada. Tras una inspección superficial, determinó que también tenía los cuchillos. ¿Qué clase de triquiñuela era ésta?

Un repiqueteo de metales lo alertó de la presencia de personajes bien pertrechados en uno de los corredores. Desenvainó sigiloso su arma y se arrimó a la pared, ya que no estaba dispuesto a echar a correr a ciegas por unos vericuetos que le recordaban vívidamente los túneles cavernosos en que le diera caza Wyrmfather.

Así pues, enarboló su arma y se colocó a la derecha de la intersección sin atreverse casi a respirar. Calculó que eran dos los que venían, una circunstancia afortunada ya que podía abatir a un par sin provocar la alarma general pero no a un tercero, que se pondría a gritar mientras daba cuenta de sus compinches.

Una oscura bota asomó por un recodo, base de una armadura tan negra como el ébano que, ya en la abertura, giró hacia la izquierda. Sucedió a este guardián tenebroso un segundo, y Huma contuvo el aliento.

Una mano enfundada en una manopla se desplazó hacia un espadón contundente, de apariencia tan temible como el que el soldado había tenido que repeler en su combate aéreo contra el oficial de este cuerpo guerrero. El sujeto que encabezaba la comitiva oyó el ruido de su acompañante y, dando media vuelta, empuñó también su acerada arma. El que había detectado a Huma no acometió con la bastante premura. El intruso le traspasó la yugular antes de que el filo saliera de su vaina.

Resonó el estruendo de las armas al esquivar el joven la estocada del otro atacante, ahora el único. El acero del centinela se incrustó en la roca, si bien se deslizó de nuevo hacia fuera sin dificultad y el agredido hubo de rechazar un rotundo sesgo. Establecidas las posiciones, fue el paladín de la Corona quien llevó la iniciativa.

Su oponente era hábil, pero no tanto como un bien adiestrado Caballero de Solamnia. Los golpes defensivos perdieron consistencia a medida que la figura azabache tomaba conciencia de la superior destreza del importuno visitante y, sacando partido de sus titubeos, éste lo forzó a alzar el espadón y le propinó un puntapié. El guerrero rival no tenía reflejos ni sitio para eludir el castigo. Cayó y, antes de que se estabilizase, Huma le dio muerte.

El estrépito atraería sin duda a los habitantes del castillo; ahora que reinaba la calma sus secuelas todavía retumbaban en las rocosas dependencias. El soldado investigó los dos pasadizos, aquél del que procedían los guardianes y el elegido para continuar antes de la refriega. Ambos discurrían hacia el infinito.

Con suma cautela, el viajero se internó en el corredor por el que habían llegado sus adversarios. La negrura casi podía cortarse, tan densa era, y tuvo que tantear las paredes para no pasar de largo junto a otros túneles transversales o encrucijadas prometedoras.

¿Dónde estaba el Dragón Plateado o, mejor dicho, Gwyneth? Hubo de corregirse en su pensamiento, repetirse que, fuera cual fuese la forma que adoptase, siempre sería la mujer de la que se había enamorado. No ahondó en cuestiones espinosas, sin embargo como eran sus emociones respecto a la dual criatura, contentándose con entender su identidad. Razonó que la dama debía de hallarse, al igual que él, en la ciudadela, quizás extraviada en algún laberinto y entregada a una vana búsqueda del también errante caballero.

Guiado por un raro impulso, retiró el medallón de su pecho y lo sopesó en la mano. Al acariciarlo, el objeto le transmitió su acogedor calor. Comenzó a resplandecer con una intensidad que nada tenía que envidiar a las dimanaciones de las Dragonlances. En aquel preciso instante, se oyeron unas voces a escasa distancia.

Eran dos, y conferenciaban en susurros. No podían ser miembros de la guardia del Señor de la Guerra, ya que, Huma no había dejado de notarlo, éstos apenas hablaban. Se trataba de magos, aunque, ¿cómo saber si eran renegados o los que habían jurado respaldar a su entidad?

Mantuvo la espada presta, maldiciendo en silencio la ausencia de auténtica luz. La penumbra era amiga de los hechiceros, quienes, al igual que los sicarios, se habían ganado una merecida reputación por sus artes prestidigitadoras amparándose en las sombras. La única posibilidad del caballero era sorprenderlos a ambos.

—¡Tiene que andar por aquí!

—¿Por qué lo has hecho?

—Porque el brujo iba a capturarlos a los dos. No me ha… ¡Ay!

El primero de los magos se encontró de pronto con un filo azuzándole el mentón. Su amigo no hizo ningún gesto sospechoso contra el asaltante.

—Ni un movimiento en falso —los amenazó el soldado con cierto recelo.

—¡Es él! —siseó el encantador libre al otro.

—Ya me he dado cuenta —le espetó el interpelado, y se centró en Huma—. Somos aliados, ¿acaso no quedó claro en tu acuerdo con Gonan?

Era difícil leer nada delator en sus rasgos en un ambiente tan brumoso, pero al joven le pareció vislumbrar unas pupilas dilatadas por el miedo.

—¿Gonan?

—Flaco, calvo y con cara de comadreja.

La escueta descripción no podía ser más exacta lo que, desde luego, no significaba que aquella pareja estuviera de su parte. El luchador titubeó.

—Te dio una esfera de cristal esmeralda.

Por muy arriesgado que fuera, tan concluyente información indujo al aventurero a deponer su arma. Los magos exhalaron sendas bocanadas de alivio. Ambos tenían una estatura normal, y uno, una complexión algo rechoncha; pero los detalles sólo podían adivinarse.

—En cualquier otra ocasión te habríamos enseñado a no desafiar a un representante de la orden de Nuitari —gruñó el más entrado en carnes—, pero el presente estado de las cosas nos obliga a colaborar contigo.

—Tampoco a mí me gusta pactar con ustedes.

—Dracos estaba persuadido de que tomarías el patio desierto como una invitación a aterrizar, así que te preparó una sorpresa. No podíamos rescataros a los dos, de manera que, considerándote más importante, volcamos nuestros esfuerzos en ti. A fin de impedir que te rastreasen te arrojamos a un rincón al azar, con la esperanza de que no se nos adelantarían a la hora de localizarte.

Fue el más orondo de los nigromantes el que puso a Huma en antecedentes, y una vez hubo terminado el otro, el enjuto, replicó con tono despreciativo:

—Me formé una noción muy aproximada de adonde irías a parar; no había razón para preocuparse.

—Algunos de nosotros nacen con estrella —ironizó el hechicero robusto sobre las palabras de su acompañante, y el soldado asumió que eran hermanos carnales además de unirles los vínculos de la cofradía—. En cualquier caso, queremos que…

—¿Queréis? —interrumpió el caballero, ejerciendo una renovada presión sobre la empuñadura de su espalda y agitándola al nivel de las dos dispares gargantas—. No acepto órdenes de los Túnicas Negras. Trabajamos juntos, pero como iguales.

Se entrecortaron al unísono ambos resuellos, tan gemelos como pueriles las actitudes del dúo. Aunque preferiría haber prescindido de unos cómplices de tan poca talla, Huma no podía negar que ya le habían salvado la vida una vez.

—¿Qué le ha sucedido al animal en cuya grupa cabalgaba?

—Es un simple reptil —contestó el gordinflón—. Está paralizado, con la sangre en estasis. Galán Dracos no malgasta sus dotes en material inservible.

—¿A qué te refieres?

La mera intuición de que algo terrible podía estar ocurriéndole a Gwyneth provocó en el joven un sentimiento de pánico. Los magos, que atribuyeron sus aspavientos a un arrebato de ira asesina, hicieron cuanto pudieron para aplacarlo.

—No nos malinterpretes —lo exhortó el más enteco—. El renegado se ha limitado a congelar tu ejemplar y olvidarlo, ya que está muy ocupado perfeccionando un sortilegio que, según él, cambiará la faz de Krynn.

El soldado solámnico inhaló, se serenó y desvió la conversación hacia otros derroteros.

—Me habéis prestado un valiosísimo concurso hasta ahora, pero temo que os hayáis comprometido. El morador de esta mansión debe abrigar ya fundados resquemores sobre la conducta de los Túnicas Negras.

—Sí, aunque ignora la magnitud de la revuelta —le aclaró el de fino perfil—. Él supone que se han desmandado unas pocas almas descarriadas de la orden, no que se ha producido una conversión en masa. No nos doblegaremos como esclavos de ese engendro y su Reina.

—¡Cállate! —intervino su contratipo—. Si no lo haces, llamarás la atención de la Señora, un peligro que ni ahora ni nunca podremos afrontar.

—¿De veras? —se interpuso asimismo Huma, espiándolos a los dos con animadversión y lamentando que no pudieran apreciarla en la oscuridad—. Es evidente que soy yo quien ha de realizar todo el trabajo, puesto que el miedo os corroe. De acuerdo. ¿Dónde se agazapa Galán Dracos?

—¡No cometas un exceso! —se escandalizaron a coro los nigromantes.

—Indicadme el camino.

—Nosotros lo trajimos aquí —dijo un hechicero al otro—; lo menos que podemos hacer es secundarlo hasta el final.

—No lo proyectamos de este modo.

—¿Acaso ha salido algo según nuestros planes iniciales? Sagathanus murió a manos de los renegados, él que los reclutó con la promesa de que nos avendríamos a convivir. Todavía más: les garantizó que dejarían de ser perseguidos y destruidos aunque rehusaran incorporarse a las tres facciones y obedecer las leyes instauradas por el Cónclave. Y, si sucumbió, fue tan sólo porque criticó su comportamiento en el curso de una asamblea.

—¡Se equivocó y pagó por ello! Y no por encender los ánimos en su contra, sino porque los autorizó, y nosotros lo suscribimos, a continuar practicando sus abominables experimentos. Lo que hacen esos monstruos va más allá de lo que nuestra tolerancia puede admitir.

Huma, viendo que la discusión se acaloraba, introdujo la hoja de su espada entre los rostros de los dos porfiantes encantadores. Enmudecieron al instante.

—Es mi última advertencia antes de montar en cólera. ¿Cómo llegaré hasta Galán Dracos?

El mago de cuerpo redondeado enumeró unas secuencias de curvas y tramos, la repitió y preguntó al caballero si la había memorizado. La respuesta fue afirmativa.

—Intentaremos libertar al Dragón Plateado, aunque es probable que fracasemos —se curó en salud el mismo nigromante.

—¿Y mis colegas?

—Partieron al desencadenarse la magia del renegado. Quizá vuelvan, o bien se han escabullido hasta Vingaard para no sufrir represalias.

Subyacía una acusación burlona en estas conjeturas, pero Huma se hizo el desentendido. Después de todo, estaba convencido de que sus amigos seguían pendientes de él y organizaban la acción. Era superfluo indignarse con aquel par de seres pusilánimes.

Unos inesperados ecos de pisadas sobresaltaron al trío. El soldado dio un respingo; los otros dos brincaron literalmente.

—Vete —apremió al caballero el mago.

A grandes zancadas, el soldado se alejó de los Túnicas Negras. Unos murmullos articulados le revelaron que los magos parloteaban con los recién aparecidos para cubrir su retirada.

Vislumbró delante de él las siluetas de unos hombres armados que interceptaban su huida, así que se camufló en un pasadizo lateral y aguardó. Seis guerreros de la Guardia Tenebrosa desfilaron a pocos metros de su escondrijo, absortos en las obligaciones que les habían encomendado.

Los nigromantes estaban en un aprieto mayor del que anticipaban. Al hacer recuento de lo que había entresacado de la plática con los dos contertulios, y a tenor de la resolución que se reflejaba en el andar del sexteto que cumplía su ronda en aquellos recovecos, los centinelas habían iniciado el proceso de acorralarlos para, bajo el más nimio pretexto, exterminarlos. Si sus deducciones eran correctas, el joven habría de presentar batalla en solitario a Dracos y su diosa.

Se adentró en el túnel en el que se había refugiado, e hizo un alto al dibujarse ante él tres pasillos alumbrados.

También aquí se oían voces, pero no las de los hechiceros. Se acercó el viajero, sin ruido, inmovilizándose al reconocer una de las voces.

—¿Estás al corriente de cómo ha de usarse la gema, Gharis?

—Se ha elegido un enclave, maestro Galán. Esperaremos allí tu señal.

—Es tan sólo una salvaguarda, Gharis. Ella la exigió, pero son mis instrucciones las que deben prevalecer. ¿Has comprendido?

El misterioso subordinado farfulló una contestación, tan monótono el fluir de sus frases que el oyente infirió que el dignatario arcano reforzaba su mandato mediante algo similar a la hipnosis.

Reconfortado en la idea de que se acataría su voluntad, Dracos despachó a su secuaz. Huma retrocedió a trompicones, pero el tal Gharis —un renegado como su amo, pues vestía un burdo sayo pardo— no salió por donde él estaba. Sus pasos se amortiguaron en dirección opuesta.

Existía más de un acceso a la cámara que ocupaba el jefe enemigo. Cargado de aprensiones, el caballero dio un rodeo a fin de observar la sala desde otro ángulo. Despacio, avanzó por otro corredor hasta que pudo divisarla.

La habitación, si así podía denominarse, era el producto de los desvaríos de un demente. De diseño más grotesco que el resto del castillo, atiborraban los muros una colección de figuras que, en sus pedestales, podían confundirse con custodios dispuestos a desollar a quienquiera que tuviera la insolencia de personarse sin ser invitado. Un escalofrío recorrió la espalda del joven al hacerse este planteamiento. Destacaba entre los objetos de la estancia una plataforma de cristal negro, elevada en cuatro gradas, y sobre la última un globo de unas irisaciones verdes que lo asemejaban a una esmeralda.

El soldado se arrinconó enseguida. Dracos estaba en la cámara, erguido frente a la esfera y de espaldas al túnel por el que había hecho su incursión; pero no fue él quien lo impulsó a cobijarse. Con el mago ya contaba, y además desde su postura no podía verlo; quien lo arredró fue la criatura que había sentada detrás de la plataforma, de un tamaño que triplicaba el de un humano e inmersa en la contemplación del hechicero.

Era un Dragón Verde, una circunstancia que tampoco habría inquietado a Huma de no ser porque nunca antes había topado con un ejemplar de sus características.

—Como habrás constatado, nunca permito que mi mano derecha sepa lo que hace la izquierda.

—Eres grande, maestro Galán —aseveró el joven animal. Tenía aquel ser un acento cruel, taimado incluso para alguien de su raza. De algún modo, contenía exacerbadas en sus entrañas las esencias de los leviatanes de ese color, que eran los más ominosos, pues se valían siempre de la argucia y el engaño en detrimento del combate franco. Tanto pavor infundían sus habilidades físicas como sus cerebros retorcidos, traicioneros.

—Cyan Bloodbane aprende mucho observando al maestro.

La risotada que lanzó el renegado fue tan gélida e inmisericorde como la voz del coloso.

—Cyan Bloodbane no crecerá hasta desarrollar todo su potencial si pretende dominarme. Eres un experimento, amigo mío. A través de mí has podido penetrar el pensamiento de los humanos, elfos, enanos y las otras especies como jamás lo hará nadie de los tuyos. Cuando se haya completado tu ciclo, tu nombre propagará el terror hasta en sueños… a menos que me contraríes.

Alguien empezó a jadear de manera incontrolada, medio asfixiado, y el caballero se preguntó en su fuero interno si el Dragón había decidido poner término por la vía expeditiva a la arrogante cháchara del mago. Un momento más tarde, desmintieron sus presunciones las suplicantes disculpas de Cyan.

—¡El maestro Galán es todopoderoso! ¡Por favor, no me flageles más!

—Éste lugar se está viciando demasiado con tu aliento infestado de azufre. Vete. Mandaré en tu busca cuando precise de tus servicios.

—Sí, amo.

Batió en los estrechos confines un aleteo, y se hizo el silencio. La partida del Dragón hacia ignotas alturas demostraba que había una salida en un nivel superior.

Un resonante hollar en el suelo, pisadas magnificadas, anunciaron al paladín solámnico que Dracos se desplazaba. Se asomó y distinguió el dorso del encantador antes de quedar oculto por un arco del sector más alejado. Las antorchas oscilaron. Se diría que era él quien daba vida a las llamas y a la vez absorbía todo su calor.

Sintiéndose más a salvo en la nueva penumbra, aunque con extrema precaución por si le habían tendido una celada, el joven estudió el terreno. No se desencadenó ningún artificio de brujería, de manera que fue hasta el podio de cristal azabache y examinó la bola verde. Quizás era aquella alhaja la que había guiado, en una suerte de magnetismo, a la que le entregara Gonan, y quizá también era así como el superdotado mago protegía la integridad del castillo del embate del mundo exterior.

No se dilató el caballero en sus disquisiciones, pues lo azotó una oleada de repulsión que lo hizo tambalearse y casi tirar la espada. Manaban los corruptos efluvios del orbe. Debía cerrar los ojos si quería adquirir cierta concentración. En cuanto entornó los párpados se deshizo del influjo del odio, aunque lo reemplazó una realidad no menos pavorosa: el desprecio de alguien que se mofaba de su misma existencia. Huma hizo acopio de energía a fin de encararse con el ente que le transmitía estas ondas.

Más amilanado de lo que podía confesar, tomó conciencia de que ella estaba en la sala y lo miraba. ¿Ella? Debía mencionar su nombre: Takhisis, Reina de la Oscuridad y de los Dragones de las Tinieblas.

«¿Está Galán Dracos enterado de que su divinidad se ha abierto una brecha en este aposento?» —fue curiosamente, la primera cuestión que se formuló en su mente—. «¿Se ha apercibido la soberana, como yo comienzo a hacerlo en base a lo que ha ordenado el hechicero a su criado y luego ha dejado entrever al Dragón Verde, de que conspira contra ella pese a ser su hombre de confianza?».

Era indudable, meditó el soldado, que alguien tan ambicioso como el renegado no cejaría hasta gobernarlo todo. La soberana no podía haber pasado por alto este hecho; acaso era el motivo de que ahora sonriera.

¿Sonreír? Al principio no había ningún rostro en la alcoba. Sin embargo, ante un estupefacto humano, la deidad se adjudicó unos ojos, una nariz y una boca de notoria femineidad. Había escogido los rasgos de una mujer, aunque podría haberse decidido por los de un guerrero armado o incluso un árbol, si tal era su capricho.

Cuanto más la escrutaba, más se imbuía de que aquel rostro poseía una belleza sin parangón entre las damas que conocía. Se hallaba ante las cinceladas facciones de una Reina entre las Reinas, de un ser inmortal, y si se lo proponía podía navegar en aquel mar de hermosura para toda la eternidad a cambio de una pequeña renuncia. Al fin y al cabo, ¿qué le había ofrecido su hermandad sino desdichas? Ella era la causante de que hubiera perdido a sus padres, a Rennard y a una lista implacable de compañeros, incluido Buoron, por el que ni siquiera había podido derramar una lágrima al estar sujeto a una férrea disciplina. Hasta el amor le había arrebatado.

«¡Embustes!». Se despejó la niebla que se había formado en su cabeza, que había disfrazado las verdades bajo un cúmulo de falacias. Rennard se condenó mucho antes de su investidura en la Orden solámnica y fue el directo responsable de la muerte de su cuñada, la madre de Huma. Durac pereció debatiéndose por algo en lo que no creía y que, en consecuencia, merecía su autoinmolación. Buoron, a su vez, había encontrado un final honroso, heroico, y si no lo había llorado fue porque también él estaba consagrado a un deber trascendental. Y Gwyneth… Ésta idea quedó inconclusa.

En lugar de fulminar al joven, ahora que había desarticulado su patraña y la había puesto en entredicho, la tenebrosa Señora siguió sonriendo.

El óvalo facial se evaporó. Sólo una pincelada apenas visible fluctuó en el enrarecido aire como recordatorio de que la encarnación del Mal había visitado a un mortal.

—Es hora de terminar con este juego —dijo inesperadamente Galán Dracos.