28

Venganzas ruines, batallas cruentas

Cabizbajo, con los ojos entelados, el Dragón imploró:

—¡Por el amor de Paladine, di algo!

La voz no había variado, era indiscutiblemente la de Gwyneth. El soldado solámnico contempló el semblante reptiliano y leyó en todos sus recovecos miedo, pánico a su repudio. No podía expresar en palabras lo que estaba sucediendo en su interior; el universo entero se arremolinaba y desmoronaba a sus pies mientras él se repetía que aquella criatura no era su dama. ¿O sí?

—Viste a mi hermano hace algunas noches, como viste también al otro ayudante de Duncan Ferrugíneo: ambos eran dragones en su forma humana. Te admiramos mucho, Huma, a ti y a los de tu especie. En vuestra corta existencia sois capaces de realizar maravillosas proezas.

El caballero no despegó los labios. Se apartó del Dragón de forma involuntaria, no tanto por temor como por la confusión en que se había sumido.

La mujerreptil no lo interpretó así, y su discurso se aceleró. Mientras hablaba se produjo una nueva inversión en su apariencia. Las alas se arrugaron, las cuatro extremidades se alisaron y encogieron hasta tornarse femeninas y permitirle la postura vertical y, por último, el cuerpo se contorneó rápidamente, como si se derritiera ante el aterrorizado escrutinio de su oponente. Se redujeron asimismo las dimensiones del rostro, redondeándose el óvalo, y las fauces se suavizaron en una nariz perfecta y una boca carnosa, seductora. Una cascada de cabellos plateados se vertió sobre la grupa hecha espalda.

Huma estuvo a punto de huir. El portento al que había asistido no podía ser verdadero.

—Mi hermano me previno contra lo que me estaba pasando sin percatarme, algo de lo que había escasos precedentes entre los míos. Había convivido tanto tiempo con vosotros que aprendí a enamorarme como una mujer. Y tú eras el objeto de mi ternura.

—¿Por qué?

Incierta sobre el sentido exacto de la pregunta, Gwyneth frunció el entrecejo.

—Encarnas las creencias que Paladine ha inculcado a sus hijos desde los albores de la historia. Eres valeroso, amable, ajeno a la mediocridad y al odio. No me extraviaré en una disertación complicada —se corrigió—, te quiero por ti mismo y eso me basta.

—Hola, felices amantes.

Aquél tono glacial, triunfante, sacó a Huma de su estupor. No daba crédito a sus oídos.

Galán Dracos, semejante su aspecto al de ocasiones anteriores, se materializó frente al soldado y la doncella, mostrando una aviesa sonrisa.

—Quizá debería haber anunciado mi presencia hace unos minutos, pero me resistía a interrumpir una escena tan enternecedora.

La dama exhaló un rugido que nunca habrían articulado unas cuerdas vocales humanas y se arrojó contra el renegado, pero el luchador obstruyó su trayectoria. Sólo consiguió dar unos pasos, sin embargo, antes de que cediera la rodilla y cayera cuan largo era, siendo entonces cuando recordó que el mago era una pura ilusión y maldijo su estupidez.

—He venido a incrementar tus tribulaciones, Huma —se descubrió el impío secuaz de Takhisis—, a hacer que pagues por la muerte de Crynus. Admito que su locura degeneró hasta desafiar toda predicción, pero era mi mejor dignatario y lo añoraré. Es una lástima.

Kaz y Bennett, alertados por aquel timbre que conocían ya demasiado bien se personaron a toda carrera. Al distinguirles, el ficticio Dracos alzó la mano y obstaculizó su avance mediante una pared invisible.

—Ojo, por ojo, patético mortal.

El hechicero moldeó una silueta en el suelo y ésta comenzó a tomar cuerpo, si bien Huma no distinguió la identidad del aparecido hasta que se hubo formado del todo.

—¡Magius!

Lo habían torturado. Su semblante no era sino una pulpa magullada, donde la hinchazón general emborronaba las facciones. Tenía la túnica hecha andrajos, pero lo que más sorprendió a su viejo amigo era que aquellos jirones no eran rojos, sino blancos. Mantenía doblado uno de sus brazos en un ángulo imposible y, como tampoco las piernas estaban en condiciones de ejercer su función primordial, el lisiado se apoyaba tan sólo en la extremidad superior que conservaba intacta.

—Hu… Huma —balbuceó, a través de una dentadura con diversos huecos—. Al final tenía yo razón.

—A veces emite esos barboteos —declaró el renegado con falsa indulgencia.

Con un esfuerzo sobrehumano, Magius ladeó el cuello y escupió sobre las vestiduras de su aprehensor. El atacado abrió una colérica mano frente al cautivo y provocó sus alaridos, las convulsiones de todo su ser anticipando un nuevo suplicio.

—Ensaya tus sortilegios contra mí, Galán Dracos —retó Gwyneth al esbirro de la diosa de las Tinieblas.

—Anida en mí más poder del que crees —desdeñó a la dama el fantasma, desfigurada su faz en un rictus cruel—, mas ahora no hallo conveniente desperdiciarlo. El único motivo de mi visita es demostrar a Huma cuan ridículos son sus sueños de victoria.

El caballero culebreó en un gesto impulsivo, para consolar a su atormentado compañero. Fue el mismo Magius quien lo detuvo.

—No intentes nada, Huma; sería inútil. Derrota a Galán Dracos y me proporcionarás toda la dicha que ahora puedo ambicionar.

—Tu tiempo ha expirado, mago.

Formulada la sentencia, el vil renegado lanzó contra el prisionero unos haces de luz verdosa que parecieron atravesarlo a la manera de flechas de acerada punta. El moribundo aulló y se revolcó hasta quedar inerte, en un fardo muy real, a unos metros de su compañero de adolescencia.

En medio de las engañosas visiones, Huma adivinó que aquella muerte no era simulada. Quiso acercarse, pero estaba tan paralizado como el minotauro y el otro caballero y, al igual que ellos, se debatió en forcejeos infructuosos. Antes de que volvieran a la normalidad, Dracos se difuminaría, un proceso que de hecho ya se había iniciado.

—Es el precio de tu insolencia, de tu arrogancia, paladín de la Corona —fueron sus últimas palabras—. Tú sucederás a ese desgraciado a menos, claro, que abraces la causa de mi Señora.

—Te confundes, villano —replicó el joven enderezando su espalda—. Aquí el único que ha de responder de actos ofensivos eres tú.

Nunca averiguaría si el hechicero lo oyó, puesto que había interpelado a una fina voluta de humo.

Como Huma había presentido, Bennett y Kaz tropezaron hacia adelante al evaporarse el embrujado muro de contención. Fue el hombretoro quien habló primero.

—¿Cómo estás, amigo?

Sin contestar, el soldado prendió unas pupilas rezumantes de emociones en los despojos de Magius.

—Si planeas vengarte, Huma, será un honor para mí prestarte mi brazo.

El minotauro nunca prodigó simpatías al mago, pero a medida que lo fue tratando, sobre todo en el último viaje, concibió por él un cierto respeto.

—No es ése el camino —repuso el caballero—. Ayudadme a llegar hasta el cadáver.

Así lo hicieron. Resultaba extraña la beatífica expresión del fallecido, se había revestido de una paz de la que nunca gozó en vida.

Tras depositar delicadamente sobre una roca la cabeza del exánime encantador, Huma se alzó haciendo acopio de voluntad y sin más incidente que el imparable castañetear de sus dientes mientras duró la operación. Los otros dos varones permanecieron cerca por si necesitaba su apoyo, pero el inveterado luchador logró afianzarse solo antes de, ya firme, exponer sus resoluciones al terceto.

—Cuento con vosotros, y estoy seguro de que no me defraudaréis, para restablecer el equilibrio. Es hora de que Galán Dracos y su implacable soberana se enteren de que la maldad no puede sobrevivir sin el contrapeso del Bien en el otro lado de la balanza. Magius constituyó una prueba fehaciente de este axioma. A lo largo de su período vital lució la indumentaria de las tres órdenes de la hechicería, hasta adoptar la blanca de Solinari. De la negrura al día, el péndulo oscila en ambos sentidos. Es su turno de inclinarse de nuestra parte.

—¿Vas a ir en busca del castillo? —preguntó Bennett.

—Sí, por eso solicito vuestro concurso y el de todos los hombres disponibles de nuestra facción. Si alguien renuncia, no obstante, lo comprenderé; no tengo derecho a embarcaros en una misión suicida.

—Si piensas ni por un segundo —se soliviantó Kaz, en un estallido de franca indignación— que soy capaz de desertar de una batalla, y especialmente de ésta, habré de acusarte de una total ignorancia respecto a mí y a mi pueblo. Quizá no sea un Caballero de Solamnia —agregó, sin dejar que lo provocara la hiriente mirada del comandante—, mas estoy en mi sano juicio y sé cuándo hay que luchar. Me uniré a ti.

—Yo también —coreó el oficial—, y no me cabe la menor duda de que todos los que aún pueden cabalgar reaccionarán del mismo modo.

—Dejadme tan sólo unos minutos de intimidad —concluyó Huma—. Bennett, ten la bondad de comunicar lo ocurrido al Gran Maestre y de rogarle en mi nombre que dé a Magius una digna sepultura.

—Al instante.

El joven Baxtrey y el minotauro partieron, y el alicaído aventurero se sumergió en remembranzas de las épocas vividas junto al mago, unos días en los que la inocencia lo hacía todo más sencillo. Pero no pudo bucear hondo en su memoria, ya que se inmiscuyó una voz femenina.

—¿Qué hay de nuestro asunto, Huma? Ésta tragedia nos ha interrumpido y, aunque no exijo que me confieses tus sentimientos ni abrigo la esperanza de que llegues jamás a corresponderme, en lo que concierne a Galán Dracos y Krynn me sigo considerando tu aliada. Seré yo quien te transporte en tu vuelo a la guarida de la Reina de los Dragones, ¿estás de acuerdo? —Aguardó el dictamen, pero, al ver que el caballero era incapaz de vocalizarlo, se limitó a informarle—: Estaré preparada y atenta a tus instrucciones.

Una secuencia de pisadas en retirada resonó en los tímpanos del soldado, hasta que llegó el silencio. El recogimiento de Huma sólo cesó cuando acudieron los clérigos a fin de trasladar a Magius a su túmulo funerario.

El joven adalid fue renqueante hacia el grupo. Todos los miembros originarios que todavía se hallaban en disposición de viajar estaban presentes y a punto, formando una escuadra de ocho jinetes y otros tantos corceles reptilianos. Guy Avondale, convaleciente de sus heridas, no pudo acompañarlos, aunque sí había acudido a despedirlos.

—¿Tienes noticias de tus tropas? —le preguntó Huma al noble.

—Están atascadas, pero aún han de dar mucha guerra. El Gran Maestre ha enviado ya a la carga a las fuerzas de tierra y, frente a su avance, los ogros han hecho un brusco alto.

El soldado solámnico asintió por inercia, sin escuchar apenas al ergothiano. El asesinato de Magius había sido una acción desesperada de Galán Dracos, perpetrada con la finalidad de hacer añicos su moral, y lo cierto era que algo rompió en sus entrañas. Incluso ahora, en un momento crucial de gloria o de muerte, se sentía descentrado.

—Deséanos suerte, sacerdote.

—Haré algo más positivo.

El conde rebuscó en la pechera de su camisa, palpó una cadena y tiró de ella. Al pasarla sobre su cabeza, salió a la vista, suspendido de un extremo, un medallón que siempre estuvo oculto bajo la armadura bélica.

—Ofréceme tu nuca.

El caballero obedeció, y el dignatario ciñó a su cuello la alhaja.

—Mereces ostentar este sagrado disco más que yo.

Huma asió en su mano lo que sólo podía ser un talismán, y lo examinó. Le devolvió el escrutinio una semblanza de Paladine, a la vez que el metal, acoplándose a la perfección a los pliegues de su palma, le transmitía una agradable tibieza.

—Acepta mi gratitud.

—Déjate de formulismos y encuentra a esa alimaña de Dracos.

El luchador se irguió. Los otros ya habían montado, así que echó a andar hacia el Dragón Plateado y se encaramó a su lomo sin que mediara entre ellos ningún diálogo, pese a que se produjo un momento expectante en el que las palabras casi afloraron a sus labios. Ya instalado, se hizo traer la lanza y constató que la de infantería estaba atada a los arneses.

Dio la señal y todos se elevaron, decididos a abrir una brecha en las líneas enemigas y descubrir el emplazamiento de la fortaleza del mago.

Nada más partir, Huma sostuvo en el aire la esfera verdosa que le entregara el nigromante y, por telepatía, le ordenó que le guiara hasta la ciudadela de la perversidad. El globo irradió mortecinos destellos, escapó de su mano y se deslizó rumbo a las montañas occidentales.

Los ocho pares de ojos siguieron la senda que trazaba.

* * *

La trifulca se estaba convirtiendo en una matanza. Los dragones, espoleados por el miedo a su propia soberana, asediaban sin tregua a los portadores de las Dragonlances, y éstos los lanceaban a su vez hasta infligirles severas pérdidas.

Más de una quinta parte de los hombres dotados con las armas mágicas también habían perecido, bajo la embestida de un número aplastantemente superior de rivales. En cuanto a las tropas de infantería, sufrieron al principio pero pudieron sobreponerse al fortalecer su confianza la efectividad de sus armas y acostumbrarse a su manejo. Pronto, ningún reptil osó aproximarse. Aunque sus llamaradas y recursos arcanos propagaban el caos entre los caballeros, tales portentos tenían sus limitaciones, de tal manera que, antes de que se dieran cuenta, decenas de hijos de Takhisis fueron presa fácil para los lanceros voladores.

Pese a sus estrictos propósitos, Huma y su cuadrilla no pudieron evitar del todo el combate: este último se había extendido a los cuatro confines. En más de una ocasión practicaron un descenso vertical a fin de socorrer a una compañía en peligro de ser arrollada lo que, por otra parte, ponía de manifiesto que las criaturas abismales estaban lejos de rendirse. Avezadas a la estrategia, se reunían en grupúsculos y atacaban los flancos más debilitados, con tan buen tino que algunas ya habían traspasado el frente y se dirigían a Vingaard. Allí les dispensarían, sin embargo, un recibimiento inesperado. El Gran Maestre no era ningún novicio en artes marciales y había apostado una cincuentena de soldados y dragones, listos para agredir a los intrusos sin previo aviso.

Debajo de los expedicionarios, los ogros y sus cómplices configuraban una masa informe. Los obligaban a pelear a dos bandas, ya que los ergothianos habían hallado el terreno despejado y los azuzaban por el sur con gran pericia.

De repente el cielo se ensombreció alrededor de los viajeros, y atravesó sus poros una vaharada de insondable malignidad.

Una serie de relámpagos desencadenaron sus andanadas con terrorífica precisión, carbonizando a animales y monturas y dejando exiguos restos. Los caballeros que blandían las Dragonlances se arredraron, retrocedieron, y una nueva energía alimentó a los engendros del Mal.

Huma descargó un puñetazo sobre el broquel de su arma. ¿Cómo se reducía una tormenta, generada además por un ente superior a los magos? Se cubrió los ojos en visera. De haber atisbado una diana física podría haber actuado, pero hasta la lanza era impotente contra los elementos puestos al servicio de una deidad.

¿O no? Al penetrar en el corazón de la tempestad sucedió algo insólito. Las esencias infernales de la Reina eran tan tangibles que el caballero casi se la representaba delante de él, ocupada en abocar sobre sus huestes el temporal y los fulminantes rayos. Una de estas aserradas herramientas de aniquilación incluso fulminó a alguien a su espalda, y se espantó hasta el extremo de no acertar a dilucidar si lo que goteaba por sus pómulos era la lluvia o un río de lágrimas. Pero de forma súbita, cuando el precario estado de su mente atravesaba la frontera de la cordura, la Dragonlance explotó en unos centelleos cegadores que le hicieron entornar los párpados. Algo similar debió de pasarles a los otros, pues oyó gritos desaforados en las inmediaciones. Una vez se recobró del susto, el adalid solámnico se atrevió a entreabrir los ojos, y sus pupilas se dilataron sin que pudiera volver a cerrarlos.

Los nubarrones se dispersaban con pasmosa rapidez, el sol reverberaba sobre su pectoral en un esplendor que lo dejó anonadado. ¿Cómo era posible? Según sus cálculos, la tarde estaba ya avanzada y el astro rey debería hallarse próximo al ocaso, no en su cenit.

No podía existir un síntoma más vistoso y tajante del curso que habían tomado los acontecimientos. Los dragones de las sombras perdieron su ímpetu, se replegaron y empezaron a abandonar la liza en filas de a uno y de a dos. Ni aun el pánico a su dama los retenía. Paladine se revelaba como lo que era, el más grande de los dioses.

Los ogros, en cambio, batallaban poseídos de una ferocidad rayana en la demencia. Los reptiles, si querían, podían darse a la fuga, ellos y sus aliados humanos perseverarían hasta fenecer —entre otras razones, porque no había en la región ningún escondrijo donde ocultarse de los caballeros—. En su caso, se lo jugarían todo a una carta.

Kaz y Bennett se situaron a ambos lados y un poco rezagados respecto a Huma. El cabecilla sopesó el medallón que le había dado el conde Avondale y, al percatarse de que perduraba, si no se había acrecentado, su calidez, se dejó llevar por un impulso y lo puso en contacto con la lanza.

Una erupción de fuerza interior se encauzó a través de sus venas.

Las escarpaduras estaban enfrente. La esfera esmeraldina no se había separado de ellos durante todo aquel lapso, al parecer no le afectaban ni las borrascas ni la furia de Takhisis. El soldado se puso alerta por si avistaba algún indicio del castillo; desconocía a qué distancia se hallaban y mucho le habría extrañado que ninguna guarnición custodiara la mole.

Estaba en pleno reconocimiento cuando en uno de los picos menos conocidos, el sudoeste, se dibujó una bola luminosa. Se dispuso a afrontar sus ondas energéticas, en la confianza de que la Dragonlance la neutralizaría, pero no hubo que hacer nada porque se encargó de cancelar los resplandores otro fenómeno de análogas características. Clavó los ojos en la fuente del último, y vislumbró a un número impreciso de figuras en movimiento que guerreaban entre sí sobre dos cumbres vecinas. Tras un corto desconcierto, el caballero sonrió y se volvió hacia Kaz.

—Los nigromantes se rebelan contra Galán Dracos y sus servidores.

Repitió el mensaje a Bennett, quien a su vez informó a los esforzados guerreros de la retaguardia.

Varios Dragones Rojos, unos doce y todos ellos con sus respectivos jinetes, salieron de los riscos. Las monturas vestían enteramente de negro y, para horror de Huma y su escuadra, empuñaban Dragonlances como las suyas.

Resultaba obvio que aquellas armas eran fruto de la rapiña a los caballeros muertos. El joven se recriminó su imprevisión al no recapacitar que los pertrechos mágicos eran letales en las manos de quienquiera que se los adueñase. Y, ahora que pudo contarlos bien, los enemigos los duplicaban en número.

Bennett y los otros se alinearon en torno a su adalid, mientras que el aparente oficial de la Guardia Tenebrosa, arropado en su capa y con un yelmo que coronaban los cuernos, organizó las posiciones de sus hombres. En efecto, una voz suya bastó para que los reptiles subieran y bajaran en orden alterno hasta crear dos niveles. Su táctica era diáfana, fuera cual fuese la agrupación que atacasen los rivales solámnicos quedarían expuestos a la arremetida de la otra mitad.

Cuando se acercaron los Rojos, Huma levantó ambos brazos y movió las manos como si aplaudiera. Sus luchadores se dividieron en abanico, abriéndose unos hacia la derecha y otros hacia la izquierda.

La maniobra causó cierto grado de perplejidad. Los animales diabólicos vacilaron, y la perfecta figura que habían trazado se desdibujó al tener que defender todos sus flancos de las lanzas originales, lo que, arracimados como estaban, redundó en su propio detrimento. Dos de ellos colisionaron entre sí, el valiente caballero ensartó a una criatura distraída y los otros jinetes solámnicos apretaron el cerco, a toda la velocidad que requería aquel método de combate.

Sin desperdiciar la oportunidad, el Dragón Plateado eludió el proyectil flamígero de un leviatán carmesí y condujo al humano y su lanza hasta la parte inferior de su vientre. La acerada punta del arma se hundió sin resistencia, el reptil vibró en lastimeros temblores y el guardián que lo montaba, sabedor de la inutilidad de su propia arma en aquel ángulo, buscó desenfrenadamente el arco de su espalda. Nada pudo hacer. La bestia tuvo una última convulsión y, ante su atónito oponente, se desintegró e incendiados fragmentos de los que a los pocos segundos no había sino cenizas.

Huma vio cómo el jefe de la cuadrilla hostil, embutido en su coraza de ébano y valiéndose de una de las Dragonlances saqueadas, traspasaba la garganta de un ejemplar dorado en un momento de descuido. El herido, tras dar un brusco tirón, se liberó de la puya, si bien el aguijoneo de ésta había hecho mella en su carne. El coloso carenó a la deriva, despidiendo a su desvalido caballero que se precipitó sin remisión, pues, aunque le habría gustado recogerlo en el aire, el paladín de la Corona hubo de aprestarse a la lucha contra el mismo individuo, que se había girado ya en su dirección.

La sangre del malogrado titán chorreaba por la punta de la lanza, manchando su superficie, un suceso que nunca antes había registrado la memoria del luchador solámnico. Pero no le quedó tiempo de pensar sobre el particular, porque ambos contendientes habían afilado sus casi felinas zarpas y atronaban la atmósfera bramando a mandíbula batiente, en un despliegue sobrecogedor.

El colorado se mezcló con la plata, en un choque de fuerzas al que también contribuyeron las cinceladas lanzas. Conforme se hacía inminente la confrontación, más inevitable le parecía a Huma la caída de Gwyneth —como al fin comenzaba a representarse a su cabalgadura—. Emprendieron las armas su mortífera trayectoria, y el joven acompañó la suya de una corta pero ferviente plegaria a Paladine.

La cabeza del objeto robado tocó el costado del desprotegido pecho del espécimen argénteo, aunque sólo lo rozó y continuó resbalando sin hincarse. No infligió sino un ligero desgarro a la membrana del ala. La Dragonlance del caballero, en cambio, hendió hasta tal extremo el cuerpo del Dragón Rojo que penetró en la base del cuello y apareció por la grupa. Debido a esta circunstancia hubo de forcejear contra el agonizante para desprenderse, una tarea que dificultó el torpe movimiento de su apéndice dañado.

El uniformado lacayo de Dracos, diligente en sus funciones, se desabrochó las correas de la silla y gateó sobre el lomo del moribundo. El leviatán de la Luz, atareado en soltarse de su contrafigura, no reparó en él hasta que había concluido el abordaje por detrás de su jinete y se dirigía hacia él. En aquellas circunstancias, cualquier cosa que hiciera pondría en peligro la vida de Huma.

El guerrero de las hordas malévolas se aferró a los córneos estratos del reptil y dobló el brazo hasta alcanzar una funda ajustada en su dorso, de la que estrajo un espadón macizo, siniestro, con púas en los cantos.

La espada del soldado solámnico era una dramática insignificancia en comparación con aquella monstruosidad, pero carecía de otros medios y, decidido, giró en redondo y desafió al fornido custodio. Un primer simulacro puso de relive la inferioridad del caballero, pues los salientes que se proyectaban en el perímetro del espadón atraparon su filo y casi se lo arrancaron.

Con un tremendo esfuerzo, Gwyneth se desembarazó del gigantesco cadáver de su corrompido congénere. Mientras éste descendía en espirales hacia el centro de gravedad, la damadragón intentó discurrir un posible sistema de enviar al vacío al asaltante sin perder a su propio compañero.

Hubo un corto período de angustia, en el que ninguno de los luchadores aventajaba al otro y el animal reflexionaba sin dar con una solución. Huma se hallaba, gracias a los asideros de la silla, en una base más estable, pero por otra parte la pesada estructura de ésta y sus ligaduras entorpecían sus lances. El guerrero azabache, en una pendiente pronunciada, había de afianzarse constantemente para no caer hacia atrás. No tenía dónde agarrarse.

El joven, que no podía incorporarse del todo, optó al fin por aflojar las tiras de cuero que lo trababan en su asiento y avanzó un poco para cerciorarse de su flexibilidad y, de paso, tomar resuello. El otro, antes de que volviese, lo acometió, pero Huma fue más rápido y lo hizo fallar, a la vez que se lo encaraba. Ahora fue él quien se abalanzó, jalonando la silla y apuntando al costado del guardián. Quiso la mala suerte que el servidor de las Tinieblas eludiera la estocada y apresara la espada ajena entre las púas. Sucedió a estas tablas una violenta lid, en la que ambos trataron de arrebatar el arma al otro.

Éste nuevo encuentro de fuerzas fue fatídico para el villano. La postura de Huma, aunque algo incómoda debido a las ataduras, le permitía usar las dos manos sin necesidad de asegurarse, mientras que el sustituto de Crynus estaba prácticamente en la maroma. Un simple gesto de la mano, destinado a preservar intacta aquélla que blandía el espadón, le hizo perder el equilibrio en la grupa de la hembra y propulsarse hacia la nada. Trató de detener el impulso agarrando las alas del Dragón, pero éste las batió con vigor fuera de su alcance y lo único que aprisionó fue una nubécula etérea, insustancial. Se extravió en lontananza, entre aullidos salvajes.

El soldado miró hacia arriba y sus ojos se cruzaron con los de Kaz, que, a horcajadas sobre Relámpago, había sido espectador del desenlace de la escena y lo oteaba triunfante.

Por algún misterio inexplicable, acaso un milagro, los portadores de las Dragonlances legítimas no debían lamentar más que una baja. El caballero dio gracias a su deidad porque no habían perecido otros, aunque no pudo por menos que preguntarse qué les aguardaba más adelante.

Una antinatural corriente de aire, punteada de brillantes fulgores, los zarandeó antes de que se estableciera su alterado pulso, y Huma apretó nuevamente sus sujeciones en el convencimiento de que iba a sobrevenir un segundo ataque reptiliano. La luminosidad deslumbraba, y la acompañaba una desagradable sensación de frío. La cordillera toda se distorsionó; los integrantes de la cuadrilla sintieron que navegaban en diversos sentidos a la par y, desasosegados e indefensos, lo único que pudieron hacer fue rezar para que no se prolongase.

Tal vez Paladine escuchó sus súplicas, o quizás abandonaron la órbita activa del sortilegio que Galán Dracos había invocado; lo cierto fue que la conmoción cesó de manera tan repentina como se había iniciado. Al despegar los párpados, el soldado revisó el paisaje y lo halló todo en su sitio.

Es decir, con una excepción. Enriquecía el panorama un elemento adicional: un castillo alto, recio, encaramado sobre una aserrada cresta.

Era la ciudadela del renegado, del más adicto siervo de Takhisis, Reina de los Dragones.

En aquel lugar se dirimiría su destino, su victoria definitiva o la más eterna de las derrotas.