Verdades ocultas
—¡Por el Triunvirato! ¿Qué otros contingentes pueden arrojar aún contra nosotros?
—«El Mal siempre prospera cuando se le da la oportunidad de echar raíces» —sentenció Guy Avondale—. Es un aserto melodramático de mi predecesor, pero lamentablemente muy cierto.
Estaban en el patio de la fortaleza, donde acababan de aterrizar los expedicionarios. La pérdida de dos miembros de su élite apenó al Gran Maestre, tanto como la noticia de que otra marea de perversidad avanzaba hacia ellos.
—Respecto a ese pacto con los adoradores de Nuitari, Huma —interpuso Bennett—, ¿opinas que puede confiarse en unos nigromantes, que su descontento es sincero?
—Creo que sí… —respondió el soldado tras hondas meditaciones y añadió, mostrando a los otros el esmeraldino y reverberante globo—: Su portavoz me dio esto. Soy consciente de que podría tratarse de una artimaña para hacernos salir a campo abierto, expuestos a sus sortilegios, mas subrayó la dádiva un juramento en nombre del dios de la Magia Oscura. Ningún Túnica Negra con ganas de vivir mencionaría en vano a Nuitari.
—Estoy de acuerdo —asintió el general Oswal, y suspiró—. Mis queridos colegas, nos enfrentamos a un serio dilema. No podremos defender Vingaard mucho tiempo en un asedio de semejante envergadura, y en contrapartida sería una insensatez salir al encuentro de estas hordas. He ofrecido a los dragones —comunicó, dubitativo, a sus contertulios— la opción de partir si creen que la derrota es inevitable. Tenía que hacerlo —se justificó, alzando la mano para acallar al ansioso grupo—, aunque presiento que se quedarán a nuestro lado hasta el final. Ya veremos. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Estudiando la situación. Nada sabemos del éste, salvo que al parecer los ogros se han estabilizado en tales regiones. No debemos esperar refuerzos del sur, ¡malditos sean los elfos! Y, en cuanto al norte, no hay más que agua.
—Tenemos las falsas Dragonlances —apuntó Bennett—; utilicémoslas en un asalto definitivo. Si sumimos al enemigo en la confusión, al menos ganaremos tiempo.
El patriarca emito un gruñido y oteó las lanzas de los jinetes.
—Me disgusta sobremanera admitir que la demencia está a la orden del día; pero a menos que alguien tenga una sugerencia mejor, habremos de combinar la carga épica que tan enardecidamente recomienda mi sobrino con un plan coordinado de ataque al castillo de Galán Dracos.
Sometió a los presentes en un escrupuloso examen visual. Nadie, ni siquiera el clérigo y veterano soldado Avondale, puso objeciones a tan suicida estrategia.
—Si me recuerdan las generaciones futuras —se limitó a comentar el mandatario—, será como el Gran Maestre que fue condenado al fuego eterno por enviar a sus hombres a una muerte masiva.
Sonaron los clarines.
—Han avistado la primera oleada —anunció alguien.
Los caballeros se movilizaron en un auténtico frenesí. Se arreó a los equinos, colocándolos en formación con sus respectivas monturas, y tanto los piqueros como los lanceros y arqueros corrieron a sus puestos para garantizar que no reinaría el desorden en la hora de la verdad.
—Distribuid las lanzas entre la infantería —ordenó Oswal a uno de sus ayudantes, el cual saludó y fue a dar instrucciones a los escuderos, encargados de tal tarea.
Huma quiso comandar a los portadores de las Dragonlances aéreas que ocuparan sus posiciones de combate, pero el general se lo impidió.
—Si lo que pretendes es romper las líneas y abrirte paso hasta las montañas habrás de hacerlo cuando los dragones rivales estén en plena refriega, es decir, distraídos.
—Pero las tropas terrestres…
—Recibirán protección de nuestros otros reptiles.
Vibraron en el aire nuevos clamores, esta vez con una nota distinta.
—Por Kiri-Jolith, ¿qué significa esto? —renegó el Gran Maestre.
El adalid y sus acompañantes acudieron raudos a la fachada frontal de la fortaleza, donde ejercía el mando Arak Ojo de Halcón. Al oír a su espalda un estruendo de pisadas, el oficial de la Corona se giró y explicó:
—Señor, se han detenido poco después de entrar en nuestro radio visual. Incluso los dragones han hecho un alto, como si aguardasen algo. He decretado el cese de actividades, aunque manteniendo un estado de máxima alerta.
—Una medida muy acertada —alabó a su seguidor la primera autoridad, comprimiendo las facciones. Huma contuvo el aliento hasta que se hubieron relajado—. Se proponen jugar con nuestras mentes, incitarnos a embestirlos en tropel y cavar así nuestras tumbas. ¡Ilusas criaturas abismales! No es tan fácil hacernos morder su señuelo. Dejemos que suden un poco, secundemos su inmovilidad. Cuando a Galán Dracos y su Reina se les agote la paciencia, actuaremos.
Un Dragón Dorado se perfiló tras una de las torres y descendió hasta el patio. Era vetusto, incluso para uno de su longeva raza, evidenciándose su edad en las resquebrajaduras de su coraza y las múltiples cicatrices de viejas lides. Sin embargo, no había quebranto en sus evoluciones.
—He transmitido su ofrecimiento a mis hermanos del exterior —declaró con una voz cavernosa y algo disonante, similar a la del Elemental que guardaba la Arboleda de Magius.
Se hizo un sepulcral silencio entre los caballeros, que interrumpió el general Oswal para inquirir:
—¿Y qué han respondido?
El leviatán dirigió a su interlocutor una mirada que sólo podía interpretarse como un «ya te lo dije».
—No os abandonaremos. Sin el alcázar de Vingaard las plazas auxiliares no resistirían. Ésta es la sede central donde han de tomarse las decisiones, si sucumbe la ciudadela le sucederán ineludiblemente Ergoth, las tierras elfas y las de los enanos. Takhisis gobernará el mundo a su antojo.
—Yo sólo intentaba que perdurase la causa de Paladine de fracasar nosotros.
—La causa de Paladine, que es la del Bien, no morirá nunca, ni siquiera la monarca de las Tinieblas puede alterar este hecho.
Pese al bullicioso ajetreo que los rodeaba, los allí congregados dejaron de percibirlo. Huma comprendió que los alados titanes se comprometían por aquel acto de solidaridad a librar una lucha a muerte en beneficio de sus aliados humanos y, también, como muestra fehaciente de su fe en las enseñanzas de Paladine.
El Gran Maestre hizo entonces algo que no tenía precedente en la historia de la entidad: hincó la rodilla y rindió homenaje no a aquel dragón en particular, sino a todos los de su especie. Les abrían la puerta de la libertad, y ellos no la traspasaban.
—Gracias. No perdí la esperanza, pero nunca se sabe.
El áureo ejemplar hizo un regio asentimiento, desplegó sus alas y partió rumbo a las esferas bajo la indivisa observación del patriarca. Sacó a este último de su ensimismamiento una nueva clase de sonido, el que hacían los escuderos al transportar las lanzas falsificadas para los soldados de a pie y depositarlas en el empedrado suelo, cerca de donde se hallaban apiñados. El joven paladín de la Corona contempló las armas mientras las extraían de grandes arcones y, descubridor del modelo original, admiró su perfecta factura. ¡Cómo refulgían! Eran tan idénticos que…
—¡Señor! —vociferó, sorprendido él mismo por abordar a un superior de un modo tan impropio.
—¿Sí, Huma?
—Si me disculpas, debo hacer los preparativos.
—Por supuesto, quedas dispensado.
—Kaz —susurró el joven al minotauro, tras llevarlo a un rincón—, agénciate una de las armas que están siendo repartidas y compárala con las legítimas Dragonlances.
—¿Cómo?
—No es momento de aclaraciones, ya hablaremos a mi regreso —le atajó el caballero.
Huma se alejó a toda velocidad, dejando al hombretoro inmerso en las más diversas conjeturas sobre tan singular demanda.
* * *
La fragua estaba a corta distancia, aunque pasado un recodo y fuera del ámbito del Gran Maestre y los otros.
En el instante en que el soldado se aproximaba a las puertas, éstas se deslizaron hacia adelante y tuvo que apartarse para que no lo golpeasen. Casi topó de frente con un desconocido.
—Deberías ser más precavido; de lo contrario alguien te lastimará.
El individuo que le regañaba tenía el cabello cano, plateado, y una cabeza estrecha y ahusada. Sus ojos ardían con una intensidad que le hizo evocar a la figura que había turbado a Gwyneth la noche en que paseaban juntos por el recinto del alcázar. Ella había sentido miedo. De todos modos, no podía ser la misma persona: el sujeto de ahora era más alto y flaco, sólo el chisporroteo de sus pupilas se asemejaba a aquel otro.
—Eres Huma, el de la lanza —lo apodó el extraño, espiándolo en actitud inquisitiva.
—Soy Huma —rectificó el otro.
No era uno de los héroes que cantaban los bardos, el título poético estaba de más.
—El maestro herrero está muy atareado, pero te reserva unos minutos.
El peculiar personaje sonrió, adoptando una mueca inclasificable que al soldado le produjo escalofríos. ¿Con qué lo asociaba su memoria? En aquel momento se oyeron dos voces en el interior, ambas familiares pero especialmente una de ellas.
—¿No puedes aconsejarme?
—He pasado un lapso muy prolongado lejos del mundo de los hombres, y mi tiempo en Krynn se agota. Será mejor que recurras a uno de los tuyos.
—¡Ellos no me entienden! ¿Cómo voy a confesarle que no soy quien imagina, que he sido su compañera de fatigas un día tras otro en una duplicidad secreta? No podrá amarme si se entera de que…
La luz era tenue, excepto en la zona adyacente a la forja, lo que sólo permitía siluetarse a las figuras que allí se erguían.
—¿Gwyneth?
Uno de los contertulios, el de facciones femeninas, se volvió al oír la voz del caballero, ahogó un grito y huyó por la puerta trasera. Huma sintió el impulso de seguir a la dama, pero el otro sujeto le obstruyó el camino al saludarlo calurosamente.
—¡Cuánto me alegro de verte por última vez, joven amigo!
Duncan Ferrugíneo alzó al humano en volandas, lo zarandeó como a un niño y lo posó de nuevo en el suelo. Aunque estiró el cuello por encima de los hombros del colosal herrero, el joven no columbró el menor rastro de la sanadora.
—¿De verdad supusiste que te dejaría con sólo veinte lanzas?
—De modo que son auténticas, no fantasías mías.
—Naturalmente. Tenía muchas más que una veintena, a buen recaudo en un lugar oculto. No podrías haberlas cargado todas debido al peso y a los secuaces de la Reina, que están en todas partes, y además yo necesitaba venir.
—¿Y los artesanos de aquí?
—No tardé en convencerlos de lo imprescindible que era un maestro armero de dilatada experiencia —relató Ferrugíneo, señalando el taller—. También les dije que me habías convocado desde el sur, lo que hiciste en cierto sentido y por lo tanto no era sino una leve tergiversación de la realidad. Como es lógico, a todos les impresionó mi trabajo y me dejaron asumir el mando. Poco después el equipo se redujo a mí y mis ayudantes.
—¡Es increíble! Durante este último período se han estado creando en nuestra herrería Dragonlances con todos sus poderes, y nosotros estábamos en la más absoluta ignorancia.
—Les has demostrado que estas armas funcionan, Huma —felicitó al soldado el hercúleo Duncan, a la vez que le propinaba unos golpecitos en el torso—. Ni siquiera tu ilustre Gran Maestre intuye cuántos hombres han aprendido a depositar su fe en las lanzas.
—¡Andamos escasos de sillas! —bramó el caballero, cuya mente había empezado a discurrir a todo ritmo.
—¡Khildith!
Por primera vez, el joven examinó a los asistentes del forjador: un elfo, un humano y el enano que debía de llamarse Khildith, pues fue él quien dio un paso al frente.
—¿Maese Ferrugíneo?
—¿Están a punto las sillas?
Las duras facciones del hombrecillo se suavizaron en una sonrisa muy semejante a la de su patrón. Festoneaban sus rasgos enaniles unas hirsutas patillas y, pese a su apariencia de viejo, se movía con la agilidad y la rapidez de alguien que se hallara en la flor de la vida.
—Hay más que suficientes para iniciar una ofensiva.
—Magnífico.
El herrador rodeó con el brazo a Huma, quien tuvo la sensación de que lo arrastraban fuera del paraje con dulzura pero irrevocablemente.
—Deseo formularte una pregunta, maestro. ¿Por qué Gwyneth…?
—Eso es algo que tendréis que resolver entre vosotros —le cortó el herrero, en un tono tan terminante y con una mudanza tal en su expresión que el soldado calló de inmediato—. Lo más importante ahora es que uses las Dragonlances de que dispones.
El paladín solámnico estaba en el exterior antes de acertar a hilvanar sus pensamientos. Flexionando su extremidad mecánica a modo de adiós, Duncan Ferrugíneo lo arengó:
—Aunque Paladine vaya contigo, ni siquiera él y las lanzas podrán granjearte el triunfo si flaqueas en tus creencias.
Un nuevo toque de clarín conjuró las lucubraciones del caballero, ya que la guerra se anteponía a cualquier otra consideración en quien había sido adiestrado para combatir.
Kaz se personó ante Huma, con un arma de infantería en cada mano.
—Vas a tildarme de alucinado, pero yo juraría que…
—Que son verdaderas —concluyó el soldado por él—. ¡Lo son, mi buen compañero! ¿Dónde está el general Oswal?
El minotauro empleó una de las lanzas como puntero.
—En la muralla. Insistió en presenciarlo todo.
El excitado humano se volvió y reparó en Bennett, que alineaba a la caballería. Lo invocó, y el comandante acudió después de proferir una última orden.
—¿Qué ocurre?
Cada uno de los músculos del rostro del joven Baxtrey titilaba en un volcán de vitalidad. Estaba en su elemento y, en su subsconsciente, gozaba de ello.
—¡Las Dragonlances son auténticas!
—¡Pues claro! —exclamó, no con menor énfasis, el sobrino del mandatario, mirando a su oponente lleno de curiosidad.
Huma titubeó, al caer en la cuenta de que a Bennett nunca se lo puso sobre aviso del proyecto inicial. Nadie entonces soñaba con que Duncan apareciera tan oportunamente en escena.
El oficial escuchó en silencio la entrecortada narración de su ahora superior. Despacio, a medida que oía los detalles, su semblante se fue congelando en una máscara impenetrable. Cuando el otro hubo terminado, se cruzaron sus ojos. Fueron los del Caballero de la Rosa los primeros que se desviaron hacia donde aguardaba la crema de la hermandad, para volver a fijarse en los del joven adalid.
—¿Hay algo más que debas poner en mi conocimiento? Me reclaman mis obligaciones.
El tono monótono, sin asomo de pasión, de este apremio causó un hondo impacto en Huma. Se había conminado a afrontar con calma un arrebato de indignación, mas no se inmunizó contra la impasibilidad.
—Bennett, si…
Atajó su frase una mirada del otro serena, sin un pestañeo.
—¿Acaso tus revelaciones establecen alguna diferencia, Huma? —le imprecó el comandante, alargando el índice en dirección a los caballeros circundantes—. Aunque las Dragonlances no existieran, los hombres estarían aprestándose a la pugna sin plantearse el posible desenlace. Yo encabezaría unas filas y tú, otras. Cualquier baja que infligiéramos, cualquier dosis de energía que mermáramos, aun en la derrota, sería una pequeña victoria. —El oficial respiró, y el fanatismo que subyacía en su postura impertérrita se borró de sus pupilas—. Me complace que me reafirmes en la convicción de que no nos lanzaremos desnudos a las fauces de esas fieras, pero eso es todo. Haz la prueba, cuéntales que las armas son inútiles, y verás cómo marchan hacia la muerte y dan felices hasta la última gota de su sangre. ¿Actuarías tú de otra manera?
La seguridad que destilaba el discurso del otro caballero, y que en una ocasión previa habría calificado de presuntuosa, adquirió ahora un valor muy distinto en el juicio del soldado. Sabía que eran correctas sus presunciones, sobre todo en lo que a él concernía. Por muy adversos que les fueran los augurios, Huma se habría colocado en primera línea.
—Si tienes a bien excusarme, resta mucho por hacer. Encontrarás a mi tío allí arriba, en las almenas de la derecha. Creo que a él le satisfará la noticia más que a mí mismo.
Sin más demoras, Bennett dio medio vuelta y comenzó a vociferar las instrucciones de última hora como si no hubiera participado en aquella conversación privada. El otro luchador, por su parte, se estremeció y fue hacia el muro delantero.
* * *
En la elevada azotea, el Gran Maestre se había encaramado a la plataforma del vigía.
Oyó que alguien se acercaba e investigó la procedencia del ruido. Al percatarse de que su visitante era Huma, le informó:
—Hay novedades en el cielo.
Era tan sólo una diminuta mancha en el encapotado firmamento, un punto que apenas se destacaba detrás del nutrido ejército; pero una vez distinguido capturaba la atención del observador como lo hacía el abrumador espectáculo de las hordas retenidas. El caballero sintió que una porción de su persona se desgarraba para volar en pos de aquel negro lunar, que su alma era atraída sin remedio. Cesó de inhalar y apartó la vista.
—¿Qué es eso?
—La fuerza motriz que empuja a los dragones y los ogros contra nosotros —murmuró el jerarca—. Más no puedo decirte.
El luchador recordó el asunto que le había llevado a la muralla y se apresuró a relatar su hallazgo al venerable Oswal.
El general reaccionó no dejándolo ni siquiera completar la historia.
—¡Alertad a todos los oficiales! —ordenó a uno de los guardianes—. ¡Y no olvidéis a los dragones! ¡Zafarrancho de combate!
El anciano oteó las escuadras, y meneó afligido la cabeza. Los primeros reptiles ya habían rebasado a la avanzadilla de tierra; arribarían demasiado pronto al alcázar.
—Señor —le urgió Huma—, permíteme que los entretenga con los jinetes seleccionados desde el principio. Tú, mientras tanto, envía a los otros en grupos de veinte pero haciendo que aguarden todos sobre el recinto hasta que se haya agrupado una cantidad abundante. Cuando esto suceda, ordena que salgan, seguidos por las compañías de infantería. Si conquistamos el dominio del aire nos impondremos también en el suelo.
—¡Estaréis muertos! —lo reprendió el dignatario.
—En ese caso —se revolvió el soldado tras una brevísima vacilación—, habré entregado mi vida por Paladine, máxima aspiración de cualquier caballero que se precie.
Oswal capituló, reticente y pesaroso. Antes de que cambiara de idea, el gallardo subordinado bajó las escaleras de dos en dos, preocupado por los minutos que podía perder en reunir a sus colaboradores. Grande fue su pasmo cuando tropezó con los jinetes prestos y las lanzas montadas en las sillas. En las pocas jornadas que habían compartido sus destinos, los hombres se habían fundido en una compacta unidad. También el Dragón Plateado estaba allí, pendiente de sus decisiones.
En el período de quietud que suele preceder a la refriega, Huma expuso a su élite los peligros de su misión y el probable resultado. En su fuero interno, había pronosticado que unos u otros elevarían objeciones a su peregrino plan, tan ecuánimes que la inviabilidad de éste quedaría patente y habría de descartarlo; por el contrario, todos lo suscribieron a pesar del desafío que entrañaba para sus vidas. Bennett lo aprobó sin titubear, y algunos de los dragones manifestaron también su consenso. La única que no se sumó al entusiasmo fue su cabalgadura. Permaneció en un hermético mutismo y aunque, en cuanto hizo la señal de despegar, obedeció con la prontitud y la precisión usuales, no le dirigió la palabra en todo el trayecto.
Ya en las esferas, Kaz alcanzó a su compañero y lo sacó de sus cabalas sobre el pertinaz aislamiento del animal.
—Antes de perecer, dejaré una impronta que me sobrevivirá varias generaciones. Nadie me lo impedirá, ni aún tú, Huma.
—Sólo te pido que actuemos al unísono —repuso el conductor de la escuadra—. Hay que ir a por Dracos; él es la clave.
—Él y su oscura diosa.
—En efecto.
Planeaban en un estrato muy alto cuando Avondale, que había fijado la mirada en el sudoeste, voceó:
—¿No distinguís nada en el horizonte?
—Otro despliegue de tropas —contestó Relámpago—. ¡El enemigo no para de crecer!
—Ésos refuerzos son nuestros —discrepó el conde con una risotada.
Era el ejército de Ergoth del Norte. Sabedores de que los hados les deparaban un futuro de muerte y esclavitud si los caballeros sucumbían, los habitantes de aquel territorio habían aunado esfuerzos para ensayar una acometida desde la retaguardia. Era una suerte que hubieran pasado inadvertidos a los siervos de Takhisis.
—¿Tardarán mucho en acudir los otros grupos voladores? —indagó el aristócrata.
—No.
Fue Bennett quien se aventuró a alertarlo, descargando a Huma de la responsabilidad de garantizar algo que escapaba a su control.
Mientras hablaban, el grupo fue avanzando hacia el lugar donde debían interceptar a los primeros exploradores del bando rival. Mantuvieron las filas apretadas, sabedores de que individualmente nada habrían conseguido.
Parecía como si los dragones tenebrosos hubieran adivinado sus intenciones, pues aminoraron la velocidad. No fueron todos, sin embargo, los previsores: algunos desdeñaron la prudencia de sus compinches y, persuadidos de la ineptitud de los caballeros, los dejaron atrás para propiciar el encontronazo. Huma esbozó una irónica mueca al advertir que los entes reptilianos amenazaban con zarpas y dientes a los recién llegados, sin que les inquietaran las Dragonlances en lo más mínimo.
Casi todos los atacantes se derrumbaron en unos segundos, ensartados por las lanzas mágicas de los guerreros solámnicos, y otros dos se precipitaron al vacío antes de que el adalid de éstos indicase a su escuadrilla que dejara escapar a los que se habían salvado. Era una táctica para que propagasen el terror entre los que aguardaban.
Huma pasó revista a sus colegas. Kaz estaba enrojecido y eufórico, Relámpago se reprimía a duras penas de dar caza a los huidos y Avondale seguía el curso de su milicia. Buoron, más inexpresivo y muy quieto, sostenía con su brazo aún convaleciente el pesado pertrecho donado por Paladine.
Docenas de dragones con monturas surcaron las corrientes hacia ellos, en un colorido que iba del negro al rojo, azul y verde, tan atractivo como perniciosas sus connotaciones. También había algunos ejemplares blancos desprovistos de jinete que, según dedujo el soldado en jefe no eran sino de relleno, ya que actuaban más guiados por sus instintos animales que siguiendo los dictados de la inteligencia y, por añadidura, habían de hacerlo en un medio adverso. Aunque de menores dimensiones que los otros, su embate podía ser mortífero y representar una ventaja para la Reina.
Debajo, en terreno sólido, se había alterado el rumbo de los acontecimientos. Los ergothianos se habían conglomerado en un amplio frente ancho y largo, de tal suerte que el contingente ogro del sur debía retroceder a fin de batirse con ellos, mientras que el septentrional, ajeno al aprieto, empezaba a abrir su cerco, dejando a los de en medio esparcidos y desconcertados. La confusión se extendía.
«¡Ahora! —instó Huma a los suyos a través del pensamiento—. ¡Ahora es el momento de arremeter!».
Por desgracia, los caballeros encerrados en la fortaleza no veían a los nuevos aliados de Ergoth. Lo que, en cambio, sí podían percibir, merced a la dispersión de los ogros, era que se fraguaba algo beneficioso para la entidad. ¿Cuándo reaccionarían?
El insignificante grupúsculo de lanceros se enfrentó a las interminables turbas de adversarios aéreos, lo que cortó de raíz toda tendencia a la meditación en aras de la supervivencia.
Al principio, los dragones aparecían, y se esfumaban cada vez que el cabecilla solámnico parpadeaba. Resonaban en su derredor alaridos fieros o desgarrados, el ambiente se tornó tan negro como el Abismo y tan radiante como el sol al liberar los reptiles su variada magia y contribuir con sus poderes los humanos, unos clérigos y otros brujos.
Al esquivar la hembra argéntea la embestida de un asaltante, Huma cambió de perspectiva y hubo de asistir a la destrucción de uno de sus compañeros, víctima de al menos seis titanes. Montura y leviatán fueron aplastados y aniquilados bajo la terrible agresión, y el testigo nada pudo hacer sino controlar su ansia de ensalzar su valor con todo el volumen de su garganta. En el caos, no identificó al caído.
Le estaban esperando. Kaz y Relámpago continuaban en el mismo sector que el caballero, y éste oyó en un momento dado la inconfundible voz de Avondale en las inmediaciones, pero no pudo situar el paradero de los otros.
Un espeluznante Negro, con un miembro de la no menos siniestra Guardia Tenebrosa, se abalanzó en picado desde arriba. El joven luchador avisó a su ejemplar, pero el gigante se hallaba enzarzado en un altercado con un Rojo que adentraba la Dragonlance en su propio hombro en un ingobernable arranque de ferocidad, tal era su enajenación. El humano desenvainó la espada, inútil ante la mole azabache, y se preparó para el impacto.
De pronto se dibujó ante él una estela de plata, y un exponente de esta facción reptiliana interceptó al de escamas atezadas. Volaba un guerrero a la grupa de su generoso salvador, que reconoció como Buoron. El barbudo defensor de la Corona había sufrido ya un considerable castigo, que se evidenciaba en la sangre coagulada en la armadura.
Un dolor insoportable, como una serie de descargas eléctricas, se difundió en espasmos por la pierna izquierda de Huma. Y no se detuvo en la extremidad, sino que las ondas dolorosas subieron hasta el cerebro. Al borde del desmayo, con los ojos anegados en lágrimas, el herido espió a un ogro a horcajadas sobre un nuevo dragón. Poseedor de una energía superior a la de su presa, el monstruo había utilizado su hacha y había acertado, afortunadamente sin excesiva precisión.
El soldado eludió un segundo golpe, pero no podía concentrarse debido a la intensidad de sus convulsiones. Fue un alivio que, en aquel instante, el reptil argénteo se desembarazara de su contrincante. El espécimen carmesí, debilitado a causa de la savia que fluía a borbotones de sus tajos, inició el descenso, arrastrando a su desvalido acompañante.
—¡Huma!
Transcurrió un pequeño lapso antes de que el invocado se diera cuenta de que era su hembra quien lo llamaba. Había vuelto el semblante hacia él, y en sus pupilas danzaba la llama de un miedo terrible, un pavor que no era por su propia vida y que, en su apasionamiento, la emparentaba con alguien. ¿Con quién podía ser?
Interrumpió las pesquisas mentales del caballero una estentórea renovación del griterío circundante. Lo primero que se le ocurrió fue que había llegado el fin, que otras remesas de dragones venían a sumarse a los que ya hostigaban a su grupo.
Se equivocaba. Los esplendorosos ejemplares que surcaban la zona vestían libreas de oro, de plata y de las otras tonalidades metálicas que les definían como hijos de Paladine. Había más de un centenar, y portaban cada uno a un jinete pertrechado con un arma refulgente, de afinada puntería: una Dragonlance.
El desenfreno, la batahola que suscitó la irrupción de esta escuadra entre los congéneres de la negrura fue indescriptible. Si algo habían revelado a las criaturas reptilianas del bando opuesto era que sólo existía un puñado de lanzas. Los más próximos fenecieron sin mostrar ni siquiera las zarpas, tal era su descreimiento.
Huma se llevó una mano a las sienes y la bajó ensangrentada, preguntándose cuándo y cómo había sucedido. Por una asociación de ideas, volvió a mirarse la pierna y comprobó que la hemorragia acabaría con él si no se hacía raudo un torniquete. El Dragón emprendió la retirada de la reyerta.
Los leviatanes del alcázar se materializaban en abarrotadas hileras, y el adalid se maravilló de la incontable cantidad de Dragonlances que había forjado el herrero.
La hembra retrocedía con tanto ímpetu como si los persiguiera la Reina Oscura en persona, a la vez que dirigía al soldado ojeadas furtivas, impregnadas de un pánico análogo al de antes. El jinete frunció el entrecejo y se presionó el muslo a fin de restañar la sangre.
Sobrevolaron las murallas de la ciudadela, no sin dejar paso a otro pelotón de luchadores en pleno despegue y el titán depositó al humano allí donde estaban tratando a los otros lesionados de su avanzadilla.
—¡Desmontadlo de mi espalda!
La orden del animal fue tan imperativa, tan acerba, que nadie pudo tomarla a la ligera. En cuanto a Huma, lo perdió de vista a él y al mundo entero.
* * *
Cuando despertó, Gwyneth estaba inclinada sobre él, lavándole la herida y tocándola con unas manos exquisitas, que mitigaban el sufrimiento. El soldado casi sentía las virtudes sanadoras que dimanaban de sus yemas. La dama tenía la tez pálida, semioculta por la hermosa melena que, en su inclinada postura, se desparramaba en torno a sus hombros.
Una errabunda observación confirmó al caballero que estaba en una colina, lejos del conflicto pero no tanto como para no oír sus fragores. Avondale se hallaba también en el paraje, llagado su costado en un revoltijo sanguinolento. De Kaz no había huellas, quizás aún peleaba junto a los nueve miembros restantes de la compañía inicial. Bennett, ileso pero con el aspecto de quien ha sido vapuleado y atado por una cuerda a un caballo desbocado en las llanuras, escrutaba a Gwyneth entre la repulsa y la fascinación. Al notar que Huma lo cuestionaba, entornó los párpados.
—Buoron ha muerto —notificó al joven, sin deponer su casi ofensiva actitud frente a la curandera—. La ultima vez que lo vi, él y su Dragón se precipitaban a tu rescate. Ambos perecieron en la contienda contra el Negro.
Ésta nueva turbó no sólo al soldado, sino también a la fémina, que sepultó su rostro entre las manos, olvidado su cometido, y rompió en llanto. Huma, condolido, le acarició un brazo.
—No es por nuestro hermano por quien llora —remarcó el oficial, a quien le costaba encontrar las palabras.
—No es ésta la ocasión propicia, Bennett —lo silenció el maltrecho aristócrata.
—¡Huma!
Ésta optimista exclamación procedía de Relámpago, que, con el minotauro empuñando su hacha guerrera a modo de saludo, se había posado en la cima. Ambos combatientes eran un auténtico mapa de arañazos y cortes menores, que sin embargo no habían conseguido disminuir su energía. El interpelado los miró unos segundos, antes de centrar de nuevo su atención en Gwyneth. Ella se mostró huidiza, y el joven perseveró en enfocarla incluso mientras sondeaba al comandante.
—¿Qué insinuabas Bennett?, ¿por qué no hablas claro?
Los rasgos de halcón del oficial se contrajeron, aunque, en lugar de responder al soldado, se justificó ante el clerical dignatario de Ergoth.
—Todos los otros lo han presenciado, ¿a qué seguir fingiendo? Si ella carece de arrestos, que designe a alguien. Es una infamia no desvelar el secreto; conozco los sentimientos que nuestro amigo alberga respecto a esa joven.
—¡Ése asunto no nos incumbe! —se encolerizó Avondale.
—Ya es suficiente.
Era Gwyneth quien se interponía en la discusión, al mismo tiempo que se incorporaba con las pupilas prendidas de Huma. Sus brazos colgaban laxos a ambos lados de su torneado talle.
El noble, que se había esforzado en incorporarse, tuvo que acostarse casi sin aliento.
—Vosotros dos —dijo a Bennett y a Kaz—, ayudadme. Me estoy enfriando. Debo refugiarme en algún sitio menos abierto a la intemperie.
Aunque remisos, el caballero y el minotauro le prestaron su apoyo. Tras afianzarle bien, desaparecieron.
—Sí que sollozaba por Buoron —aseguró la fémina al quedarse a solas con el soldado solámnico—, por él y por todos cuantos se sacrifican en esta guerra contra la soberana del Abismo.
—También yo.
—Una parte de mis lágrimas, no obstante —agregó la sanadora—, estaban dedicadas a la memoria del Dragón que transportaba a tu amigo, el monumental ejemplar plateado.
«Hermano del mío», apostilló Huma sin expresarlo en palabras. ¿Por qué precisamente aquél?
Apesadumbrada, tensa, Gwyneth miró los vacíos contornos. Sólo la perplejidad del caballero tuvo el don de dulcificarla.
—Antes de hacerte mi demostración, Huma, quiero que sepas que te amo. Jamás haría nada para lastimarte.
—También yo te amo.
De repente, las sílabas brotaban y se enlazaban con enorme facilidad.
—Ésa emoción puede modificarse dentro de unos minutos —auguró la muchacha enigmáticamente.
El joven no tuvo la opción de hacer indagaciones, pues envolvió a la supuesta sacerdotisa una aureola luminosa muy similar a la de las Dragonlances. Frente a un varón en estado hipnótico, arrebolado y un instante después presa del horror, Gwyneth proyectó el mentón y formó con la nariz y la boca un hocico ahusado. El caballero, temeroso de que la hubieran sometido a un hechizo, hizo ademán de auxiliarla, pero su pierna aún flaqueaba y la herida de la cabeza no había sido tratada. Se derrumbó en el suelo.
Los brazos femeninos, largos y delgados por naturaleza, se estiraron aún más, desarrollándose bajo la carne una fuerte musculatura. Las manos se retorcieron para transformarse en garras poderosos. Tras ponerse en cuatro patas, la que fuera doncella comenzó a crecer hasta alcanzar ingentes proporciones y moldearse en la figura de un ser que nada tenía de humano, en la semblanza de un ente que, pese a resultarle familiar, arrancó de Huma estremecimientos y gestos negativos, de rechazo.
En las contorsiones de la dama se habían esbozado, a ambos lados de la espalda, sendas combaduras. Ahora, después de que se evaporaran sus ropajes —era gratuito el pudor en su presente forma—, los abultamientos se concretaron en dos protuberancias que, al estallar, dieron paso a unas alas correosas y dentadas como las de los murciélagos. Las desplegó, y se completó la metamorfosis.
La persona que había sido Gwyneth echó a andar hacia el postrado, erecta cual una torre… y también asustada.
Era un Dragón Plateado. El suyo.