El lado oculto
—¡Las Dragonlances! ¡Tenemos que alzar el vuelo ahora mismo!
Los otros se estaban congregando en el patio cuando irrumpieron Huma y sus compañeros. Bennett miró al soldado raso como el primer oficial al capitán del barco. Allí, él era el cabecilla.
También los dragones se habían reunido. Hubo ciertas complicaciones para seleccionar a los que prestarían sus grupas a los humanos porque, a diferencia de éstos, todos se ofrecieron sin pensarlo. Fue la hembra argéntea la que al fin eligió, un privilegio que le confería el hecho de haber organizado el transporte de las lanzas. No se cuestionaron sus decisiones, puesto que se basó exclusivamente en la experiencia y la capacidad de resistencia de los oferentes. Los había de plata, de bronce. —Relámpago fue el más sobresaliente— e incluso uno de áurea coraza.
Se habían confeccionado sillas suficientes, y en el momento de la movilización algunos caballeros ya habían comenzado los preparativos con su proverbial eficiencia. Incluso, siendo la previsión una regla de oro, a alguien se le ocurrió sujetar el arma de empleo terrestre a los arneses del Dragón Plateado de Huma.
En cuanto se ultimaron todos los detalles, el circunstancial adalid comprobó que todos aguardaban y se preguntó por qué no partían. Al cabo de unos segundos, sin embargo, cayó en la cuenta de que era a él a quien competía dar la orden de marcha. Hasta el conde Guy Avondale, un dignatario avezado en volar y con dotes de mando, abdicaba en su persona. Sin demorarse más, el joven se aseguró de que los arreos estaban bien atados, espoleó a su hembra y dio la señal.
«¡Qué espectáculo tan impresionante!», caviló al volver la mirada atrás. Los veinte colosos se habían colocado en una formación triangular, como una flecha cuya punta era su propia cabalgadura. Kaz y el broncíneo espécimen viajaban a su izquierda, un poco retirados, y Buoron lo hacía en el otro flanco. En cuanto a Avondale, ocupaba un puesto en la retaguardia y no pudo distinguirlo en el breve lapso que duró su inspección.
Interrumpió el hilo de sus pensamientos la hembra plateada, que se había girado para hablarle.
—Huma… —El interpelado oteó el horizonte, convencido de que vislumbraría a los hijos de las Tinieblas surgiendo en tropel de éstas. No fue así—. Sólo quería decirte, Huma —lo intentó de nuevo el titán—, que… Nada importante. Que puedes contar conmigo.
—Te lo agradeceré por toda la eternidad —contestó el caballero, aunque hubo de vociferar debido a que el viento rugía en sus oídos e ignoraba si los ecos de sus palabras llegarían hasta su destinatario. Éste último había enderezado ya el cuello.
Fue una pugna penetrar la cortina de penumbras que habían urdido los secuaces de Galán Dracos. La galerna soplaba con una furia endiablada, así que los jinetes hubieron de abrocharse las correas de las sillas y, para mejor salvaguardarlas, cerrar los ganchos de sujeción de las lanzas. Huma, que encabezaba la comitiva, fue el primero en entrar, y al instante se borró de su vista todo vestigio de Krynn, de cielo o de tierra. Sólo existían el soldado solámnico, su acompañante reptiliano y el arma. No, tuvo que rectificar estas impresiones al detectar tras él los resplandores de las otras Dragonlances. En un principio temió que actuaran como faros susceptibles de orientar a los ejércitos de Takhisis, pero pronto advirtió que los singulares pertrechos engullían la negrura y conjuraban su hechizo. Aunque les avistaran, la oscuridad había cesado de ser una amenaza.
—¡Terminó la travesía! —exclamó el Dragón Plateado.
El mundo volvió a emerger, diáfano, ante ellos. Al recorrer la negra neblina a pie, en aquel aciago día, al soldado solámnico se le había antojado un trecho largísimo, un universo eterno en el que espectros de otros planos pululaban y se deslizaban hacia sus invidentes presas. Ahora no fue nada.
Los leviatanes del bando enemigo estaban al acecho. Atacaron al caballero y su montura en cuanto salieron a la luz, diciéndose seguramente que un jinete solitario era un objetivo fácil. Dos ejemplares rojos se destacaron para dar un escarmiento al intruso, si bien empezaron a hacer acto de presencia los seguidores de Huma y se invirtieron los papeles: la pieza a cobrar se convirtió en el letal cazador. La pareja de escamas carmesí que había pecado de un exceso de confianza fue abatida en cuestión de segundos, sin tener la oportunidad de separarse y ensayar otra táctica. Sus compinches azules, negros y otros encarnados asimilaron la advertencia y fueron más precavidos, más titubeantes. El joven adalid incluso concluyó que los agredían por miedo a su Señora, un pavor muy superior al que les inspiraban las Dragonlances.
Uno de los veinte guerreros, Hallerin, de reciente investidura pero esforzado y hábil paladín de la Corona, se precipitó envuelto en las llamas supurantes de ácido que e había arrojado uno de los hijos del Mal. Mientras, los otros diecinueve habían aniquilado a cuatro reptiles. Tan desigual balance hizo que los restantes se dieran a la fuga, aun a riesgo de enfrentarse a la ira de su diosa.
Algunos caballeros se mostraron partidarios de perseguirles, pero Huma dio a conocer su oposición manteniendo el rumbo. Su finalidad era llegar hasta la fuente misma de la negrura.
Sufrieron repetidas emboscadas por parte de criaturas aéreas. Se contaban entre ellas dragones de todas las tonalidades y algunas aves de gran tamaño, provistas de fauces leoninas y tres pares de garras, que parecían aberraciones mitológicas. Uno de los hombres sucumbió a horrores que sólo podían ser fruto de la mente calenturienta de Dracos. Su pérdida entristeció en gran medida al conductor de la escuadra ya que se trataba de Marik Ogrebane, un veterano defensor de la Rosa con la piel sembrada de cicatrices que, pese a estar tullido, fue el primero en ofrecerse voluntario. No quedaban sino dieciocho. Mientras volaban, Huma memorizó los lugares y circunstancias de cada muerte a fin de, si él se salvaba, ocuparse de que el valor de aquellos soldados pasase a la posteridad en forma de cántico o elegía.
Estaban cerca del origen del encantamiento; el jefe de la expedición lo presentía.
—Columbro algo, Huma —ratificó sus sensaciones la hembra de plata.
—¿Dónde?
—Abajo, a la derecha.
Centró su atención en el punto que el Dragón le indicaba, y no vio más que una colina desierta salpicada de árboles nudosos, en decadencia, que se distribuían en una especie de diseño. No era aquello lo que había imaginado, y así se lo dijo a su cabalgadura.
—No debes mirar con los ojos, Huma, sino con la sapiencia que te infunde Paladine. ¿Se habían expuesto antes a tu escrutinio unos vegetales que crecieran en forma de pentaedro?
El caballero se fijó mejor, comprobando cuan precisa era la figura geométrica. De repente, los troncos comenzaron a agitarse bajo su observación, en un balanceo que los hacía casi irreales. No se disolvieron como había anticipado, sino que se retorcieron hasta concretarse en unos seres de estructura humana ataviados con sayos marronáceos, y, en su aspecto general, muy similares al mago que asaltara al joven en el bosque en un episodio remoto, apenas recordado tras las múltiples peripecias posteriores.
Discernió al fin con total claridad a once sujetos, diez acuclillados en el polvo, cabizbajos, marcando los vértices y lados del pentaedro, y el undécimo erguido en el centro. Tenía este último los brazos alzados hacia el cielo, mientras que los otros habían extendido los suyos hacia él.
—¿Arremetemos en este momento, que están desprevenidos? —propuso Kaz desde su flanco, coreado entusiásticamente por Relámpago.
—Querría apresarlos vivos, a ser posible —repuso Huma.
El compañero del minotauro se lanzó en picado… y apenas se salvó de perecer carbonizado al elevarse un proyectil ígneo entre las corrientes, como si la tierra hubiera engendrado un rayo. La intrépida pareja realizó una segunda intentona, ahora trazando círculos, de tal manera que cuando sobrevino el ataque el titán lo eludió sin problemas. Una tercera sierra luminosa, remedo perfecto de un relámpago y de curso descendente, hendió los vientos y fulminó la cima montañosa. Al disiparse el humo, se reveló a la vista de los contendientes un pequeño cráter allí donde antes estaban los hechiceros.
La hembra argéntea prorrumpió en carcajadas, a la vez que comentaba al asombrado soldado solámnico:
—No puede negarse que nuestro amigo hace honor a su nombre. Todos los especímenes broncíneos pueden recurrir a esa argucia, pero son muy pocos los que poseen una puntería afinada y ninguno resistiría la comparación con él.
Desmanteladas sus defensas, los renegados se entregaron a una actividad febril. Se incorporaron todos a uno y se giraron hacia los adversarios, exhibiendo unos rostros que, pese a la distancia, el adalid de la escuadra calificó de «notoriamente análogos». Podrían haber sido hermanos. ¿O quizá no? Una mirada más detallada hizo comprender al caballero que no eran sus facciones las que los emparentaban sino el hecho de que actuaban como autómatas, como sometidos a un hechizo, o bien con tanta concentración que las secuelas de ésta se habían impreso en sus semblantes y movimientos. Configuraban, en cierto sentido, un único ente que ahora amenazaba, estirados todos sus dedos, al luchador y su animal.
—¡Desconciértalos! —ordenó Huma al Dragón.
El gigante alado hizo lo que le ordenaban. Los renegados se esforzaron en seguir su trayectoria, pero el avisado ejemplar reptiliano tejió una compleja urdimbre de curvas, rizos y piruetas que imposibilitó su tarea. Entretanto, aprovechando la distracción de los encantadores, los otros jinetes estrecharon el cerco.
¿Cuánto tiempo serían capaces los magos de repeler su acoso y mantener el velo de tinieblas? Era éste un enigma que intrigaba al cabecilla.
—¡Huma, mira en lontananza!
En la ladera opuesta marchaba, con ímpetu arrollador, el ejército ogro. El paisaje bullía bajo el tumultuoso avance de los monstruos de esta raza, sus aliados humanos, los goblins y unos cuantos monstruos que desafiaban cualquier catalogación y eran, sin duda, producto de los experimentos de los personajes arcanos. En sus masas amorfas había demasiados brazos, un sinfín de piernas, diversas cabezas y hasta más de un tronco.
El aire se agrietó de manera súbita, y el caballero tuvo una fugaz visión de un paraje que conocía a través de sus pesadillas y de lo aprendido en las plegarias. Tan sólo se le insinuó; pero su negrura era tan escalofriante, anhelaba tanto devorarle, que lo identificó como el Abismo.
Lo trastornó pensar que los magos tenían la bastante energía para abrir una brecha en el plano mortal, concebida con exclusiva pretensión de engullirle. Se convulsionó en espasmos incontrolables, y hasta notó los temblores de la hembra plateada. La hendidura se ensanchó, dejándolos sin escondrijo ni maniobrabilidad, se aproximó… y se vino abajo el poder que la alimentaba, al caer los renegados bajo el asedio de los heraldos de la Luz. Habían rebasado los límites de sus facultades esotéricas, los acontecimientos se multiplicaban a un ritmo de vértigo y escapaban a su dominio. Al hostigarles los dragones, en fila de a uno, algunos hechiceros les presentaron batalla: murieron de inmediato, así que el resto se dispersó tras romperse el vínculo que los unía.
A su espalda se evaporó la ficticia noche. Engendros sin nombre aullaron aterrorizados al flagelarles la luminosidad, pues se habían criado en la bruma, quizás en el seno del Abismo. El día era para ellos sinónimo de desintegración, sus contornos eran consustanciales a la oscuridad y se derretían sin ella como un envilecido rocío que, al amanecer, desapareciera en un vaho invisible.
Ésta derrota, sin embargo, no desanimaría al grueso de las tropas que caminaban hacia la colina donde se habían dispersado los encantadores. Los oficiales de la Reina, carentes del ingenio y la osadía de Dracos, lo darían todo en la primera confrontación.
El reptil argénteo murmuró, torcido el cuello para ser oído:
—Están asustados, Huma, no tanto de nosotros como de su jefe arcano y la soberana.
—¿Qué podemos hacer?
—Fenecer.
Tras el soldado atronaban la atmósfera los gritos de sus hermanos; delante había suspendida una figura, con los brazos cruzados sobre el pecho y sonriendo en actitud maliciosa bajo un capuz pardo. Era un humano alto, acaso más que él, y su fibrosa delgadez correspondía más a un caballero que al mago que evidentemente era. Aparte de su mueca reptiliana, que resultaba muy ostensible, la faz del flotante hechicero era poco más que una sombra difusa.
—Galán Dracos.
Huma masculló el apelativo para sus adentros, en un susurro inaudible, aunque su oponente enderezó el cuello en un ademán que equivalía a un «sí».
—Y tú eres Huma. Pareces distinto examinado a través de los ojos de un hombre. Ése es el peor inconveniente de los lobos espectrales, que ve uno las imágenes distorsionadas.
El luchador apenas pudo reprimirse de mandar a su hembra que cargara contra aquel ser, encarnación de todo lo perverso.
—Estás tentando a la suerte, buen caballero —avisó Dracos a su interlocutor, ahora con una ancha sonrisa—. Admito que esas lanzas te confieren cierta ventaja sobre los dragones, pero dispones… perdón, disponías de una veintena, y son muchos más los rivales que debes abatir. Puedes constatarlo tú mismo —lo invitó, y estiró el pulgar por encima de su hombro.
El joven aguzó la vista para determinar la naturaleza de la inmensa mancha que se desplazaba en la lejanía. Al principio, atribuyó su presencia a otro encantamiento; pero pronto verificó que no era un cuerpo compacto, sino una apabullante cantidad de criaturas voladoras.
Eran dragones, los hijos predilectos de Takhisis, agrupados para la matanza. Afluían por centenares.
—Con ayuda de mi omnipotente soberana —continuó Galán Dracos, en el mismo tono burlón— los he convocado desde todos los confines de Krynn. Han venido en nutridas escuadras, tanto rojos y negros como blancos, verdes y otros menos afines a nuestros métodos. Han surcado los espacios durante varias jornadas, y su arribo es inminente.
Veinte lanzas, ahora dieciocho. Un número irrisorio frente a cientos, acaso millares, de colosos. Si pudieran procurarse más, se alteraría el desenlace, adverso a todas luces al bloque solámnico.
—Si te rindes, la Reina te asignará un puesto digno de ti. Le causó una muy grata impresión tu capacidad para sobrevivir; pon tu talento a su servicio y sabrá agradecerlo. Ya la has contemplado en su faceta de guerrera, una de las más simples caracterizaciones de una diosa que, te lo garantizo, posee una versatilidad muy femenina, sin fronteras.
Debajo del soldado, el Dragón Plateado exhaló un bramido de furia insólito en él y se abalanzó sobre el renegado por su propia iniciativa, arrastrando a su montura. El mago no se inmutó; se limitó a carcajearse mientras el leviatán daba dentelladas en el vacío y clavaba sus zarpas en la nada.
—Es una ilusión óptica —gruñó Huma al entrechocarse las mandíbulas de su acompañante.
Una risotada quedó vagando en el ambiente. El grupo que capitaneaba el caballero permanecía a la expectativa, ansioso de sus intrucciones, pero él se encerró en su abstraído mutismo, prendidas sus pupilas del lugar donde pululara segundos antes el fantasmal emisario de Dracos.
Uno de los soldados elegidos para la misión, no pudiendo soportar más la espera, proclamó:
—¡Hemos sido vencidos!
—No hasta que haya sucumbido el último de nosotros, Derrick —lo amonestó Bennett. El comandante cuchicheó unas palabras a su ejemplar dorado, quien al instante lo trasladó lo bastante cerca de Huma para que pudiera hablarle en privado—. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó al cabecilla en un hilo de voz.
«¿Bennet pendiente de mis resoluciones?», caviló el requerido. De no hallarse al borde de la tragedia, habría reído de buen grado.
—Retrocedamos e informemos a las autoridades del alcázar. Con tan pocas lanzas, la única alternativa es establecer una guardia perenne alrededor de Vingaard y dificultar al máximo la toma del cuartel general.
—¿Así que abandonas?
—De ningún modo. Afirmo, simplemente, que la defensa de la ciudadela constituye la opción más sensata. ¡Volvamos a casa! —apremió el adalid a toda su escuadra.
Intentó disfrazar su desengaño al emprender la forzosa retirada frente a las hordas malignas. La situación parecía desesperada.
Algo brillante deslumbró al caballero, haciéndole pestañear. Creyó que era el reflejo del sol en su bruñida armadura, pero cayó enseguida en la cuenta de que el astro rey no los alumbraba desde hacía meses y, por lo tanto, la luminosidad se originaba en algún objeto.
Enfocaron sus ojos los oscilantes resplandores, unas intermitencias que bien podían tomarse por una llamada a su atención. ¿Hacia dónde pretendían atraerlo? No era una luz corriente, sino un halo verdoso, semejante al que irradiaba la Espada de las Lágrimas.
Los destellos se sumergieron en dirección de la tierra, y Huma titubeó. Indeciso sobre lo que debía hacer, consultó al reptil.
—¿Qué puede ser?
—Un mensajero muy original, aunque sospecho que quien lo creó viste de negro. Ignóralo y volvamos, antes de que empeoren las cosas. No me gusta este paraje.
El soldado reflexionó que la hembra se comportaba de un modo extraño. Había estado callada, casi huraña, desde su frustrada tentativa de eliminar a Galán Dracos, aunque lo que la había trastocado no era el hecho de fallar sino las insinuantes alusiones que hiciera el renegado al embrujo de su monarca. ¿Por qué le habían afectado tanto? ¿De verdad le preocupaba que él se dejara influir por unas promesas falaces?
Respiró hondo, meneó la cabeza y ordenó:
—Desciende en pos de la luz.
—Huma…
—Hazlo.
Nunca le había hablado en un tono tan categórico, pero en aquel preciso momento no confiaba en las reacciones espontáneas del reptil. Debía imponer su voluntad a toda costa.
—¡Huma! —le invocó Kaz desde su posición adelantada.
* * *
El joven adalid hizo un ademán negativo y señaló la ruta del alcázar, sin que ninguna expresión animase sus facciones. El minotauro conferenció entonces con Relámpago, antes de volverse hacia los otros y urgir a Buoron a partir. El corpulento habitante de las regiones orientales esperaría mientras el caballero investigaba lo que tanto lo fascinaba. Le era indiferente la regañina posterior.
Ajeno a este acto de rebeldía, y con gran reticencia, el Dragón Plateado puso rumbo hacia la aureola verdosa. Tras bajar hasta la falda de un risco, el volátil guía se extinguió en medio de un abrupto estallido y el animal aterrizó, sosteniendo a un excitadísimo jinete.
—Vengo en son de paz, Caballero de Solamnia.
La voz era desentonada, rasposa casi de una manera física. Su dueño presentaba el aspecto de un humano bajo y enteco, con una cabeza desproporcionada y todas las características, en su anguloso y proyectado semblante, de una comadreja. Tenía el cráneo tan despoblado como un desierto. Cubría su cuerpo una túnica de color azabache.
—¡Es una trampa, tal como advertí!
El espléndido animal plateado se envaró, presto a proteger a Huma con toda la gama de sus artes, y el nigromante se encogió pese a que no había miedo en sus ojos. El soldado, por su parte, emitió desgañitados aullidos hasta que el animal se hubo amansado. Nunca antes lo halló ingobernable, esta nueva tendencia le descomponía.
—Escúchame —graznó el mago.
—¿Qué es lo que tienes que decir? —imprecó Huma, examinando en actitud hosca, al Túnica Negra—. Ya he sostenido una instructiva charla con tu amo.
—Acabas de meter el dedo en la llaga, y disculpa el lenguaje coloquial —repuso el otro—. Yo no soy esclavo de nadie, y menos aún de esa carroña que se ha empeñado en subyugarnos.
—A fin de cuentas, aunque tú no seas un renegado, idolatras a la misma divinidad.
—Dejémonos de discusiones teológicas, Caballero de Solamnia, pues de un momento a otro ese canalla se apercibirá de mi ausencia. Necesitamos tu aquiescencia.
—¿La mía? —recalcó el luchador.
¿Cómo era posible que un hechicero del Mal recurriese a él?
—Tenemos noticia de tus virtudes a través de alguien que se ha embutido en muchos ropajes a lo largo de su vida y que hace poco ha vuelto a mudarse, en espíritu si no en cuerpo.
—¡Magius! —El caballero dio un respingo frente a tan inconfundible descripción—. ¿Dónde está?
—Tampoco para eso hay tiempo. Por favor, atiende sin interrumpirme. Sabemos que, si la Reina de los Dragones obtiene la victoria, a nosotros no ha de favorecernos más que a ti mismo. Dracos se ha erigido en su voz mortal y su universo será una grotesca derivación del Abismo, única fuente inspiradora de tan abyecto hechicero. Has visto las abominaciones de ese ser repugnante, ¿acaso te agradaría que fueran perennes? Es preferible morir en la lucha a estar siempre a su merced. Ambos pertenecemos a órdenes ancestrales, que correrán una suerte idéntica si prevalece la soberana.
Un ofrecimiento de alianza proveniente de un Túnica Negra era más de lo que Huma podía digerir.
—¿Cómo voy a creer en ti, una de las criaturas de esa divinidad que ahora repudias?
—Es Nuitari, Oscuro Señor de la Magia, el primordial objeto de mis lealtades —puntualizó el nigromante—. Erramos al inferir que le servíamos a él cuando decidimos consagrar nuestra erudición y nuestras dotes a aquella que algunos llaman madre, pero que es tan sólo quien fraguó su existencia. Nuitari vela por el mundo, tal es el motivo de que él, Lunitari y —el hechicero vaciló al pronunciar el tercer hombre—. Solinari, paladín de la luz, abandonaran la batalla para adueñarse de Krynn e instauraran las órdenes de la hechicería como una entidad independiente, destinada a laborar en favor del perfeccionamiento de la magia entre todos los habitantes de continente. Si Takhisis sale triunfante, Krynn pasará a ser poco más que un islote en un océano de estrellas. Los sueños de nuestro ídolo se esfumarán. No lo consentiremos.
—¿Y qué esperáis de mí?
—Mucho, pero no tanto como lo que vamos a dar.
—¿Dar? —El leviatán, mudo al principio del diálogo, no pudo contenerse e intervino, con los ojos relampagueantes y una risotada sarcástica—. Un nigromante no puede obsequiar a la humanidad sino con calamidades y aflicciones sin fin.
—Una falsedad desde todo punto injusta. No obstante, en el caso que nos concierne derramaremos esas calamidades, e incluso la muerte, sobre Dracos y su heterogéneo hatajo de rufianes. Lo único que precisamos es la colaboración de algún valiente, que nos abra el camino.
—¿De qué forma? No te entiendo.
—Empezaré por regalarte esto —siseó el hechicero. Extendió su huesuda mano, y el caballero descubrió en la palma una diminuta esfera verde—. A menos que te acerques lo suficiente nunca darás con el castillo de Galán Dracos, que se alza en la linde entre nuestro plano vital y el Abismo. Éste talismán te permitirá localizarlo.
—Y, claro, tu antigua diosa —se mofó la hembra— se mantendrá educadamente al margen mientras nos infiltramos en los dominios de su vasallo preferido.
El encantador ladeó el mentón hacia las Dragonlances, y explicó:
—Parece ser que esas armas han despertado sus aprensiones. Se ha encerrado entre las cuatro paredes de la mansión, próxima a la senda del Abismo, porque recela de su poder.
—¡Cuántos disparates! Huma, no dejaré… —El gigantesco animal se giró hacia el interpelado a media frase, y se calló antes de completarla—. Huma —rectificó—, no serás tan cándido como para caer en esa celada, ¿verdad?
—¿Qué haréis vosotros para reforzar nuestra incursión, suponiendo que aceptemos? —interrogó el soldado al Túnica Negra. Ni siquiera se dignó mirar a su acompañante.
—En el interior del castillo, la Guardia Tenebrosa y los renegados que se han unido a esa vil sabandija constituirán tu mayor peligro. Nos ocuparemos de ellos, y también trataremos de alejar a los dragones.
—¡Es una locura!
Una sombra se cernió sobre sus cabezas. Era Kaz, quien, a horcajadas en su broncíneo amigo, venía a alertarlos.
—¡Daos prisa! Los reptiles exploradores ganan terreno a gran velocidad.
El mago, consciente de que el plazo expiraba, tomó una medida drástica.
—Yo, Gonan, juro por Nuitari que puedes confiar en mí.
El Túnica Negra había prestado juramento en nombre de su hacedor; para los seguidores de esta deidad, el castigo por incumplir su palabra era a menudo fatal. Huma se agachó y asió el globo de irisaciones verdosas.
—Estamos contigo.
Tal fue la despedida del encantador, que se disolvió en la nada. El caballero espoleó con suavidad a su montura y ésta despegó las alas para emprender el vuelo, sin molestarse en disimular su alivio.
Kaz, que no recibió ninguna reprimenda por su desacato, se aproximó al soldado solámnico y reparó en su puño cerrado.
—¿Qué llevas en la mano?
El aguerrido humano observó la oleada de destrucción y pensó en lo sencillo que se le antojaba ahora el hechizo de la negrura. Posó los ojos en el pequeño orbe y contestó a su fornido amigo:
—Una esperanza entre un millar.