25

Una tregua muy activa

—Me dijeron que eras tú, pero no quise creerlo, después de oír los relatos que circulan en torno a tu persona.

—¿Qué relatos?

Huma y sus amigos desmontaron de los dragones. Ya en tierra, los habría agobiado un enjambre de caballeros y civiles de no ser por los agudos reflejos de Grendal, responsable de las defensas de la ciudadela. Con prontitud y eficacia, el oficial ordenó que algunos de los expertos veteranos que configuraban su facción se apostaran en un círculo alrededor de los viajeros. Así se hizo, un minuto después del aterrizaje.

Oswal, el Gran Maestre, abordó a su subordinado y protegido en cuanto se hubo desempolvado el atuendo.

—Como sin duda habrás adivinado, se han extendido versiones más o menos fidedignas de tu combate contra el demonio que sembró peste y disensiones a lo largo del territorio.

—¿Te refieres a Rennard?

—Así es. Resultan asombrosas las lagunas que se crean en las memorias del vulgo. Cuando el capitán se delató como lo que era y lo abatiste en el acto, los testigos de la lid se dieron mucha prisa en olvidar hasta qué extremo habían sido receptivos a sus insidiosas murmuraciones. Lo acusaron de clérigo o diablo malévolo, no lo recuerdo exactamente. Y luego, para colmar el cultivo de la leyenda, tú te disuelves en el aire a la manera de un dios, del mismísimo Paladine. Era inevitable que te encumbraran.

—La parte de mi desaparición es auténtica —admitió el joven, sonrojándose—; pero te aseguro, señor, que no fue obra mía.

—Me lo figuro, jovencito. —La mirada del ahora general se desvió hacia las descomunales lanzas, y su cuerpo fue presa de unos pasajeros temblores—. ¿Son estas armas lo que con tanto ahínco buscabas, la solución de nuestros problemas?

—Sí, mi señor, aquí tienes las Dragonlances. Me habría gustado llegar más temprano, pero nos vimos inmersos en el alboroto.

—No me cuentes ese episodio, ya ha armado bastante revuelo. Hace apenas una hora se han presentado a mí hombres y dragones y me han explicado, en una algarabía imparable, cómo surgisteis los ocho de la nada y derramasteis miedo y muerte entre los lacayos de la Reina de la Oscuridad. Quizá, después de todo, contengan una dosis de verdad esas afirmaciones de que eres Paladine venido a Krynn en una de sus encarnaciones mortales.

—¡General Oswal!

—Tranquilízate, no han logrado imbuirme de tales fantasías. Todavía no —bromeó el mandatario. A pesar de su evidente anhelo de inspeccionar los pertrechos, la cortesía le exigía dedicar antes unas palabras a los acompañantes de Huma—. Somos viejos conocidos, minotauro, y me alegro de haber puesto mi fe en ti. Personificas todas las buenas cualidades que he oído atribuir a tu raza. Agradezco infinitamente tu respaldo.

—Hice lo que debía —contestó Kaz, quien se había mostrado extrañamente comedido desde su llegada—. Presté un juramento a Huma.

—¿Es eso todo, el mero cumplimiento de un compromiso? —cuestionó el anciano y, sin aguardar la réplica, se volvió hacia los otros. Empezó por el conde Avondale, con un tono neutro en el que danzaba una nota de cinismo—. Te doy la bienvenida, adalid ergothiano, como a un colega. Supongo que no has traído a tu «elegante» ejército.

—En la única ocasión en que se cruzaron nuestros caminos, Gran Maestre, una voz interior me dijo que algún día ostentarías ese rango. Esperaba que tu mordaz talante se hubiera dulcificado para el reencuentro.

El mandamás soportó la reprimenda con una genuina sonrisa.

—Perdona si a veces no dispenso la deferencia debida a un sacerdote de Paladine.

Huma, Kaz y Buoron se consultaron boquiabiertos. Respetaban al aristócrata, mas nunca lo habrían tomado por un eclesiástico.

«Claro que, bien pensado —recapacitó el cabecilla de la expedición—, ¿dónde está escrito el aspecto que ha de tener un clérigo? Lo esencial es que su comportamiento no contradiga sus creencias ni las enseñanzas de las deidades».

—Has desvelado mi secreto, pero no importa —declaró Avondale—. Quizá ahora Huma comprenda el porqué de mi empeño en que viajara conmigo a Caergoth. Al detectar el estigma de Morgius en un soldado tan leal, me preocupó la idea de que estuviera predestinado a perpetrar alguna iniquidad sin ni siquiera sospecharlo.

Concluida su exposición, el noble se giró hacia el joven y lo miró en actitud cordial. Mientras, Oswal se volteó hacia Buoron y lo observó unos instantes en silencio, al parecer divertido. Con su poblada barba, el caballero sureño destacaba de sus hermanos de Orden.

—¿Quién eres tú?

—B… Buoron, s… señor —tartamudeó su nombre el aludido, muy azorado por hallarse en presencia de tan alta dignidad.

—De una de nuestras remotas plazas fuertes en Ergoth, ¿me equivoco?

—Sí, señor…; n… no, señor, no es equivocáis. De allí procedo, señor —logró mascullar el joven, deshaciendo el enredo que en su nerviosismo había provocado.

—Eres un buen soldado.

El general dio al vacilante barbudo una palmada en el hombro y se alejó, con gran alivio de aquél.

—Huma, tened la bondad tú y tus amigos de reuniros conmigo en mi gabinete —solicitó el vetusto dignatario, investido ahora de absoluta seriedad—. Debes referirme todos los pormenores.

—Por supuesto, señor. Pero ¿y las Dragonlances?

—Serán trasladadas con sumo cuidado a un lugar seguro, donde permanecerán hasta que resolvamos qué empleo vamos a darles. Seguidme y haré que os sirvan algo de beber; creo que os reconfortará. Tras la jornada de hoy, tan próxima a la catástrofe, a todos nos conviene un brebaje estimulante.

* * *

Acompañaron el informe de Huma, a intervalos irregulares, los truenos y relámpagos que hacían estragos en las montañas occidentales. Kaz sugirió que era Takhisis desatando su ira sobre quienes la habían defraudado, o acaso Galán Dracos en pleno ataque de furia contra la patrulla que fracasó en la intentona de apoderarse de las Dragonlances.

El general Oswal tamborileó con sus dedos sobre la mesa mientras absorbía la narración del soldado.

—¡Por Paladine, nunca habría dado crédito a tus aventuras de no ser tú mismo el protagonista y ver, además, los resultados! Has despertado en mí, a pesar de mi edad, un sentimiento de orgullo. Durac también habría elogiado fervientemente tu hazaña.

—Gracias, señor.

La mención de su padre, de lo mucho que habría valorado el desenlace de su empresa, significaba más para el joven que cualquier otro parabién u honor.

—Así que las lanzas han sido templadas en alcamor por un herrero con el brazo de plata, poseedor de una herramienta de confección divina.

—Yo no he entrado en precisos detalles sobre ese particular —protestó, perplejo, el soldado.

—Soy un estudioso de nuestro acervo popular, muchacho —le esclareció el Gran Maestre—, de las más antiguas tradiciones, lo que me ha ayudado a confiar plenamente en ti. Si el forjador es tal como lo has descrito, el martillo que utiliza debió de ser concebido por Reorx. Me llena de júbilo comprobar la veracidad de nuestros anales, y que hayas vivido para entregarnos las armas.

El entretejido de un plan se había ido formando en la mente de Huma, quien al fin se atrevió a plantearlo. Se incorporó y habló en estos términos:

—Señor, hay algo que debo suplicarte. Me siento halagado por tus alabanzas, y soy consciente de que todavía no he puesto en tu conocimiento todo lo ocurrido, pero un asunto de la mayor urgencia me obliga a interrumpirme y pedirte un favor. Ahora que tenemos las Dragonlances, veintiuna en total, autorízame a tomar una y volar a los dominios de Galán Dracos y su tenebrosa soberana. ¡Tengo que libertar a Magius!

—Caballero Huma —invocó Oswal al luchador con un acento anodino que lo asemejaba alarmantemente a Rennard—, siéntate y escucha. —Calló, y no salió de su mutismo hasta que el otro hubo obedecido—. Ningún hombre ni mujer, sea amigo, amante o pariente carnal, merece que se sacrifiquen cientos de vidas a cambio de salvar la suya, y ni yo mismo me excluiría en el caso de ser el afectado. Es posible que discrepes, una prerrogativa que te concedo tan sólo en el terreno privado. Batallamos para preservar la existencia de Solamnia, de Krynn y del continente de Ansalon en su integridad, lo que me impide acceder a tu ruego.

—Magius fue apresado cuando defendía las Dragonlances —puntualizó el soldado, enojado frente a la negativa.

—No soy insensible a este hecho, ni tampoco a los peligros que correrías y que por lo visto no te has parado a evaluar. Sea como fuere, mi resolución es irrevocable. ¿Me he expresado con claridad?

Remiso a iniciar una discusión, Huma enmudeció.

—Has comentado antes que disponemos de veintiuna lanzas, una de ellas para un soldado de infantería —recapituló el Gran Maestre, cambiando raudo de tema.

—Sí.

—Lo que deja veinte para uso en el cielo, una cantidad irrisoria. En la última reyerta te amparó el factor sorpresa, ya que los dragones no te esperaban y tu repentina irrupción les sumió en el caos.

—Huyeron con el rabo entre las piernas —se chanceó Kaz en un lenguaje poco ortodoxo.

—Ésta vez sí. Pero cuando regresen, y ni por un momento dudéis de que lo harán, actuarán con mucha más astucia y aplomo. Una veintena de armas, aun de facultades especiales, no nos harán prevalecer.

—¿Insinúas que la guerra está perdida? —imprecó al adalid el conde Avondale—. Me decepciona ese fatalismo en quien rige los destinos de las Órdenes solámnicas.

El Gran Maestre fingió no haber reparado en la expresión desdeñosa que adoptó el noble ergothiano, y continuó auscultando a Huma.

—Aquél que interprete mis asertos como una aceptación de la derrota es porque no tiene la suficiente paciencia para atender hasta el final. Lo que hemos de hacer es descargar a nuestro herrero de sus otros quehaceres y encargarle que realice, en la medida de lo posible, lanzas de la misma calidad y apariencia que las originales.

El aristócrataclérigo convirtió los ojos en rendijas, y esbozó una pícara sonrisa. Kaz y Buoron intercambiaron miradas atónitas, y el otro soldado titubeó antes de entrever qué se proponía su superior.

—¡Una artimaña! ¡Vamos a embaucarlos con una monumental farsa!

Iluminó el semblante del general Oswal una mueca de severa inteligencia, que se correspondía con el brillo de sus ojos.

—Exacto, una farsa. Tenemos ya todos los elementos para manufacturar armas normales; no ha de ser difícil obtener fieles trasuntos de las Dragonlances.

—¿Cuánto tiempo tardaréis? —indagó el aristócrata—. Como tú mismo has señalado, el enemigo puede volver en cualquier momento.

—El trabajo del metal es entre nosotros un arte más que un oficio, embajador de Ergoth. En ello radica la clave del éxito. «Dejemos el armamento de limitación para los ejércitos de pacotilla», reza aproximadamente una de las cláusulas de la Medida, que me permito la licencia de contravenir. Concédeme un par de días y tendré un centenar de falsas armas, de copias, insisto, de las legítimas Dragonlances. A estas alturas debe de ser del dominio público el motivo de la desbandada. Cuando nos enfrentemos de nuevo al adversario, cuando nos acosen los dragones de Takhisis, confiados tras la afluencia de refuerzos, nosotros les opondremos una carga masiva de la caballería. Espero no andar errado al afirmar que cien lanzas que ellos juzgarán reales, no réplicas, harán cundir el pánico. Una vez contenido el avance aéreo, nuestras fuerzas marcharán hacia el frente de los ogros.

—Eso es mucho más que una baladronada —aseveró el conde—. Pretendes vencer, con o sin Dragonlances. Un proyecto interesante. ¿Crees de veras en él?

—Como clérigo de Paladine no deberías preguntarlo. Además, apoyo mi convencimiento no tanto en la estrategia bélica como en mis hombres. Somos, después de todo, Caballeros de Solamnia.

—Huma.

* * *

El caballero paseaba en solitario, necesitado de aislarse para poner un poco de orden en su desbordado cerebro. Magius, las Dragonlances, Galán Dracos, Gwyneth… ¡Eran demasiados los acontecimientos que debía asumir!

—¿Huma?

Ahora sí se centró en la llamada. Una familiar figura femenina se siluetó entre las sombras de la cuadra, vestida con una vaporosa túnica azul plateado y dotada de gráciles movimientos, que se acentuaron al echar a andar. Su ligereza, el atractivo de su talle de junco y lo inesperado de su visita produjeron en el soldado el efecto de un filtro.

—¿Gwyneth? —fue lo único que atinó a balbucear.

—¿Quién si no? ¿Preferirías que fuese otra persona? —coqueteó ella.

—¡No!

—Intenté venir antes, pero no pude. Hay ciertas cuestiones que aún tengo que dilucidar, aunque, si no te importuno, me agradaría caminar a tu lado.

—Será un placer —dijo Huma.

Nunca una fórmula de cortesía fue tan sincera.

La mujer posó la mano en el brazo del caballero, y juntos deambularon por el patio sin fijar un rumbo. Era la primera noche casi despejada que el soldado contemplaba en mucho tiempo, incluso se vislumbraban amplios retazos de cielo entre las nubes como si éstas, hastiadas de monotonía, hubieran decidido separarse. No se llevó a engaño. Sabía que el manto no se disolvería hasta que fueran completamente desmanteladas las tropas de la Reina y ella misma desterrada al Abismo.

Le costó algunos minutos hacer acopio de valor para inquirir:

—¿Cómo te has introducido en el alcázar?

—Ahora no puedo revelártelo, pero te prometo hacerlo pronto.

Al proferir tan evasiva contestación, Gwyneth ladeó el rostro.

—De acuerdo. Verte me proporciona siempre una gran felicidad; y con eso me basta.

—Son unas bellas palabras —susurró la fémina, volviéndose de nuevo hacia su pareja—, que me compensan por todas las penalidades que puedan sobrevenirme. Alguien me ha comunicado —añadió, y una angustia indefinible contrajo sus rasgos— tu propósito de ir sin ninguna escolta en busca de Magius.

—El Gran Maestre me ha denegado el permiso.

—¿Y qué vas a hacer?

—Acatar su mandato. Es el adalid de la hermandad.

Sucedió a esta conversación un largo silencio, durante el cual Huma, al palpar la mano que se asía a él, no pudo por menos que maravillarse de su vigor, de la firmeza que subyacía a su aparente fragilidad. Caviló entonces que su ignorancia acerca de la mujer era casi total, incluida su relación con la Dragonlance. Debía de ser una sacerdotisa, conjeturó, pero ¿a qué dios servía?

De forma súbita, Gwyneth miró hacia adelante y una singular tirantez aprisionó sus fibras. El soldado oteó el panorama y divisó a un forastero, un individuo varón de una edad similar a la suya. Su indumentaria era la de un campesino —muchos de ellos se habían refugiado en el alcázar antes de que la guerra arrasara sus hogares—, si bien su porte denunciaba aquel atavío como un disfraz. Se escondía su faz en la oscuridad, resaltando tan sólo un par de ojos ardientes. Tras espiar a los paseantes de soslayo, el aparecido dobló una esquina y se esfumó.

—¿Quién es ese tipo? —inquirió el caballero, aferrando la empuñadura.

Si alguien acechaba a Gwyneth acabaría con él de una estocada.

—Nadie —fue la atropellada respuesta de la mujer, al mismo tiempo que se soltaba de la cálida mano masculina—. Tengo que ausentarme, no tardaré en regresar.

Retrocedió en dirección de las cuadras a toda carrera. Huma, impulsivo, fue tras ella, pero no le dio alcance. Se diría que se había fundido en la negrura; el soldado parpadeó atónito al percatarse de que no podía haber trazado ningún recodo, que se había volatilizado.

* * *

La reacción de sus colegas frente a las Dragonlances no fue la que Huma había augurado.

Se brindó a enseñar a los caballeros los métodos de manejo de las lanzas, y grande fue su desánimo cuando tan sólo acudió un puñado de hombres a la demostración. Uno de ellos le puso en antecedentes sobre la causa de tan inconcebible apatía y el fallido instructor transmitió luego a sus compañeros de viaje lo que le había relatado, poniendo énfasis en lo generalizado de aquella postura entre los miembros de la hermandad.

—La hora de los prodigios ha pasado. No aceptan la magia de esas armas, ¿y quién puede recriminárselo? En lo que a la mayoría concierne, los exhortamos a arriesgar sus vidas en nombre de una falacia. Los que ostenten las Dragonlances verdaderas habrán de soportar el impacto de la acometida y luego tratar de romper las líneas hostiles y adentrarse en el seno mismo de la maldad, allí donde habitan Galán Dracos y su infernal señora. Sin embargo, el suicidio, que es como ellos definen la operación, es contrario a los mandamientos del Código y la Medida. En cuanto a Paladine, su fe se ha debilitado tras tantas vicisitudes hasta el extremo de que algunos grupos opinan que yo mismo he fraguado las armas, que miento al adjudicarlos a la divinidad. Quieren que les expliquemos por qué han de inmolarse inútilmente en lugar de quedarse en la ciudadela, junto a sus camaradas, y pelear contra un enemigo concreto, en una batalla más igualitaria. Afrontar a los dragones es un empeño duro pero admisible, retar a la Reina constituye un descabello. Éste es el mensaje que se desprende de las quejas que he sonsacado a unos y otros.

—¡Harán lo que se les mande, maldita sea! —se indignó Oswal—. Son caballeros, no una desordenada cuadrilla de salteadores. ¡Se procurarán un arma y saldrán a combatir!

—Para morir sin remisión —apostilló el conde Avondale.

—¿Qué clase de insolencia es ésta?

Los dos dignatarios, airados, se traspasaron mutuamente con la mirada.

—Morirán, Gran Maestre —se reafirmó el noble—. Si flaquean en sus más íntimas creencias se verán abocados al desastre. No basta con que el poder de Paladine fluya a través de esos pertrechos; es imprescindible que la mano que los guíe no decaiga en su seguridad de vencer, pues de hacerlo sus acciones se tornarán lentas y torpes. Deben abrigar la profunda certeza de que blanden una lanza de virtudes milagrosas, como lo sentimos nosotros, porque, de no ser así, creerán que portan armas ordinarias, objetos que se resquebrajan y astillan contra las escamas de los reptiles malignos, y sucumbirán.

—Pero…

—Antes de poner objeciones, escuchad. Contamos con veinte Dragonlances, ¿no es así? —prosiguió el clérigo, levantando el brazo para atajar eventuales intrusiones.

—Además de la de uso pedestre —especificó Huma.

—Lo que nos deja con veinte ejemplares para la lid aérea. Hemos de seleccionar otros tantos hombres, ni uno más —dictaminó el aristócrata—. Paladine vela por nosotros; si nos ha proporcionado una veintena de instrumentos defensivos sus razones tendrá. Él mismo se ocupará de facilitarnos algunos suplementarios cuando lo halle oportuno. La cantidad es irrelevante. Fortalezcámonos en nuestra confianza en el hacedor y triunfaremos, sean unas pocas o varios millares las armas que esgrimamos.

—Un discurso irrefutable —le aplaudió el general, prendidas las pupilas de su protegido.

Éste último estudió a su vez a los otros integrantes de la asamblea. Kaz, Buoron y Avondale lo secundarían en la misión, de modo que sólo había que elegir a dieciséis caballeros.

—Organizaremos una avanzadilla de veinte.

Más de una ceja se arqueó frente a las manifestaciones del soldado, quien, sin esperar la ronda de preguntas, exteriorizó sus cabalas.

—Buoron, Kaz, conde Avondale; o mucho me engaño o no vacilaréis en uniros a mí. Conocéis las facultades de la Dragonlance, sus posibilidades. Si es una veintena lo que se nos otorga para frustrar las ínfulas destructoras de Takhisis, demos gracias a Paladine por su dádiva y extraigamos de las armas su máximo rendimiento.

—Deberías haber sido clérigo, Huma, pues tu fe se asienta en raíces más hondas que la de la mayor parte de los eclesiásticos.

Era el noble quien así hablaba, sin que de su voz se desprendiese ningún amago de ironía.

Alguien golpeó con los nudillos la puerta del gabinete, y al instante entró en la estancia uno de los caballeros de la Rosa que configuraban la guardia personal del adalid gobernante.

—Gran Maestre, el comandante Bennett solicita audiencia.

—Mandé a un centinela a las murallas con una nota convocándole urgentemente. ¿Dónde se había metido ese sobrino mío?

—No lo ha dicho, señor.

—Hazle pasar —decidió el patriarca.

—A tus órdenes, señor.

El guardián musitó unas frases a una figura que se perfilaba en la antesala y sin apenas transición Bennett, idéntico a su padre como Huma no lo había visto nunca, impuso su imperativa presencia a los otros congregados. Saludó deferente, según demandaba la diferencia de rango, a su tío, e incluso se dignó hacer un gesto seco reconociendo la existencia de los cuatro viajeros. No obstante, fijó en el ergothiano una atención prolongada, severa, que estaba en desacuerdo con sus escuetos modales.

—¿Qué sucede, Bennett?

—Gran Maestre, he examinado las Dragonlances.

—¿Por tu propia iniciativa? —le reprendió el anciano, endurecidas sus facciones.

—Sí, deberás perdonarme —se disculpó el comandante, y hasta asomó a su acento una cierta humildad—. Confieso que no pude refrenar la tentación, menos aún después de lo que me habías contado referente a ellas a renglón seguido de la… la desaparición de Huma.

Observó el aludido, al soldado solámnico que fuera su rival, si bien este último nada leyó de sus emociones en los rígidos surcos que marcaban su cara de halcón.

—¿Y bien?

Ante el apremio de su pariente cayó la máscara de Bennett, y tanto el mandatario como el joven caballero quedaron anonadados al quebrar su impasibilidad todos los síntomas del estremecimiento.

—Son suaves al tacto, tan volátiles que deben de rasgar el aire sin esfuerzo. Nunca me fue dado inspeccionar cabezas más afiladas, superficies metálicas más esplendorosas, artilugios más rezumantes de vibraciones, de vida. Muchos de nuestros hermanos ponen en tela de juicio la autenticidad de las lanzas. Yo no puedo sino rebatir sus resquemores. ¡Nos han sido enviadas por Paladine a través de un campeador, del héroe que él mismo ha escogido!

Por primera vez en su larga convivencia, Huma sintió que una marea de admiración manaba del alma del sobrino del Gran Maestre para volcarse sobre su persona.

Oswal no estaba menos estupefacto. Kaz, en cambio, emitió uno de sus resoplidos jocosos; aunque la expresión de Bennett al ladearse hacia él lo paralizó por completo.

—Ansío ser uno de ellos… señor. He registrado veinte e ignoro si han de llegar más, pero es para mí perentorio convertirme en miembro de esa escuadra. Al fin y al cabo, todo mi adiestramiento estuvo destinado a convertirme en un caballero capaz de entregarse al servicio del Triunvirato y de Paladine. Me someteré gustoso a cualquier prueba que designes con tal de mostrarte mi valía.

Tras su apasionada parrafada, el oficial hundió los hombros, a sabiendas de que se había despojado de su habitual caparazón. Ahora debía aguardar la sentencia.

El Gran Maestre miró de hito en hito a Avondale y a Huma, para luego encararse, formando su veredicto, con el aspirante.

—Comandante Bennett, eres el hijo de un hermano al que profesé gran cariño antes de que las tensiones del liderazgo nos distanciaran. Si pudieras preservarte como ahora te pronostico que llegarás a ser uno de los mejores paladines de nuestra entidad y, así, defraudarás a los envidiosos que sostienen que tus defectos sofocarán a tus virtudes. —Los omóplatos del caballero se izaron en este punto en un alarde de orgullo que, curiosamente, parecía subrayar el vocablo «defectos» empleado por el jerarca—. Partiendo de la base de que eres franco y deseas materializar tus nobles ambiciones, te conmino a seguir el ejemplo de este soldado —señaló a un petrificado Huma— que es, lo crea él o no, la encarnación viviente de nuestras enseñanzas.

—Entonces, ¿consientes?

—Sí, y para empezar voy a encomendarte una tarea que debes desarrollar con extrema discreción. Sondea a tus compañeros de las tres Ordenes hasta encontrar a quince hombres que, al igual que tú, estén predispuestos a abandonarse a los designios de Paladine y atribuyan el hallazgo de las Dragonlances a su benévola generosidad. Siendo así, se sentirán honrados de recorrer las esferas celestes escudados tras esas armas.

Bennett se encaminó hacia la puerta, casi a trompicones debido a la prisa. En el último instante recordó que debía despedirse, de manera que se giró, se inclinó en una desmañada reverencia y partió.

* * *

Hizo el comandante la cautelosa y presta investigación que le habían ordenado. Departió con exponentes de las tres facciones a la caza de voluntarios y, una vez hubo anotado en su lista una serie de nombres, hizo una criba hasta dejar una quincena en función de sus méritos y credo, no de la lealtad que hubieran observado respecto a él, como habría hecho antes de la muerte de su padre. Entre los que propuso figuraban veteranos y novicios, sin discriminaciones, y hasta incluyó a tres mutilados de guerra a los que les faltaba algún miembro o habían sido incapacitados, en principio, a perpetuidad. En tiempo de paz, el general Oswal habría dado trabajo a esos inválidos en el interior de la fortaleza, pequeños menesteres que les distrajeran de su condición de lisiados sin incurrir en situaciones susceptibles de acomplejarles. Mas, en las presentes circunstancias, no podía prescindirse de ningún soldado útil. Nada impedía a un cojo blandir una espada, y el manco todavía tenía un brazo sano. Lisiado o no, un Caballero de Solamnia perseveraba hasta perecer o triunfar. De haber eliminado de las filas a los heridos permanentes, las fuerzas disponibles del alcázar se habrían reducido en una cuarta parte.

Con la retirada de las hordas de Takhisis de la vecindad de la fortificación volvieron a abrirse, aunque de manera esporádica, las vías de abastecimiento. Alertas a su oportunidad, las compañías destacadas en las comarcas meridionales cargaron sus carros de comida y materias primas. Era un viaje peligroso, ya que los ogros y los dragones asaltaban las sendas más transitadas y algunas caravanas nunca arribaban a destino.

En las montañas del oeste reinaba una azarosa calma, que incitaba a Huma a ojearlas de vez en cuando. Magius estaba en el corazón de aquellas escarpaduras, y además del natural deseo de rescatarlo el joven tenía otra razón para intentarlo: actuar. Se consumía encerrado entre las cuatro paredes de la ciudadela, cruzado de brazos mientras Galán Dracos y su soberana maquinaban la matanza de las tropas.

Le habría resultado más fácil de estar Gwyneth a su lado, pero la dama no volvió a dar señales de vida desde aquel paseo nocturno. El caballero adquirió la costumbre de conversar con el Dragón de Plata. Sólo se dirigía a la hembra en soledad, dado que la proximidad de los otros reptiles que guardaban la fortaleza y en particular de los dos hermanos de su animal, que le escudriñaban cada vez que iba a visitarlo estando ellos en las cuadras, lo incomodaba sobremanera.

El leviatán escuchaba sus alocuciones y confidencias, respondiendo en toda ocasión que así se requería con tal vehemencia que ningún oyente del exterior habría adivinado que se trataba de una criatura nacida varias centurias atrás. Hasta el caballero olvidaba su antigüedad y la diferencia de tamaño, de raza, entre ellos. El reptil también irradiaba, en determinados momentos, una tristeza que el humano no lograba identificar. Sólo una vez le instó a sincerarse, y cuando persistió su oponente le dio la espalda y se alejó sin despegar los labios.

Huma era incapaz de expresar en frases coherentes la sensación que producían en él aquellos períodos de decaimiento, pero estaba persuadido de ser su inductor.

Nunca más sacó a colación el tema, tanto por respeto como por miedo a descubrir una turbadora verdad.

Pasaron tres días, y en el cuarto tuvo lugar lo que más de uno definió como una sórdida erupción en el cielo. Los caballeros de las almenas estiraron los índices hacia las alturas, y se iniciaron los murmullos. Aunque todos negaron que el miedo hubiera hecho presa en sus entrañas, muchos palidecieron al evocar la última vez en que el manto celeste había sufrido aquella transformación.

Huma subió a la azotea, con Kaz y Buoron a sus talones. Tanto el joven aventurero como su amigo el minotauro aquilataron en toda su dimensión el horror que se desplegaba frente a ellos, mientras que el barbudo, al proceder de la plaza de Ergoth, no sabía a qué atenerse. Él no había presenciado nunca el fenómeno, lo que no obstó para que le asaltara un mal presentimiento e interrogase, lívido y angustiado, a sus amigos.

—¿Qué significación tiene esa masa de negrura?

La oscuridad que, compacta y embravecida como las aguas de un océano, había estado a punto de provocar el fracaso definitivo de los caballeros en una conflagración previa, avanzó implacable hacia las líneas exteriores de defensa. Los vientos que ululaban en torno a la fortaleza se arremolinaron en un huracán.