Un cuarteto invencible
—No sabemos con certeza si ha sido capturado, Huma, y aunque fuera prisionero de Galán Dracos, para nosotros sería imposible rescatarlo. Deben tenerlo confinado en la ciudadela del renegado —apuntó Kaz por enésima vez.
—Lo mejor que ahora podemos hacer es poner las Dragonlances a buen recaudo en el alcázar de Vingaard, bajo la custodia del Gran Maestre —añadió Buoron.
El soldado asintió. Era consciente de que ambos tenían razón, pero su incapacidad de proteger a Magius, el amigo junto al que había crecido, le corroía las entrañas.
El otro caballero, con el brazo herido en un cabestrillo de burda confección, se encargó de conducir la carreta. Huma, que había cedido al buen criterio de sus compañeros, se instaló en la parte trasera a fin de vigilar las lanzas y la retaguardia, y el minotauro cabalgaba en cabeza. En cuanto al Dragón Plateado, ofreció ir en busca de refuerzos de su misma especie. Su iniciativa fue aprobada sin reticencias ya que, estando Crynus muerto y sus esbirros en desbandada, el trío no corría peligro.
El joven luchador solámnico tuvo que confesarse que, en el fondo, deseaba saldar cuentas con sus enemigos.
* * *
Las jornadas siguientes discurrieron sin incidentes, en un placentero viaje hacia Solamnia y la fortaleza. Hubo ocasiones en las que Huma se despertó alertado por lo que él identificó como aullidos de lobos espectrales; pero éstos no se dejaron ver. Pasaban los días y el Dragón no regresaba. Nadie especuló acerca de su tardanza. Los tres la relacionaron de un modo u otro con el avance masivo de las hordas de la Reina de la Oscuridad. Huma solía recordar las palabras de Crynus referentes a la virtual derrota de su hermandad y la inminente rendición de Vingaard. Aunque hubiera preferido no creerlas, su clarividencia le impedía rechazar la dosis de verosimilitud que tales aseveraciones contenían.
Cuando estaban al noroeste de Caergoth, Huma evocó en su memoria al conde Guy Avondale y rezó para no tropezarse con el dignatario ergothiano en la travesía del territorio. Después de su brusca partida, no estaba seguro de cómo lo acogería el noble y, además, desconfiaba de la reacción de las tropas frente a las Dragonlances. Eran capaces de confiscarlas.
El ritmo de los viajeros era más que aceptable, sobre todo en sus circunstancias, pero no lo bastante para el impaciente luchador de la Corona. El halo de perversidad de Takhisis lo envolvía todo, y él se sentía impotente. Se hallaban en la planicie, un tipo de paisaje que se prolongaría a lo largo de casi todo el recorrido y que, si bien les facilitaba la marcha, en contrapartida les proporcionaba escaso cobijo.
Un mediodía, cerca ya de la frontera, avistaron una patrulla que en la distancia no pudieron catalogar. Era ostensible que sus integrantes también los habían divisado, pues viraron en su dirección y aceleraron el paso.
Kaz sacó el hacha guerrera de su arnés. Huma se colocó en posición de combate, con la espada desenvainada y los músculos tensos, mientras que Buoron permanecía en el pescante, pero no sin aprestar su acero y espiar a los soldados que les abordaban.
El caballero de la barba fue el primero en reconocerlos. Volviéndose hacia su colega, dijo:
—Son ergothianos; afirmaría que del ejército destacado en el norte.
No había manera de eludirlos; la huida era impracticable con su pesada carga. ¿Cómo actuarían los hombres frente a un minotauro provisto de tan rotundo pertrecho y dos exponentes de la entidad que era la principal responsable de la decadencia de su otrora magno imperio?
El cabecilla de los patrulleros levantó la mano a unos metros del grupo. Era un individuo entrado en carnes, casi obeso, con perilla y quebradizos mechones de cabello cano entre las capas de calvicie, el cual los estudió de arriba abajo y muy especialmente a Kaz, quien a pesar de su temperamento se esforzó en aparecer inofensivo. En opinión de Huma, el hombretoro fracasó del todo.
El oficial ergothiano interrogó en primer lugar a Buoron:
—Vienes de la plaza fuerte del sur, ¿no es así?
—En efecto —contestó el interpelado, y ambos caballeros se pusieron en guardia frente a semejante perspicacia.
—Tu compañero, sin embargo, procede de otra facción.
—Señor, soy Huma, de la Orden de la Corona —se presentó aquel a quien incumbía la pregunta—. Mi cuartel general es el alcázar de Vingaard.
—Comprendo —susurró el otro, con tanto interés como si le hubieran contado que la hierba medraba en los prados—. ¿Y ése? —indagó, señalando al grandullón—. ¿De dónde ha salido? He oído rumores…
—Yo —anunció altivo el coloso— soy Kaz. Me rebelé frente a la ignominia de mis anteriores amos y ahora sigo a Huma, el más honesto y valiente de los humanos.
Ésta parrafada habría hecho aflorar sonrisas bien o mal intencionadas de los labios de los súbitos del emperador, de no haber reparado en la sombría expresión de Kaz e intuido que era absolutamente sincero.
—También soy un minotauro, no un «ése» al que se puede aludir en tono despectivo.
—Entendido. —El adalid, incómodo, cambió de postura en la silla y se centró en Huma—. Me llamo Faran, y aunque nunca antes coincidimos mis hombres y yo estamos en la actualidad asignados al mando de un conocido tuyo, el conde Guy Avondale.
El joven se puso rígido ante la mención de aquel nombre.
—Veo que no lo has olvidado. He sido requerido para escoltarte hasta el conde, y no toleraré una respuesta negativa.
El soldado solámnico consultó con la mirada a los otros dos. Sus oponentes les superaban en número y había entre sus filas varios arqueros, así que resistirse sería absurdo. Mientras vivieran perduraría la esperanza.
—Será un honor contar con vuestra compañía.
—Suponía que accederías tan graciosamente —declaró Faran. Ondeó la mano y el pelotón se dividió, situándose cada mitad en un flanco de la carreta y atajando de esta forma toda intentona de escapar—. Tenemos por delante un día entero de cabalgada, y en consecuencia sugiero que no perdamos nuestro valioso tiempo.
* * *
—Me causó una gran sorpresa tu súbita ausencia aquella noche, Huma —recriminó Avondale al caballero mucho más tarde, cuando los tres aventureros se hallaban reunidos en su tienda.
—Ya te he explicado cómo se desarrollaron los hechos.
—Sí, desde luego. —El aristócrata posó su copa en una mesita auxiliar. También al trío le habían servido vino, pero ninguno lo probó—. Debería haber sido más cauto, si bien diré en mi descargo que el descubrimiento de aquel nido de pestilencia justificaba recurrir a los poderes del hechicero.
Kaz, que empezaba a hartarse de palabrería, se incorporó y bramó:
—Llevamos aquí tres horas, dos de ellas esperándote. En los últimos sesenta minutos no habéis hecho sino intercambiar frívolos cumplidos o discutir sobre eventos del pasado. ¿Cuánto rato más se me obligará a soportarlo? ¿Vas a permitir que traslademos las lanzas a Solamnia?
Dos centinelas entraron a toda prisa. El mandatario les indicó que se retiraran, pero Huma se percató de que no abandonaban el recinto.
—Durante todo el período en que os he tenido a la expectativa, y también mientras dormíais —le esclareció el conde—, mi mente se ha debatido en un espinoso dilema respecto a lo que debía hacer con vosotros y esas armas. Al fin, e insisto en que no ha sido fácil, he decidido autorizaros a transportarlas hasta la fortaleza. ¿Por qué motivo habría de entregárselas a la máxima autoridad de mi país? Se limitaría a montarlas sobre plafones aterciopelados en algún muro de su palacio como el más reciente de sus trofeos, sin considerar lo que pueden hacer en favor de nuestro querido continente de Ansalon.
»Excepto un grupúsculo de obcecados —continuó, y observó a Huma—, la mayoría de nosotros somos lo bastante realistas para admitir la verdad. No luchamos ya por el emperador, como fue el caso en un principio, sino por nuestra patria, nuestros hogares y familias. Eso es lo que a la larga importa. Los caudillos van y vienen, es el pueblo quien los sostiene a ellos y a la nación. Lamentablemente, el fanatismo cierra nuestros ojos en un momento determinado, y cuando se nos cae la venda nos encontramos con que muchos de nuestros congéneres han resuelto prescindir de nosotros. Pero ya te he hecho mis confidencias en anteriores pláticas, dejémoslo.
—Entonces —replicó el caballero con estudiada calma—, si tan lúcidos argumentos te inducen a suceder a nuestra demanda, ¿por qué nos retienes?
—Te equivocas, nadie os retiene. Tan sólo aguardamos.
—¿A quién?
Sonaron los clarines para anunciar la llegada de alguien y el conde Avondale se levantó, esbozando una sonrisa de inteligencia.
—Creo que ya están aquí. Acompañadme, os lo ruego.
Se organizó la comitiva, encabezada por el dignatario y cerrada, detrás de los tres huéspedes, por los guardianes.
La víspera, al inspeccionar el campamento, lo primero que había atraído la atención de Huma fue la vasta llanura ante la que habían plantado la tienda de su amigo el oficial en jefe. Se preguntó el objeto de tan peculiar ubicación del mismo modo que le había intrigado hasta ahora cómo estaba el aristócrata al corriente de su paradero, quién le había informado de su ruta. En unos segundos, se hizo la luz.
La hembra de Dragón Plateado aterrizó en la explanada. Su curación parecía completa, y saludó a su viejo jinete con tanto entusiasmo y afecto que éste se violentó.
—Perdona el retraso, Huma, pero la tarea de encontrar auxilio resultó más ardua de lo que anticipé. Sea como fuere, lo conseguí.
Se posaron a continuación otros dos leviatanes de su misma facción, uno de cada sexo. Eran, según los introdujo el ejemplar de la avanzadilla, sus hermanos, y ambos otearon al caballero con tan mal disimulada seriedad que se diría que lo sometían a examen. Sensible a su escrutinio, el joven se sonrojó y no les dispensó la cálida bienvenida que el acontecimiento merecía.
Configuraba el colofón del cortejo un cuarto reptil, éste de escamas broncíneas y menos voluminoso que el resto. No obstante, compensaba su carencia de tamaño con una asombrosa musculatura y velocidad. Los humanos le habían apodado Relámpago, un sobrenombre que ostentaba lleno de orgullo. «Ahí tenemos —pensó Huma— al alma gemela de Kaz».
—Cuatro o cinco lanzas serán un peso pluma para nosotros —aseguró al soldado su hermoso animal.
—¿Y las sillas? —aventuró tímidamente el luchador.
—He mandado a mis hombres que armen cuatro —se interpuso Avondale—. Ése número bastará, y te garantizo que aguantarán los rigores climáticos y de toda índole.
—Más vale que así sea —gruñó Kaz.
—¿Por qué cuatro? —inquirió de nuevo el caballero—. Sólo somos tres, ahora que hemos perdido a Magius. ¿Vas a sugerirme quizá…?
—¡Paladine me libre! —exclamó el cabecilla ergothiano, fija la vista en el joven—. En nombre de nuestro dios y de todo Ansalon, te prohíbo que te arrojes en las zarpas del renegado en un fútil intento de rescatar al mago. Tú mismo has hecho hincapié en lo trascendentales que son las Dragonlances para nuestro común futuro. Si desperdicias tu vida, si te malogras en un proyecto demente, nos condenarás a protagonizar los maquiavélicos sueños de la soberana de las Tinieblas.
En su fuero interno, Huma se sintió culpable por la sensación de alivio que le causaban las frases del noble. Sus voluntades estaban divididas entre el anhelo de salvar a su compañero y el ansia de preservar su propia integridad, lo que lo sumía en una auténtica tortura.
—¿Quién será el cuarto miembro de la expedición?
—Yo.
—¿Tú? —se burló Kaz con uno de sus característicos resoplidos—. ¿Se han vuelto locos todos los adalides del mundo?
—Faran está sobradamente capacitado —repuso Avondale con frialdad— para sustituirme. Aunque le desagrada Solamnia y todo lo que esta noción entraña, es un hombre práctico y no hará nada que pueda empeorar la crisis existente. Me voy tranquilo dejando las tropas a su cargo.
—¿Qué dirá tu emperador? —intervino Buoron, que había guardado silencio durante todo el diálogo.
—Él mismo tendrá oportunidad de comunicármelo si sobrevivo. Como ya he manifestado en nuestra charla de antes, estoy batallando por Ergoth. No me lo perdonaría nunca si arriesgara la existencia de otro en una empresa tan peregrina, aunque estoy seguro de que no escasearían los voluntarios. Alguien debe ir con vosotros para representar a mi país frente al Gran Maestre, y juzgo adecuado que ese alguien sea yo.
Huma claudicó, convencido de que no podía alterar la determinación del dignatario. De alguna manera estaba a su merced, lo que coartaba toda tendencia a discrepar; y además tampoco le disgustaba la idea de tener a su lado a una figura de la talla del aristócrata.
Convinieron en que el valeroso caballero montaría al Dragón Plateado, mientras que el otro defensor de la Corona y el conde se adjudicaron respectivamente al macho y la otra hembra. Quedaba para el minotauro el volátil Relámpago. Como el soldado solámnico preconizara, el animal broncíneo y el hombretoro congeniaron mejor que dos veteranos unidos por mil campañas, siendo su único resquemor que se lanzaran a la carga según su albedrío, sin aceptar las instrucciones pertinentes. No vaciló en hacer hincapié en sus aprensiones a su argénteo reptil.
—Relámpago y Kaz son una pareja de cuidado; no puedo contradecirte en ese punto. Pero al menos el Dragón es lo bastante sabio para no meternos a todos en aprietos. Le haré algunas recomendaciones una vez estemos en el aire —prometió el bello ejemplar a su montura.
—Pon en claro que el aviso está dirigido a ambos.
—No sufras, no dejaré margen a malas interpretaciones.
Querían partir con suma discreción, pero la fanfarria era inherente a todos los moradores de Ergoth y no hubo quien impidiera a Faran despedirlos rodeado de una guardia de honor y redobles de tambores.
Relámpago, más que ningún otro, se puso eufórico ante el privilegio de acarrear las Dragonlances. Era ya por naturaleza el terror de los cielos —así lo proclamó él mismo—, y ahora, con aquellas armas y Kaz en la silla, no habría enemigo que lo aventajase. Sus congéneres de escamas de plata apenas se reprimieron de bromear, si bien el animal de Huma susurró a éste poco después que no había jactancia en tales afirmaciones. El Dragón de Bronce era de verdad un adversario formidable.
Se alzó la escuadra en el cielo, con el joven soldado y su hembra en cabeza y Kaz en último término. El sol se hallaba ya cerca de su cenit, pero sobre las alas de tan espléndidas criaturas cubrirían una respetable distancia a lo largo de la jornada.
* * *
A aquella hora en que el día, fatigado y lánguido, sucumbe al triunfante crepúsculo, los viajeros ya habían traspasado la franja fronteriza de Solamnia. Un elemento que no habían calculado, sin embargo, aminoró su ritmo de crucero: la lluvia. Efectivamente, la mollina que caía en Ergoth era un aguacero en esta región y no tardó en empaparlos a todos. Los dragones no fueron afectados, el de bronce incluso gozó de los aserrados heraldos de la tormenta a los que debía su apelativo y que, inclementes, casi los ensartaron en un par de ocasiones. Huma los urgió a acampar, y al poco rato se posaron para pernoctar con la esperanza de que la mañana ofreciera mejores condiciones. Los reptiles formaron un cuadrado protector en derredor de los componentes del cuarteto, quienes montaron dos tiendas seleccionadas por el precavido Avondale de entre los enseres de su ejército. Éstos habitáculos los mantuvieron secos, siendo el único inconveniente que, a medida que avanzó la noche, hasta la lona se impregnó de los efluvios del húmedo minotauro.
Así lo deploró el caballero cuando despertaron, y su queja halló eco en un comentario muy similar de Kaz respecto a él.
* * *
La lluvia no cesó, pero pasó de ser un temporal a una ligera llovizna. Los cabalgantes se aislaron con sus capas y las mantas que llevaban, consolándose al pensar que estarían en la vecindad del alcázar de Vingaard en poco tiempo, a lo sumo cuarenta y ocho horas. De no cargar las lanzas, el periplo habría sido todavía breve.
En cualquier caso, no podían cantar victoria hasta arribar a su destino. En el trayecto habrían de enfrentarse a las fuerzas de la Reina. Dracos había impuesto el estado de sitio en el corazón de Solamnia, tras cortar las rutas septentrional y meridional en ambos sentidos y crear una sólida tapia que circundaba eficazmente la fortaleza. Las provisiones menguaban y, aunque el control de las esferas etéreas estaba aún en litigio, la relativa supremacía del enemigo comenzaba a deteriorar la moral de los Dragones de la Luz. Lo único que los alentaba a seguir adelante, según la hembra reptiliana reveló a su jinete, eran los rumores acerca de las legendarias Dragonlances.
El macho argénteo abría el cortejo cuando presintieron el primer desafío, lo que cabría denominar «sondeo». Pululaba en las cercanías una presencia intangible, que extendía sus mágicos tentáculos para detectar a los extraños, y aunque no se produjo más que un momentáneo contacto telepático el grupo entero hizo una abrupta pausa.
—¡Atrás! —ordenó el ejemplar de cabeza.
Los leviatanes dieron media vuelta y se retiraron, sin apartarse de la vía que habían trazado, conferenciando mientras volaban.
—¿Qué es lo que ha captado tu percepción sensorial? —indagó la hembra de Huma.
—Una mente, no de dragón sino de un hombre muy poderoso. Y también indisciplinado; ese ser nunca fue estudiante de las órdenes arcanas.
—¿No podría tratarse de un clérigo?
—No, es indudablemente un hechicero. Un renegado —puntualizó el reptil con un significativo ademán.
—¿Constituye una amenaza para vosotros? —interrogó el caballero a los gigantes, a la vez que estudiaba, nervioso, las inmediaciones.
—No desde el punto de vista físico —le esclareció su propio animal—, pero no ha de serle difícil difundir la noticia de nuestra incursión entre los suyos y ellos sí podrían traernos complicaciones. La exclusiva función de ese ente es vigilar el aire.
—¡Yo me haré cargo del guardián! —propuso Relámpago.
—¿Y qué harás? —razonó la joven hembra plateada—. ¿Crees que podrás evitar que mande su mensaje antes de reducirlo?
El Dragón de Bronce, incapaz de rebatir unas reflexiones tan definitivas, selló sus labios. Fue el macho quien sugirió una solución.
—Estoy persuadido de que nuestro centinela ha cometido algún error; después de todo sólo es humano. Para confirmar que, como imagino, tenemos paso franco, habré de elevarme a una altura muy superior a la acostumbrada y averiguar si el radio de su poder abarca también esas capas. No ocultaré que la operación me exige exponerme, a mí y a mi compañero. Estoy dispuesto, ¿y tú?
Buoron meneó la cabeza en señal afirmativa, si bien se aferró a la perilla de su asiento.
—Y los restantes, ¿tienen alguna objeción?
Al no dar nadie una respuesta, lo que tomó por un consenso general, el reptil dibujó una espiral y se izó verticalmente. Subió durante varios minutos, con su jinete bien sujeto, y desapareció en un cúmulo de nubes. Transcurrió un lapso interminable, de espera angustiosa, hasta que Huma atisbo una mancha en movimiento a través de la mullida masa.
Su colega de Orden estaba pálido, pero por lo demás no había sufrido ningún daño. El animal era la viva imagen del júbilo.
—Mis presunciones eran correctas: como es típico en los intelectos apegados a lo terreno, su búsqueda sólo alcanza desde el suelo hasta la borrasca. En lo que a él concierne, nada existe por encima de ese nivel.
—¡Podría haberlo supuesto! —se reprendió el ejemplar de bronce.
—Tú no lo hiciste, ni tampoco yo —le coreó el Dragón de Huma—. Había olvidado, y me censuro por ello, cuan estrechos de miras son algunos hombres. No obstante, también ese sujeto podría caer en la cuenta de su error y enmendarlo, así que lo más aconsejable será apresurarse.
Todos los aventureros, con la hembra plateada en la delantera, pusieron rumbo al firmamento, hasta que cruzaron como saetas el estrato nuboso, navegaron en la espesa bruma y salieron al otro lado. Desde allí verificaron su posición respecto del alcázar de Vingaard y reanudaron el viaje.
* * *
Los reptiles alados avanzaron incluso de noche, mientras sus monturas dormían. En un momento dado sacó a Huma de su sopor la sonora voz de Kaz, quien discutía con los fabulosos animales acerca de lo necesario que era reposar y les conminaba a aterrizar antes de que se agarrotaran todas sus vísceras, hubiera o no guerra. Si él estaba exhausto, los portadores de tan abrumador cargamento no daban muestras de hallarse más en forma. Se acordó que harían un alto en el que desentumecerse y rectificar el rumbo.
Primero Relámpago, y luego los otros, iniciaron el descenso. El cabecilla se desvaneció en aquel mar sedoso y blanco, seguido por la segunda hembra. Huma y su inseparable fueron los próximos.
Lo envolvió una especie de niebla, tan tupida que ni siquiera vislumbraba la cerviz del Dragón. Un estruendo áspero, discorde, vibró en los tímpanos del caballero, el cual dedujo que estaba penetrando en una tremenda tempestad. De pronto, emergió del albo manto… e irrumpió en el caos.
Era obvio que se equivocaron al concluir que habían traspasado el frente enemigo. El espectáculo dantesco que se exhibía a los ojos del soldado se le antojó una pesadilla, y su horror se acrecentó al constatar cuan estrecho era el cerco en torno a la ciudadela.
Humanos y ogros libraban encarnizados combates en medio de un espantoso fragor, de un hervidero de cadáveres y, peor aún, de aullantes moribundos. Ambos bandos ganaban y perdían posiciones al mismo tiempo, según el punto donde se clavaban sus pupilas. Era el Abismo. Los esbirros reptilianos de Takhisis acudían por decenas, asaltando tanto las asoladas líneas solámnicas como a los aliados de la causa que no atinaban a apartarse. Había especímenes de oro, plata, bronce y cobre, pero sus rivales los superaban en número, y presidía la escena una aureola de poderío maléfico que el coraje de los exponentes del Bien no conseguía contrarrestar. Incluso allí arriba, cundió en el espíritu de Huma un desaliento que invitaba a la rendición.
—Takhisis está presente en esos parajes —masculló al joven su acompañante—. Ha bajado a Krynn para alimentar a sus hijos con su infinita energía y para desmoralizarnos a nosotros, sus rivales, hasta la parálisis. Ignoraba que pudiera preservar intactas sus facultades en el plano mortal. Es como si ella misma se irguiera en la vecindad.
Era cierto, el influyo de la Reina de los Dragones era abrumador. El caballero se estremeció en unos escalofríos que justificaban su inteligencia más que su cuerpo. ¿Cómo podía uno luchar contra una diosa?
—Otea el horizonte, Huma, y verás nuestro objetivo.
El soldado obedeció las instrucciones del leviatán y, tras frotarse los ojos varias veces, discernió lo que desde su atalaya era una diminuta estructura.
—¡El alcázar de Vingaard! —corroboró Kaz por encima de su cabeza.
Todos contemplaron el recio entramado de edificaciones, y también aquella refriega masiva que ocupaba cada centímetro hasta sus mismas murallas.
El conde Avondale emitió un grito y señaló un punto a la derecha. Un reptil dorado se debatía contra dos rojos. Era una pugna sanguinaria, sin cuartel, en la que los tres contendientes tenían sus corazas infestadas de heridas. Al hacerse patentes los primeros síntomas de desfallecimiento en el solitario paladín de la Luz, Relámpago no pudo contenerse y, con el minotauro equilibrando su Dragonlance, se enzarzó en la trifulca.
De repente se materializaron dragones procedentes de los cuatro puntos cardinales, en su mayoría hostiles. Se disolvió todo pensamiento de comida y descanso; lo único que poblaba las imaginaciones de los viajeros era una alucinación de zarpas y dientes, de alaridos, gemidos, sangre y dolor.
Y, de la devastadora aberración, surgieron al fin las Dragonlances.
Los engendros de la Oscuridad no sabían nada de estas armas, quizá porque Dracos había pretendido, al obviar su mención, prevenir excesivos temores. Sin embargo, aprendieron de inmediato qué era el miedo al perecer, uno después de otro, bajo sus puntas. Éstas últimas emergían de sus cuerpos sin máculas ni arañazos, resplandecientes en un halo sobrenatural que nacía en su interior.
Los secuaces de la monarca empezaron a huir despavoridos de aquel brillo, que reconocieron como un símbolo de Paladine y, por lo tanto, como algo imbatible. Otros, situados más lejos, se percataron de la frenética desbandada de sus congéneres y decidieron que la confrontación de hoy les había sido adversa. La escapada de los primeros dragones propagó una marea de incertidumbre en el cielo, una oleada de escuadras que se alejaban en un colectivo arrebato de pánico.
Libres del asedio de sus contrafiguras, los reptiles de Paladine unieron su esfuerzo al de los caballeros y provocaron, también en tierra, un vuelco en el desenlace del conflicto. En un principio en el frente occidental, y poco más tarde en el de levante, las filas de la malvada monarca se curvaron, cedieron y agrietaron. Sin la ayuda de sus fieles titanes, se menoscabaron los arrestos de los ogros y los humanos que personificaban los colores de la desolación, en tal medida que muchos de ellos tiraron sus armas y emprendieron la fuga.
Al fin callaron las últimas resonancias de la conflagración. El hecho de que los cielos rugieran ominosamente y los relámpagos atacaran, con su eléctrica descarga, a los picos montañosos de poniente sólo inquietó a unos pocos. Era perentoria la necesidad de una victoria, y ésta se había producido. De momento, nadie entendía cómo se realizó el milagro, pero unos y otros dieron gracias a Paladine y esperaron acontecimientos, no sin cierto desasosiego.
Entrada la tarde, cuatro dragones extenuados descendieron sobre el patio del alcázar de Vingaard. En sus lomos transportaban a otros tantos jinetes, todos ellos ojerosos y también agotados. Un resplandor plateado aureolaba a los recién llegados, pasando largo rato antes de que alguien dictaminara que la fuente de los destellos eran las lanzas y no los animales o sus compañeros.
Cuando eso sucedió, no obstante, las historias corrían ya de boca en boca.