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Decapitado… ¡pero vivo!

Cuando despertó, Huma tenía magullado todo el cuerpo, si bien la colisión parecía haber respetado los órganos y huesos.

Se incorporó y examinó la devastación masiva. La fuerza de dos moles como los dragones había aplastado la vegetación en el área inmediata, astillando los troncos como no los habría hecho una partida de leñadores.

El cadáver inerte de Charr yacía a un lado, con el cuello roto. En su horrendo rostro aún se vislumbraba un asomo de sonrisa, una mueca retorcida que ponía de relieve su dentadura, mientras que sus zarpas apuntaban inútilmente hacia el cielo.

No había rastro del Dragón Plateado, aunque al menos una parte de la sangre vertida le pertenecía. Quizás había logrado desplazarse sin ayuda, pero ¿adonde?

¿Dónde, también, se habían metido sus compañeros? El soldado solámnico no oía ningún ruido y estaba desorientado respecto a la dirección en que viajaban.

La Dragonlance y la silla se encontraban en el lugar exacto en el que debía de haber caído la hembra. El arma todavía relampagueaba, lo que no dejó de reconfortar al caballero, aunque se ensombreció su humor al acordarse de que todavía quedaban vivos un guardián y su animal rojo. ¿Cuál podía ser su paradero?

No se sentía capaz de transportar la lanza sobre sus hombros, ya que lo duplicaba en tamaño. Su única alternativa residía en arrastrarla. Se puso manos a la obra: anudó el cabo de una larga cuerda alrededor del broquel, ató el otro junto al primero y se pasó el tramo central por la cabeza y debajo de la axila, de manera que se ciñera a su pecho en diagonal. En el brazo derecho blandió la espada, que milagrosamente se había salvado de la hecatombe.

El esfuerzo fue penoso. Antes de que abandonara el escenario del accidente el pertrecho ya había tropezado contra una combada raíz, y tuvo que depositar su acero en el suelo para realizar la tarea de apartar la punta y hacer que rodeara el escollo. Se soltó el cordel de forma inesperada y, al salir todo él proyectado contra un árbol, sus moretones vociferaron al unísono, transcurriendo más de un minuto sin que pudiera enderezarse y coordinar sus ideas. Lo primero que se le ocurrió fue que no debía separarse de su arma, así que la asió de inmediato. Fue una afortunada decisión.

Una contundente hacha hendió la corteza arbórea, en el mismo nivel que ocupara su garganta en el instante previo a agacharse para recoger la espada.

Con el sobresalto, el joven tropezó y casi se desplomó de bruces. Aferrando la empuñadura, se equilibró en espera de un nuevo y fulminante ataque. No hubo tal, su agresor se limitó a exhalar estentóreas risotadas.

—Tendrás todo el tiempo que necesites, Caballero de Solamnia. ¡Tampoco ha de jugar en tu beneficio!

Ejerciendo sobre su arma una presión casi dolorosa, alzó la mirada para escrutar a su rival… y meneó la cabeza como quien pretende librarse de un mal sueño. No daba crédito a sus ojos, alguien intentaba confundirlo.

Crynus, el Señor de la Guerra, arrancaba con aire desenfadado su hacha de doble filo del tronco que casi había talado. Su sencilla armadura de color de ébano estaba mellada y sucia, pero por lo demás el ruin dignatario gozaba de una salud perfecta. Mantuvo el rostro oculto tras la celada, lo que no obvió las chispas azuladas, glaciales, de sus pupilas.

Aquél personaje enjuto y ominoso debería de haber muerto, y sin embargo estaba en plenitud de facultades. Dio un paso al frente y siseó con voz de ultratumba:

—Me alegro de que hayas sobrevivido, Huma, paladín de la Orden de la Corona. Tuviste suerte el día en que nos batimos en el cielo, sobre una tierra sin dueño. Dada mi superioridad, debería haberte decapitado, y en cambio hube de rendirme a tu victoria injusta, imperdonable, algo que ni entonces ni ahora puedo consentir. Es mi ferviente deseo rehabilitarme.

Una de las recias botas del Señor de la Guerra se estampó en una rama desprendida, partiéndola en dos mitades.

—Soy —continuó su discurso— el mejor y más grande de los oficiales de Su Majestad infernal. De no ser por mí, la Reina habría perdido la guerra hace ya meses.

—No son ésas mis noticias —lo provocó Huma—. Se rumorea que la mano derecha de Takhisis, aquel en quien ella se apoya, es Galán Dracos.

—No niego que presta servicios útiles —transigió el otro, sin inmutarse demasiado, haciendo con su arma un simulacro de embestida—, pero personalmente desconfío de su lealtad. Tu buena estrella de aquel enfrentamiento inicial —insistió, fija su mente en un único objetivo— no volverá a brillar. Como antes he dicho, los hechos no deberían haberse desarrollado de aquel modo.

—¿Por qué no?

—Tú mismo lo comprobarás en cuanto te dé rendida cuenta de mis habilidades.

Sin más preliminares, el mandatario cargó. El caballero esquivó el primer lanzamiento, y la hoja del hacha volvió a incrustarse en un árbol. Poseído de una rabia y una fuerza insólitas, el adalid del universo tenebroso convirtió el tirón en una segunda arremetida, obligando a su adversario a retroceder al blandir el arma enemiga sobre su cabeza en vertiginosos círculos.

El soldado vio una brecha y se abalanzó, pero lo hizo desde un mal ángulo y el filo rebotó contra el negro pectoral. Crynus se rio y renovó su asalto, tan furibundo que el joven retrocedió varios pasos.

En una de las diversas ocasiones en que el hacha no asestó el golpe mortal por escasos milímetros, su portador cometió un error de cálculo y el astil topó contra un pino para, en el impulso, saltar de su mano. Enardecido su valor, Huma se arrojó con todo ímpetu y con la precisión que antes le faltara. El acero ensartó en su trayectoria la parte desprotegida del cuello del contrincante y no paró hasta alcanzar la pieza trasera del yelmo.

La figura del oscuro atuendo se bamboleó hacia atrás, desembarazándose del pertrecho que aún sujetaba su oponente. Pero el daño ya estaba hecho: el Señor de la Guerra hincó la rodilla, soltó el hacha y, aguantándose sobre sus cuatro extremidades, exhaló un estertor.

No se habían apagado los ecos de aquel alarido de muerte cuando se obró en el postrado una metamorfosis escalofriante. Frente a un rival estático, hipnotizado, Crynus se puso en pie y se encaró con él, contraídos los labios en una mueca sarcástica.

El tajo letal que cruzaba su garganta se había reducido a poco más que una cicatriz.

—Yo soy inmortal, Caballero de Solamnia —explicó, altanero, el esbirro de las Tinieblas—. Me curo al instante. Como ya te he indicado, mis inigualables facultades me hacen imprescindible para mi diosa y, habida cuenta de que mi muerte constituiría una espantosa pérdida, ella misma exigió a Galán Dracos que me salvaguardara de ciertas eventualidades. Al principio, sus pruebas no fueron del todo satisfactorias, lo que la soberana y yo casi hubimos de lamentar eternamente. He de confesarte que en nuestra previa reyerta me hallaba todavía en fase experimental. Mis hombres se habrían encargado gustosos de ti. Si no lo hicieron fue porque no quisieron contravenir mi expresa voluntad de hacerte pagar cara la infamia que estuviste a punto de perpetrar.

De nuevo creó el hacha su agresivo torbellino. Huma se puso a la defensiva, pero le acuciaba el temor de que nunca podría abatir a alguien que se restablecía al momento. Aquél monstruo almacenaba la energía de un batallón y su estímulo, su afán asesino, no era inferior.

El maquiavélico oficial se mofaba de los forcejeos del otro luchador para eludirlo y conservar la vida. Él se mostraba descuidado adrede, a fin de carcomer su moral, efectuando lances desviados sin molestarse en rectificarlos.

—Esperaba más emoción en una trifulca contra ti, mi joven amigo. Me decepcionas.

En su incesante retroceso, el caballero chocó de espaldas contra un tronco. Al verle acorralado, Crynus balanceó su hacha y se decidió a dar el golpe definitivo. No contó con la agilidad del soldado, quien se agachó en el último segundo y, como un ariete, acometió sobre su estómago. El acero quedó aprisionado en la corteza, mientras los dos combatientes se revolcaban en un amasijo de carne, uñas y puños. Era evidente que la fuerza del Señor de la Guerra excedía la del otro, lo que al poco rato se materializó en un poderoso empellón y la subsiguiente tentativa de estrangularlo. Pero el joven interpuso su rodilla e hizo que oscilase el cuerpo del dignatario. Ambos se incorporaron y acecharon, uno blandiendo su espada y el maligno, el invulnerable, inerme.

—¿A qué esperas? —desafió el individuo de la armadura de ébano al luchador solámnico—. Traspásame, me basto con mis manos para aniquilarte.

—¿Cómo es que no estás al frente de tu ejército? —indagó Huma, con la pretensión de distraerle y así fraguar algún plan—. ¿No te preocupa que hagan algún disparate en tu ausencia?

—Dracos es un jefe competente —le contestó Crynus—. Además, las tropas no precisan de mi liderazgo. Lo único que resta por hacer es limpiar de ineptos la zona del alcázar de Vingaard, una operación menor que mis adjuntos organizarán sin contratiempos.

El hacha guerrera estaba a una ínfima distancia. El caballero avanzó discretamente hacia ella, alerta a su oportunidad de asirla.

A la recíproca, el adalid de la Guardia Tenebrosa se lanzó sobre su espada. Él mismo se penetró el vientre, lo que favoreció los designios del joven. Asió la espada ajena de un brinco, mientras el otro batallaba contra la empuñadura para arrancar de sus entrañas aquel acero que entorpecía sus movimientos. Huma esgrimió el arma de doble filo y se aproximó al monstruoso ente que, sin dar muestras de dolor, empezaba ya a extraer de su persona el engorroso objeto.

Alzó el astil en el aire, el otro guerrero se volvió hacia él…

El golpe fue impecable, la cabeza del secuaz de Takhisis salió volando y su cuerpo se desplomó. Lleno de repugnancia, el paladín de la Corona tiró la herramienta de matar. Aquél no era su estilo.

El cadáver descabezado volvió a levantarse y el supuesto vencedor, al percibirlo, palideció hasta casi desfallecer.

Con un tino abrumador, las manos del ajusticiado acabaron de estirar el filo y lo dejaron caer entre unos arbustos. La herida sanó e incluso se cerraron las grietas de la armadura, como una segunda piel. El caballero se aprestó a recibir un nuevo asedio del engendro, pero éste, que parecía haber olvidado su existencia, se alejó sin hacerle caso en dirección del lugar donde había aterrizado la cabeza.

El soldado solámnico podía huir, si bien estaba seguro de que su enemigo lo perseguiría sin descanso.

—¡Sargas!

Semejante grito procedía del paraje donde se había encaminado el muerto viviente. Sólo un ser en el mundo podía proferir tal exclamación, que fue una ráfaga de aliento fresco para el desesperado viajero.

Si Kaz estaba por las inmediaciones, los otros no podían andar lejos. Y la Dragonlance…

«¡Claro!». Sin exteriorizar su alborozo, Huma echó a correr entre el follaje y no tardó en descubrir al minotauro, montado en su caballo y con el labio colgando. De los demás no había indicios. Los ojos del gigante casi saltaron de sus cuencas al observar al cuerpo errante en su procesión hacia la cabeza, que fluctuaba y se inclinaba como si no se hubieran suprimido sus funciones.

—¡Kaz, no debe alcanzarla!

El hombretoro espoleó a su equino hacia la aberración llamada Crynus. El animal trotó hasta hallarse a un par de metros del Señor de la Guerra, se detuvo de forma abrupta y empezó a relinchar. Kaz no desperdició ni un minuto, se apeó del aterrorizado corcel y emprendió carrera con el decapitado villano para quitarle el trofeo.

El caballero, entretanto, regresó al claro donde quedara la Dragonlance y asió la empuñadura.

—¡Huma, ya es mía!

El grandullón apareció entre los matorrales, tan atropelladamente que estuvo a punto de empalarse en el arma mágica. Sostenía en la mano derecha un macabro galardón, que aún vibraba con el hálito de la vida. Detrás de él, la hojarasca crujía bajo el peso de alguien que se aproximaba a toda velocidad.

—¡Rápido, coloca el cráneo a los pies de la lanza! —apremió el soldado a su compañero.

El hercúleo guerrero obedeció. Apenas había depositado aquel horror cuando entró en escena una mano enguantada si bien, antes de concluir la maniobra de agarrar la testa, se congeló y ladeó, seguida del tronco. Los dos amigos no pudieron insertar en el pecho la punta del prodigioso pertrecho.

—¡Conoce sus propiedades! —se lamentó Kaz.

Peor aún, al enderezarse el cuerpo exhibió en su palma la olvidada hacha guerrera.

—Todo esto es un descalabro —farfulló el minotauro.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó una nueva voz.

Ambos compañeros otearon las alturas, donde el Dragón Plateado permanecía suspendido con envidiable estabilidad. Su aspecto era el de un ser extenuado, y una de sus patas delanteras estaba laxa, como dislocada, pero residía en su interior un poderío casi intacto. Miró de hito en hito a los dos personajes y a la pesadilla andante.

—¿Es ése…? ¡Por Paladine!

El reptil no pudo manifestarse de manera coherente, absorto como estaba en contemplar a Crynus en el acto de posar en tierra su arma y recoger la cabeza. El leviatán inhaló una bocanada de oxígeno y, en el instante en que ambas manos de la monstruosidad centraban la parte dividida sobre el cuello, expulsó un torrente de llamas.

El flamígero proyectil envolvió al Señor de la Guerra. La masa corporal se arrodilló, con la sección superior todavía desencajada, y todo el conjunto se diluyó en el fuego purificador. Unos segundos después se habían consumido en el infierno en miniatura los últimos vestigios del mandatario.

El Dragón aterrizó en el claro y, para cerciorarse de que su oponente no volvería a renacer, se dispuso a obsequiarle con una segunda llamarada.

—Éste será el fin de la abominación.

—¡Aguarda! —le suplicó Kaz.

El hercúleo guerrero fue hasta donde se había declarado el incendio y tras asir el hacha, que estaba incólume, la situó delante. La hembra exhaló entonces la segunda vaharada y el arma explotó, esparciendo fragmentos de metal y de madera por el bosque. Renegó el minotauro al quemar su brazo una de aquellas astillas.

—¡Por Sar… por los dioses! No puedo dejarte solo, Huma.

Ambos se sacudieron el polvo adherido a la piel y las ropas mientras el ejemplar argénteo, terminada su misión, extinguía los rescoldos con una ráfaga de aire frío que cubrió de escarcha los árboles vecinos.

—No me habías comentado que tuvieras tantos recursos —le dijo el caballero.

Exhausto como estaba, el animal reptiliano contestó con los hombros hundidos, en actitud perezosa.

—La congelación y la parálisis forman parte de nuestro repertorio habitual. Las llamas están al alcance de todos los dragones salvo los Blancos, cobardes moradores del hielo, aunque absorben mucho vigor. He apurado mis posibilidades; necesito reposo.

El humano asintió mediante un ligero gesto, y acto seguido inspeccionó los contornos.

—Kaz, ¿dónde están Buoron y Magius? ¿Qué ha sido de las Dragonlances?

—No te alarmes, supongo que todos han quedado en lugar seguro. Al distinguir a los dragones en la lejanía, me ofrecí voluntario para adelantarme y constatar que no habías sufrido ningún percance.

—¿Significa eso que no los has visto?

—¿A quiénes?

—Hemos de ir junto al grupo enseguida.

Huma se giró hacia el titán, que estaba recostado en el desbroce. Entre las múltiples heridas que le infligió Charr, la caída en la que había amortiguado el impacto de su jinete y el esfuerzo invertido en desintegrar al tumultuoso Crynus, había sobrepasado sus límites.

—¿Podemos abandonarte aquí? —le consultó el caballero.

—Desde luego —afirmó la hembra, y miró a su interlocutor con un singular brillo, casi arrobo, en sus pupilas—. Siento mucho no poder asistiros.

Kaz trajo su caballo, el mayor de cuantos cabalgaban. Una vez se hubo acomodado Huma en la silla, le azuzó a partir.

* * *

Oyeron el estruendo de las armas antes de arribar al enclave donde el minotauro había dejado a los otros. El joven soldado presumía que lo que había divisado desde el plano etéreo era un ataque abierto, pero se equivocaba en esta apreciación: la Guardia Tenebrosa, más artera, había tendido una emboscada a Magius y Buoron.

Una luz radiante iluminó el panorama y Huma vislumbró un perfil metálico, azabache, que se estrellaba contra un árbol. Los dos viajeros todavía vivían, todavía tenían agallas para contraatacar. Sus refuerzos serían oportunos.

El caballero no esperó hasta que su cuadrúpedo aminorase el galope, soltó los estribos y se catapultó, haciendo una pirueta en el aire para suavizar el encuentro con el suelo. Entretanto, Kaz desligó su propia hacha y, con la universal consigna de «¡A por ellos!», se mezcló en la refriega.

El hechicero estaba acuclillado en la carreta, desde donde ponía a raya a los miembros de la siniestra patrulla mediante sortilegios de poca intensidad. El soldado de la barba ergothiana, por su parte, se había apostado detrás del vehículo y repelía con métodos puramente bélicos a los guardianes que les cercaban a ambos. Sin embargo, el círculo se estrechaba.

Huma mató de un intachable sesgo al primero que osó retarle, y fue en busca del siguiente. Al rasgar la atmósfera el clamor de sus aceros, el joven oyó un aullido muy cercano, inequívoco y aterrador por lo que significaba. Había allí mismo un lobo espectral.

La bestia, sinuosa y veloz, se encaramó al carro. A Bouron no le pasó inadvertida su presencia, si bien en aquel momento estaba monopolizado por dos guerreros pertinaces. Lívido y demacrado, el mago tuvo que prescindir de él y hacer frente al lobo. Recitó las palabras de un conjuro ígneo, pero este último chisporroteó y se evaporó antes de hacer blanco. El encantador comenzaba a flaquear.

El espectro ambulante. —Galán Dracos, puesto que suyo era el cerebro que le alimentaba— rio con despiadada ironía. Huma consiguió poner fuera de combate al guerrero y trató de socorrer a su amigo, pero le cortaron el paso otro par de energúmenos y hubo de limitarse a observar desvalido cómo los sanguinolentos ojos de la criatura centelleaban y, a través de ellos, el renegado desencadenaba un encantamiento propio. El soldado no discernió lo que ocurría luego, pero cuando se disiparon los vapores la efigie de Magius se recortó intacta. Las Dragonlances lo habían custodiado de las demoníacas facultades de Dracos. El lobo se encogió en un rincón; era patente que su amo no había previsto aquel revés.

La pasajera conquista no se reflejó en un vuelco positivo. Los sujetos que acuciaban al caballero lo obligaron a retroceder, y Kaz fue violentamente desmontado de su corcel. De pronto, un incorpóreo rayo surgido de la nada se arqueó frente a ellos en forma de un portal, de un acceso, según lo calibró el luchador solámnico, lo bastante amplio para admitir el carromato. Empuñando aún la espada, el joven reiteró sus amenazas contra quienes lo obstaculizaban.

Uno de los componentes de la Guardia Tenebrosa saltó sobre Magius, que se volvió justo a tiempo y lo fulminó con un relámpago mágico. El lobo espectral había desaparecido.

Uno de los contrincantes de Huma incurrió en una leve negligencia, que le costó la vida; el otro no cejó, aunque se leía en su semblante que era presa del pánico. Mientras tanto, se arracimó en torno a la carreta un número creciente de patrulleros. En cuanto a Buoron, se lo había tragado la tierra.

Otras dos figuras negras treparon a la plataforma de las lanzas, si bien esta vez el hechicero no fue lo bastante rápido. Uno le atenazó los brazos e inmovilizó toda su persona, y el segundo se apoderó de las riendas. Su destino era sin duda el portal, ya que guió a los caballos en aquella dirección y, además, también sus compinches habían empezado a retirarse hacia el portento. Su objetivo último era la ciudadela de Galán Dracos.

Subió al carro un tercer esbirro del pulverizado Crynus y Huma, que había zanjado en su favor la lucha personal, fue hacia ellos con toda la furia que atesoraba. Una sombra blanca, fantasmal, se interpuso en su camino, pero su propósito primordial era cruzar el acceso y ni siquiera miró al caballero.

Pese a hallarse a escasos metros del embrujado arco, el que hacía de carretero titubeó al parpadear el evanescente contorno de éste. Los caballos se desmandaron y el último de los guardianes fue a controlarlos, segundos antes de que el soldado solámnico se interfiriera en sus dominios. En el momento en que bajaba el recién incorporado Magius, en un arrebato insospechado, se liberó de las garras de su aprehensor, extendió la mano sobre la visera y lo cegó mediante un pequeño estallido. El otro, pillado por sorpresa, se tambaleó; pero el efecto deslumbrador era efímero y el mago, sabedor de que se recuperaría de inmediato, hizo acopio de sus ya exiguas energías para neutralizar al conductor. No le quedaba poder arcano, y físicamente nunca destacó, así que hubo de arrastrarse hasta su víctima y rodear su garganta con un brazo fláccido. Detuvo el avance del vehículo, si bien ambos se descolgaron.

Ajeno a las peripecias que vivían los ocupantes del carromato, uno de los siniestros centinelas gritó unas palabras ininteligibles y se aceleró el repliegue general.

Desquiciados por la conmoción, los caballos echaron de nuevo a andar. Huma, que para entonces ya estaba a su nivel, asió las riendas a fin de frenarlos. Los animales protestaron ante sus órdenes y Kaz, siempre intrépido, se plantó delante de sus cascos y los retuvo por las bridas con una firmeza que ningún humano habría igualado. El caballero aguardó hasta que el minotauro hubo sofocado los últimos brotes de rebeldía, se instaló en el pescante y dio las gracias al grandullón.

La línea arqueada que delimitaba el portal fluctuó hasta fundirse.

Alguien gimió en la zona posterior del carro. El paladín de la Corona dio un respingo y se puso en pie con el arma presta, pero contuvo su arranque un aguijonazo en su pierna izquierda. Un somero reconocimiento reveló un tajo alargado y sangrante, probablemente infligido por un filo hostil durante la sarracina.

El hombretoro llegó antes junto al sufriente. Era Buoron, que yacía con medio cuerpo sepultado a escasa distancia de la rueda. Tenía un brazo bañado en sangre y surcaba su rostro un impresionante corte, tan compacta su savia que al coagularse había borrado su visión.

—¿Son graves tus heridas? —indagó Huma.

—Me escuecen los ojos y temo que ningún escultor me solicitará como modelo, pero lo único que me duele de verdad es el brazo. Por suerte no ha sido el de la espada, pues ha quedado transitoriamente inutilizado.

Mientras el caballero describía su estado, Kaz se puso manos a la obra. Trató con destreza los puntos más delicados y, aunque su propia piel era un mapa de moretones y arañazos, no parecía preocuparse en absoluto por su bienestar.

Al ver tan bien atendido a su hermano de Orden, el otro soldado fue a inspeccionar la parte frontal del vehículo. Examinó la franja de terreno más próxima, se asomó a la otra sobre las tablas y se paralizó.

¿Dónde estaba Magius? Desdeñando sus molestias, el joven se entregó a un registro exhaustivo de las inmediaciones. Volteó los cadáveres, todos reconocibles por el símbolo negro de Takhisis, e identificó asimismo a los pocos que habían sucumbido a los hechizos de su viejo amigo, en su mayoría carbonizados o desfigurados. Del mago no había rastro.

En el sotobosque, el soldado divisó una varita que sobresalía bajo los despojos de uno de los guardianes. Caminó hasta ella y la recogió.

La superficie de madera se estremeció, dándole un susto de muerte. El pasmo cedió a la fascinación al ensancharse y estirarse el perímetro externo, un proceso de expansión que no se interrumpió hasta magnificarse la estaquilla en un cayado de gran tamaño.

Era el Bastón de Magius. Dado que el hechicero nunca se separaba de él, y que el inefable objeto estaba debajo de donde se irguiera el portal, Huma hubo de concluir que su compañero había caído en manos de Galán Dracos.