El traslado de las Dragonlances
—¿Te ha mandado llamar Gwyneth?
El Dragón sacudió su cabeza en señal de asentimiento.
—Hace mucho tiempo, fue en esta región donde vi la luz. Todavía la frecuento, forma parte de mi deber y de mi destino montar guardia en espera del día en que las Dragonlances sean reveladas al mundo.
—¿Cómo fue vuestra reyerta contra la oscuridad? —inquirió Huma, recordando la funesta jornada en que avistó a las escuadras de reptiles a punto de ser absorbidas por las tinieblas. Desde entonces le quedó la incertidumbre sobre la suerte que correrían.
—Fuimos vencidos —contestó la hembra, con una amargura que nada distaba de la humana—. Aquélla invasión mágica no fue sólo obra de los renegados; también sentimos la presencia de los Túnicas Negras, aunque por algún motivo ignoto estaban reacios a involucrarse, y de alguien más. Tan pernicioso y maligno era aquel ente diabólico, que dos de los nuestros perecieron en el acto debido a las emanaciones de su poder. Nuestras sospechas se confirmaron frente a una influencia tan letal: Takhisis en persona ha venido a Krynn.
Los tres oyentes quedaron anonadados. El minotauro movió la boca sin acertar a articular las palabras, Magius empezó a menear tercamente la cabeza como si así pudiera negar los hechos y, en cuanto al caballero, se petrificó, parapetado tras una anodina expresión que enmascaraba su terror y angustia. Si la Reina presidía la ofensiva, prescindiendo de sus delegados, todo se había perdido.
¿O era prematuro el pesimismo? El soldado solámnico evocó la visión del jinete de platino que había derrotado a la negrura con la gloriosa Dragonlance.
El joven se anticipó a los otros y atajó cualquier comentario mediante un cortante aserto:
—Tenemos unas armas portentosas. Hay que conservar la esperanza.
El minotauro mostró su desacuerdo mediante un callado gesto, mientras que el hechicero escuchó sin un pestañeo. El Dragón, por su parte, dirigió a Huma una cálida mirada, complacido ante sus reacciones.
El viento arreciaba, y a ninguno de los compañeros le entusiasmaba la perspectiva de exponerse a sus rigores. No iban a permanecer en aquel pico ni un minuto más de lo indispensable; necesitaban alimento y reposo.
—¿Dónde están las lanzas? —indagó el caballero.
—En las estribaciones, con los caballos. Quizá podría cargarlas todas a mi grupa, pero si lo hiciera su peso entorpecería mi capacidad de maniobrar y remontarme en el aire. Opino que debo mantenerme ágil en previsión de una emboscada durante la ruta.
Al emprendedor soldado se le ocurrió una idea. Antes de ponerla en práctica, no obstante, juzgó oportuno arengar a sus amigos.
—Kaz y Magius —reclamó su atención—, he decidido que os ocupéis de los caballos, pero, dado que no congeniáis, debéis prometerme primero que trabajaréis juntos. ¿Puedo confiar en vosotros?
El hombretoro ojeó airado al hechicero que, una vez liberado de su culpa, recobraba a pasos agigantados su arrogancia, y por consiguiente le devolvió la mirada con similar hostilidad. A pesar de todo, era evidente que aunarían sus esfuerzos en una causa que primaba sobre sus respectivas mezquindades. Convencido de que así sería, Huma continuó hablando, ahora al animal.
—Una silla se ceñía a la estatua de la cámara de las Dragonlances, de tal naturaleza que permitía al jinete equilibrar y gobernar la espada. Desearía elaborar una imitación de aquel arnés para, con tu consentimiento, cabalgar sobre ti bien armado y defender al grupo si somos agredidos.
El leviatán reflexionó en postura erguida, y al fin accedió.
—Una excelente ocurrencia. Debo informarte que poco después de llegar a la cordillera divisé a uno de los lobos espectrales de Galán Dracos y me apresuré a darle muerte, lo que significa que el renegado sustituirá el chacal por otro de sus lacayos, el Señor de la Guerra, ordenándole que te aniquile a la más mínima oportunidad. —Extendiendo sus largas garras, el reptil agregó—: No me disgustaría enfrentarme de nuevo a esa obscenidad llamada Charr, son muchos los hermanos que han caído a manos de ese Dragón Negro y Crynus, su inseparable compinche.
Establecida su predisposición a la lucha cruenta contra el enemigo, la monumental criatura desplegó las alas, se izó unos metros con gran suavidad y fue a posarse en un espacio lo bastante hundido para quedar casi a nivel de los tres aventureros.
—Vamos, subid e instalaos. Os transportaré hasta las lanzas, si bien debo advertiros que las corrientes son traicioneras entre los desfiladeros y tendré que hacer numerosas piruetas.
En cuanto sus monturas se hubieron afianzado sobre sus escamas, el animal volvió a extender las alas y se lanzó a volar. Al principio descendió tan en picado que los viajeros tuvieron la sensación de que la tierra se elevaba a su encuentro, aunque no tardó en zambullirse al tomar el titán la altura que precisaba para estabilizarse.
Mientras planeaban, Huma examinó la cumbre que acababan de dejar. ¡Habían ocurrido en su seno tantas cosas que nunca comprendería! Ni siquiera había escalado la cima como imaginaba, todavía se imponía al enclave una tercera parte del poderoso gigante.
Debajo, el mundo seguía envuelto en su sudario de brumas. Al traspasar el mullido tejado de Ansalon, el caballero se estremeció y oró para que, consolidando sus victorias en la montaña, la suerte lo acompañase en los desafíos futuros.
* * *
—Ahí están.
El Dragón Plateado señaló un punto situado en la ladera sur. En efecto, el soldado miró donde le indicaba y vislumbró a los equinos y un carromato. Su colega reptiliano había hecho los preparativos para el difícil periplo.
Kaz no se atrevió a discutir hasta que hubieran aterrizado, pero tan pronto se sintió en terreno firme no vaciló en explayarse.
—¡Ésos caballos no arrastran el carro; es una insensatez pensarlo siquiera! Han sido entrenados para el combate, no son bestias de tiro.
—Harán lo que buenamente puedan —replicó el majestuoso leviatán.
Huma, mientras tanto, se entregó con ahínco a la ejecución de su proyecto. Provisto de una daga que hubo de pedir prestada al minotauro —la suya yacía sepultada en el laberinto subterráneo—, cortó la sección redondeada de su silla de montar de modo que ésta se acomodase a la espalda de su nueva cabalgadura, mucho más ancha que la de un caballo. Como las cinchas no se unirían bajo el vientre de un ser tan voluminoso, alargó los extremos mediante tramos de cuerda. Afortunadamente, la piel del reptil era más resistente y dura que la de los cuadrúpedos, así que los nudos y la textura áspera del material añadido no le producirían irritaciones.
Poco pudo hacer el soldado para improvisar el eje sobre el que debía pivotar la lanza. Tuvo que conformarse con vaciar el centro de la perilla de manera que el arma se apoyase en algo y, acto seguido, ató la Dragonlance a sus correas y la probó. Hacia la izquierda la movilidad era amplia, aunque en el otro lado quedaba trabada. Satisfecho de que al menos funcionara, sacó la pieza de su ajuste y sometió su ingenio a la aprobación del alado guía. Éste último revisó el peculiar diseño antes de aceptarlo.
—La silla que vi —explicó el humano— era muy parecida a las de nuestros caballos, aunque he tenido que acoplar la del mío a tus proporciones. El auténtico problema estriba en la base en la que debe asentarse el arma, ya que la de la escultura era giratoria y ofrecía un juego mucho mayor. Por desgracia, carezco de tiempo y de herramientas, el único encaje que puedo crear con medios tan precarios es el de limar el pomo. No he sido muy habilidoso —se reprendió a sí mismo, espiando su labor de artesanía.
—Será suficiente —lo tranquilizó la criatura reptiliana.
Mientras Huma perfeccionaba su invento, Magius inspeccionó la carreta. No le apetecía en lo más mínimo trasladar las lanzas en un carro a lo largo de montes y valles hasta el alcázar de Vingaard, suponiendo que la ciudadela solámnica estuviera todavía en pie, y resolvió vocalizar sus reticencias a quienes le rodeaban.
—Todo esto es un despilfarro de energía. Yo puedo teleportar los pertrechos en un abrir y cerrar de ojos.
El hechicero volvió las palmas hacia el cielo y entonó un cántico. Al percatarse de sus intenciones, el caballero soltó el arnés en el que laboraba y exclamó:
—¡No lo hagas!
Demasiado tarde. El hechicero completó su sortilegio… y nada sucedió, salvo que se incrementó el brillo de las Dragonlances. Magius auscultó de hito en hito el carromato y sus manos, como si ellas fueran las responsables del fracaso, a la vez que Kaz estallaba en estridentes carcajadas.
—¡Nunca más ensayes tus encantamientos con estos objetos! —reprendió el soldado a su viejo colega, prácticamente a gritos—. Considérate afortunado porque son impermeables al que has invocado; prefiero ignorar lo que habría pasado de aplicarles uno de mayor alcance.
Poco después del incidente, el joven anudó la silla a la grupa del Dragón. Los cortes que había practicado en la zona curvada tuvieron la virtud de aplanarla y ensancharla, y las cinchas se apretaban sin presionar en exceso la carne. Concluidas las operaciones iniciales, el caballero separó la lanza original de las otras y, con la ayuda del minotauro, la ligó al flanco izquierdo de la perilla procurando que quedase holgada.
Se distribuyeron las funciones de tal suerte que el mago hiciera de carretero y el hombretoro montase el equino sobrante a guisa de escolta. Encima de sus cabezas, Huma y el reptil serían exploradores y guardianes.
Antes de trepar sobre la espalda del titán, el soldado oteó el distante pico y le susurró:
—¿Qué ha sido de Gwyneth?
—¿Tanta estima le profesas? —le sondeó su interlocutor al captar la nota de anhelo que ribeteaba su pregunta.
Aunque, como él mismo admitía, no era el mejor juez de sus propias emociones, Huma trató de describirlas.
—Nuestra amistad es reciente, y nuestros encuentros esporádicos, pero nunca antes había conocido tan bien a otra persona. Es como si fluyera entre ambos una marea que nos une, que nos identifica. ¿No vendrá con el grupo?
El animal de escamas de plata abrió sus cinceladas mandíbulas, se paralizó y cambió ostensiblemente de idea sobre lo que se aprestaba a responder.
—Tiene que atender a otros quehaceres. Lo más probable es que te tropieces con ella cuando menos lo esperes.
No era aquello lo que el soldado ansiaba oír, si bien también él había de cumplir su misión: la hermandad precisaba de las lanzas y cualquier demora podía ser fatal.
—Quizá coincidamos en el camino con algunos de mis parientes —apuntó el animal—. Si es así, llevaremos todas las piezas por el aire y ganaremos mucho tiempo.
El caballero se enderezó, tanteó la resplandeciente Dragonlance, que se adaptaba a su mano cual si se la hubieran tallado en exclusiva, y ordenó:
—Partamos.
* * *
Una figura solitaria, a horcajadas sobre una macizo alazán guerrero, los aguardaba en las inmediaciones de la cordillera. En lontananza como estaba no podía discernirse si era aliado o contrincante, por lo que Huma, dada la posición ventajosa que le brindaba el hecho de surcar los planos etéreos, se adelantó en un vuelo raso y veloz para investigar. Al aproximarse la pareja, el personaje levantó la mano y los saludó. El caballero lo identificó al instante.
Buoron contempló con las pupilas dilatadas al argénteo coloso mientras se posaba frente a él, y al jinete que, cubierto por el uniforme de su entidad, enarbolaba una espectacular lanza lista para ser utilizada.
—¿Huma? —quiso cerciorarse.
—Hola, Buoron. ¿Qué haces aún aquí? ¿Acaso traes noticias de la plaza fuerte?
—No —lo desengañó enseguida su barbudo compañero. He permanecido aquí por si requerías mis servicios.
La fe de su hermano de Orden conmovió al aventurero.
—Agradezco tu perseverancia, hermano. Regresamos a Solamnia. Me temo que sólo haremos una breve estancia en tu guarnición, para recoger provisiones.
—No hay por qué desviarse. Entre mis alforjas y esos grandes sacos —anunció el otro caballero, estirando el índice hacia su corcel—, guardo suficientes abastos para cuatro personas durante una semana. Los animales tendrán pasto abundante en los verdes campos, y os mostraré torrentes de límpido caudal.
—Hablas como si fueras a unirte a la expedición. Aprecio en lo que vale tu ofrecimiento, pero debo recordarte que las consecuencias podrían ser desastrosas.
—No te precipites en tus conclusiones —rezongó Buoron, aunque no se borró su sonrisa—, el comandante Taggin me ha autorizado a viajar a Solamnia. Más que eso, me ha designado para presentarme como emisario al alto mando y, amén de informar acerca de nuestras actividades, averiguar si hay alguna empresa que Trake, el Gran Maestre, quiera encomendarnos.
—Trake ha muerto. El coronel Oswal es ahora el máximo dignatario.
—¿Cuándo falleció?
Un temblor en los labios de Huma, síntoma de incertidumbre, le impidió referir los eventos en los que había intervenido. ¿Y si eran falaces?
—Te lo contaré todo en una ocasión más propicia —se escabulló—. Si eres libre de sumarte a la comitiva, no creo que mis acompañantes pongan ningún reparo.
—El minotauro y el mago, claro —balbuceó el otro, ceñudo como si acabara de verificar un mal presagio.
—Es evidente que contabas con ellos puesto que les procuras víveres —se disgustó el caballero itinerante—. Además, se han comprometido a colaborar.
—Tienes razón. Disculpa mis resquemores.
Kaz y Magius aparecieron en aquel preciso momento. Huma fue a recibirles y les transmitió la nueva de que su colega de hermandad se había integrado en sus filas: el hombretoro lo acogió como un guerrero más, sin reservas, mientras que el hechicero vio en él a un adjunto que debía ser tolerado.
No avanzaron mucho aquella jornada. Aunque los caballos de acción reemplazaron más que dignamente a los de carga, su agotamiento se hizo palpable a medida que transcurrían las horas y, al fin, el Dragón y su montura tomaron la delantera a fin de supervisar los bosques circundantes en busca de un emplazamiento donde acampar.
Un rato después, cuando ya estaban aposentados, el joven cabecilla aguzó alarmado el oído al percibir un ruido en la distancia. Era vago, quedo, pero inconfundible. Se arrimó a Buoron, y murmuró:
—¿Hay muchos lobos en esta comarca?
—Bastantes —aseveró el otro, encogiéndose de hombros—. Aparte de nosotros, no hay apenas vida civilizada o, al menos, no en los aledaños de la fortificación. Presumo —se burló— que los elfos discreparían de este planteamiento. Pero ¿por qué lo preguntas?
—Por nada. Últimamente tengo los nervios a flor de piel.
Al amanecer, una vez Kaz y Buoron se hubieron colocado a ambos flancos de la carreta, la caravana se puso en marcha. El Dragón Plateado se elevó a gran altura, ya que por ahora el caballero del puesto ergothiano, familiarizado con el territorio, haría de cicerone. A medida que se adentraban en la espesura crecía el desasosiego de Huma, porque en algunos tramos las copas de los árboles formaban una masa infranqueable. Su privilegiada atalaya de poco le servía en tales circunstancias y, peor aún, debido a los pertrechos sus compañeros habían de ceñirse a las sendas trilladas y más expuestas.
Tan obsesionado estaba el soldado en mantener contacto visual con el cortejo pedestre, que descuidó su propia integridad. Tampoco su cabalgadura reparó al principio en los asaltantes que se cernían desde arriba.
El humano se agarró a la silla unos segundos antes de que unas zarpas aéreas, agresivas, intentaran arrancarle de la grupa de su alado animal. Fallaron por muy poco.
Rasgó el aire un alarido fiero y se perfiló ante los ojos de Huma la desmesurada anatomía de un Dragón Rojo, en el momento mismo en que su reptil se arrojaba en plomada hacia la alfombra vegetal. Pasado el vértigo, el soldado detectó a dos colosos de escamas carmesí.
El ejemplar argénteo no titubeó cuando su jinete pronunció las órdenes pertinentes. Trazó un círculo completo en derredor del enemigo y, de frente, acometió. Mientras, el joven había manipulado la Dragonlance hasta ponerla en ristre.
Ambos animales actuaban bajo el mandato de criaturas armadas pertenecientes, según registró el caballero gracias a sus corazas de ébano, a la Guardia Tenebrosa. También los adversarios dibujaron sendos arcos para arremeterles, sin embargo, y se difuminó cualquier pensamiento que pudiera distraerlo de la batalla al bravío luchador.
Dio unas palmadas en el costado izquierdo de la hembra, y ésta se abalanzó contra el monstruo que encabezaba la escuadrilla.
Tan deprisa se insertó la Dragonlance en la bestia colorada, que la de escamas de plata estuvo a punto de ser arrastrada a tierra al no conseguir desasirse. El guerrero que montaba al leviatán moribundo incluso intercambió unas estocadas con Huma, aunque tuvo que resignarse a hender el vacío al ser extraída la punta y precipitarse hacia los bosques.
El segundo rival, que había asistido al breve encontronazo desde un plano superior, cayó raudo sobre el aún desequilibrado dúo con el propósito de atrapar al jinete y la lanza, catapultándolos a ambos al espacio. Mas el Dragón hembra, en un alarde de estrategia, retrocedió en una fracción de segundo de tal manera que el Rojo, en vez de atenazar a su proyectada víctima, hubo de hacer un confundido alto delante de sus contrincantes.
Algo gritó el esbirro de Crynus. En respuesta a sus voces el espécimen purpúreo siguió descendiendo, pero dudó más de lo debido y recibió el impacto del arma enemiga. Desgraciadamente, la cabeza de la lanza tan sólo atravesó su caparazón exterior, si bien el reptil del caballero fracturó el ala izquierda de su perverso congénere al deslizarse sobre él.
El individuo que patrullaba los cielos con la fiera encarnada embistió, en un abrupto giro, al gigante argénteo, y su espadón practicó un tajo transversal en el hocico del contrario. El corte fue hondo, y demostró que el miembro de la Guardia Tenebrosa no estaba tan indefenso como el paladín de la Corona había inferido.
El reptil rojo se retiró, maltrecho el correoso apéndice.
No obstante, cuando el soldado empezaba a respirar volvió a la carga más salvaje que antes, en una línea aserrada que lo desconcertó. Como si su apuro no fuera lo bastante serio, se agravó más aún al cruzar el cúmulo otros dos dragones. Uno era del mismo color que el que los acosaba, el otro poseía unas dimensiones mucho mayores y presentaba una uniforme tonalidad azabache.
El ejemplar negruzco rugió desabrido, no a Huma y su acompañante sino al secuaz que había sufrido el castigo de este último. El interpelado ignoró la llamada, tan concentrado estaba en vengarse.
Para sorpresa de todos, el Dragón Negro —era Charr, como por otra parte cabía sospechar— escupió un terrible chorro de líquido. El jinete al que iba destinado, su propio aliado, sólo tuvo opción de verlo venir.
El fluido engulló al guardián y su reptil, que explotaron en una bola de fuego ante el asombro del caballero. Había bañado en ácido a su colega, había destruido a uno de los suyos para reservarse el placer de saldar cuentas con el luchador solámnico y la portentosa hembra. Quería matarles a ambos como represalia por los daños que le infligieran a él y a su amo, Crynus. Los restos de los desintegrados esbirros del Mal se dispersaron en cenizas.
El Rojo superviviente quedó en la retaguardia mientras Charr y la enhiesta figura que lo cabalgaba, el Señor de la Guerra en persona, acechaban a la pareja que les había humillado en el pasado. Huma era consciente de que en esta segunda confrontación el combate no se zanjaría hasta que uno feneciese.
El soldado dio una fugaz ojeada al paisaje boscoso donde, como temía, salpicaban los claros más despejados unas sombras que despedían destellos metálicos. Era la Guardia Tenebrosa. Al no atisbar ningún indicio de sus compañeros ni del carromato el joven suplicó a Paladine que los amparase, pues él apenas podía protegerse a sí mismo.
Como corroborando tan negros pensamientos, Charr inició su embate.
—Prepárate, Huma —le avisó la hembra—. Me propongo utilizar un par de argucias que conozco, pero la Dragonlance encarna nuestra única esperanza de aniquilar a esa abominación de una vez por todas.
Los dos titanes lucharon por la supremacía. Se elevaron en interminables escaramuzas sin que la balanza se decantara en favor de ninguno hasta que, desazonado, el caballero notó unos temblores en la piel de su animal al inhalar éste una larga bocanada. ¿Se estaba agotando? Charr así lo creyó, y esbozó una sonrisa de triunfo.
De repente, el reptil grisáceo liberó por su boca una bruma de contorno triangular que aprisionó los cuartos frontales de su siniestra contrafigura. El agredido se congeló en pleno vuelo y empezó a desplomarse.
—¡Huma! —invocó el Dragón Plateado a su montura—. No lo he sometido del todo, y anida en sus entrañas una inquebrantable fuerza de voluntad. Hay que rematarlo antes de que se recupere de la parálisis.
Mientras hablaba, rectificó el rumbo para lanzarse como un proyectil viviente. El humano se aferró a la silla con una mano, la Dragonlance en la otra, y se afianzó a la escamosa cerviz valiéndose de las piernas. De no haber adquirido una experiencia en aquel tipo de monta, de no haber superado pruebas dificultosas, se habría desmayado ya en la fase inicial del altercado.
Antes de que llegaran hasta él, con un impulso que debía desafiar a las leyes de la gravedad, Charr dio señales de vida. Aminoró el ritmo de su caída y Crynus, todavía erguido, blasfemó y meció su hacha en dirección de Huma y su fiel amigo. El leviatán inclinó despacio la cabeza, y un instante después los dos animales se enzarzaron en una encarnizada lucha.
La Dragonlance picó el hombro del Dragón Negro, haciendo manar la sangre a borbotones.
Los dos reptiles se estudiaron, se entrechocaron y se eludieron, de tal suerte que sus respectivos jinetes no podían entrar en acción. Al fin, cuando se acercaron lo bastante, el caballero fue a desenvainar su espada y se dio cuenta de que el peso de la lanza obstaculizaba sus movimientos. El Señor de la Guerra, en cambio, no tenía ningún impedimento y descargó con su arma un golpe que no abolló por un palmo el yelmo del soldado.
Las criaturas aladas estaban tan ensangrentadas que no podía diagnosticarse quién se hallaba en inferioridad. Los cuellos de ambas exhibían docenas de cortes, mordeduras y llagas. Charr tenía desgarrado el pecho, pero una de sus incursiones en el apéndice derecho del otro había hecho jirones su membrana inferior.
La herida del hombro, y la que previamente había menoscabado su ala, empezaron a hacer su labor en el organismo del litigante negro. Relajó un poco su guardia, y el Dragón Plateado lo asedió con una cruel andanada de zarpazos al mismo tiempo que la Dragonlance, siempre presta, azuzaba la zona que ya había socavado.
Desesperado, el exponente del Mal tragó aire. Huma, temeroso de que su acompañante no advirtiese la estratagema, lo espoleó. El reptil introdujo su hocico debajo del de Charr, obediente a las indicaciones del soldado o a su propia iniciativa, y le obligó a cerrar las ya entreabiertas fauces. La corrosiva vaharada que el malvado se disponía a expeler fue así entorpecida e invertida. La bestia se convulsionó, asfixiándose y ardiendo.
El frenesí del dolor le empujó a hundir sus garras en el torso grisáceo, antes de que cesara de volar por haber interrumpido sus funciones vitales sus abrasadores jugos y la falta de oxígeno. Sea como fuere, los cuatro combatientes comenzaron a precipitarse.
—Mis alas quizá lo amortigüen, mas vamos a darnos un espantoso batacazo —preconizó el coloso argénteo—. Haré cuanto pueda para actuar como colchón.
Crynus, entretanto, perseveraba en sus lances sin que pareciera afectarle su inminente destino. Dado que el viento se interfería en la consecución de sus designios, en un arranque de ira o de locura se desabrochó las correas que aseguraban su cuerpo a la silla y saltó al abordaje. No llegó nunca a pisar el lomo de la hembra, fue succionado por una ráfaga y se desvaneció sin ni siquiera gemir.
Huma contempló los vaivenes de la ridícula figura en que se había convertido el Señor de la Guerra antes de que se diluyera del todo en la espesura. No entendía que alguien tan poderoso fuera presa de semejante demencia.
Los árboles, flexibles sus troncos, se alargaron para acogerles. De súbito, Charr se desprendió de su inveterado enemigo y éste trató de remontar. Demasiado tarde, se zambulleron con estrépito en un mar de verdes ramajes.