Paladine, el jinete de platino
—¿La… qué? —se hizo repetir Huma, mirando, confundido, al corpulento herrero.
—La Dragonlance. ¿Eres tú, por fin, el elegido?
Las facciones enaniles del coloso se comprimieron en una mueca de franca ansiedad, estrechó los ojos en espera de una respuesta y sus labios de elfo se estiraron en una fina línea a través de una fisonomía básicamente humana. Las otras características, aquella indefinible mixtura, le conferían una apariencia temible y atractiva a un tiempo, que no tenía parangón en ninguna raza concreta.
—Me he enfrentado a los desafíos, o así lo ha afirmado el hombre gris.
—Eso dijo, ¿eh? ¿Venciste incluso al viejo Wyrmfather? Sí, supongo que lo hiciste —agregó el herrero sin aguardar contestación—, porque en los últimos días ha estado muy callado. Resulta extraño no oírle despotricar y rugir. No recuerdo ninguna época de su existencia en que estuviera tan silencioso. No me queda otro remedio que adaptarme.
—¿He satisfecho todos tus requerimientos? —indagó el caballero.
Aunque no había recobrado la confianza, el sentido de la dignidad le inducía a disimular su turbación.
—Desde luego —musitó el forjador, más para sus adentros que dirigiéndose al visitante—. Desde luego.
Hubo un intervalo de silencio, que interrumpió el gigantesco artesano con una risotada sonora, espontánea.
—¡Gran Reorx, creía que nunca llegaría esta ocasión! Me entusiasma la idea de que examine mi trabajo una persona preparada para apreciarlo. ¿Sabes cuántos lustros hace que no hablo con nadie que posea esa capacidad?
—¿Y ellos? —se atrevió a insinuar el soldado, extendiendo el índice hacia las espectrales figuras que se siluetaban detrás del herrero. De todos modos, no daban muestras de haberse ofendido.
—Son mis ayudantes. Forma parte de su obligación elogiar mis creaciones, aunque nunca entenderían la auténtica utilidad de la Dragonlance como podría hacerlo un Caballero de Solamnia. ¡Paladine, mucho has tardado en escuchar mis ruegos! —se lamentó el grandullón, y los ecos de su voz se perdieron en las cámaras vecinas.
Se extinguió de repente la nota apasionada de su voz, para adoptar un tono más grave. Huma no dejó de percatarse de que los cambios de humor de aquel sujeto eran tan abruptos como únicos sus rasgos.
—Olvidaba las normas más elementales de la cortesía —se disculpó el anfitrión—. Soy Duncan Ferrugíneo, maestro herrero, armero y pupilo del dios Reorx. He languidecido a medida que pasaban los años sin que te personases, hasta desesperé en algunos momentos de que pusieras jamás los pies en este recinto. Debería haber imaginado que mis superiores no me defraudarían.
El voluminoso personaje ofreció su mano al recién llegado, quien la estrechó sin pensar y se halló en contacto con una pieza de cálido metal. Al darse cuenta de la azorada perplejidad del joven, el apellidado Ferrugíneo explicó:
—Fue Wyrmfather quien me mutiló así, arrancándome el brazo cuando no era más que un muchacho atolondrado. Me dolió mucho entonces, no voy a negarlo, pero también es cierto que luego no lo añoré. Un apéndice metálico funciona mejor que los de carne y hueso, tanto que a menudo he anhelado tener todo el cuerpo de este material. Por ejemplo —ilustró su parrafada y, de paso, volvió al tema principal—, sin mi extremidad de plata habría carecido de la fuerza y resistencia necesarias para moldear el alcamor de dragón en una bellamente templada Dragonlance.
De nuevo pronunciaba aquella extraña palabra. Intrigado, el caballero le interrogó de manera más directa.
—¿Qué es la Dragonlance? Puesto que es el premio que merecen mis acciones, me gustaría verla.
—¿No te la he mostrado? —se escandalizó Duncan de sí mismo, y se llevó la mano a la cabeza sin hacer caso del hollín que la cubría—. ¡Claro que no! Siempre fui un despistado. Sígueme, contemplaremos juntos un portento que encarna algo más que mi habilidad y tu valor.
El herrero se volvió y enfiló un pasillo que conducía a las honduras más negras de la sala. Los cuatro asistentes se apartaron frente al maestro y al luchador humano, disolviéndose de tal manera en la negrura que Huma, al acercarse a los lugares que ocupaban, no vislumbró sino varios pares de ojos que se perdían en lontananza a través de él, como si fuera traslúcido.
Ferrugíneo, unos metros delante del viajero, silbaba una melodía que guardaba una vaga semejanza con el himno marcial solámnico. Éste hecho hizo que el soldado se relajara, si bien no pudo por menos que lucubrar sobre la relación que existía entre su cicerone y la hermandad y, de haberla, a qué período se remontaba. Tras vivir tantas peripecias, al joven no le habría sorprendido despertar en su camastro del alcázar de Vingaard y descubrir que todo había sido un sueño.
Alcanzaron una puerta, y el monumental forjador se detuvo para anunciar:
—A partir de aquí continuarás sin mí. Tengo mucho que hacer, alguien se encargará de guiarte al mundo exterior y al lado de tus amigos.
«¿Amigos?». Huma estaba estupefacto. ¿Cómo podía Duncan conocer la presencia en las montañas de Kaz y Magius? Y, en cuanto a la enigmática Dragonlance, ¿no le había propuesto sólo unos minutos antes acompañarlo hasta ella?
—¿Cómo encontraré esa preciosa obra de la que tanto te enorgulleces?
—No te preocupes por eso, mi buen caballero. Es inconfundible, la identificarás con sólo verla.
—¿Dónde…?
El paladín de la Corona empezó a formular otra pregunta, pero se interrumpió al no distinguir sino vacío aire a su alrededor. Giró la cabeza en la dirección de donde procedían y, al no atisbar nada más que oscuridad en lugar de un herrero en retirada, decidió ir en su busca. Sin embargo, tuvo que desistir al retroceder unas zancadas y embadurnar su rostro las hebras de una telaraña de tamaño y grosor increíbles.
Tras escupir la parte de la nauseabunda sustancia que se había adherido a su boca, estudió el entretejido. Era añejo, la culminación de numerosas generaciones de incesante labor. La alfombraba una tupida capa de polvo, y sus extremos envolvían herramientas oxidadas, espadas, desvencijados equipos metálicos que sus usuarios habían abandonado mucho antes de que él naciera.
«No puede ser. ¡Acabo de recorrer este corredor!».
Cortó el hilo de tales pensamientos una idea desazonadora: ¿Qué araña necesitaba una tela de tan enormes dimensiones?
Con la vista fija aún en el obstáculo, el caballero regresó junto a la puerta y tanteó su superficie. El picaporte, dentados sus bordes a consecuencia del desgaste, sólo colaboró después de que librara con él una dura batalla. Cedió al fin la hoja, levantando una nube polvorienta, y Huma entró despacio, en actitud reverencial, en el salón que cobijaba a la Dragonlance.
* * *
Lo primero que llamó su atención fue un corcel al galope, como si se lanzara al combate, con arneses de puro platino y vomitando fuego en su carrera a través del viento. Acto seguido reparó en el jinete, un caballero aguerrido que portaba una descomunal lanza equilibrada para cargar. La armadura del humano, si es que pertenecía a esta raza, era del mismo metal noble que las guarniciones del animal, y en su yelmo estaba representado, a modo de cimera, un majestuoso dragón. Lucía en el pectoral el símbolo del Triunvirato: la Corona, la Espada y la Rosa.
Detrás de la celada que ocultaba el rostro brillaba una luz, blanca y vitalizadora, lo que no dejó duda al soldado sobre la identidad del jinete: era Paladine.
El fabuloso caballo saltó al aire, y unas macizas alas crecieron en sus costados. Se alargó y afinó su cabeza, su cerviz se desarrolló sin que ello causara el menor detrimento a su regia hermosura. El equino revestido de platino se metamorfoseó al fin en un Dragón de escamas de este material, mientras junto a su montura surcaban las brumas que les circundaban ayudados por la lanza… ¡La Dragonlance! El arma refulgía con un hálito, una voluntad propias, y las tinieblas se desintegraban a su paso. Nacida del universo celeste, personificaba el verdadero poder, la deidad suprema.
Destruido el lúgubre manto, el reptil aterrizó frente a Huma. El estremecido soldado sólo atinó a arrodillarse, un instante antes de que el jinete librara la Dragonlance de sus sujeciones y se la tendiera a él, pobre mortal. Vacilante, el joven se incorporó, fue hacia aquella arma encantada y la asió por el mango. En menos de un segundo ambas apariciones se habían evaporado, dejando al luchador a solas con tan inefable obsequio.
Lo alzó cual una ofrenda y emitió una exclamación de júbilo.
* * *
Estaba empapado en sudor. Había escapado por sus poros la mayor parte de su energía, pero no le importaba: el suyo era el agotamiento que suele suceder al éxtasis, al rapto de felicidad que provoca la consecución de un sueño íntimo. Era consciente de que nunca experimentaría otro trance como aquél.
Yacía en el suelo de la estancia bañado en una luminosidad prístina, inmaculada. Arrodillándose, el pletórico caballero observó el origen de los rayos y quedó abrumado.
Encima de él, a tamaño natural, estaba el Dragón. Sus ojos lo escrutaban desde sus alturas, aunque se hallaba posado en la tierra. Confeccionado en platino, debió de esculpirlo un artista cuya inspiración rivalizaba con la de los dioses. Tenía la inconmensurable talla las alas desplegadas, abarcando casi toda la cámara, y Huma juzgó un contrasentido que aquellos bloques metálicos, por muy delicado que fuera su diseño, no se vinieran abajo debido a su mismo peso. Cada una de las escamas de la estatua, desde la más grande a la más diminuta, había sido repujada en detalle. Al joven no le habría extrañado que el reptil se pusiera a respirar, tan fiel era a los de verdad.
También el jinete parecía presto a apearse de la silla de su compañero de las esferas. Su realismo nada tenía que envidiar al de la cabalgadura y, al igual que ésta, se diría que había prendido su mirada del soldado, si bien era difícil verificarlo pues mantenía la visera echada. Su indumentaria era tan minuciosa en la ornamentación como la coraza del animal, lo que el caballero corroboró al inspeccionar el pectoral y detectar cada juntura, cada eslabón, cada pormenor en las partes labradas.
Era la Dragonlance, no obstante, la que alumbraba los contornos.
Larga, angosta, elegante y esbelta, aquella arma habría triplicado, de estar erguida, la estatura del humano. Su punta se terminaba en un ángulo tan ahusado que nada podía interponerse en su camino. Detrás de la cabeza, a unos centímetros, se iniciaban a ambos lados sendas hileras de púas cuya misión era desgarrar las fibras y garantizar que el enemigo pagara cara la osadía de exponerse a su embate.
El extremo romo de la espada se insertaba en un elaborado broquel en el que se reproducía el fiero semblante de un dragón en el momento de atacar, con el mango emergiendo cual un río llameante a través de las fauces del leviatán. Detrás de la cazoleta protectora, el brazo del caballero de platino enarbolaba la lanza dispuesta para la pugna.
Huma se consideraba indigno de tomar la Dragonlance de la mano del guerrero, tan perfecta era. Pero se infundió ánimos y, tras plantarse a sus pies, se encaramó a la grupa reptiliana a fin de desatarla del peculiar ingenio mecánico que la apalancaba en la silla. El eje de este armazón era giratorio, lo que daba al joven cierta flexibilidad, estribando a priori la mayor dificultad en hacer que los dedos del hombre metálico soltaran el arma. Sus aprensiones eran infundadas, sin embargo, porque en cuanto tocó las manoplas la lanza se liberó, como si la escultura actuara por iniciativa propia, y fue a parar entre los brazos de su nuevo propietario.
El prodigioso objeto era muy pesado, como cabía imaginar, mas Huma desestimó este inconveniente en favor de meditaciones más trascendentes. ¿Cómo podía Paladine escogerle a él, un soldado raso sin graduación ni honores, para entregarle algo de tamaña envergadura? Que le concediera tal honor era un milagro. Tan avasalladoras eran sus emociones, su gratitud, que una vez hubo recogido el arma se encorvó con humildad y oró. Los destellos de la Dragonlance se intensificaron.
Cuando logró sobreponerse al sobrecogimiento inicial, se percató de que otras lanzas ennoblecían los muros en su derredor. Lo llenó de pasmo que le hubieran pasado inadvertidas, pero de nuevo dio gracias a su dios por haber previsto la contingencia de que, en un conflicto como el que ahora sufrían, una no bastaría. Contó veinte en total, diecinueve idénticas a la suya y una más pequeña que en nada desmerecía y, en buena lógica, debía de haber sido concebida para la infantería.
Una tras otra, las quitó de sus puntos de apoyo sin que disminuyera su respeto casi temeroso. Se hallaba en posesión de las herramientas que permitirían a Krynn contrapesar la fuerza, e incluso abolir el yugo, de la Reina del Mal. Los voluntarios para esgrimirlas serían innumerables.
Un somero reconocimiento del recinto le reveló que no había más salida que la puerta por la que se había introducido. Pese a devanarse los sesos, no se le ocurrió ningún medio de evacuar las armas del subterráneo ni de transportarlas luego hasta Solamnia. ¿Había adelantado tanto para fracasar a causa de un escollo relativamente menor?
Mientras exploraba la estancia, dándole vueltas al problema, prendió accidentalmente sus pupilas del caballero que montaba al imponente Dragón. Estaba algo torcido hacia un lado, con el cuello forzado, como si pretendiera indicar mediante esta postura un rincón determinado del techo. Tan curiosa era la pose, que Huma no pudo reprimirse de inspeccionar la esquina que el otro vigilaba.
Al principio no columbró nada especial, pero al cabo de unos minutos se delimitó frente a sus ojos el apenas visible recuadro de una trampilla. Una observación más concienzuda puso al descubierto agarraderos para las manos y los pies en la pared inmediata inferior, que al no ser sino ligeras hendiduras, podían confundirse con desconchados a menos que se estuviera a una mínima distancia.
Huma pasó ansiosa revista a las Dragonlances que había reunido. Aunque detestaba dejarlas le era imprescindible el auxilio de alguien, de Kaz y Magius puesto que no podían estar lejos, para trasladarlas hasta el exterior.
Emprendió la escalada con prevención, pero fue menos laboriosa de lo que esperaba y pronto hubo subido hasta el techo. Lo que sí le costó bastante esfuerzo fue abrir la portezuela, ya que tuvo que hundir la región lumbar en una precaria postura para empujarla convenientemente. Tensó los músculos de la palma con la que ejercía presión a fin de no desplomarse y como, en aras de una mayor sensibilidad, se había desprendido de los guantes, sus yemas comenzaban a irritarse.
Una vez hubo levantado el escotillón, exhaló un suspiro de alivio. Quienquiera que hubiese diseñado aquella cámara fue un genio a la hora de dificultar la tarea de abandonarla, por motivos que él nunca averiguaría. En cualquier caso, había coronado la empresa con éxito y eso era lo único que ahora le interesaba.
Precavido, sacó primero los dedos. Al notar la caricia de una danzarina brisa, palpó el perímetro exterior de la puerta y comprobó que algo suave y harinoso, quizá nieve, alfombraba el suelo. Se afianzó entonces con ambas extremidades y se dio impulso hacia arriba.
Era de día. No llovía. Ningún cúmulo tormentoso ensombrecía el cielo desde donde el sol, dueño y señor, derramaba su influjo sobre la ladera. Huma absorbió el paisaje suspendido a medio camino, admirado de contemplar el astro rey después de… ¿cuánto tiempo? Tanto, que su memoria no lo registraba. La panorámica era espléndida y, además, su aspecto estimulante constituía acaso una señal de que la marea había cesado de serle adversa.
El sentido del tacto no lo había engañado, una nívea capa se extendía sobre el terreno. No había huellas en el blanco manto; estaba solo, a menos que lo sobrevolara alguna criatura aérea. Volvió a pasear la mirada por los cuatro confines, y al igual que antes se imprimió en su retina una bóveda azul, despejada. ¡Qué bello color, casi lo había olvidado!
Terminó de deslizarse por la oquedad y, sin darse un respiro, organizó mentalmente el itinerario que seguiría para no extraviarse. Una roca próxima, abultada y picuda, le serviría de hito.
—Deposité en ti toda mi fe. Deseaba que vencieras, recé para que los hados te fueran benignos. Si hubieras sucumbido, ignoro qué habría sido de mí.
—¡Gwyneth!
El nombre de la sanadora estalló entre los labios del caballero con una exuberancia delatora. Abrigaba su cuerpo una rica túnica plateada, la melena revoloteaba en libertad en torno a sus hombros. La muchacha que había velado por el restablecimiento del soldado herido no guardaba ningún parecido con aquella sublime… ¿sacerdotisa? ¿Qué papel desempeñaba la dama en su odisea?
—No sólo he sobrevivido, Gwyneth, he triunfado. Bajo nuestros pies se apilan las armas que expulsarán de Krynn a la Reina de la Oscuridad.
La fémina sonrió frente al pletórico joven, y dio un paso adelante. Sus pies apenas rozaron el nevado colchón; avanzaba con tal sutileza que ni siquiera lo holló.
—Cuéntamelo todo.
Lo intentó con ahínco, volcando su alma en el relato, pero las frases surgían deshilvanadas, en un torrente de palabras torpes, débiles, demasiado sencillas o enrevesadas para describir la vivencia. Su misión entera, al darle forma verbal, sonaba inverosímil. ¿Había presenciado de verdad cómo el pavoroso fósil llamado Wyrmfather se convirtió en un artefacto de metal cuya altura sobrepasaba a una torre humana de cuatro o cinco individuos? ¿Fueron reales los acontecimientos, las imágenes de la sala de la Dragonlance, o tan sólo el producto de su exacerbada fantasía?
Gwyneth asimiló toda la historia impávida, sin dar muestras de incredulidad frente al aparente descabello ni, en definitiva, reflejar más emoción que una indefinible melancolía al cruzarse sus ojos con los de Huma. En cuanto éste hubo concluido, asintió solemne y dijo:
—Desde el instante en el que te conocí, detecté en ti las esencias de la grandeza. Leí en tus facciones, en tus ademanes, aquello que no poseían tus predecesores: una sincera solidaridad con tus semejantes, los desdichados moradores del mundo. Los otros fracasaron porque, aunque no eran indiferentes, anteponían sus ambiciones personales al bienestar de la comunidad.
Conmovido, y a la vez asustado por una súbita ocurrencia, el soldado aferró los brazos de la mujer y le preguntó:
—¿Vas a desvanecerte, como el humano gris y el herrero?
—Sí, estaré ausente durante una temporada. Tienes que localizar a tus compañeros y regresar con ellos. Alguien te aguardará, un ser que ya ha intervenido en la solución de tus apuros y que te prestará una valiosa ayuda en los días venideros.
—¿Y Kaz y Magius?
—Cerca. Y, cosa rara —comentó la dama sonriente—, se han tolerado uno a otro, viviendo en aceptable armonía, desde que te separaste de ellos.
—No debo entretenerme, partiré ahora mismo.
Alentado por su interlocutora, Huma descartó toda indecisión. Le dolía despedirse de ella de manera tan brusca, pero le reconfortaba pensar que volverían a encontrarse. ¿O no?
Como si compartiera su zozobra, Gwyneth mudó su expresión placentera por otra más incierta y se deshizo de las manos masculinas que la sujetaban. Su sonrisa perduró, aunque deformada en una máscara defensiva contra sus propios anhelos.
—Tus amigos están en esa dirección —informó, y señaló hacia el éste—. Corre en su busca; su angustia por ti crece más a cada momento.
La sanadora se volvió y echó a andar deprisa, con una liviandad etérea. El caballero estuvo tentado de ir tras ella, mas la estimaba demasiado para no respetar su voluntad. La posibilidad de que nunca más coincidieran sus sendas le afligía hasta lo infinito y, sin embargo, su misma querencia lo frenaba. Debía resignarse y dejarla marchar.
Inició su travesía por el mullido mar de nieve y, tras una corta singladura, se apercibió de que la borrasca no se había dispersado. Tan sólo eludía aquella cumbre.
No había recorrido medio kilómetro cuando oyó una voz inconfundible, la de Kaz en plena exaltación de cólera. Sólo una persona podía enfurecer tanto al minotauro, de modo que el soldado aceleró el ritmo para intervenir si era preciso.
—Debería haber obedecido a mi instinto y puesto término a tu miserable existencia en el momento en que me lo planteé. Careces de la más ínfima honorabilidad, y la conciencia de poco te vale.
El hombretoro estaba de pie, impresionante en su humanidad y con los puños cerrados, puntuando cada apartado de su discurso. Tal era su ímpetu al golpear el aire que cabía pensar que era éste el objeto de su reprimenda. Magius, por su parte, se hallaba sentado en una piedra plana, mudo, inmóvil, oculto el rostro entre las manos mientras su oponente lo zahería.
Fue el mago quien presintió la proximidad del caballero. Tenía la faz pálida y desmejorada, unas ojeras negruzcas cercaban sus hundidas pupilas y su pelo se erizaba en desordenadas greñas alrededor del cráneo. No obstante, al levantar casualmente la cabeza y avistar la figura de su único amigo, despertó su embotado cerebro y lo que le restaba de optimismo.
—¡Huma!
—¿Cómo?
Kaz se sobresaltó al interrumpir su regañina aquel saludo de bienvenida, y dio media vuelta hacia el punto que enfocaban los ojos de Magius. La película sanguinolenta que nublaba su visión se disipó, a la vez que exponía su bovina dentadura en una mueca distorsionada que, en su caso, era la viva exteriorización del regocijo. Diluido su enojo, también él vociferó:
—¡Huma!
Mientras el hombretoro brincaba literalmente hacia el recién llegado, el mago se replegó sobre sí mismo y se limitó a observar de soslayo, en actitud lastimera, al viajero. En ningún instante se mostró proclive a ir a recibirlo como exigía la circunstancia.
El colosal guerrero estrujó a Huma en un abrazo que ni un oso habría igualado. Lo observó de arriba abajo, sin que se borrara su sonrisa, y de repente lo arrancó del suelo y lo hizo girar encima de su córnea cabeza. El manoseado caballero se sentía como un niño pequeño en manos de un ama de fuerza inaudita.
—¿Dónde has estado? Te rastreé, pero no pude discernir en qué senda te habías internado. No cejé, deambulé de un lado a otro llamándote con toda la potencia de mi garganta y sin obtener más respuesta que aquel alarido infernal. ¡Sarg… dioses! Creí que habías muerto. —El hombre-toro bajó al soldado para, furibundo, atraer su atención hacia el encogido mago, quien se convulsionó como si le hubieran arrojado un rayo—. Cuando comuniqué a ese engendro el resultado nulo de mis pesquisas, mis miedos respecto a tu suerte, reaccionó entregándose a un acceso de hilaridad.
—¿Se alegró? —puntualizó el joven luchador, y consultó a su colega de correrías juveniles. El hechicero lo rehuyó.
—¿Sabes por qué tu colaboración era tan fundamental para él? —continuó Kaz—. Vuestra amistad nada tenía que ver, ni tampoco tu pericia. Sus delirantes alucinaciones lo convencieron de que había, en efecto, un presente de Paladine en estas latitudes, pero que él perecería si acudía a reclamarlo. Resolvió entonces enviarte en su lugar, de tal forma que se desencadenara sobre ti el ataque que a él lo habría aniquilado. ¡Podía prescindir de tu vida! —Aunque iracundo, el minotauro emitió una risotada burlona al detallar—: En su sueño sin nombre se le presentaba un caballero embutido en una áurea armadura y lo traspasaba con una lanza de facultades sobrenaturales. ¿Oíste alguna vez tamaño despropósito?
»Al aventurar yo que habías sucumbido, dio por hecho que se había alterado su destino. Estaba seguro de desentrañar de inmediato el secreto y apoderarse de la clave de la victoria, que te consagraría como póstumo homenaje al mismo tiempo que labraba su gloria.
Casi sin resuello, el gigante tuvo que hacer una pausa. Huma aprovechó este interludio para rodearlo y encararse con el mago, quien lo miró espantado, casi suplicante, y retrocedió. El soldado le tendió la mano, pero Magius rehusó estrecharla.
De nuevo en forma, el hombretoro fue a situarse detrás de Huma y reanudó su narración.
—Registramos todos los recovecos y, al no hallar caminos ni cavernas, se descorazonó. En un principio achaqué su derrumbamiento moral a la sensación de derrota, pues no le atribuía ni un amago de bondad, pero al fin comprendí que eran los remordimientos lo que lo atormentaban. Yo contribuí sin proponérmelo; mi mera presencia era una denuncia de su vileza. Además, no desdeñaba nunca la oportunidad de hablarle de ti, de lo mucho que apreciabas los vínculos que os unían.
El caballero se inclinó hacia el arrebujado hechicero.
—Magius —susurró—, nada hay que deba inquietarte. No te odio por lo que hiciste. Simplemente, no eras tú.
La sombra del grandullón los abarcó a ambos, y el hechicero volvió la espalda a su antiguo compañero.
—¿Qué estás diciendo, Huma? —se soliviantó el minotauro—. ¡Éste gusano te traicionó, te utilizó sin miramientos! Proyectó tu perdición antes incluso de que yo entrara en juego, ¡y todo por una locura desorbitada!
—¡Tú no estuviste allí! —le espetó el soldado al hombre-toro—. Me han llegado rumores de los visos de realidad que tienen las Pruebas. En algunas ocasiones sólo existen en la mente, en otras adquieren tremenda autenticidad, mas en todas el aspirante corre el riesgo de perecer. Magius, escúchame —rogó al torturado hechicero, que estaba al borde del desfallecimiento. Sin duda veía a Huma como el fantasma de su amigo, como un perseguidor implacable de quien había fraguado su fin terrenal—. Conjura tus pesadillas y regresa al presente. Acertaste en lo de la montaña, he descubierto lo que buscabas.
—¿Es eso cierto?
Ante tal noticia el mago despegó los labios, más calmado en cuanto a su estado anímico pero excitado por la perspectiva que le ofrecía el hallazgo.
—Lo es. Me sometí a los desafíos del laberinto subterráneo y los superé.
—¿Os molestaría aclararme ese acertijo? —rugió Kaz—. ¿Qué desafíos?
El caballero resumió a los otros dos personajes los sucesos de las grutas. La parte protagonizada por Wyrmfather encendió los ojos del mago, quien, tartamudeante, confesó haber efectuado un estudio de la estatuilla unos años antes sin entresacar más que retazos de leyenda. La villanía de Rennard los dejó a ambos atónitos y especialmente a Magius, que había crecido al lado de Huma y a menudo había conjeturado sobre su progenitor y parientes cercanos.
—Por mis ancestros de treinta generaciones, ¡cuánto me habría gustado ser testigo de tu refriega contra el padre de todos los Dragones! Quizás hasta podría haberte prestado mi brazo. ¡Una lid tan estupenda, y yo me la pierdo! —exclamó rabioso el hombre-toro.
—Fue más que nada una lucha por la supervivencia. La suerte tuvo mucho que ver en el desenlace.
—No estoy de acuerdo —disintió el guerrero de las regiones orientales—. Estoy persuadido de que ese factor, como el del azar, no entra en tales retos. ¿Cuántos habrían actuado del mismo modo que tú? Algunos se habrían dado a la fuga, otros se habrían puesto a temblar sin atinar a esquivar las llamaradas del reptil. Los héroes de mi pueblo, en su mayoría, habrían rehusado enzarzarse en una batalla tan desigual.
—¿Y la Dragonlance? —se interfirió Magius, tirando de la manga del soldado solámnico como un rapaz mal educado—. ¿Dónde la tienes? ¡Quiero examinarla, recrearme en su contemplación!
Una sólida, ganchuda zarpa se materializó ante el semblante del hechicero.
—¡No consentiré que te salgas con la tuya!
El caballero reprimió el arrebato del minotauro obligándolo a abrir la apretada garra. El grandullón no disimuló la llama de reproche que ardía en el fondo de su iris, pero capituló.
—Necesito la ayuda de los dos —aleccionó el soldado a sus seguidores—, no hacer de mediador en vuestras pendencias. Me han asegurado que habrá alguien más con nosotros, pero dudo de que ni siquiera cuatro bastemos para sacar las armas de la cámara. Excepto una, miden por lo menos el doble que todo tú, Kaz. No será fácil.
—Haremos lo que haga falta. Yo me encargaré de que este parásito arrime el hombro.
—Seré el primero —atajó el hechicero al robusto hombre-toro—; puedes ahorrarte los alardes de brutalidad. Aún resultará que soy más eficaz que tú.
El viento agitó la pelambre que cubría la cerviz del mestizo, fustigando su rostro y acentuando el aspecto bárbaro de su personalidad.
—Eso ya lo veremos, mago de pacotilla.
—¡Ya es suficiente! —bramó Huma, en el colmo de su paciencia y dispuesto a arrastrar en solitario las lanzas antes que soportar a aquellos bravucones—. Si pensáis venir de buen grado hacedlo enseguida, pero si habéis de crearme complicaciones prefiero que os quedéis aquí hasta que las nieves del invierno os sepulten.
Se encaminó presto hacia la cresta por la que había emergido. Unos momentos más tarde, sus acompañantes le dieron alcance sin pronunciar una sola palabra.
* * *
La roca que Huma trasladó para marcar el emplazamiento exacto de la trampilla estaba en su sitio, nadie la había movido. Se agachó a fin de retirarla, mientras Magius y Kaz lo espiaban con curiosidad. La expectación no hizo sino aumentar cuando el caballero, en vez de la abertura, no desveló sino tierra aplanada.
—¿Qué pasa? —indagó el minotauro.
—¡La entrada no está! ¡Se ha volatilizado!
Los dos, gigante y mago, se arrodillaron e inspeccionaron el terreno a ambos flancos del soldado.
—No os afanéis tanto —les indicó de pronto una cuarta voz—; las Dragonlances están a salvo y preparadas para su viaje a través del mundo.
El sonido procedía de una zona superior y, al azotar al trío una violenta ráfaga, hubieron de incorporarse y retroceder. El que había anunciado tales novedades se disculpó, y al instante sus alas empezaron a batir más despacio. Soberbio, un reptil alado se detuvo en un crestón adyacente.
—He sido convocado —se explicó el animal, la misma hembra de Dragón Plateado que había socorrido al soldado y Kaz en un pasado, tras tantas vicisitudes, muy remoto—. Las lanzas aguardan para ser desplazadas en un enclave resguardado. —Oteó, afectuosamente, al caballero—. El rumbo de nuestro viaje depende de ti, Huma.