La Espada de las Lágrimas
Silencio. Los relinchos desacompasados de los caballos que se aproximaban, los gritos aterrorizados de los campesinos, convencidos de que acababa de declararse entre ellos un nuevo foco de peste, el tumulto de las coces y hasta el viento, entremezclado con todos estos sonidos, se desintegraron en el silencio.
Interrumpió la quietud el distante golpeteo de un metal sobre otro.
Despacio, sin atreverse a creerlo, Huma apartó el rostro de sus manos y estudió con las pupilas dilatadas el universo que le circundaba. Las tierras vecinas al alcázar de Vingaard, devastadas por la guerra y la intemperie, así como de hecho cualquier paisaje exterior, se habían volatilizado.
Lo que tenía ante él era el espejo, el mismo que atravesara días atrás. Lo único que en estos momentos se reflejaba en su cristal era la efigie desaliñada de un caballero que, de tan ojeroso, parecía un espectro.
Había regresado a la gruta de Wyrmfather.
¿Eran reales los recientes sucesos que había experimentado? Al principio se le antojó improbable, juzgaba más verosímil que se tratase de una ilusión. Pero, por otra parte, persistían en sus entrañas los aguijonazos de dolor que le había causado el supuesto sueño, una pesadilla con inquietantes visos de autenticidad. Tanta, que no le cabía ninguna duda de que Rennard había muerto.
El joven viajero apoyó la espalda en una pared y se quitó las manoplas, antes de frotarse los ojos y examinar el embrujado objeto por el que había sido catapultado a su mundo.
Sentía a la vez enojo y júbilo: lo primero por haber sido manipulado como un títere, el júbilo, por tener la oportunidad de llevar adelante su misión y, quizá, de reunirse con Kaz y Magius.
¿Dónde habían estado durante su epopeya?
El caballero continuó con la vista clavada en el espejo. La impresión que le produjeron la traicionera conducta y posterior muerte de Rennard aún perduraba en su ánimo. El capitán había fallecido y él rezaría por su alma, mas su hermandad y, a decir verdad, todo el continente de Ansalon, podían salvarse del eterno declive si lo que le habían relatado era cierto y en algún lugar recóndito de estas montañas se ocultaba la clave de la victoria.
En una imagen invertida, todo su entorno se desplegaba frente a sus ojos abstraídos. Al rato, desechó sus meditaciones y registró mentalmente lo que veía.
Se encorvó en un ademán instintivo al evocar los acontecimientos que habían tenido lugar en la cámara, lo que le había ocurrido. Aunque pareciera inconcebible, casi había olvidado al perverso Dragón de la caverna.
Si el tiempo transcurriera en este laberinto subterráneo al mismo ritmo que en la fortaleza solámnica, los restos de Wyrmfather habrían iniciado su proceso de descomposición y los carroñeros de todas las calañas estarían estableciendo su cuartel general en la vecindad. No era así.
La gigantesca cabeza y el cuello yacían exactamente donde cayeron; en ese sentido, no había trasposiciones, aunque el descomunal cuerpo del animal se había convertido en una ingente masa de un metal brillante, purísimo, argénteo. Huma halló este último adjetivo muy apropiado, ya que se asemejaba a la plata más que a ningún otro metal noble. Pasó la mano por el prístino caparazón, palpando su suavidad y maravillándose de la cantidad que debía de haber, puesto que era macizo. A falta de un nombre más ingenioso, le impuso el de «alcamor de dragón».
Rodeó con torpeza la desproporcionada escultura, inducido por el magnetismo que ejercía sobre él el pertrecho que había destruido al coloso. Encerrada en sus imponentes mandíbulas, el reptil apresaba la espada que le habló en un instante crucial. Estaba seguro de que lo había llamado, como también de que tenía que hacerla suya. Aunque no sacara ningún otro provecho a aquella vivencia, resolvió adueñarse del arma.
La cerviz del titán estaba retorcida sobre sí misma, de manera que la quijada inferior descansaba encima de la superior con un inviolable hermetismo. Significaba tal estado de cosas que el acero se encontraba atrapado en una tremenda tumba de metal, sin que fuera posible recuperarlo. Enfurecido, el soldado asestó un puñetazo en el hocico de la criatura y se hizo daño en el choque, lo que le devolvió el buen sentido. Era enfermiza su obsesión por aquella antigualla; debía borrarla de su pensamiento.
Sin quererlo, dio un puntapié a algo que estaba sumido en sombras. El artilugio en cuestión rodó con fragor metálico y, al bajar Huma la mirada para averiguar qué había golpeado, distinguió el arma que tanto deseaba poseer. Exhaló un grito de sorpresa, se arrodilló y, sosteniéndola entre los brazos, la acunó. Estaba destinada a él, era una señal.
Desde el momento en que la tocó, la espada empezó a irradiar fulgores. Huma se dejó mecer en aquella luz, un bálsamo de virtudes sedativas que disipaba las agobiantes remembranzas de sus aventuras. A regañadientes, envainó la hoja y se encaramó al lomo del hercúleo animal. El inclinado cuello de Wyrmfather resultó ser una excelente rampa para trepar a uno de los túneles del nivel más alto y emprender desde allí la búsqueda del misterioso forjador. Tal era, en buena lógica, su objetivo primordial.
No le interesaban ni los interminables montículos de oro ni los esplendorosos engarces de joyas, menos aún ahora que tenía un arma mágica. El espejo, en cambio, sí le intrigaba, pero no podía transportarlo a través de toda la caverna. Se consoló con la idea de que volvería a por él si triunfaba.
Con un ahínco digno de su empresa, el joven adquirió confianza y tranquilidad a medida que avanzaba por el largísimo puente que le proporcionaba el que en vida fuera su enemigo.
Los pasillos situados en la zona intermedia tenían alumbrado natural, aunque no en el mismo grado que los que había explorado en el curso del primer desafío. Al asomarse a uno de ellos, el caballero no percibió sino esta nimia diferencia en relación con los anteriores. Las sombras, oscuras y amenazadoras, pululaban por todos los rincones, si bien el joven, envalentonado ahora que portaba la espada que merecía, saltó del último segmento del cuello del metalizado Wyrmfather y se adentró exultante.
Se impacientó al pasar los minutos sin que variase ni un ápice el panorama, una sucesión de corredores idénticos entre sí. ¿Dónde estaban los restos? El reptil fue el inicial, pero le habían informado que la prueba constaba de tres. Claro que tampoco era imposible que, como pocos apuros podían compararse al que había vivido en su enfrentamiento contra el leviatán, se considerase lo bastante decisivo un único examen.
Una de sus manos rozó la empuñadura de su flamante arma. Acaso no necesitaba de los otros secretos que guardaban aquellas cumbres. Ella sola era tan valiosa como un ejército completo. Y Huma, un soldado, la manejaba.
Creció su exasperación cuanto más se internaba en aquel entramado de túneles infinitos. Lo único que ansiaba era abandonar el subterráneo; la espada colmaba sus aspiraciones y no había motivo para rastrear fraguas escondidas. Nada de lo que pudiera reservarle la cueva superaría a un objeto de semejante belleza, con tan invencibles facultades como las que había demostrado atesorar al ensartar el paladar de Wyrmfather.
Se le ocurrió que quizá pondrían bajo su mando a una facción de los caballeros. Después de todas sus hazañas, Oswal querría premiarle. No sólo le presentaría una espada de incalculable valor; en la actualidad ya había desenmascarado a Rennard y salvado al venerable dignatario.
Ascender a oficial de alto rango siempre fue el sueño de Huma. Una vez lo nombrasen capitán no tardaría en acaudillar el grueso de las tropas. Sin que apenas se percatase, una sonrisa ensanchó sus labios.
—No des un paso más.
Al principio, no reconoció al personaje que se erguía frente a él. Cubierto por una holgada capa gris, bajo la que se adivinaba un sayo de igual color, el aparecido mantenía un perfecto mimetismo con las rocas del entorno y, sobre todo, con las sombras imperantes. Su rostro era plomizo, y también sus dientes y lengua. La única alteración destacable que se había obrado en el hombre del cayado desde su encuentro precedente era que en lugar de risueño ahora se mostraba hosco, casi acusador.
—¡Tú, de nuevo! —El soldado se alegraba de ver al estrafalario mago, si es que en realidad estaba capacitado para la hechicería, porque así podría jactarse de su proeza con alguien que no fuera él mismo—. He sorteado los escollos que me habíais interpuesto sin apenas esforzarme. Soy digno del trofeo que se me anunció y vengo a reclamarlo, aunque ahora ya no me parezca importante.
—Te será dado lo que te corresponde. El único requisito es que dejes aquí la espada y sigas adelante.
—¿La espada?
El grisáceo individuo pedía más de lo que Huma podía ceder; habría preferido que le exigiera el brazo derecho.
—Sí, la espada. Es curioso, siempre había pensado que la acústica de estos recovecos era estupenda. ¿Acaso estoy en un error?
Pese a la ironía que rebosaba su tono, el semblante del presunto encantador era ahora tan impenetrable como lo fue siempre el de Rennard.
—¿Por qué he de obedecer tan ridícula demanda?
El caballero, fortalecido bajo el influjo de su nueva potestad, no vaciló en mostrarse insolente ante quien, a fin de cuentas, no podía ser más que un esbirro de la Reina de los Dragones. Lo más probable era que los dioses temieran su poder, el de Huma, algo por otra parte muy natural.
—No está permitido que artefactos como éste entren en las cámaras situadas al fondo del laberinto. El que tú blandes no debería admitirse en ningún sitio.
—¿Te refieres a este prodigio?
Para subrayar su espíritu de sublevación, Huma alzó la magnífica arma y admiró sus fúlgidos destellos. Se había percatado antes de su impecable factura, pero la radiante aureola que ahora la festonaba, despertada toda su hermosura por una fuerza ignota, constituía un espectáculo fascinador. ¿Renunciar a ella? Nunca; quien pretendiera arrebatársela tendría que pasar antes sobre su cadáver.
—Ése «prodigio», como tú lo llamas, ostenta el nombre de Espada de las Lágrimas. Es una reliquia de la Era de los Sueños. Takhisis manipuló sus poderes para seducir a la raza de los ogros, corrompiendo sus entonces atractivos rasgos en los grotescos horrores que ahora son y tergiversando de igual modo su espíritu inocente, hasta que todos excepto un puñado dejaron la senda del día. Se asegura que será ésta el arma que esgrimirá la campeona de la negrura en la batalla definitiva contra el Bien. Representa la perfección en la perversidad, y debe ser repudiada siempre que se tenga elección.
—Te equivocas; es la clave de nuestra victoria. ¡Fíjate en ella!
—Lo he hecho, y muchas veces. —El grisáceo personaje puso la mano como visera a fin de cuidar sus ojos, y explicó—: Su engañoso despliegue de luminosidad, como si quisiera emular al mismo sol, me sigue irritando después de los siglos.
El caballero bajó la hoja, pero sólo para apuntar con su filo al hombre que le obstruía el camino.
—¿Es eso verdad, o quizá me hallo ante un hijo de las tinieblas que por sistema rehuye la luz? Creo que tú eres aquí el único peligro.
—Me gustaría que pudieras verte el semblante.
—¿Qué tiene mi cara de particular? —se burló el soldado con una risa petulante—. Dices que mi nueva arma ha recibido el apelativo de Espada de las Lágrimas, lo que me sugiere una encubierta alusión a las que derramará la Reina de los Dragones cuando deba hacer frente a alguien más fuerte que ella.
Se retorcieron los labios del argénteo anciano en un rictus de repulsión, y persistió:
—Compruebo que ese acero surgido de las esferas malignas no ha perdido ninguno de sus atributos.
Aferrando la empuñadura en actitud posesiva, el luchador solámnico cruzó los brazos.
—He escuchado tu parrafada durante más tiempo que el que aconseja la prudencia. ¿Dejarás ahora que continúe?
—No si no te desprendes de ese demoníaco talismán —se cuadró el otro, guardián inaccesible, a la vez que levantaba su bastón a la altura de los ojos.
Huma sonrió y arrojó la espada contra la pétrea pared de su izquierda. Se hundió la hoja en la roca como si ésta fuera de leche cuajada, y comenzaron a generarse en el metal unas chispas de color esmeralda. Con extrema facilidad, el caballero arrancó el arma de su prisión de piedra. No había sufrido muescas ni arañazos, mientras que la porción de muro donde se había clavado perdió en unos segundos el brillo inherente a los corredores.
El humano del sayo, impasible y socarrón, provocó al joven.
—Te aconsejo que ensayes otra estocada, sólo para que ella desahogue las ansias guerreras y tú, las exhibicionistas.
—No toleraré más impertinencias —se revolvió Huma, exasperado por la pose de superioridad de aquel sujeto—. Te concedo una última oportunidad de rendirte. ¿Lo harás?
—No, a menos que ese objeto que blandes sea una falsificación.
—En ese caso, habré de rebanar tu cuerpo en dos mitades para franquearme una brecha.
—Hazlo, si puedes.
El soldado enarboló la Espada de las Lágrimas, que emitió un centelleo mayor aún que el de antes. ¿Lo alimentaba acaso una ominosa expectación? Huma dio un paso al frente. Su adversario abandonó su postura defensiva… para tirar el cayado al suelo del túnel. Ante lo inesperado de esta respuesta, el joven se paralizó con el brazo en alto.
—¿Significa este gesto que capitulas?
—Si estás decidido a proseguir, tendrás que derribarme y acabar con mi vida —fue el lacónico reto de la figura encapuchada.
«¡Ataca, destrúyelo!», exhortó al caballero una voz interior, al mismo tiempo que las verdes dimanaciones de la Espada de las Lágrimas inundaban el pasillo. «¡Mátalo!», volvió a instigarlo aquel sonido inclasificable.
«Esto es…».
El joven se debatía para completar la idea mientras su interlocutor espectral, tenaz y sugerente, le azuzaba: «Suprímelo, y consigue tu premio».
«¡Esto es una monstruosidad!».
—Deshazte de tu espada, Huma, y serás libre de nuevo.
—¡No!
La vehemente negativa salió de la boca del soldado, pero no era él quien hablaba. La iniciativa, ajena a su voluntad, parecía provenir del acero mismo, el cual lo impulsó también a izar un brazo castigador para traspasar el cuerpo del mimético mago.
—¡No!
Ahora sí fue el caballero quien expresó su rebeldía. Se dejó caer sobre una protuberancia de la galería y contempló con repentino terror y asco aquel artificio que empuñaba, sin consentir que lo cegaran los relumbrones rayos que hasta a su rival forzaron a desviar la mirada.
Esgrímeme. Úsame. ¡Fui creada para glorificarme en la sangre, para hender el mundo en eterna loa a mi Señora!
—¡No!
La revulsión de Huma se reafirmó a medida que la cólera reemplazaba el pasmo. Había sesgado las ligaduras de un encantamiento maléfico al no acatar el mandato de aquel artilugio, que le exigía un imposible: eliminar fríamente a alguien que ni lo merecía ni oponía resistencia. No había podido hacerlo con Rennard, traidor a la hermandad y a sus lazos personales, mucho menos había de incurrir en el crimen de aniquilar a un viejo cuyo único pecado era su apariencia extraña, desconcertante.
Una oleada de poder recorrió la espada y alcanzó sin apenas transición al caballero, quien se desplomó dando un alarido de dolor. Era como si desgarraran todas las fibras de su anatomía. No distinguía ante él sino una marea verdosa, no sentía más que calambres y, si algo oía, eran las incesantes frases con que le asediaba la espada para doblegarle.
—¡Huma!
Otra voz, ésta familiar, se elevó con el propósito de ejercer su influencia sobre él. Transmitía vida, y el luchador se esforzó en concentrarse.
—Tienes que poner todo tu empeño en rechazarla, de lo contrario esa arma endiablada se adueñará de tu cuerpo y de tu alma.
«¿Todo?». El soldado luchó contra el sufrimiento que lo distraía de su propósito. Ahora comprendía que la Espada de las Lágrimas tan sólo actuaba en favor de sus intereses y nunca serviría a un simple humano, ésa era una certidumbre que le otorgó la determinación que antes le había faltado.
—Te aborrezco y reniego de ti —declaró, apartando de sí el arma con el brazo estirado—. No deseo poseer ninguno de tus dones y, por lo tanto, tampoco tú tendrás ascendente sobre mi persona.
Disminuyeron los espasmos y, consciente de su ventaja, Huma desafió a la indeseable presencia a salir de su mente mediante el vituperio y el desdén. Había recobrado la confianza y no dejó de transmitir su seguridad a aquel ente inmaterial, que manifestó su derrota atenuando teatralmente el aura esmeraldina de su herramienta.
—Amo —le invocó—, eres un auténtico adalid.
Halagado sin poder evitarlo, el caballero solámnico concibió una azarosa noción. Ahora que había vencido a la espada, ¿por qué no utilizarla?
«¡No!». Se impuso el buen sentido, y el joven se desembarazó de tal pensamiento. Tenía la frente bañada en sudor, su tez se había tornado blanca y enfermiza.
En un arrebato, lanzó la espada infernal sobre el muro opuesto del túnel. Al expulsarla retumbó en sus tímpanos, o así se le antojó, un aullido enloquecido, antes de que el filo se estrellase contra la roca y cayese en medio de un considerable estrépito. Los resplandores se habían extinguido.
—Nunca —susurró, agotado, jadeante. Apoyó la espalda, abrazó las rodillas levantadas con ambas manos y apostilló—: Ni por todo el poder del universo incurriré en acciones degradantes.
Unos ruidos de pisadas indicaron la proximidad del guardián gris, al mismo tiempo que una rotunda palma se posaba en el hombro del soldado.
—No hay ya nada que temer. La Espada de las Lágrimas es como una voluta de humo en el viento. Puedes verlo por ti mismo.
Huma levantó los ojos. El arma que tanto conflicto había creado en su integridad se difuminaba, presta a anularse en un vacío insustancial. Al cabo de unos segundos, no quedaba rastro de su forma física ni del siniestro ser que anidaba en ella.
—¿Dónde está ahora?
—En la sima a la que pertenece. Como bien sabes, tiene un hálito propio. La he desterrado a un calabozo del que difícilmente escapará.
—Has salvado mi vida, y también mi alma.
—¿Yo? —repuso el anónimo individuo, con ademán divertido—. Me he limitado a darte algunas recomendaciones desinteresadas. Eres tú quien ha combatido al enemigo y, a pesar de tus flaquezas, has triunfado.
—¿Qué ocurrirá ahora?
El joven luchador se enderezó despacio, con una atenazadora migraña que le recordaba su actual incapacidad para aventurarse en otra prueba. Tan debilitado estaba, que se arrimó de nuevo a la pared.
—¿Ahora? —repitió el anciano de la barba de plata, con una jocosidad que el caballero no acertaba a entender—. Lo único que te resta por hacer es recorrer este pasillo y recoger tu recompensa. Has salido victorioso de los tres desafíos.
—No tanto como imaginas —confesó honestamente Huma, y meneó la cabeza con pesar—. Estoy entero, cierto, mas algo en mis entrañas se ha desgajado.
—El hecho de que estés vivo —lo contradijo su interlocutor— demuestra que has tenido éxito en tu empresa. Preservar la existencia, hallarle un significado, son las finalidades prioritarias de todo ser humano.
—Aun así, hay otra cuestión —porfió el soldado—. Wyrmfather y la Espada de las Lágrimas son tan sólo dos obstáculos a superar. ¿Y el tercero? A menos… —Se interrumpió él mismo, al hacerse la luz en su cerebro.
—Como acabas de intuir —ratificó el hombre del bastón— tu viaje a través del espejo no fue un incidente casual. Una mancha de pésimo cariz había teñido las hebras más finas de ese entretejido que es tu hermandad. ¿Quién mejor para lavarla que uno de los honorables caballeros? Creo que muchos de tus colegas habrían matado de buena gana a Rennard, sin siquiera darle ocasión a arrepentirse, a entregarse. Tú trataste de rescatarle de su iniquidad en el momento más crítico. La pasión por la vida es uno de los principios rectores de tu gente, salvaguardarla a cualquier precio constituye uno de vuestros deberes ineludibles.
Huma volvió a erguirse. Examinó el corredor que discurría, angosto e interminable, detrás del personaje que había tomado por mago, y preguntó:
—¿Eres Paladine?
Al igual que hiciera en previas alocuciones, el aludido exhibió una sonrisa pícara. Ésta vez, sin embargo, también aplicó el índice a una de sus ventanas nasales, colocando el pulgar bajo el mentón, síntoma de un talante más reflexivo.
—Podría contestar que sí, pero no haré tal cosa. Digamos que es imperativo mantener el equilibrio entre el Bien y el Mal y yo soy uno de los elegidos a quienes se ha encomendado esta gigantesca tarea, a la que también tú estás destinado aunque, debo reconocerlo, mi participación es muy inferior a la tuya. Es hora —cambió de tema sin dejar que el joven planteara sus dudas— de que vayas en busca de lo que legítimamente has ganado. Como he señalado antes, entrarás en el túnel desarmado. O —puntualizó— con el arma de la fe, la única que aquí precisas.
Frente a un Huma petrificado, el celoso guardián expuso a la vista los dedos con los que, de manera delicada, por sus puntas, asía dos dagas. El luchador se tanteó el cinto en un arranque instintivo, confirmándose lo que ya sospechaba, que sus armas cortantes se habían esfumado. Habían pasado a ser propiedad del centinela agrisado, aquella criatura indefinible que, pese a la tentativa que hizo el caballero de retenerle, se desvaneció en un santiamén. Sólo un pasillo lóbrego como las fauces de un lobo se abría ahora delante del humano.
Avanzó unas zancadas hacia la penumbra, y se detuvo.
El soldado solámnico rezó un par de oraciones, una a Paladine y la segunda a Gilean, dios de la Neutralidad. Sin más demora, echó a andar.
* * *
Aunque no podía medir el tiempo, Huma recapacitó que había caminado durante un largo período cuando llegaron hasta él los primeros ecos del martilleo. No parecía próximo ni lejano, y la intensidad de los sonidos era siempre igual. La experiencia no se asemejaba a la que viviera en la gran cámara, donde los bramidos del demente leviatán lo habían torturado hasta lo indecible, sino que, por el contrarío, aquel familiar repiqueteo de un herrero en su actividad cotidiana apaciguaba sus ánimos. Evocó con placer la fase de su adiestramiento en que le enseñaron los rudimentos del oficio, un aprendizaje que debían hacer todos los caballeros en previsión de que algún día tuvieran que reparar sus armaduras o herrar un equino. Provisto de un yunque, un martillo y un metal incandescente, un herrero debía ser capaz de realizar virtualmente cualquier tarea, o al menos así lo afirmaban los instructores de la entidad.
Fuese quien fuera el que trabajaba en la fragua debía de estar dotado de un vigor excepcional, pues la descarga de la herramienta se producía a unos intervalos tan regulares y se prolongaba tanto rato que la mayoría de los hombres comunes se habrían quebrado ya el espinazo. De todos modos, ¿por qué había de ser un humano? Podía tratarse del mismísimo Reorx. Estaba en un santuario de deidades y soberanía; a saber qué le aguardaba.
De pronto, miró a su alrededor y advirtió que, sin darse cuenta, se había introducido en una vasta armería.
Distribuidos en los muros, colgados o sobre plafones en posición transversal, había incontables instrumentos de guerra y de paz en todos los recovecos, incluido el alto techo, según pudo atisbar en el tenue alumbrado. Su variedad era apabullante, desde una hoz cuya hoja, de ponerse vertical, habría igualado la estatura de Huma, hasta espadas de todas las formas y tamaños, curvas y rectas, finas cual sables o gruesas a la manera de los espadones, enjoyadas y sobrias, para una o dos manos.
Vio aquí todavía más uniformes guerreros, más corazas, que en las salas del nivel inferior. Las piezas de indumentaria bélica eran de todas las razas y condiciones; se hallaban representados tanto los primitivos pectorales de los pueblos bárbaros como las modernas y complicadas filigranas con las que se adornaba el emperador de Ergoth. Coronaban tales atuendos escudos en los que se apreciaban cuantos blasones se crearon a través de los siglos. Naturalmente, la insignia de los Caballeros de Solamnia estaba entre ellos.
Ante tan magna exposición, el joven soldado empezó a deambular de un lado a otro, ansioso de abarcarlo todo. Se sentía como si hubiera irrumpido en el sepulcro de un antiguo héroe, aunque se hacía palpable por la ausencia de polvo en los pertrechos y accesorios que aquélla no era la morada de la muerte. Tampoco el transcurrir de las décadas había impreso su huella indeleble en los objetos. Todos cuantos el caballero inspeccionó parecían haber sido confeccionados la víspera, tan afilados eran los cantos y suaves los laterales. Ningún vestigio de herrumbre cubría las armaduras, y el mango de madera de la hoz no se había podrido. No obstante, Huma tenía plena conciencia de que las creaciones que le circundaban eran aún más añejas que las dependencias de abajo, que antes que nada, en el subsuelo de la montaña, se moldearon los corredores donde ahora estaba. Ignoraba la fuente de tales conclusiones, pero eran irrebatibles.
Hasta tal extremo se habían acostumbrado sus oídos al golpeteo, que al principio no reparó en que había cesado. Cuando lo hizo, había cruzado ya la mitad de la enorme armería y pasado revista a un sinfín de artículos. Se inmovilizó sobre sus pies, incierto respecto a su curso de acción, y al otear el panorama columbró una luz oscilante en la distancia. En aquel momento, el herrero reanudó su quehacer. Tan sólo dos macizas puertas se interponían en el camino de Huma.
El soldado fue hasta las gruesas hojas y se inclinó para llamar con los nudillos, pero no fue necesario porque el batiente se abrió antes de que lo tocara. Acompañó al rápido movimiento un tremendo chirriar, y el visitante se sorprendió de que el martillo siguiera desplomándose en su a la vez recio y musical tintineo, como si su portador no hubiera detectado el estruendo.
Era una forja de monumentales, casi divinas, proporciones. Alrededor de un depósito de agua, elemento imprescindible para enfriar el producto, se recortaban unas figuras que atizaban el fuego de la caldera —un fuego que forzó al recién llegado a encoger los ojos— con esmero y entusiasmo.
Se interrumpió al fin el ruidoso ajetreo y Huma, apartando sus pupilas de las cegadoras reverberaciones de las llamas, dio media vuelta.
El yunque le llegaba a la altura del talle, y debía pesar seis veces más que él mismo cubierto de todo su equipo de campaña. En cuanto a la criatura que laboraba en su plataforma, con una herramienta que apenas podía sostenerse entre dos manos y él blandía en una sola, se volteó sin aspavientos para calibrar al intruso. Los otros presentes se inmovilizaron, tanto los del horno como los ayudantes del maestro herrero. Éste último bajó el brazo que tenía levantado y se acercó al caballero, quien en lugar de escudriñar el rostro de su oponente quedó absorto en la observación de la poderosa extremidad. Era de metal, de una materia que destilaba fulgores similares a los de la escultura en que se había metamorfoseado Wyrmfather.
Al cabo de unos minutos, el soldado salió de su estupor y miró cara a cara al desconocido. Una capa de hollín se extendía tanto sobre su cuerpo como sobre su faz, lo que no impidió al joven comprobar que no era heredero de una raza en particular, sino de muchas, una mezcolanza de rasgos elfos, humanos, enaniles y algunos más imposibles de identificar.
También el otro hizo de él un minucioso reconocimiento visual antes de inquirir en voz muy queda:
—¿Vienes a por la Dragonlance?