19

Parentescos insospechados

—¿No tienes nada que decir? —preguntó Rennard—. Hay tiempo. Aquí todos duermen y además las paredes son gruesas; aunque haya algunos levantados no oirán nuestras palabras. Sí, creo que disponemos de tiempo.

—En el nombre de Paladine, Rennard, ¿por qué?

Huma distinguía el rostro a pesar de la oscuridad. Al contar el capitán su historia, su voz destiló una amargura casi tangible.

—Cuando yacía moribundo a causa de la peste, hace ya muchos años, supliqué a Paladine, a Mishakal y a todos los dioses de esta casa que obrasen mi curación. No hicieron nada, y continué consumiéndome, destrozándome. Mi semblante espanta a algunos ahora; los habría aterrorizado de haberlo visto entonces. La modalidad que había contraído era la denominada Peste Escarlata.

«Peste Escarlata». De todas las variedades que el mal había propagado a través de los lustros, aquélla fue la peor. Los caballeros habían tenido que incendiar pueblos enteros al declararse los sanadores incapaces de frenarla y, en cuanto a las víctimas, se extinguían tan despacio y en una agonía tan brutal que fueron múltiples las que pusieron término a sus vidas antes de que lo hiciera la plaga. El nombre de esta última se debía al color rojizo que asumía la piel del afectado en la fase final, cuando literalmente ardía hasta expirar. Fue espantoso, una pesadilla de la que aún hoy se hablaba en cuchicheos.

—Un día, después de comprender que aquel azote acabaría por matarme, recibí la visita no de los dioses a los que había orado, y que como te he explicado no me escucharon, sino de una divinidad a quien le convenía librarme del sufrimiento, aunque, naturalmente, a cambio de algo. —En este punto, el oficial equilibró de nuevo su acero—. Morgion. Sólo él atendió a mis plegarias, aunque no había recurrido a él. Me prometió que el dolor desaparecería, que recobraría la salud, si me convertía en uno de sus adoradores. No fue una decisión difícil, Huma; accedí de inmediato y muy gustoso.

El soldado sentía un anhelo ferviente de que algo ocurriera, de que el coronel Oswal se agitase en su lecho o de que viniera una patrulla para investigar la anormal negrura. Pero perduró el silencio. ¿Cuánto hacía que Rennard maquinaba? ¿Semanas, meses quizá? Sin duda había esperado aquel momento durante un largo período.

Oyó, más que percibió, la trayectoria de la espada apuntada hacia él. El otro caballero se desenvolvía a la perfección en las tinieblas; pero, al entrar en calor, el soldado rechazó sus arremetidas a despecho de la probada destreza del capitán, imbatible en el combate singular. De todos modos, el joven libraba una ardua batalla interior y este hecho proporcionaba cierta ventaja al agresor.

De pronto, con la misma brusquedad con la que había embestido, el capitán cesó.

—Lo haces muy bien, casi tanto como tu padre.

—¿Mi padre?

Se habían desplazado hacia el lugar de la cripta donde se situaban los clérigos en las ceremonias. Rennard se quitó la capucha e, incluso en la lobreguez reinante, Huma distinguió su tez lívida, descarnada.

—Sí, tu padre. Él fue el motivo de que te protegiera. La marca de Morgion es, aunque su portador lo ignore, una señal que lo inmuniza contra los sectarios de este dios.

El caballero recordó el episodio de las ruinas, cómo sus pútridos aprehensores habían descubierto el estigma y discutido sobre él. A Skularis lo había intrigado su presencia en un soldado solámnico.

—Soy un necio sentimental —prosiguió el oficial— por querer salvar a un pariente.

Éste último vocablo produjo en el joven el efecto de un terremoto, que lo sacudió en un temblor de pánico.

—¡Te asemejas tanto a mi hermano, Huma! Se llamaba Durac y era el señor de Eldor, un feudo que fue asolado poco después de que él y yo ingresásemos en esta entidad. Nada queda en la actualidad de la mansión, salvo unas lastimosas ruinas. A mí no me importa, porque, a diferencia de los dominios de los Baxtrey, que regentaban juntos Oswal y Trake, yo no habría heredado ni un palmo cuadrado del territorio. Como primogénito, era tu padre quien ostentaba todos los derechos.

—¡Basta ya! —se revolvió el caballero contra el hombre que había traicionado sus más íntimos ideales y que había sido su amigo.

Lucharon con violencia, ahora por iniciativa de Huma, pero Rennard esquivó holgadamente sus acometidas hasta que, de nuevo, se separaron y pudo reanudar su relato.

—Yo pertenecía a Morgion mucho antes de que nuestro progenitor nos mandase como escuderos al alcázar de Vingaard. Desde el comienzo, traté de salvaguardar a Durac; al fin y al cabo éramos familia: sabedor de que los otros miembros de la secta podían no hacerse cargo de lo que significaban tales lazos, le imprimí la misma marca invisible que luego te guardó a ti. Pero fue un gesto superfluo. Tu padre falleció en la contienda un año después de la investidura, del espaldarazo. Quedó en la retaguardia con un puñado de compañeros para obstruir un paso en las montañas de Hylo, el único que había permitido a las fuerzas de la Reina obtener el predominio en aquella conflictiva zona. Los restantes seguimos cabalgando; había que prevenir al grueso del ejército. No pude hacer nada. Irónico, ¿no? Intenté confesarle la verdad acerca de mi pacto diabólico en aquellos momentos cruciales, temeroso de que sucumbiera en la reyerta, pero me faltó valor. Poco podía imaginar yo entonces que al morir dejaría esposa y un hijo varón.

El joven soldado se estremeció, deseoso por una parte de conocer todos los pormenores y con repulsión por otra.

—Debes sonsacarle al coronel Oswal mas información… ¡cuando vuestras ánimas pululen en el universo de ultratumba!

Rennard cargó repentinamente, pillando a su rival con la guardia baja. Cruzaron varios lances, si bien entre uno y otro Huma no dejó de advertir que los rasgos del capitán se habían desencajado como si sufriera una demencia crónica, hasta ahora oculta bajo la fachada de una faz vacua. Era obvio que el oficial había adoptado aquella máscara para evitar que traslucieran su maldad y su traición.

Se entrechocaron los aceros a la altura casi de las empuñaduras, y el joven se desembarazó de su enemigo de un empellón.

—¿Cómo se llama ella, sobrino? ¿Karina? La vi tan sólo una vez, varios años más tarde, cuando al fin localicé el pueblo que mi hermano frecuentaba antes de perecer. Era una mujer hermosa, de cabellos dorados como el trigo, un talle fino y embrujador y, en definitiva, una mujer llena de atractivo, muy vital. Decidí cortejarla, pero te presentaste tú, reencarnación sin tacha, casi insultante, de Durac, y me convencí de que tu madre me repudiaría por mi esclavitud a Morgion. Fui un estúpido al concebir la idea de romper el juramento hecho a mi auténtico amo.

La espada del capitán sesgó el aire al caer sobre Huma; pero el soldado la eludió haciéndose a un lado y poniéndose en cuclillas.

—La asesinaste, ¿no es así?

El acento del joven se tornó frío, monótono, en contraposición a lo que en realidad sentía al revivir la enfermedad fatal de su madre, que parecía haber surgido de la nada, ya que en aquellas latitudes no había epidemia.

—Deberías darme las gracias. Lo hice por ti, porque deseaba que, puesto que tu padre se había malogrado en el camino, tú llegases a ser un buen caballero. Algo se me ocurriría para que no sospechases la verdad —concluyó, y esbozó una sonrisa obscena.

—Los sueños. En mi subconsciente solía visualizar a tu hedionda divinidad.

—Eran intentonas de atraerte hacia mi bando, hacer de ti un colega y ahorrarnos esta situación.

—Por el Dragón de Platino, ¿qué está ocurriendo aquí?

Ambos combatientes se detuvieron al inundarse la estancia de luz. Bennett se plantó en el umbral, escoltado por dos de sus adeptos de la Orden de la Espada, y Rennard sólo hubo de mirarlo para percatarse de la gravedad de su error, de su negligencia. En determinado momento, el comandante se había retirado, y al no considerar la posibilidad de su regreso el cadavérico oficial no se había molestado en darle alcance y aplicarle el mismo tratamiento que a los otros infelices.

—¿Rennard? ¿Huma?

Fueran cuales fueren sus defectos, el hijo del difunto Gran Maestre no adolecía de lentitud de reflejos. Observó todos los detalles de la escena, y al detenerse sus ojos en la harapienta capa que cubría la armadura del capitán, adivinó qué representaba. Desenvainó raudo la espada y señaló con ella al servidor del Señor de la Muerte.

—¡Atrapadlo!

—Cuan deprisa se difumina el barniz de la dignidad frente a las emociones mezquinas —comentó Rennard con tono sarcástico.

Sin pronunciar una palabra más, ensayó un nuevo y salvaje ataque a Huma, quien se zafó agachando la cabeza, y se dio a la fuga entre las hileras de bancos.

—No tiene donde ir, no podrá escapar.

La similitud de Bennett con un ave de rapiña se hizo todavía más patente que de costumbre. En sus ojos, muy abiertos, bullía una avidez de extraña intensidad, y sin embargo capturaban cada movimiento, estudiaban todos los ángulos. Sus ademanes eran precisos, calculados. El joven Baxtrey era un halcón dispuesto a lanzarse en picado sobre su presa. Ahora, la pieza a cobrar era el capitán Rennard.

Pero, inesperadamente, el acosado se internó en las sombras del muro y se deslizó a través de él. Huma llegó antes que los otros al sitio donde se había desvanecido e inició un tanteo, pues estaba seguro de que el huido no se había valido de la hechicería como hiciera Magius en una ocasión. Debía de existir un mecanismo, algo… ¡Sí! Los dedos del soldado palparon una pequeña muesca y, antes de que pudiera examinarla, la pared se abrió y lo engulló. Oyó a su espalda los gritos de Bennett ordenando a los otros dos que lo siguieran. Pero en aquel instante volvió a cerrarse el acceso y, sabiendo que se entretendrían, decidió no aguardarlos.

¿Dónde pretendía refugiarse Rennard?

Las pisadas del ladino oficial eran apenas audibles, aunque por su cadencia no cabía duda de que subía peldaños. ¿Qué esperaba hallar en la cúspide?

No se trataba de una escalera antigua y secreta como el joven presumió en un principio; camino del nivel superior incluso pasó junto a dos amplios ventanales.

El ascenso se terminaba en una trampilla encajada en el techo. El caballero estiró un brazo con extrema cautela y, presta su arma en el otro, le dio impulso para izarla.

El viento y la lluvia, inclemente comité de recepción, acudieron a su encuentro; pero no tuvo lugar la emboscada que había esperado.

Un estrépito bajo sus pies le anunció la proximidad del comandante y sus colegas. Huma no quería que fueran ellos quienes se enfrentasen a Rennard. Se reservaba el privilegio para él. Despacio, avanzó hacia la intemperie.

La azotea estaba desierta. No había ningún escondrijo, ningún rincón donde agazaparse. El soldado solámnico caminó hasta el parapeto y se asomó por la almena, atisbando a los grupos que empezaban a formarse en el patio y coligiendo que Bennett había dado la alarma.

El más adelantado de los hermanos de Orden del infatuado oficial apareció e inquirió:

—¿Dónde está? ¿Lo has apresado?

En efecto, ¿dónde se había metido el capitán? El joven peinó la zona junto a los otros dos hombres —el segundo iba pisándole los talones a su compañero—, pero no descubrieron huellas ni vestigios de ninguna clase. Rennard se había evaporado.

El comandante no admitió semejante conclusión, de modo que encargó a diversos caballeros que registrasen las edificaciones adyacentes y, cuando la búsqueda se reveló vana, la extendió a todo el recinto de la fortaleza. Se recogieron e inspeccionaron las pertenencias del fugado, sin que tampoco facilitasen pistas.

Los sacerdotes corrieron en tropel a la cabecera del coronel Oswal en cuanto se enteraron de lo acaecido, llevándose una sorpresa mayúscula al comprobar que el yaciente se había reanimado. Según comunicó un clérigo a Huma, a Bennett y a otros que se habían reunido, el organismo del doliente había empezado a expeler la dosis que Rennard le dio unas horas antes, lo que ponía de manifiesto la intención del sicario de administrarle la segunda sin darle opción a recuperarse.

Cuando se dispersaron los caballeros, unos para rastrear al traidor y otros para atender a sus distintas obligaciones, Huma se demoró unos minutos en la sala donde se había convocado la urgente asamblea. Notó una mano en su hombro y se sobresaltó, persuadido de que el capitán había regresado con la firme resolución de eliminarlo.

—Soy Bennett —se dio a conocer quien así lo abordaba.

El soldado se giró, encarándose ambos jóvenes. El sobrino de Oswal parecía batirse contra numerosos sentimientos al mismo tiempo, ya que en su rostro se evidenciaban simultáneamente la turbación, la ira y la incertidumbre.

—Te agradezco todo lo que has hecho —dijo al fin, y tendió una mano al hombre que había sido objeto de su inquina.

Demasiado asombrado para reflexionar, Huma estrechó aquella mano que lo invitaba a la amistad.

—He fracasado en la captura del asesino de tu padre.

—Lo has desenmascarado, rescatando a mi tío de las garras de la muerte. E incluso —en este punto un leve tartamudeo delató el azoramiento del comandante— has igualado en la liza a esa criatura despreciable, algo que yo no habría conseguido.

El caballero de facciones de halcón saludó marcialmente a su interlocutor y partió. El soldado lo contempló hasta que hubo salido con una complacida sonrisa en sus labios antes de dar media vuelta también él y emprender las pesquisas necesarias para averiguar el paradero de Rennard.

* * *

Nadie se extrañó, dos días más tarde, de que el coronel Oswal fuera nombrado Gran Maestre. Había permanecido aislado antes de su proclamación, permitiéndose tan sólo a los integrantes del Consejo que conferenciaran con él. Las reticencias de Bennett se habían volatilizado, hasta el extremo de que el sobrino del nuevo mandatario había solicitado incorporarse a la Orden de la Rosa. Era más que probable que fuera recomendado, y también que al cabo de unos cuantos años se invistiera del cargo de Guerrero Mayor.

A Huma aquellas dos jornadas se le hicieron interminables. Cuando por fin le fue concedida una audiencia con Oswal, se personó temblando como una hoja. Para él el Gran Maestre era una figura no menos reverenciada que Paladine, dado que era el símbolo viviente de la institución que creó el Triunvirato.

El caballero hincó la rodilla en prueba de sumisión; pero vibró en sus tímpanos un peculiar sonido y alzó la cabeza. Flanqueado por una apabullante guardia de honor, consistente en veteranos escogidos de las tres Órdenes, el máximo dignatario estaba sentado en su trono y reía divertido.

—Levántate, Huma. No seas tan protocolario conmigo, al menos no en una entrevista extraoficial como ésta.

El joven se incorporó y fue hacia su superior.

—Gran Maestre…

—Si te empeñas en ser ceremonioso, llámame coronel Oswal. Todavía no tengo las pretensiones de mi hermano.

—Coronel Oswal, antes que nada he de rogarte que me hables de Durac de Eldor.

—¿Durac? He conocido a dos o tres. Y en cuanto al señorío de Eldor, no acabo de situarlo.

—Me refiero —se impacientó Huma— al hermano de Rennard. A mi padre.

El recién nombrado adalid escrutó al joven boquiabierto, casi incrédulo.

—¿Durac, tu progenitor? Entonces, Rennard…

—Es mi tío —confirmó el caballero, aunque pareció como si le arrancaran del alma la mención de tan deshonroso parentesco.

—¡Por Paladine! —exclamó Oswal, una invocación que brotó en un murmullo—. Lo lamento de veras, Huma.

—Gracias, señor. ¿Y mi padre?

El Gran Maestre se frotó los ojos a la manera de quien intenta expulsar una entrometida mota de polvo.

—Me duele no poder satisfacerte con una historia exhaustiva, mi estimado muchacho, porque me falla la memoria. Durac era un soldado leal, aunque en exceso apasionado, y poseía unas dotes innatas de luchador, aprendiendo las técnicas bélicas como otro el abecedario. Solía pasar largas temporadas en el oeste, si bien nunca se me ocurrió pensar que tuviera una familia en aquellas latitudes. Hay una anécdota que recuerdo nítidamente: cuando lo dejamos junto a su regimiento para que bloqueara el paso, a guisa de despedida nos encargó que «cuidáramos de ellos». Creí que «ellos» eran los hombres, sus colegas; ni siquiera intuí que nos encomendaba a sus seres queridos. Sólo Rennard estaba al corriente, y calló.

Poco más añadió el dignatario, lo que decepcionó al oyente, pese a que se guardó de demostrarlo. Fue Oswal quien rompió el tenso silencio que sucedió a su parrafada, diciendo:

—Te autorizo a partir hacia Ergoth y tus montañas. ¿Cuántos caballeros precisas en la expedición?

—Ninguno.

—¿Ninguno? —repitió el anciano.

Se encorvó acto seguido hacia adelante, con los dedos casi incrustados en el brazo de su asiento de tan fuerte que lo asían, y contravino al soldado:

—Tú mismo has afirmado que éste es un asunto de extrema gravedad. Quiero garantizar tu éxito, que el dios del Bien haya juzgado oportuno otorgarnos la gracia de una oportunidad no significa que tengas que correr ciertos riesgos.

—No has entendido los designios de Paladine —contraatacó Huma—. Nuestra divinidad me ha puesto a prueba a mí individualmente. De nada serviría rodearme de guerreros y, además, una voz interior que no sabría describir me susurra que así debe ser, que he de afrontar mi destino en solitario.

—Te manifiestas con gran convicción —transigió el coronel y, tras suspirar, se apoyó en el respaldo del trono—. El cerebro me invita a la réplica, pero mi corazón me ordena escucharte. En el presente caso obedeceré a este último, ya que es en su seno donde nace la fe.

—Gracias de nuevo, mi venerado superior.

Oswal se irguió y echó a andar por la regia sala. Al pasar junto al soldado, le dio unas palmadas en los hombros y le cuchicheó:

—Sean cuales fueren tu cuna y tus padres, siempre veré en ti al hijo que no he tenido.

Se enlazaron en un breve pero cálido abrazo, siendo el coronel quien se apartó para urgir, conmovido, al joven caballero:

—Adelante. Sal de aquí antes de que me ponga aún más en ridículo como el viejo sensiblero que soy.

* * *

Pocos hombres había en el patio a la hora que eligió Huma para abandonar el alcázar. Lo prefería así, al menos a él le resultaba más fácil. Una parte de su ser le hacía sentir como un prófugo, le instaba a quedarse en Vingaard hasta que Rennard fuera capturado y castigado. Sin embargo, el soldado solámnico se resistía a intervenir en el arresto del capitán, de aquel «cadáver andante» —fue Kaz quien le impuso este apodo— con el que lo unieron estrechos vínculos en una época no tan remota, imposible de olvidar en un santiamén.

Reparó en una figura, la de Bennett. El comandante estaba en una de las torres para, desde esta atalaya, someter a un concienzudo examen todo el recinto amurallado. El sobrino del Gran Maestre tenía ahora un único afán: dar con el asesino de su padre. Entre las posesiones de Rennard había unos antiguos planos de la ciudadela, que se perdieron decenios atrás, en los que destacaba el trazado de dos pasadizos en las dependencias del templo que ni aun los clérigos conocían.

El altivo Baxtrey dejó de otear las tierras circundantes al alcázar y percibió a Huma, al que saludó mediante una inclinación de cabeza antes de esconderse tras las almenas. Aquél fue todo su intercambio.

* * *

La ruta de Huma lo llevó, en una primera etapa, a otro poblado medio derruido. Hacía una hora que cabalgaba. Se había tropezado con dos patrullas, y a ambas las había puesto en antecedentes sobre las infructuosas partidas organizadas en la fortaleza para dar caza al ruin Rennard.

Los habitantes de esta aldea recibieron al solitario caballero en una actitud diferente de los que había observado con anterioridad. Una tensión indefinible preñaba el ambiente, flotaban oleadas de un miedo que apenas distaba del que les habría inspirado la Reina de los Dragones de surcar el cielo para exterminarlos. Despacio, los lugareños se arracimaron en torno a Huma y su montura.

El caballo aminoró el trote, sus ollares inhalaron con vigor para olfatear a los enemigos potenciales. El jinete tiró de las riendas. No debía consentir que el animal escapase a su dominio ni entraba en sus designios cargar sobre su conciencia la muerte de campesinos inocentes.

Al poco rato, el corcel hubo de detenerse, tan apretado era el cerco formado por aquellas gentes en torno al visitante. Se intensificó la aureola de pánico con la proximidad, y Huma empezó a captar preguntas ahogadas acerca de los acontecimientos del alcázar.

Una garra huesuda y mugrienta le tocó la pierna derecha, a la vez que su dueño indagaba con voz desentonada, chirriante:

—¿Es verdad que el Gran Maestre ha sido asesinado? ¿Hemos dejado de estar bajo su tutela?

—Corre el rumor de que el Consejo va a rendirse —coreó otro que Huma no logró localizar.

Ésta última especulación aumentó la ansiedad del vulgo. Se cerró el círculo hasta atenazar al soldado, ajenos sus componentes al peligro que suponía excitar de aquel modo al nervioso corcel. El joven viajero, más consciente de la potencia de unos cascos descontrolados, agitó la mano indicándoles que retrocedieran.

—Haceos a un lado y dejadme pasar. De lo contrario, no respondo de mi caballo.

—¡Éste hombre huye de Vingaard! —vociferó el individuo irreconocible—. ¡La hermandad ha perdido la batalla!

—Si ellos han sido derrotados, todos sufriremos las consecuencias —chilló una mujer, desmayándose y desmoronándose en medio de la compacta masa de cuerpos.

—¡No puedes desertar! ¿Qué será de nosotros?

—¡Lo único que te interesa es salvar tu pellejo!

—¡Regresa!

Un carrusel de rostros furibundos, espantados y confusos desfiló frente a la visión de Huma. Incontables pares de manos los arañaban a él y al caballo, el cual no tardó en encabritarse. Los que se habían aventurado muy cerca de las patas delanteras salieron de su enajenación y dieron media vuelta para echar a correr, pero aquellos que se hallaban en la retaguardia continuaron presionando.

Cayó de bruces un anciano, y el caballero, temeroso de que la muchedumbre lo pisoteara, calmó como mejor pudo a su cabalgadura y se esforzó en abrir una brecha a fin de auxiliarlo.

—¡Nos ha traicionado! ¡Es él quien ha provocado el percance del viejo! ¡Dadle su merecido!

Docenas de criaturas raídas, tumefactas, se abalanzaron sobre el soldado solámnico, quien apenas tuvo tiempo de desenvainar su espada y refrenarlos con ella. Los aldeanos retrocedieron, aunque no estaban dispuestos a resignarse. ¿Cómo habían de hacerlo si, en su opinión, los caballeros se proponían abandonarlos a la «gentil» soberana de las Tinieblas?

Mientras ponía a raya a sus agresores, Huma avistó al instigador, un personaje vestido con el humilde atuendo de un aparcero que se encontraba en un flanco del apiñamiento. No hizo aquel hombre ningún ademán de moverse al darse cuenta de que lo habían visto: simplemente se limitó a empuñar una espada y mostrar, una vez más, la faz de la malignidad.

El soldado guió a su corcel entre la multitud, obligando a los más testarudos a dejarle vía libre mediante simulacros de estocadas y agradeciendo a Paladine que nadie lo hubiera desafiado a un combate verídico. Al fin, dio la orden de «¡Alto!» a dos metros escasos del vil aparecido.

—Bennett tiene a todo el alcázar revolucionado con la esperanza de que todavía estés en él.

—Y en él estuve —siseó Rennard— hasta que se hizo oficial la designación del coronel Oswal como Gran Maestre. Luego vine aquí para difundir la nueva.

El joven caballero se apeó de la silla, sin desviar la mirada de su tío ni enfundar su espada.

—Querrás decir para difundir el terror —lo enmendó—, para socavar la confianza e incitarnos a luchar entre hermanos.

—Sembrar el caos es mi… llamémosle «vocación». Pero no sólo he plantado la semilla en este caserío; la he extendido por toda la comarca. No he dormido desde ayer.

—Han sido descubiertos tus pasadizos secretos.

—Lo sé. Dejé los mapas adrede. Habían dejado de serme útiles.

—Todo esto es una monstruosa locura, tío.

—«Tío». Nunca imaginé que utilizarías esa palabra. Sí, algo tiene de demencial, pero analiza el mundo y comprobarás que la cordura no existe. Quizá, después de todo, yo le infunda un poco de lucidez. —El ex capitán señaló al enjambre de personas y bajó el volumen de su voz para no ser oído—. El miedo se propagará. Las turbas marcharán contra la ciudadela y sus moradores habrán de repelerlas por la violencia, con un poco de suerte acarreándoles algunas decenas de pérdidas. Los grandes Caballeros de Solamnia sufrirán tanto un menoscabo de su notoriedad como un severo golpe moral. Huelgan más explicaciones.

—Una conspiración muy sutil, muy hábil.

—Naturalmente. Podría haber matado al Consejo entero, pero de esa forma habría fortalecido la famosa determinación de los responsables de la entidad. Así, viajando disfrazado por el territorio y fomentando la revuelta, reduciré a tu sagrada institución a lo que en realidad es: una aberrante falacia. —El resentido humano se puso rígido, y su curvo acero comenzó a mecerse de un lado a otro—. Mi único deber pendiente eres tú, Huma. Sabedor de que escogerías este itinerario, te he esperado. No puedo permitir que llegues a esa caverna, que acaso sea una invención, un nuevo despropósito ahora forjado en tu mente, pero que si es auténtica constituiría una seria amenaza. Si no actuara, incurriría en un error imperdonable.

Estiró el brazo de la espada y el soldado, en un ágil reflejo, contuvo la descarga. Los lugareños se apartaron al enzarzarse ambos rivales en una encarnizada liza, siguiendo las incidencias con una expectación que delataba su deseo de que uno de los dos muriese. Hasta tal punto se había apoderado Rennard de sus voluntades.

El lívido individuo que fuera oficial solámnico vaciló, resquebrajándose su guardia. Huma aprovechó tan magnífica oportunidad. La agilidad del otro espadachín posibilitó que eludiera el impulso global de la acometida, mas al deslizarse hacia abajo el acero del soldado asestó un certero golpe en el costado del sectario. No se produjo el tajo, sin embargo, porque el filo rebotó contra una superficie sólida debajo de la túnica. Una aviesa sonrisa iluminó los rasgos fantasmales del atacado, exultante por lucir aún la armadura.

Se entrechocaron los metales una y otra vez, mientras los contrincantes se desplazaban en su brutal trifulca por las enfangadas callejas del pueblo. La pared humana que los circundaba se acoplaba a los cambios de posiciones, serpenteaba o se torcía, pero no ofrecía ninguna grieta. Huma se preguntó qué le ocurriría aunque venciese a su oponente; no descartaba la posibilidad de que los campesinos se arrojasen sobre él.

—¡Muy buena tu finta! ¡Fui un instructor espléndido! —lo felicitó el servidor de Morgion.

—No lo niego.

El joven no dijo nada más. Tenía que reservar toda su energía, ya que Rennard se debatía con un empuje y una ferocidad que sólo podía conferirle su enajenación.

El luchador solámnico resbaló en el barro en el mismo instante en que la hoja del otro contendiente pasaba, fulgurante, a unos centímetros de su garganta. En su arrebato, el traidor se desestabilizó hacia adelante y Huma, desde una postura de aparente inferioridad, hendió su pierna. El antiguo oficial no gritó, aunque manó la sangre a borbotones y cojeaba ostensiblemente al apartarse.

De nuevo se encararon. El soldado estaba al borde del agotamiento y su adversario se debilitaba por momentos a causa de la hemorragia. Al filo enemigo le faltó poco para cortar los músculos y los tendones que mantenían la extremidad unida.

—Ríndete, Rennard. Te prometo que tendrás un juicio justo.

Rennard estaba más demacrado de lo habitual.

—No me seduce tu proposición. Un espía como yo, que ha asesinado a un Gran Maestre y casi a su sucesor, no puede esperar ni exigir un trato ecuánime por parte de la hermandad.

Huma intentaba ganar tiempo, consciente de que él se recuperaría de su desgaste a medida que hablaban, mientras que el aguante del otro no cesaría de empobrecerse. Apenas podía sostenerse en pie.

—Vamos, mi joven pariente, terminemos cuanto antes.

Con una asombrosa vitalidad, haciendo exhibición de su amplia gama de lances, Rennard cargó. Su sobrino soportó la lluvia de estocadas sin amedrentarse y, poco a poco, se lanzó a la contraofensiva. El maestro se fue desmoralizando al comprobar que el soldado era un reflejo de él mismo, que si le podía ofrecer resistencia era, paradójicamente, gracias a sus esmeradas lecciones.

Un embate de especial precisión penetró las defensas del guerrero más veterano, infligiéndole un serio revés en un brazo, que casi le forzó a desasir la espada. La extremidad alcanzada se retorció en espasmos incontrolables y, al ponerse todo él al descubierto, el caballero de menor edad pudo introducir su espada a unos centímetros del rostro.

Ambos estaban rebozados en barro. Rennard se había sobrepuesto de sus delirios, se había centrado lo suficiente para comprender que estaba perdido. Huma se hallaba en mejores condiciones que él; sus ojos se cercioraron de este hecho en un corto escrutinio que, fiel a su idiosincrasia, no tradujo en ningún signo de emoción. Lo único que podía hacer era retrasar el momento en que lo rematara.

De nuevo desmanteló el soldado la guardia del proscrito, que se sacudió en oscilantes temblores, ahora sobre las piernas ensangrentadas, hasta que dobló ambas rodillas y cayó en un charco.

Se deshizo entonces el hechizo, el frenesí. El indiscutible ganador pestañeó y bajó la mirada hacia el soldado sectario, cuyos fluidos vitales se mezclaban con el lodo. Se contrajo su rostro en una expresión de repugnancia y dijo:

—Aquí finaliza la confrontación, Rennard. No voy a matarte; de nada me serviría.

Rennard intentó incorporarse. Apoyado sobre una rodilla, con la espada a la altura del hombro, hizo aún un esfuerzo para mantener el reto.

—No volveré, sobrino. No podría tolerar la farsa de un juicio.

—Deja que te ayude —ofreció el joven, deponiendo su arma—. Fuiste un buen caballero, uno de los más admirables.

El acceso de risa con que contestó el servidor del Mal degeneró en una tos seca, que estuvo a punto de derribarlo de bruces.

—¡Qué ingenuo eres! Yo nunca fui un caballero. Desde el día en que sellé mi acuerdo con otro dios he estado en sus manos. Al final, le he fallado incluso a él. Fíjate en mí y en la recompensa de mi fracaso. —Ladeó el semblante, y Huma quedó atónito al advertir que la tez blancuzca del que fue su superior asumía un tinte escarlata—. No llegué a curarme de verdad; vivía el presente sin plantearme la recaída.

—Debe de haber patrullas en la región. Puedo ir en su busca y traerte a una sacerdotisa. —Ningún clérigo va a tocarme. El conjuro, o la alucinación colectiva, en la que el fraudulento oficial solámnico había envuelto a los habitantes del caserío se disolvió de repente, de tal manera que unos y otros prorrumpieron en aullidos histéricos al contemplar el espectáculo de aquel ser aquejado de la peor de todas las pestes. En cuestión de segundos, las dos figuras armadas quedaron solas.

—Rennard…

Para el ex capitán era una agonía incluso articular las palabras. La plaga lo carcomía casi como una venganza.

—No te acerques a mí, Huma. Se contagia por contacto directo. Me habré consumido cuando la enfermedad concluya su labor. Podrán sentirse afortunados si recogen algo más que una masa informe.

¿Dónde estaban las tropas que hacían su ronda por las inmediaciones? El soldado rebuscó en el horizonte con sus ojos, sin resultado.

—Ahora que estoy más allá de partidismos, sobrino —masculló el moribundo—, te deseo éxito en tu empresa. Quizá todavía haya una esperanza.

En aquel instante, el joven avistó unos hombres a caballo. Pero estaban muy lejos y se movían a poca velocidad.

—Huma.

Aquélla llamada, que delataba al mismo tiempo fragilidad y vigor, hizo que el enhiesto caballero se volviera hacia el doliente. Tal era el suplicio de éste, que sus rasgos se habían contraído.

—Reza a Paladine, Rennard. Un grupo de soldados se encamina hacia el pueblo, tan pronto como les cuente…

—No hay nada que contar. Limítate a indicarles que quemen mi cuerpo aquí mismo.

El moribundo endureció sus músculos para aferrar, con ese resquicio de vitalidad, la espada entre ambas manos y enarbolarla. Acto seguido, dotado su organismo de un poderoso impulso que desmentía su padecimiento, aplicó la hoja a su cuello y la hundió en la carne.

—¡No!

Sólo la aprensión de convertirse en portador de la epidemia impidió a Huma arrancar la espada del cuerpo del desahuciado. En cualquier caso, era ya tarde. Ni él ni las sanadoras podían paliar los efectos de tan profunda herida. La insensibilizada mano del siervo de Morgion soltó el arma, que se sepultó en el cieno unos momentos antes de que los despojos del humano hicieran lo mismo. También el soldado prescindió de su espada, dejándola en tierra, para hincar la rodilla frente al exánime apestado.

—No.

Su voz era menos que un susurro cuando, cobijando el rostro entre sus manos, dio rienda suelta a sus emociones. Oyó en lontananza el estrépito de varios pares de cascos. Luego se hizo el silencio.