¡Traición!
La lluvia no amainó aquella noche. Aunque exhausto, Huma no pudo dormir. Al igual que el coronel Oswal, presentía que el cambio repentino que había sufrido el cielo de estar envuelto en nubes perpetuas a derramar un manto de agua incesante, capaz de desquiciar al más templado, no era fruto de la casualidad, sino una indescifrable advertencia.
Oyó unos cascos al trote. Hasta de madrugada reinaba una gran actividad en el alcázar de Vingaard, donde unos descansaban mientras otros tomaban el relevo y hacían sus rondas. No serían pillados por sorpresa.
Decidió que los jinetes eran una patrulla de regreso, ya que los ecos se difuminaron en dirección a las cuadras. El desvelado soldado se preguntó qué noticias traerían. ¿Habrían retrocedido las líneas todavía más? ¿Podrían las tropas divisar, en sólo cuestión de horas, el frente sin salir de la fortaleza? ¿Cuánto tiempo tardarían las pinzas del Mal en cerrarse alrededor de la sede del honor?
Huma se levantó sigiloso para no molestar a los durmientes que, entre ronquidos, se reponían en el aposento común de los Caballeros de la Corona. La estancia era en realidad una larga nave con hileras sucesivas de camas duras, bajas, y pequeñas zonas de almacenaje que eran patrimonio particular de cada ocupante. Como quienes la compartían hacían turnos, y además eran muchos los que se ausentaban durante las campañas, el aposento no solía llenarse. Sólo los oficiales de cierto rango tenían alcobas privadas.
El joven meditó que un poco de aire fresco calmaría sus nervios. Con quedas pisadas, sorteó a sus colegas y avanzó hacia la puerta.
En la fría atmósfera, el viento resultaba más tonificante de lo que había previsto. Inhaló hondo, disfrutando a pleno pulmón de aquella oportunidad que se le brindaba de relajarse de tropiezos y sinsabores. Oró para que todo saliera bien al día siguiente.
Parpadeó. O lo engañaba la vista, lo que era probable dado su cansancio, o acababa de atisbar a una oscura figura merodeando por las habitaciones del coronel, detrás de los centinelas. Pensó en dar la alarma, pero los guardianes no parecían haber detectado nada anormal y cuando, inseguro de su percepción, él mismo volvió a otear el lugar, no había rastro del supuesto intruso. No sentía deseos de ponerse en ridículo, ahora menos que nunca, así que contempló el negro firmamento y se retiró. Ésta vez el sueño acudió más presto a su llamada.
* * *
Amaneció, evolucionó la jornada y cayó el crepúsculo más deprisa de lo que a Huma le habría gustado. Era su intención permanecer aislado de los otros caballeros hasta que se resolviera el espinoso asunto de la sucesión del Gran Maestre, ya que le habían sucedido un sinfín de cosas y era consciente de que no podría mostrarse neutral. Lo que dijera reflejaría su ansia de reciprocidad para con el coronel Oswal, que siempre lo respaldó. Incluso a Rennard lo afectaría su imprudencia.
Sin embargo, pese a su propósito de guardar silencio, el veterano dignatario requirió su presencia dos horas antes de que se reuniera el Consejo. El defensor de la Rosa que le llevó el mensaje lo espió con malsana curiosidad, aunque, leal como era al Guerrero Mayor, no cuestionó sus designios.
En la travesía hacia las dependencias de Oswal, Huma se topó con la persona que más se había esforzado en eludir.
—Me informaron de que estabas vivo; pero no quería dar crédito a la asombrosa nueva hasta verte en carne y hueso.
Bennett vestía el uniforme de gala, enriquecido por una capa de color púrpura donde estaban bordados el emblema de la hermandad y el escudo de armas de su familia. Una banda negra cruzaba en diagonal el peto metálico. Incluso ahora, con la eterna lluvia ensombreciendo el ambiente y la noche cerniéndose sobre él, el comandante exultaba, refulgía en una traslúcida aureola. Independientemente de sus defectos y virtudes, era hijo de su padre en su altiva dignidad y en las facciones de halcón, perfecto trasunto de las del fallecido jerarca.
Los honores de su estirpe fueron representados en términos de igualdad por Trake y Oswal hasta el nombramiento de aquél como máximo mandatario de los caballeros. Ahora era Bennett, en su calidad de heredero, quien ostentaba el título nobiliario junto a su tío. Habida cuenta del celibato del coronel y la ausencia de otros descendientes masculinos, todas las propiedades y distinciones serían en el futuro monopolio de una sola rama familiar, de un único hombre.
—Te pido disculpas, mi señor —susurró Huma al comandante con la reverencia que su nueva categoría exigía—. Era mi propósito presentarte antes mis respetos.
—No me trates como a un necio, pastor de cabras —le espetó Bennett—. Me has esquivado ex profeso porque siempre fuimos enemigos. Todavía no me he reconciliado con la idea de que estés en el cuerpo, aunque mis buenos sentimientos me han impedido proponer tu expulsión. Poco podía imaginar cuando te elogié, en el que yo creí un homenaje póstumo, que regresarías.
El soldado se estremeció con los temblores de la ira, pero no consintió en ceder a las provocaciones de aquel presuntuoso. Además, debía perdonar la desabrida conducta de alguien que había perdido a su progenitor tan intempestivamente.
—Yo nunca me consideré tu enemigo, señor —replicó el oficial—. Si algo me has inspirado ha sido admiración, incluso después de que impugnases mi entrada en la entidad. —Hizo una pausa para estudiar los rasgos de su oponente, desencajados por la sorpresa—. Tu prestancia, destreza y dotes de mando bajo las circunstancias más adversas te convierten en la síntesis de mis aspiraciones, de todo cuanto anhelo llegar a ser y quizá no consiga jamás. Lo único que solicito es que se me permita cumplir con mi deber.
Al percatarse de que, debido al pasmo, le colgaba el labio inferior, Bennett cerró la boca. Observó unos segundos a Huma, y masculló:
—Es posible.
—¿A qué te refieres? —indagó el otro con la ceja enarcada.
Pero el reciente señor de Baxtrey ya le había vuelto la espalda. Todo lo que vio el joven fue cómo se fundía con las brumas de la ciudadela. Sin hacer el menor intento de abordarlo, el soldado fue al encuentro del coronel Oswal.
Rennard estaba con el dignatario; de hecho, Huma los interrumpió cuando inspeccionaban un mapa. El veterano caballero señalaba un punto hacia el norte, pero dejó de conferenciar en el instante en que anunciaron al visitante. El Guerrero Mayor alzó la vista y le dedicó una sonrisa casi imperceptible. El capitán se limitó a asentir.
—¿Acaso no estabas en el cuartel general de los paladines de la Rosa? —inquirió Oswal, mientras enrollaba su cartografía, en un velado reproche a su tardanza.
—No ha sido ésa la causa de mi demora, sino que he tenido unas palabras con tu sobrino, señor.
—Una desgracia como otra cualquiera —admitió el venerable oficial. Meneó la cabeza, y al fijarse mejor, el joven apreció su aspecto demacrado, mucho más que la víspera—. Procura no hacerle caso; está trastornado desde que se enteró de que, cual un fantasma, has renacido de entre los muertos.
—Todavía detesta lo que encarno.
—Pues es un cretino —se inmiscuyó de pronto Rennard—. Has demostrado en infinidad de ocasiones que mereces tu puesto más que él.
—Te agradezco el cumplido, pero discrepo.
—Porque tampoco tú tienes muchas luces.
—Lo último que necesitamos es pelear entre nosotros —los amonestó el coronel. Se llevó el desmejorado guerrero una mano a las sienes, y en el proceso estuvo a punto de volcar el candil. Huma se acercó para prestarle apoyo, pero él agitó la mano en un gesto negativo—. Estoy bien, lo único que ocurre es que la noche pasada no dormí lo suficiente. El insomnio ha escogido un pésimo momento.
—¿Estás en condiciones de asistir a la fatigosa asamblea? —le consultó el capitán.
—No tengo otra alternativa. Aunque no me elijan para el cargo; aunque os aseguro que no me importa. He de ganarme igualmente la audiencia de los miembros del Consejo y evitar que se decanten por la persona inadecuada. Si nombran Gran Maestre a alguien que se halle bajo el control de Bennett, nos conducirán a todos al desastre.
El juicio que Oswal había emitido sobre la perniciosa influencia de su pariente no dejó de sorprender al soldado. Era consciente de sus diferencias, pero ignoraba el alcance de éstas.
—¿Por qué hablas así?
—No me malinterpretéis; tengo la absoluta convicción de que mi sobrino actúa de acuerdo con sus principios. Lo que pasa es que, como todos nosotros, está demasiado imbuido de las leyendas de nuestra hermandad. Es el tipo de jerarca, o de consejero, que induciría a todos los caballeros aptos del alcázar a atacar en una carga masiva, heroica, que culminaría en la muerte de los combatientes.
—¿Eso haría?
El tono de Huma era dubitativo. Incluso en aquella hora de dolor, Bennett conservaba su carácter calculador y el pleno dominio de su mente.
—Eso haría —corroboró el coronel—. No has visto nunca a ese muchacho en las juntas de mando; él es quien enciende la llama de la violencia o remueve las ondas de la destrucción, rara vez se manifiesta en pro de las estrategias sólidas y a largo plazo. Desde la muerte de Trake, está todavía más proclive a lanzarse a una ofensiva de gran resonancia, para honrar la memoria de su padre.
—A Huma puede costarle un esfuerzo aceptar esa otra cara del comandante, pero yo hace más tiempo que lo trato y suscribo tus aprensiones —afirmó Rennard.
El coronel fijó la mirada en los ojos del soldado, que no perdían vitalidad pese a los estigmas del agotamiento.
—Una recomendación más, mi joven amigo. Guárdate de contar tu historia a mi sobrino. Él calificaría de burda patraña una aventura que protagoniza espadas encantadas, dragones prisioneros y desafíos creados por los dioses que encierran como premio la llave de la victoria. Yo sí te he creído. Mi fe en Paladine y en tu honestidad me incita a ello.
Se apagó de repente su voz y el brillo de sus pupilas; luego se encorvó hacia adelante sujetándose la cabeza con la mano.
—Necesito reposo —balbuceó.
—Huma, ayúdame a llevarlo hasta el lecho.
Juntos, los dos caballeros acostaron al Guerrero Mayor. Mientras lo arropaban, el debilitado Oswal asió a Rennard por la manga y lo apremió:
—Te hago responsable de despertarme unos minutos antes de que se inaugure el Consejo. No puedo faltar. ¿Está claro?
El mortecino semblante del capitán se ladeó hacia el soldado, para luego volver a observar a su superior. Con la misma máscara desapasionada de la que solía investirse, prometió:
—Por supuesto. No dejaré de alertarte.
—Bien.
El coronel cayó en un denso sopor en tan sólo unos segundos, y sus dos subordinados abandonaron la alcoba de puntillas. Ya al otro lado de la puerta, Rennard le murmuró a Huma:
—Nuestro máximo dignatario en funciones desea que te persones en el cónclave.
—Pero ¿y él?
El luchador temía por la salud de Oswal.
—Irá, me he comprometido y no le fallaré. Tengo todos los hilos bien atados —siseó Rennard y, en un inaudito alarde de expresión, exhibió una ambigua sonrisa.
* * *
Huma fue, por su propia voluntad, uno de los primeros en llegar.
No todas las asambleas se celebraban a puerta abierta para la población del alcázar. En su mayoría eran integradas únicamente por los oficiales de mayor grado y las personas relacionadas con la totalidad o una parte del tema a discutir en el orden del día. No carecían, además, de su ritual, consistente en unas normas preestablecidas que debían seguirse al pie de la letra. El cuerpo regente, sin embargo, decidió que la elección de un nuevo Gran Maestre era algo que incumbía al conjunto de la comunidad y que, aunque dadas las dimensiones de la sala no cabrían las tropas, debía haber una nutrida representación de las distintas facciones.
Los adalides de las Ordenes de la Corona y la Espada ya habían tomado asiento. Arak, Ojo de Halcón, daba ligeros tirones de su perilla y dirigía arrogantes miradas a su colega, portavoz de los caballeros que habían abrazado la más rancia tradición guerrera. Huma no reconoció al personaje que ocupaba el sitial vecino al de Arak. No era el mismo que había regido los destinos de la sección de la Espada durante los últimos cuatro años. Su predecesor murió batallando en el éste, y hubo que elegir a un sustituto en plena refriega. El óvalo anguloso de la faz del nuevo cabecilla lo asemejaba más a algunas estatuas idealizadas que a un humano real. Lucía un mostacho largo y atusado en finas líneas, sus ojos eran apenas visibles bajo las pobladas y enmarañadas cejas. Cuando Bennett hizo acto de presencia, quedó patente que era él el auténtico dirigente de la Orden en el modo en que se le cuadró aquel hombre de paja.
Al fin se llenó la estancia, aunque aún no se inició la sesión. Hubo que aguardar a dos personas de rango, Rennard y el coronel Oswal. Los miembros de la asamblea toleraron la espera con paciencia, conferenciando entre sí en voz queda, hasta que el comandante rompió la armonía. En efecto, el infatuado joven se acercó a Ojo de Halcón y vertió en su oído unas palabras imperiosas, a las que éste respondió no menos agresivo, y ambos se enzarzaron en una discusión que se prolongó varios minutos. Lamentablemente, el volumen de sus voces no correspondía a su vehemencia y sus aspavientos, por lo que Huma sólo pudo especular sobre lo que así los enfrentaba.
En medio de la trifulca, Rennard, casi sin resuello, irrumpió en la sala. Tenía las facciones contraídas, distorsionadas, lo que en alguien que por regla general no exteriorizaba sino una impenetrable placidez sólo podía presagiar una catástrofe. Así debieron de suponerlo los asistentes, pues más de uno se incorporó angustiado.
El capitán informó a Ojo de Halcón de los imprevistos sucesos en poco más que un murmullo. Bennett y los otros escucharon expectantes el mensaje, y Huma advirtió que el comandante palidecía y se agarraba al respaldo de una silla. El depositario de la noticia se alzó para encararse con la agitada concurrencia.
—El presente Consejo se pospone hasta nuevo aviso. Tengo el triste deber de comunicaros a todos que el caballero Oswal de Baxtrey, Guerrero Mayor y paladín de la Orden de la Rosa, ha sido azotado por la misma dolencia que nos arrebató al Gran Maestre. La fortaleza está en cuarentena. Según los sanadores que lo atienden, el coronel no contemplará un nuevo amanecer.
* * *
Rennard era víctima de mal contenidas convulsiones.
—Vine a despertarle, tal como él había ordenado, y lo encontré inconsciente y tembloroso a pesar de que lo cubrían dos o tres mantas. Le administré unos primeros auxilios y corrí a buscar un clérigo.
Huma nunca lo había visto en semejante estado. Era como si el blancuzco oficial estuviera reviviendo el brote de peste que padeció él en su juventud.
—¿Qué hizo el sacerdote?
—Poco. El mal se ha enseñoreado de nuestro malogrado coronel. Otro obsequio de la Reina, malditos sean ella y el Abismo que la engendró.
—¿Cómo podemos socorrerlo? —insistió el soldado. Oswal había sido su tutor, su amigo, casi un padre. ¡No podía morir!
—Sería inútil cualquier medida. Nuestro único recurso es rezar y esperar.
¿Ribeteaba la voz del capitán un matiz de amarga ironía? Huma no podía culparlo si era así, él mismo se debatía en una desesperante impotencia. Takhisis, Crynus y el mago renegado Galán Dracos debían de reírse a mandíbula batiente de su infortunio.
—Huma, ve a dormir.
Era Rennard quien le daba este consejo a la vez que posaba la mano en su hombro. Su semblante estaba aún desfigurado; sin duda, estimaba al moribundo dignatario más de lo que dejaba entrever.
Se hallaban en la cámara exterior, la antesala, del templo de Paladine sito en la fortaleza, donde había sido transportado el Guerrero Mayor en una postrera tentativa de consagrarlo a los buenos auspicios de los dioses. Los clérigos de virtudes curativas a quienes fue encomendado su cuidado estaban en un océano de incertidumbre, ya que un momento parecía que la enfermedad remitía y al siguiente se producía una nueva erupción, más dañina que la anterior. El tiempo se extinguía, el vapuleado organismo del veterano coronel no resistiría muchos más de aquellos embates intermitentes contra su salud.
—Te doy mi palabra de que mandaré a buscarte si hay novedades, sean del cariz que sean —ofreció el capitán con acento persuasivo.
Aunque no quería apartarse de su mecenas en una hora tan crucial, Huma fue invadido por una súbita somnolencia, como si la mera alusión del oficial hubiera bastado para hacerle tomar conciencia de un hecho latente. Asintió, y se alzó del banco donde estaba sentado.
—No olvides tenerme al tanto de lo que acontezca y, por favor, hazlo tú mismo.
—Algo similar ordenó el coronel —respondió Rennard con tono acerbo.
El soldado echó a andar, oyendo la voz de Bennett en una cripta vecina donde parlamentaban los sacerdotes. Al comandante lo había entristecido la luctuosa nueva casi tanto como la pérdida de su padre, o así se colegía de su actitud. En cuanto se anunció la gravedad de Oswal, fue él quien impidió que cundiera el pánico, fue él quien dictó las órdenes necesarias para que se estableciera la cuarentena en el alcázar y se efectuara el traslado al templo del doliente noble. Más significativo aún, ahora el oficial dividía su tiempo entre orar por su tío y reconvenir a los clérigos, que a su juicio reaccionaban a la crisis con excesiva lentitud.
¿Y la guerra? Había sido borrada como por arte de magia del pensamiento de cuantos estaban enclaustrados entre las paredes del alcázar. Que así fuera espantaba a Huma. No dejó de repetírselo en todo el trayecto hacia su camastro.
Salió de su letargo de manera abrupta, con la mente inusitadamente despejada. La primera imagen que se dibujó en su cerebro fue la del coronel Oswal, lo que le sugirió lo peor. Sus compañeros dormían, más acostumbrados a las visitas rutinarias de la muerte.
El soldado se adentró en la noche y espió los contornos. Bajo la difusa luz de las antorchas divisó a los centinelas que montaban vigilante guardia en las murallas, mientras que otros patrullaban el patio. Había todavía dos hombres apostados en ambos flancos del arco que conducía a la residencia del dignatario. Era una buena señal.
Incapaz de entregarse de nuevo al sueño, Huma optó por regresar al santuario. No le extrañó que Rennard no se hubiera presentado. Desde el principio fue obvia la intención del oficial de velar sin tregua al agonizante durante todo el desarrollo de la plaga.
La lluvia no cesaba; el patio era poco menos que un barrizal intransitable.
Al aproximarse, el templo de Paladine se le antojó muy callado y lóbrego. No había custodios, lo que halló natural por tratarse de una de las reglas fundamentales del recinto sagrado. El joven subió en completa soledad la escalinata principal; pero, cuando se disponía a llamar con los nudillos al portalón de las dependencias interiores, comprobó que una de las hojas estaba ya entreabierta. La empujó, y descubrió que el pasillo estaba desierto y sumido en la negrura. Ésta circunstancia no era ya tan ordinaria; dado que el dignatario estaba en una de las cámaras, debería haberse adoptado la precaución, a título excepcional, de asignarle un guardián, o al menos confiarle tal tarea a uno de los clérigos.
De pronto, como respondiendo a estas cabalas, se perfiló a poca distancia de Huma la figura de uno de los Caballeros de la Rosa cuya misión consistía en escoltar a perpetuidad al Guerrero Mayor, más aún cuando se hallaba indefenso. El soldado se erguía en un rincón al otro lado del acceso, en severa postura, y el visitante hizo ademán de saludarlo antes de refrenar este impulso, consciente de que su colega no se habría agazapado en las sombras de no tener un motivo. Sigiloso, el joven cruzó el marmóreo suelo hacia el lugar donde estaba el hierático vigilante.
Lo examinó a conciencia. El centinela, aunque tenía las pupilas clavadas en él, no dio muestras de verlo.
Huma movió la mano por delante del otro. Percibía su respiración, pausada y regular como la de un pacífico durmiente, e incluso se atrevió a golpear suavemente su pómulo. El custodio no movió ni un músculo.
Estirando el cuello hasta rozarlo, inspeccionó acto seguido los ojos abiertos, congelados. Los nublaba una película de invidencia que, gracias a su experiencia pasada, a los enfermos con los que había convivido, el luchador atribuyó a una droga somnífera. Sospechó, no obstante, que el objetivo en este caso era otro que el de aliviarlo, y que el Caballero de la Rosa no recordaría nada de esta laguna en su servicio. Intuyó también que algo análogo les había ocurrido a los otros habitantes del templo, incluido Rennard.
Tras ponerse en manos de su supremo hacedor, Huma desenvainó la espada y recorrió ese pasillo y todo un entramado de ellos hasta arribar a la antesala donde había dejado al capitán. El macilento superior no estaba, pero antes de hacer conjeturas el soldado reparó en que la puerta de la cámara en la que yacía Oswal estaba entreabierta y fue hacia ella. En el tramo que lo separaba de la entrada encontró a otros dos guardianes, en el mismo trance comatoso que su colega del pasillo central.
Abrumado por tan funestos hallazgos, el caballero sacó la precipitada aunque inevitable conclusión de que Rennard y el coronel habían sucumbido.
Con mucha prudencia, empujó la puerta para abrirla completamente y se asomó a la estancia que cobijaba al Guerrero Mayor. Durante unos segundos, la penumbra lo desorientó, si bien sus adiestrados sentidos se acomodaron raudos a la escasa luz y le permitieron avistar en la bruma una mancha todavía más oscura: el perfil de Oswal enhiesto junto al improvisado lecho.
¿El coronel de pie? Parpadeó para adaptar mejor su visión, y comprobó que no podía ser su venerable protector porque éste continuaba tendido en el lecho. ¿Qué era entonces lo que había llamado su atención? ¿Una simple sombra?
Se adentró en las tinieblas, un negro mar que parecía ondularse a su alrededor, y pestañeó de nuevo. La imprecisa forma se había esfumado sin que quedase ningún vestigio de su paso, como un fantasma. Al fin, con el alma en vilo, se situó frente al inmóvil cuerpo de su superior.
Su bota pisó una superficie blanda. La investigó presto, identificándola como la figura inerte de uno de los clérigos. Al igual que los soldados, el eclesiástico estaba sumido en un sopor forzado, como lo probaban sus pupilas dilatadas y enteladas. Lo zarandeó con la esperanza de devolverle el conocimiento, pero fue en vano.
Presintió, más que vislumbró, un amago de actividad a su espalda. Vaciló antes de girarse, un titubeo que podría haberle ocasionado la muerte, ya que algo metálico se estrelló contra su pectoral y, de haber tardado una fracción de segundo más, habría hendido su garganta.
Recriminándose su torpe percepción, detuvo una nueva estocada de lo que podría describirse como un acero retorcido y muy delgado. Discernió asimismo a su atacante, una criatura siniestra y de rostro insondable en el que sobresalían un par de ojos enrojecidos, airados. Volvió a acometer el enemigo, ahora contra su cabeza, y el caballero hubo de agacharse. Estaba Huma en pleno proceso de estabilizarse cuando el espectro desanudó de su cinto un saquillo y lo blandió en el aire.
El soldado retrocedió de inmediato. No podía negar la evidencia, sería absurdo fingir ignorancia sobre la naturaleza de su agresor. Su manera de actuar, su aspecto, lo denunciaban irrefutablemente como un sectario de Morgion, dios de la enfermedad y la podredumbre. Una de aquellas alimañas se había abierto paso hasta la ciudadela de Vingaard, matando a uno, o acaso a dos, de los cabecillas más emblemáticos de la institución.
Por alguna causa que Huma no atinó a deducir, el harapiento monstruo dudó antes de esparcir el contenido de la bolsa. El caballero no desaprovechó la oportunidad y se arrojó sobre él con la espada en ristre. La parte plana de la hoja se incrustó en el pequeño saco y éste estalló, pero no sin que el impulso del arma lo lanzase contra el encapuchado intruso. El soldado solámnico se apartó veloz en un reflejo mecánico, a fin de zafarse de la lluvia letal que se derramaba encima de su adversario.
El sicario tosió y se contorsionó al impregnarlo el polvillo. Incluso se bamboleó, perdiendo el equilibrio; pero el luchador resolvió rehuirlo por miedo al contagio. Se inclinó el asesino hacia un banco y, en el instante en el que iba a desplomarse, una energía sobrenatural hizo que se recompusiera. Ya erguido dijo, con una voz áspera y tensa, que resultó familiar a su oyente:
—Si crees que puedes aniquilarme con mis propias armas, eres un iluso. Debo señalarte que Morgion inmuniza a sus seguidores. Eres tú quien ha cavado su tumba. Tan sólo me proponía dormirte; ahora no me dejas otra opción que eliminarte.
Huma hubo de hacer acopio de toda su serenidad para no soltar su arma al desvelarse ante él, después de retirar el embozo y sacudir el polvo adherido a su piel, la identidad del sectario. Dio una desesperada zancada hacia atrás, justo a tiempo de evaluar la espada que su contrincante había extraído de entre los pliegues de su túnica.
—Mi cuchillo especial te habría pinchado y, debido al ungüento de su punta, su efecto habría sido el mismo que el de estas partículas. El sueño que con tu rebeldía has invocado será el de la muerte.
El esclavo de Morgion equilibró el curvo acero en línea con el cuello del joven luchador, quien había quedado paralizado, sin ánimos para luchar. Todo aquello no podía estar pasando, no era cierto; se hallaba atenazado en el remolino de una pesadilla de la que despertaría de un momento a otro.
El asesino rio sin estridencias mientras afinaba el ángulo de su arremetida, y su callado carcajeo retumbó en la conciencia de Huma como una burla cruel de todas las premisas en las que había basado su existencia.
—He hecho cuanto he podido para ahorrarte este final. Me duele casi tanto como a ti, Huma.
Aunque en un primer momento no logró expresarla en sílabas articuladas, una pregunta martilleaba el cerebro del caballero y oprimía su corazón hasta hacerlo estallar:
«¿Por qué, Rennard?».