17

El espejo

Los dedos de Huma vacilaron a unos milímetros de la espada. Persistía el resplandor, pero no se repitieron las palabras.

El arma era impresionante. Engalanaban la empuñadura brillantes joyas, incluida una maciza piedra verde que parecía ser la que generaba la luz, y una piedra acampanada protegía la mano del portador. En cuanto a la hoja, exhibía un filo tan cortante como si acabara de templarse. El ansia de tocarla se hizo casi irresistible. El caballero estaba convencido de que si la blandía ni siquiera Wyrmfather lo abatiría.

¡Wyrmfather! Se disolvió el hechizo al recordar al Dragón. La sugerente espada era una trampa, con ella nunca haría nada positivo. No habría podido manifestar en frases coherentes cómo lo sabía, pero no le cabía duda de que era un instrumento cargado de maldad. No incitaba al compañerismo, sino que buscaba un esclavo para doblegarlo a su mandato.

Más seguro de su instinto que de la fascinación de antes, el soldado se apartó de la espada. Al retroceder, las dimanaciones luminosas de ésta reflejaron en una superficie bruñida que había arrinconada en una esquina. Intrigado, el joven hizo a un lado alhajas y monedas para examinar mejor la procedencia de tales reverberaciones.

Encontró lo que imaginaba: un elaborado espejo que lo duplicaba en tamaño. Era el que había mencionado su enemigo. Visualizó mentalmente los ojos en perpetua negrura del morador de la caverna, y no pudo por menos que preguntarse qué uso daba a semejante objeto una criatura ciega. Era evidente, sin embargo, que Wyrmfather había acumulado sus tesoros en el transcurso de los siglos; quizá cuando obtuvo este trofeo todavía veía.

Era el tercer espejo con el que se tropezaba. Uno pertenecía a la ninfa y estaba bajo las aguas, el otro colgaba de un muro en la ciudadela de Magius. Todos encerraban virtudes sobrenaturales; ¿acaso los había concebido la misma persona? Algo le decía que jamás desentrañaría el misterio.

—Hombrecillo, quiero parlamentar contigo.

Huma dio un respingo al inundar la estancia la voz estentórea del Dragón, y también un rayo cegador que alumbró todos sus recovecos. El caballero se recriminó su error al tomar conciencia de la situación, pues un pequeño examen le reveló que, aparte del acceso improvisado al que había recurrido, la única entrada de verdad era el techo. En aquel instante, el veterano reptil estaba tirando de la inmensa lápida que hacía las funciones de tapa de su engañoso arcón de riquezas, y que su presa tomara por una gruta. El humano estudió los interminables montones de botín, pero no pudo fijar las pupilas en nada porque una fuerza sin nombre lo atraía tenazmente hacia la siniestra esmeralda de la espada.

—Hombrecillo —insistió Wyrmfather, animada su horrible faz por una sonrisa—. El olor de la opulencia es intoxicante; ¿no opinas tú lo mismo?

El soldado calculó que podía cubrir en diez segundos el trecho que lo separaba del arma. ¿Dispondría de ese tiempo?

—Será superfluo todo intento de esconderte, hombrecillo. Te olfatearía hasta apresarte, aunque tuviera que arrasar la cámara. Sin embargo, no es imprescindible que te mate. Existe una alternativa.

Arrimado a una de las pilas, Huma avanzó hacia la espada. La cabeza del Dragón se giró hacia el ruido.

—¿Hacemos un trato, Caballero de Solamnia? Tú realizarías una tarea para mí a cambio de una de estas preciosidades que he atesorado a lo largo de los años, muchas de ellas consideradas pérdidas irreparables por tus congéneres.

Los pensamientos del joven volaron hacia aquellos despojos de la antesala que se descomponían bajo el blasón de la Rosa. ¿Le había propuesto la bestia algo similar? Quizás iba a escoger su premio cuando el animal lo atacó por sorpresa.

Unas monedas esparcidas se deslizaron bajo los pies en movimiento del soldado, y el coloso se situó de tal forma, que obstruía por completo el paso. Enarboló el amenazado su espada, mirando anhelante aquella otra que se erguía tan cerca.

—No puedes negar que perteneces a una Orden solámnica —le reprochó Wyrmfather—. Se terminaron las argucias, hombrecillo. O aceptas mi ofrecimiento —en este punto sus mandíbulas se apretaron en una cínica mueca— o zanjaré nuestros problemas con un método más expeditivo.

—¿Qué tendría que hacer?

—¡Ha hablado! —exclamó el leviatán, estiradas sus orejas—. Durante más de trescientos años, y creo no andar muy desencaminado en mi cómputo, ningún intruso ha osado jamás dirigirse a mí como no fuera para mendigar humildemente mi indulgencia. Después de todo, incluso tu voz me agrada.

—Me alegro de que así sea —contestó Huma, a falta de algo más sustancial que decir.

La carcajada que suscitó este comentario obligó al humano a taparse los oídos.

—¡Eres valiente, amigo mío! Definitivamente, me gustas. ¿Qué dices de nuestro pacto?

—Estoy deseando escuchar sus términos.

—¡Más que valiente, intrépido! —continuó ensalzando el Dragón a su interlocutor—. Presta mucha atención, hombrecillo. Yo soy Wyrmfather, el primero y principal de los hijos de mi temida Señora, aquel que acude a su llamada antes que ningún otro. —Henchido de orgullo, el monstruo levantó el mentón. Tras una teatral pausa, prosiguió—: He defendido su causa a sangre y fuego contra los detestables dioses de la Luz y sus rastreros vasallos, saliendo siempre triunfante. Tan grande llegó a ser mi poder que, al fin, Kiri-Jolith se vio forzado a desafiarme, y te garantizo que lo hizo con pavor.

»Guerreamos durante más de un año. Las cordilleras nacieron, quedaron aplastadas y hubieron de resurgir. Tembló la tierra al son de nuestras batallas, los mares se embravecieron en indómitas crestas, hasta que cometí un desliz y Kiri-Jolith lo aprovechó para imponerse. ¡Pero el infame no se conformó con la victoria! Moldeó esta montaña a partir de la agostada tierra y me envolvió en ella, aislándome del espléndido cielo. Me condenó a formar parte de las paredes que me rodean, de tal suerte que ni siquiera me alcanzara la volátil brisa. En una burla despiadada, dispuso que sólo uno de su estirpe podría liberarme. ¡Uno como él había de romper mi yugo!

Los entelados ojos, pese a su invidencia, bajaron al nivel de Huma encendidos en unas significativas chispas, que le sugirieron la finalidad de tan vehemente parrafada.

—En un principio supuse que se refería a sus hermanos del Triunvirato, y rugí, me desesperé, maldije a los hados. Luego, con el tiempo, comprendí su juego de palabras. No pensaba en un hacedor sino en un guerrero recto y sincero en su fe, capaz por sus cualidades de obrar el milagro. ¿No son los Caballeros de Solamnia descendientes directos de Paladine, y no los convierte este hecho en parientes espirituales de Kiri-Jolith?

El soldado espió de soslayo la refulgente espada que se alzaba medio sepultada en un montículo de valiosas gemas, poseído por una ansiedad tan intensa que casi echó a correr hacia ella. De súbito, el repulsivo semblante del Dragón volvió a entorpecer su impulso. El aliento incandescente, sulfuroso, que exhalaba el animal produjo un penetrante escozor en los ojos de su víctima.

—Devuélveme la libertad, Caballero de Solamnia, y serán tuyas no una, sino todas las maravillas que contiene esta caverna. Te daré hasta el espejo que tan eficaz servicio me prestó antes de que la noche eterna ensombreciera mi visión.

Huma prendió sus ojos del último objeto que había mencionado el leviatán. Si lograra averiguar qué secretos se ocultaban tras el cristal… Probó suerte, asombrado por su propio atrevimiento.

—¿Cómo funciona? Muéstramelo y podré juzgar si vale tanto como afirmas.

—Concéntrate en un lugar que desees visitar y pídele que… No, aguarda. Antes tienes que sacarme de mi servidumbre.

El Dragón se entregó a otro arrebato de furia, tan violento que sacudió los cimientos mismos de la tierra. El martilleo se había reanudado, más ensordecedor si cabía.

—¡Ésta vez no me dejaré engañar! —vociferó el gigantesco reptil, en un alarido mezcla de ira y sufrimiento.

El caballero emprendió una carrera hacia el arma, que lo hipnotizaba; pero su enemigo reaccionó a pesar de su delirio. Restalló la cola a modo de látigo, se abrieron las contundentes quijadas y asomó entre ellas la lengua bífida, larga, tentacular. Era obvia la intención de Wyrmfather de devorar, cual suculento bocado, al infeliz humano.

La mano de Huma se cerró en torno a la empuñadura e, incluso a través de las manoplas, se abrasó con el contacto. Indiferente al dolor, el joven arrancó la espada de su dorada prisión y la esgrimió en certeras estocadas, fruto de sus vivos reflejos y su destreza en el combate.

Toda su pericia no pudo impedir que las fauces del Dragón lo atenazaran, tragando en el proceso incontables objetos. Durante unos momentos, el soldado solámnico desapareció en la boca del titán.

Un espasmo convulsionó a la monumental fiera, a la vez que emitía un grito agónico. Oro, plata, estatuillas, joyas y un maltrecho luchador brotaron de su boca, estrellándose este último contra una de las pilas y recibiendo una descarga eléctrica en el brazo derecho.

En sus alturas, Wyrmfather balanceó la cabeza de un lado a otro a fin de deshacerse del acero que él mismo se había clavado en el paladar. Fue un esfuerzo inútil: el filo había interesado los tejidos vitales y su cuerpo actuaba sólo por inercia. El cerebro de la bestia había muerto, el verdoso proyectil había sesgado las barreras protectoras y, con cada movimiento, se hundía más en la zona carnosa.

El caballero se puso en pie, en el instante en que la desmesurada cabeza iniciaba su postrer descenso. Incluso muerto el leviatán podía aniquilarlo, así que se lanzó al aire.

La inmunda cabeza aterrizó a una distancia aterradoramente corta del lugar donde el humano había caído de bruces. Tanto él como una fortuna que igualaba al rescate de un rey salieron catapultados, sin que el soldado tuviera opción más que a dedicar un último recuerdo a Solamnia. Su cuerpo chocó violentamente contra el espejo, lo traspasó ¡y se derrumbó sobre el fango de un páramo saturado de lluvia!

La primera idea que cruzó su mente fue que el acero había quedado incrustado en la mandíbula del Dragón moribundo. Tenía que recuperarlo.

¿Cómo? Inspeccionó los contornos, y se atragantó debido al nudo que se le había formado en la garganta. Estaba en su patria, en los aledaños del alcázar de Vingaard. Se sentó y enterró el rostro entre las manos, desolado al comprobar que bien poco había ganado al descubrir los entresijos del espejo si éste lo transportaba lejos de las montañas y de sus dos compañeros.

Tenía el brazo derecho entumecido, inutilizado, aunque no percibió síntomas de fractura. La parálisis temporal se curaría, sin ningún tratamiento, en unas horas, y su cuerpo y la armadura sólo estaban embarrados. La única preocupación que debía descartar era la de haber extraviado su propia arma, de modo que se llevó la mano al cinto y suspiró con alivio al tantear la espada. ¡Cuan insignificante se le antojó al compararlo con la portentosa oleada de energía que le había sido transmitida al aferrar la otra, la de la inefable esmeralda! Habría sido feliz de poder conservarla.

Por el momento, lo primordial era orientarse. Resultaba difícil localizar los puntos cardinales, pero los hitos reconocibles le indicaban que estaba al sur de la fortaleza. De no ser por la bruma, incluso habría vislumbrado su imponente perímetro.

Limpiando como mejor pudo el pegajoso limo, se encaminó hacia el norte.

* * *

Los habitáculos que flanqueaban la senda habrían proporcionado escasa protección a un animal salvaje, mucha menos a un humano. Los armazones de madera se pudrían, las techumbres de paja apenas podían llamarse así debido a los excesivos agujeros y al pobre material con que se habían remendado. La argamasa empleada para fijar los bloques de piedra se había humedecido tanto que, en numerosos casos, las paredes se venían abajo.

Las expresiones alucinadas que Huma observó en los rostros de los ajados, macilentos supervivientes de aquella cruel parodia de pueblo le provocaron escalofríos. ¿Qué hacían en el alcázar para subsanar su miseria? Los lugareños, gentes desheredadas, apenas existían. Sus hogares eran poco más que chozas, y algunos ni siquiera contaban con tan paupérrimos cobijos. Privadas de lo más elemental, familias enteras se instalaban en el barro de la devastada tierra y contemplaban incrédulas la ruina circundante.

Sabía que la hermandad no podía ocuparse de todos, pero eso no obstaba para que tal estado de cosas lo angustiase. Rogó a Paladine que lo ayudara a desplazarse de nuevo hasta la montaña a fin de, si éste era su designio, afrontar los otros dos retos y reunirse con sus amigos. ¿Qué había sido de Magius y Kaz? Lo más probable era que todavía lo buscasen.

Mientras ojeaba los ruinosos edificios, meditó que los caballeros podrían haber colaborado en su reconstrucción, patrullando los bosques, cazando o sembrando alimento para los más perjudicados. Por mucho que le doliera, debía admitir la verdad: no habían hecho nada.

Se detuvo en su andadura para analizar tan blasfemas ocurrencias. ¿Qué habría dicho Rennard de escucharlas? El soldado esbozó una sonrisa al decidir que, seguramente, casi nada.

Varios campesinos salieron de sus cabañas y, desde la linde del camino, espiaron al viajero con una amplia gama de actitudes que iban del miedo al desdén, pasando por el respeto y el enojo. Cinco hombres, más resueltos, obstaculizaron su avance formando una hilera. Huma pestañeó y aguardó, pero el quinteto no hizo ademán de apartarse.

Su jefe era un individuo alto y corpulento, con una desaliñada barba negra, calva incipiente, la nariz achatada y más de cien kilogramos de lo que en épocas más prósperas debió de ser puro músculo. Vestía los típicos calzones y las largas camisas, repletas de parches, que caracterizaban a los aparceros, una vestimenta del todo insuficiente dadas las adversas condiciones climáticas. En su mano, carnosa y enrojecida, empuñaba un martillo de forjador.

—Desabróchate el cinto, depón tus armas y no te lastimaremos. Queremos tus posesiones, no a ti.

Un muchacho flaco, de tez pálida, prorrumpió en una risa desvaída tras la espalda del grandullón. Su exagerada calvicie desmentía su edad, si bien la lividez amoratada de su carne y el toque de demencia lo delataban como un apestado, víctima de una dolencia que no discriminaba a viejos de jóvenes. Los tres restantes eran desechos humanos de incierta descripción, caras y cuerpos tumefactos desde tiempo inmemorial. Ninguno de los cinco era un salteador en el sentido propio del vocablo, y Huma oró en silencio para no tener que alzarse contra ellos.

—¿Eres sordo?

—No puedo rendiros objetos de valor ni comida, si es eso lo que pretendéis arrebatarme. Mis pertenencias son exiguas.

—No tienes elección —lo amenazó el sujeto más fornido, simulando ataques en dirección del caballero, quien no dejó de apreciar su habilidad con la herramienta hecha arma—. Temo que no te haces cargo del problema. Tomamos lo que se presenta, y si encontramos resistencia, matamos.

El martillo cesó de dar vueltas y se congeló en posición vertical, preparado para agredir. El soldado desenvainó, a la defensiva frente a lo que no era ya un simulacro, pero remiso a entrar en liza. No le quedó otro remedio, sin embargo, pues el jefe de los bribones se abalanzó con el arma equilibrada y el frío metal pasó rozando su pómulo.

Cinco formas convergieron sobre el solitario y desvalido Huma. ¿Desvalido? De pronto, el pie derecho del caballero se estampó contra el estómago de uno de los truhanes, a la vez que su mano libre vapuleaba al orate de las risitas, empeñado en burlar su guardia arremetiendo por debajo con un oxidado y viejo puñal. El luchador solámnico se valió de la parte plana de su acero para golpearlo y, cuando lo vio inconsciente, desarmó al anciano de los ojos vidriosos sin la menor dificultad. Éste último, al saberse inerme, desertó de la refriega, de tal suerte que el soldado pudo concentrarse en los dos que aún aguantaban de pie, uno de los cuales era el que llevaba la voz cantante de la cuadrilla.

La desazón se apoderó del bravío humano al darse cuenta de que la pareja de ladrones no cedería sin apurar todos los recursos. El espadachín del dúo embestía azuzado por el hambre y la impotencia, lo que confería una fuerza peligrosa a su de otro modo anodino estilo. El cabecilla, de natural más agresivo, cerraba su asedio con una mueca de voracidad.

Con gran reticencia, Huma escogió. Frente a las perplejas miradas de los otros lugareños, el Caballero de la Corona sorteó los lances del individuo más débil y hendió su pecho. En un gorgoteo ininteligible, el herido se desmoronó. Antes de que su cuerpo tocara el suelo, el experto guerrero sometió a su otro oponente a un acoso implacable que tuvo la virtud de excitarlo, instigándolo a dar desordenados saltos a pocos metros del punzante filo de su espada. El soldado aguardó y cuando se hizo la brecha, como había calculado que ocurriría, una sola acometida neutralizó al último exponente de los forzados facinerosos.

Jadeante, el joven escrutó a los espectadores. No traslucían sus rostros ninguna emoción; no adivinaba si se alegraban o, por el contrario, el incidente los había encolerizado.

Buscó desde su posición ventajosa a los tres supervivientes. Dos habían perdido el conocimiento, y el tercero había huido. No le crearían más complicaciones.

Asqueado, el caballero lustró su hoja, la envainó y, de nuevo, enfiló la ruta que había de conducirlo hacia el norte. No había cruzado las afueras del poblado cuando vibraron en sus tímpanos las disputas de los buitres humanos, de aquellos desamparados de la fortuna que peleaban por los magros bienes de los asaltantes muertos.

* * *

La primera ocasión en la que se detuvo frente al alcázar de Vingaard, hogar y sede de los Caballeros desde que Vinas Solamnus ordenara erigirlo centurias atrás, Huma se sintió como una ínfima partícula en presencia del palacio de los dioses.

Con el paso del tiempo, tal sentimiento apenas había decrecido.

Las murallas de la fortaleza se alzaban a gran altura. Sólo unos pocos enemigos, tildables de temerarios, habían osado escalar tan impresionantes paredes, que rodeaban todo el perímetro de la ciudadela y estaban punteadas por rendijas para los arqueros. La única discontinuidad en el inconmensurable muro la configuraban las puertas, auténticos guardianes de hierro tan grueso como largo era el brazo del soldado y capaces de contener la descarga de un dragón. Cada una de las hojas estaba decorada con el triple símbolo de la hermandad, sintetizado en un majestuoso martín pescador de alas semidesplegadas que sujetaba en sus garras una Espada en cuya superficie, a su vez, aparecía labrada una Rosa. Una Corona orlaba la regia cabeza del ave.

Tras una prolongada y húmeda espera, un centinela acudió a las ásperas llamadas del viajero. El custodio estudió a la empapada figura que tan toscamente le requería, embutida en una estrambótica armadura con elementos solámnicos y ergothianos, y preguntó:

—¿Quién va? Declara tu nombre y el asunto que te trae.

—Soy Huma, de la Orden de la Corona, y regreso de lejanas tierras —obedeció el interpelado, quitándose el yelmo—. Tengo que hablar con el coronel Oswal o con el mismísimo Gran Maestre. ¡Mi misión reviste una urgencia extrema!

—¿El Gran Maestre? —El recién llegado no distinguía bien las facciones del soldado, pero su tono evidenciaba una considerable extrañeza—. ¡Espera!

Aunque no se explicaba tan peculiar reacción, Huma refrenó su impaciencia e hizo lo que le decían. Al rato se desencajaron las puertas despacio, casi con solemnidad, y el guardián que lo había interrogado se recortó en su marco. Le hizo señal de seguirlo al interior, y el caballero, presa de un vago resquemor, observó a los hombres que habían abierto. Eran máscaras impenetrables, al igual que su guía, lo que intensificó el misterio.

El centinela, otro joven paladín de la Corona, empujó al visitante a un sombrío rincón que estaba al abrigo de la molesta llovizna.

—Conozco tu identidad porque el capitán Rennard te pone siempre a ti como ejemplo en las sesiones de adiestramiento, así que te comunicaré una nueva importante. No me perdonaría que cometieras una imprudencia sin haberte avisado.

—¿De qué se trata?

—Ésta misma mañana… —El muchacho se interrumpió para inspeccionar su entorno, como si temiera ser descubierto—. Ésta mañana el general Trake, Gran Maestre de la hermandad, ha fallecido a consecuencia de una terrible y consumidora enfermedad.

«¡No puede ser!», estuvo a punto de vociferar Huma. El mandatario nunca le había prodigado simpatías, y lo cierto era que lo despreciaba tanto como su hijo Bennett, pero todo soldado leal debía condolerse ante la muerte de la primera jerarquía de la entidad, y él no era una excepción.

—Ignoraba tan desgraciado suceso. Los habitantes del caserío estaban alborotados, pero no…

—¡No han sido informados! —le musitó, aunque con acento apremiante, su colega—. Oswal, el Guerrero Mayor, ha decretado que no se difunda una sola palabra fuera de la ciudadela hasta que se haya elegido a un sucesor. Si se sospechara siquiera que reina la confusión entre los caballeros, se resquebrajarían nuestras últimas defensas.

—¿A qué te refieres? Debes contarme…

—Garvín.

—Debes contarme, Garvín, qué aconteció después de que la Oscuridad desmantelara nuestras filas. ¿Dónde está ahora la línea del frente?

Mientras interrogaba al custodio, el soldado errante asió sus muñecas y ejerció sobre ellas una dolorosa presión.

—¿No lo has comprobado por ti mismo en el viaje de vuelta? —inquirió el aludido, con franca curiosidad—. La nueva frontera se ha establecido a dos días de cabalgada hacia el este u oeste. La Guardia Tenebrosa del Señor de la Guerra asóla impunemente el sur. Nuestras plazas fuertes han quedado incomunicadas, y también nosotros estamos en total aislamiento.

—¿No hay esperanza?

—Somos Caballeros de Solamnia, Huma.

El luchador recogió la aleccionadora insinuación. Formaban un organismo presidido por el honor, todos sus integrantes lucharían hasta el fin aunque la causa estuviera perdida de antemano. Su pensamiento voló a la caverna, a los desafíos y, sobre todo, a la espada. Necesitaba más que nunca poseerla. Si podía canalizar sus facultades se infiltraría entre las fuerzas de la Reina y haría verdaderos estragos. Solamnia obtendría la victoria y él, su héroe, quizá se forjaría un pequeño reino.

Meneó la cabeza para descartar sus descabellados sueños, tan enérgicamente que Garvín frunció el entrecejo, preocupado. Ya más sereno, sin hacer caso al compañero, reflexionó que aquella arma no era el legado de Paladine a los caballeros pues, pese a su egregia apariencia y los poderes que atesoraba, había algo en su misma seducción que lo incitaba a repelerla. En el fondo, poco importaba: al precipitarse a través del espejo se le había escapado la oportunidad de investigar la espada y salvar a su pueblo.

¿O no? Se enderezó y, de nuevo en el mundo real, dirigió al centinela una sonrisa de disculpa por su impropia conducta. Era la hora de actuar. Acaso todavía había tiempo si conseguía que lo escuchasen.

—Garvin, ¿dónde puedo encontrar al coronel Oswal?

—¿Tan tarde? —El otro joven estudió desde el refugio el ennegrecido cielo, como para apoyar sus reservas—. Debe de haber cenado ya, de manera que se habrá retirado a sus aposentos. Lo que es seguro es que tiene que supervisar los preparativos del Consejo que se celebrará mañana.

—¿Van a aguardar hasta mañana para nombrar al nuevo Gran Maestre? ¡Los esbirros de la Reina podrían sitiarnos hoy mismo, al menos un destacamento de sus dragones!

—Oswal ha intentado prevenir a los otros de esta eventualidad, pero el Consejo se rige por normas inalterables.

—Sea como fuere, solicitaré audiencia sin demora.

Expresada su decisión, Huma se alejó bajo la lluvia.

* * *

No había llovido así desde el inicio de la guerra, o tal fue la conclusión del caballero Oswal. En el pasado habían sufrido nieblas que saturaban el aire, pero no aguaceros susceptibles de arrastrar tierras y edificaciones.

El Guerrero Mayor despertó de su duermevela, censurándose su senilidad. En efecto, según su criterio era un síntoma de envejecimiento precoz desvariar sobre los fenómenos del clima cuando el destino de la institución descansaba en su habilidad para convencer a los necios, testarudos miembros del Consejo de que debían designar con la mayor celeridad al sustituto del Gran Maestre. Él había arruinado sus propias posibilidades al reconocer su indecisión el aciago día de la derrota. Fue una laguna pasajera, trastocado como estaba por el súbito vuelco de los acontecimientos y la certeza de que no podían reprimir el ataque. Las bajas y las pérdidas habían sido cuantiosas.

Bennett, su sobrino, intrigaba para que la parcialidad de algunos redundara en su beneficio. Nunca sobrepasaba los límites del Código y la Medida, pero era ambicioso y trataría de manipular a los más influibles. Lo lógico era que ocupara el cargo del difunto mandatario el actual dirigente de una de las tres Órdenes, si bien el comandante estaba persuadido de su derecho innato a suceder a su padre. Trake así lo deseó siempre, y lo fomentó entre sus más allegados. Ahora tan sólo Oswal se interponía en el camino del joven.

—¿Coronel?

El veterano caballero levantó los ojos, y topó con la inquisitiva mirada de Rennard. El pálido capitán estaba de pie junto a la única silla vacante que había en la alcoba del dignatario.

Rennard. A despecho de su frialdad exterior, el Guerrero Mayor le profesaba casi tanto afecto como a Huma. Atribulado, evocó al joven soldado que había sucumbido en la hecatombe. Sin duda había desacatado la orden de replegarse, y ésa había sido su perdición.

—¿Qué pasa, Rennard?

—Todavía no has formulado tus planes. Sería aconsejable…

Se produjo una enorme conmoción en el pasillo adyacente, como si los dos guardianes allí apostados discutieran acaloradamente con alguien. Al cabo de unos minutos, se verificó esta suposición, pues una tercera voz se impuso a las de los centinelas. El intruso era insistente, y había en su voz un timbre familiar.

—Rennard, ¿qué…?

El cadavérico oficial había abierto la puerta y, ante la incredulidad de su maduro superior, contemplaba boquiabierto a un desaseado caballero que reñía con los centinelas. Oswal tardó tan sólo unos segundos en identificar al tozudo visitante, siendo ahora su turno de ojearlo estupefacto y, a la vez, pletórico.

—¡Huma!

Los centinelas cesaron de pelear al percibir el tono del mandamás. Mientras, Rennard había reasumido su glacial compostura, muy típica en él. Se contentó con decir:

—Dejadle entrar.

Libre de sus amarras humanas, Huma irrumpió en la estancia de forma atropellada.

—Coronel Oswal, Rennard, es imperativo que os narre mis viven…

—¡Firmes! —lo atajó el capitán.

El soldado se cuadró de inmediato. Su superior directo, entonces, consultó al Guerrero Mayor, quien inclinó la cabeza en un gesto afirmativo. Así, con su consenso, el oficial ordenó a los guardianes:

—Volved a vuestros puestos.

Cuando se hubo ajustado el batiente, Oswal escudriñó al excitado caballero, que, gracias a su disciplina, se mantenía enhiesto, pese a que le temblaba todo el cuerpo. Daba la sensación de que tenía algo que decir y si no lo dejaban, su cerebro estallaría.

—Descansa, Huma. Ven a sentarte y revélanos el milagro que te ha hecho resucitar de entre los muertos.

En lugar de tomar asiento, el soldado se arrodilló frente al venerable dignatario para agradecerle su bondad. Sin más preámbulos, la historia comenzó a brotar de sus labios a borbotones, en un locuaz torrente.

Ambos oficiales escucharon atentos los promenores del relato. Como secuencias de una única trama, el joven enlazó los episodios de la empresa de Magius, la persecución de la Guardia Tenebrosa, los lobos espectrales y su don de la ubicuidad, las cumbres, el laberinto de grutas, Wyrmfather y la espada mágica. De no ser Huma el testigo presencial de tantos avatares, sus oyentes no habrían creído una sola palabra, pero, conocedores de la honradez de la que siempre hizo gala, no pusieron en tela de juicio ninguna de sus aventuras.

Llegó por fin al capítulo del estrépito metálico, tan similar al repiqueteo de la fragua que había en el alcázar, y el coronel se mostró muy interesado. Demandó del narrador su sincera opinión al respecto, y éste la expuso.

—Un taller de los dioses, no se me ocurre una definición mejor. De nuestras divinidades o de Reorx, el Forjador del Mundo, que templa el metal en el seno de la montaña. Nada puedo añadir, salvo que algo me impulsa a regresar si tal es, por supuesto, la voluntad de Paladine.

—Bien —fue todo cuanto acertó a reponer el Guerrero Mayor, mientras Rennard, aún más parco, asentía—. Ésa espada debe de ser fascinante —apostilló tras unos instantes de ensimismamiento—. ¿Podría ser la clave de nuestro éxito?

—No me lo parece, está teñida de maldad —conjeturó el soldado—. Además, su tumba es nada menos que el paladar de un Dragón muerto. Será mejor olvidarla.

El discurso de Huma fue un ejemplo de cautela. Quería que los otros caballeros desechasen la idea de rescatar la espada, por las contradicciones que ésta suscitaba en él; pero no tanto por el resquemor, que hubiera sido lo natural, sino por la casi obsesiva tentación de blandirla. Incapaz de confesar su flaqueza, recurrió a la diplomacia de la verdad a medias.

—Confío plenamente en tu buen sentido —dictaminó Oswal, ajeno a la sutileza de su subordinado. Volvió el rostro hacia Rennard, luego otra vez hacia el joven—… No podemos ponderar la cuestión con el detenimiento que en principio exige. El tiempo se agota para todos nosotros.

—Bastará con que me facilites transporte —solicitó Huma al hilo de esta aseveración, aunque cuidó de no dar rienda suelta a su entusiasmo—. Un caballo, o quizá los dragones. ¿Están accesibles nuestros aliados reptilianos? ¿Se prestaría alguno de ellos a llevarme?

—No debes hacerte ilusiones —lo refrenó el Guerrero Mayor, que ahora sí había captado la pasión que se escondía detrás de las manifestaciones del soldado—. No puedo ayudarte, Huma. Si te envío en cumplimiento de un peregrino empeño, no conseguiré salvar a la hermandad de las insidias de aquellos que viven más pendientes del poder y la celebridad que del Código y la Medida. Tendrás que esperar hasta que se haya escogido al nuevo Gran Maestre.

—¡Pero si tú eres el más firme candidato! —se revolvió, atónito, el joven caballero.

—He sido hallado en falta, o digamos en un acto de incompetencia. Podrían votar a otro.

El luchador no supo qué contestar. Le costaba creer que se aplazara su misión, quizá que se desestimara, por maniobras que él juzgaba mezquinas.

—Estoy convencido de que me rehabilitaré y acallaré a mis detractores; mas para ello he de abstenerme de tomar iniciativas de difícil justificación. Lo lamento de veras. Rennard, este hombre está bajo tus órdenes. Ocúpate de que se asee, se alimente y repose. Mañana quiero ver una cabeza más clara sobre esos hombros.

—Sí, señor.

El capitán rodeó a Huma con el brazo, a la vez amistoso e irrevocable, y el soldado se enderezó de mala gana.

Partieron en silencio. La depresión del soldado fue en aumento al pensar que peligraba no sólo su proyecto, sino la reputación e incluso la vida de la única persona que se había comportado como un padre respecto a él. En una época azarosa, no existía nadie más capacitado que Oswal para gobernar a los caballeros. Bennett, aunque muy útil, carecía de experiencia, hasta él se daba cuenta. La comunidad solámnica precisaba de un liderazgo vigoroso, el que habría de administrar el coronel si lo dejaban. Sin el probo veterano se producirían graves escisiones en el seno del ejército.

Si asumía el mando otro que no fuera el Guerrero Mayor, Huma nunca sería autorizado a volver a la montaña.