16

Una prueba llamada Wyrmfather

Una fragua. ¿Con qué propósito? Huma esperaba encontrarse en aquella recóndita montaña cualquier cosa salvo un herrero activo. Y, por cierto, ¿quién manejaba el martillo? ¿Fantasmas de eras pasadas? Quizá, después de todo, los enanos no habían abandonado el lugar.

Volvió los ojos hacia el trono, y descubrió que no estaba solo. Lo primero que pensó fue que había regresado el hombre gris, ya que tanto el sayo como la capucha de la aparición, que ocultaban su identidad, eran de este color. Pero el nuevo visitante era mucho más delgado.

—Has venido.

La voz que así lo saludaba era queda y brotaba amortiguada por el embozo, mas sin ninguna duda pertenecía a una mujer. Corroborando esta deducción, unas pequeñas y delicadas manos aparecieron entre las ondeantes bocamangas para asir despacio el capuz y retirarlo. Se revelaron a la contemplación del caballero una melena larga, rica, de bucles sedosos, y un rostro que lo excitó y asustó al mismo tiempo, pues lo conocía y había ansiado con toda su alma volver a verlo.

—Gwyneth.

—Temí que me hubieras olvidado —dijo ella, sonriente.

—Nunca.

Se ensanchó la sonrisa de la sanadora, antes de diluirse de manera brusca.

—Sabía que serías tú. Lo presentí el día en que posé la mirada en ti, en el… cuando yacías debatiéndote contra una herida mortal para el cuerpo y la mente. Sí, el daño que sufriste entonces fue peor de lo que imaginas. No te habías fracturado ningún hueso, pero tu cerebro… De no haberte atendido las sacerdotisas con tanta presteza, te habrías sumido a perpetuidad en un estado vegetativo.

—Paladine me ayudó —musitó el soldado. La idea de que pudo quedarse sordo, mudo y ciego obvió las incógnitas que de otro modo habría suscitado el entrecortado discurso de la dama—. Gwyneth, ¿qué lugar es éste?

—Podría definirse como un obsequio del amor. Fue construido por quienes profesaban una fe incondicional a Paladine y, para demostrarlo, le rindieron el tributo de esta morada sin pedir nada a cambio. En su día fue magnífica.

El viajero recapacitó que resultaba desconcertante su alusión a épocas pasadas, como si ella hubiera estado presente. Mas prefirió no hacer ningún comentario y se conformó con preguntar:

—¿Era éste el objetivo de Magius?

—En cierto sentido. Tu amigo es una buena persona, Huma, a pesar de su obsesión, lo que no es óbice para que esta última lo consuma. Lo crea él o no, el futuro que visualizó durante la Prueba no era más que una complicada falacia. Los exámenes de hechicería tienen por finalidad resaltar las debilidades del aspirante, y en el caso de Magius es ostensible que no superó las suyas tan fácilmente como el Cónclave auguraba.

—Así que todo esto no guarda ninguna relación con lo que él persigue.

—¡Claro que sí! —lo corrigió Gwyneth—. La noción de este santuario ha sido transmitida a los humanos a lo largo de los siglos, desde que se libró la primera batalla contra la Reina de los Dragones. También él ha sido sensible a la llamada, si bien ha sobrevalorado sus aptitudes. Me explicaré —añadió la fémina frente al pasmo del joven soldado—. El Cónclave conocía la personalidad de su estudiante, tu viejo compañero de la infancia. Su defecto más grave consiste en que, al igual que los elfos, está convencido de ser la fuerza que salvará al mundo. ¿Qué mejor medio de rebajar su orgullo que hacerlo fracasar en el empeño más trascendental que se ha asignado?

Huma permaneció callado unos minutos, mientras trataba de asimilar la historia. Al rato indagó:

—¿Y qué me dices de mí? Magius me aseguró que era importante para alterar su destino.

—Y lo eres, pero no como él presume. Lo que en realidad se ha buscado todos estos años es un hombre o una mujer que encarne las enseñanzas de Paladine a sus criaturas. Algunos se han acercado al modelo, pero al fin han sido considerados indignos. No eres el primero que se persona en este paraje, Huma —prosiguió la dama, asintiendo con tristeza—. Rezo a nuestro dios para que seas el elegido. De no ser porque Krynn padecería las consecuencias, te instaría a partir antes de que sea demasiado tarde.

—Aunque lo hicieras, yo no te obedecería —replicó el soldado, envarando la espalda—. Sería una huida; me despreciaría a mí mismo por un acto tan cobarde.

—¿Tanto significa para ti pertenecer a los Caballeros de Solamnia?

—No es la hermandad en sí, sino los principios que inculca.

No se lo había planteado nunca en aquellos términos, mas no hubo opción de meditar porque la mujer, al parecer complacida, exclamó:

—¡Ojalá hubiera otros como tú, incluso entre los integrantes de las Ordenes solámnicas!

—Gwyneth, ¿dónde están Kaz y Magius?

—No debes inquietarte, alguien vela por ellos. Es hora de comenzar —determinó, tras un corto intervalo, su bella interlocutora.

—¿Comenzar?

Huma escudriñó la sala, persuadido de que durante su plática se había llenado de clérigos y magos dispuestos a celebrar una extraña ceremonia. No halló tales indicios. Lo único que pasó fue que la dama bajó del trono y avanzó hacia él. Pese a la austeridad de sus ropajes, y a la ausencia de expresión en sus facciones, su hermosura rayaba en lo sobrenatural. Hasta a la ninfa de Buoron habría eclipsado, de poder compararlas.

Gwyneth vaciló, sólo momentáneamente, delante del caballero, quien se esforzó en vano en interpretar aquel titubeo, lo que de él podía inferirse. Cuando estuvo a una distancia no mayor que un brazo extendido, la fémina señaló los lóbregos corredores.

—Escoge el que prefieras.

—¿Qué tendré que hacer luego?

—Adentrarte en el seleccionado. Lo que suceda en tu andadura depende exclusivamente de ti. Sólo puedo informarte de que te enfrentarás a tres desafíos. Se afirma que todos los miembros del Triunvirato contribuyeron a la creación de estos retos, aunque ninguno de ellos representa a un dios en particular, del mismo modo que el hombre es la suma de sus partes y no una serie de facetas separadas, desvinculadas entre sí.

El soldado estudió con detenimiento los pasillos. Si tenía que acometer aquella misión, no le quedaba otro remedio que ponerse en manos de Paladine y confiar en que él lo inspiraría.

Dio un paso hacia uno de los túneles, resuelto a no demorarse, pero Gwyneth lo detuvo agarrándolo por el brazo.

—Aguarda —susurró, y lo besó—. Que las divinidades te guarden. Te deseo éxito en la empresa; sé que no fallarás.

A Huma no se le ocurrió nada que responder a aquellas palabras de aliento, así que dio media vuelta y se encaminó hacia la entrada del pasadizo que su instinto le inducía a tomar. Era consciente de que si se giraba y ella continuaba allí se sentiría tentado a renunciar, pero también lo era de que si se quedaba nunca más se respetaría a sí mismo.

El corredor en cuestión era una profunda cueva natural. En algunos puntos se estrechaba hasta tal extremo que había que esquivar los salientes o salvarlos de costado, y en general tenía una insondable longitud que aún acrecentaba más su perenne negrura.

Tras recorrer un tramo interminable, el caballero se apercibió de que las paredes empezaban a brillar con luz propia. Se detuvo a examinar el fenómeno, ya que había oído algunos relatos acerca de aquel tipo de resplandores.

Los destellos espontáneos de los muros le dieron una idea, que se apresuró a poner en práctica. Desgajó un pedazo de roca con la empuñadura de la espada y lo guardó, aún reverberante, en una de las bolsas anudadas a su cinto.

Un grito ensordecedor, de los que provocan derrumbamientos, lo lanzó al suelo, donde quedó cubierto de fragmentos.

Era el mismo alarido que oyera en el paso montañoso. Ahora había dado con su origen: unos metros galería adelante. Y ésa era precisamente la única dirección en la que podía desplazarse, dado que, como en el sendero, a su espalda se había erigido una tapia infranqueable.

Con el acero y el escudo a punto, Huma reanudó la marcha hacia el estentóreo sonido.

Murió el túnel, sólo para enlazar con otro. Éste se dividía en tres ramificaciones, tan idénticas que resultaba imposible adivinar cuál ocupaba el monstruo. Nervioso y enojado, el caballero aguzó el oído. Los ecos del graznido, o del bramido, se dispersaban por todo el entramado de cavernas. Quien lo había emitido podía estar en cualquier lugar. Quizá, pese a que sonaba próximo, se agazapaba en una honda cámara a varias horas de caminata, o bien el soldado no se engañaba y el ominoso ser se aprestaba al ataque a unos centímetros de él.

Sobresaltado por este pensamiento, retrocedió. Pero cuando posó el pie no halló el terreno sólido, y se vino abajo en medio del estrépito de su armadura.

Despejó su cabeza de una sacudida, y al instante divisó el charco de líquido negruzco que lo había hecho resbalar. Hundió un dedo y se llevó la muestra a la nariz para olfatearla, comprobando que despedía una fetidez nauseabunda y, lo que era todavía más escalofriante, que la sustancia había corroído una parte de su manopla metálica. Frotó la mano contaminada contra la roca, que parecía mucho más resistente.

—Jeeeeee.

Huma tomó este nuevo sonido por risa, por la carcajada de un ente maligno. Se incorporó, pero siguió sin establecer su procedencia entre los tres túneles. Se repitió la voz, y supo que se había confundido: no eran risotadas, sino una respiración achacosa.

Una criatura endiabladamente grande —a juzgar por la potencia de sus exhalaciones— anidaba en las proximidades. A menos que las grutas poseyeran la facultad de amplificar los ruidos.

Aunque acaso era más seguro quedarse anclado en aquel sitio, el caballero no era partidario de la inmovilidad. Eligió el pasillo del centro y lo enfiló a ritmo ligero.

Desde el punto de vista físico, era muy análogo al corredor anterior, lo que no dejaba de resultar paradójico. Si el animal que allí vivía era tan descomunal, no podía deambular por unos confines tan angostos que incluso creaban dificultades a un humano de talla normal como el soldado solámnico.

El pasadizo desembocaba en otro, asimismo similar a los dos ya recorridos. Las cuevas formaban un laberinto, y Huma se había convertido a la vez en competidor y trofeo en un peligroso juego subterráneo.

Mientras caminaba reparó en el oscuro fluido que rezumaba el suelo, y también en el calor que dimanaba de algunos de los túneles. Destilaban los vapores un olor a azufre que, el aventurero así lo intuyó, denunciaba la existencia de un conducto entre la zona y el ígneo corazón de la tierra. En Solamnia abundaban las leyendas sobre las montañas de fuego, y elevó sus rezos a Paladine para que no fueran ciertas y ésta entrara en erupción hallándose él dentro.

—Jeeejeeeee.

El caballero se arrimó a la pared interior de un recodo. Con o sin efectos sonoros, era indudable que lo separaba un corto trecho de su enemigo. Tampoco el coloso había dejado de detectarlo, pues estalló en un vocerío discorde, avasallador, en lo que cabría describir como el ataque de hilaridad de un demente. Cuando se hubo apaciguado de su arrebato, y en un tono ronco y parsimonioso, el desconocido habló.

—Te huelo, hombrecillo. Olisqueo la calidez de tu carne, la gelidez de tu armadura, mis ventanas nasales se impregnan de tus efluvios… y de tus miedos.

Sin despegar los labios, Huma retrocedió sobre sus pisadas en el corredor que lo había llevado hasta el habitáculo de su adversario. No entraba en sus planes encararse con un ser de tal envergadura antes de tomar posiciones, de encontrar un enclave donde maniobrar.

—Ven a mí, hombrecillo, preséntate a Wyrmfather. Sólo pretendo hacerte una demostración de mis habilidades.

Obviamente, el tal Wyrmfather poseía un oído muy fino, ya que siseaba al unísono con cada movimiento del humano. Además acompañaba sus manifestaciones un singular retumbo, como si una forma de gran tamaño arañara los muros de uno de los túneles.

El soldado surcó un pasillo abierto, trazando un círculo alrededor de su rival. Sin embargo, no abrigaba la certeza de no estar atrapado porque las voces sibilantes lo acosaban desde todos los rincones y el corredor no se terminaba nunca.

Se interrumpieron de pronto los peculiares silbidos, y Huma hizo un alto. Reinó durante varios minutos un silencio que habría sido absoluto de no romperlo las incontrolables pulsaciones del caballero. Al fin, con la misma brusquedad con que habían cesado, se reanudaron los arañazos, aunque esta vez Wyrmfather se alejaba.

Más tranquilo por la inesperada tregua, el joven luchador tanteó los muros del pasadizo donde estaba y caviló que su relativa suavidad se debía al roce continuado con el cuerpo de su perseguidor. Mientras meditaba sobre este hecho, se extinguieron los ya tenues sonidos, de manera que se decidió a internarse un poco más, siempre cauteloso, en aquellos vericuetos. Quizá después de todo había una salida en las inmediaciones.

Rasgó el viciado aire una nueva risotada, ¡y la galería estalló en una abrasadora llamarada! Huma no tuvo más alternativa que echar a correr. Su enemigo conocía su paradero exacto, y por lo tanto lo único que el humano podía hacer era olvidar el sigilo y darse a la fuga.

Era su intención desviarse por la primera ramificación que se le ofreciera, y así lo hizo, introduciéndose en un pasaje secundario. No duró mucho esta aventura, ya que otra lanza de fuego lo obligó a escabullirse en dirección a la ruta principal. ¿Cómo podía Wyrmfather actuar con tanta rapidez? ¿Quién o qué era Wyrmfather?

No pudo contar por cuántos túneles se deslizó, ni calcular con qué frecuencia el carcajeo del habitante de aquellas honduras lo alertó sobre su presencia, un segundo antes de que una devastadora llama lamiera su mostacho.

En su frenesí, de momento no se fijó en que había una amplia abertura a su izquierda. Hasta que no pasó de largo, el caballero no vio que acababa de topar con algo que no era un simple pasillo. Quedó inmóvil sobre sus propias huellas para inspeccionar la oquedad.

El malévolo adversario estaba, por ahora, lejos, ya que los ruidos diversos que producía le llegaban mitigados, si bien tal situación podía cambiar en una exhalación. Con cuidado, Huma anduvo hasta el agujero y se inclinó hacia adelante para asomarse al otro lado.

Columbró un tramo breve de corredor, y al fondo una caverna. Sin pensarlo dos veces, atravesó la entrada y avanzó con precaución hacia la sala.

Era amplia, aunque la roca había sido minada por el mismo procedimiento que el resto del recinto, a saber, la incesante fricción de un ser gigantesco.

Pero ¿dónde se escondía el enigmático Wyrmfather? ¿Qué había sido de él? El soldado hizo un fugaz reconocimiento de la estancia, distinguiendo en la penumbra las numerosas bocas de túneles que se dibujaban aquí y allá en distintos niveles. Su avezado ojo de explorador le permitió seguir los contornos del suelo, que era practicable pese a que las combaduras se hacían pronunciadas en algunos puntos, sobre todo en uno donde se iniciaba una rampa…

Sofocando un grito, maldiciendo su suerte, el joven se refugió en el pasadizo que servía de vestíbulo a la cámara.

Lo que había visto, lo que se empecinaba desesperadamente en negar, era un macizo apéndice serpenteante que se retorcía en el extremo de la gruta, cual la raíz de un árbol infernal, y se acoplaba a un recodo para perderse en uno de los corredores.

Al fin se había expuesto a su observación una parte de Wyrmfather: la cola.

La malvada criatura titiló con el pulsar de la vida al agitarse en la hondonada central del laberíntico sistema. Lo único que el caballero atisbaba desde su posición era un tronco cuyo reptiliano diámetro lo doblaba, al menos, en volumen. El cuerpo, por lo demás de unas monótonas tonalidades grises, exhibía manchas azules y verdes, como estigmas de una enfermedad infecciosa.

El pecho de la bestia, que estaba erguido, descendió de forma repentina y con él la tremenda cabeza, que surgió a ras de tierra a través de otro de los túneles. Huma dedujo que el enemigo tenía un cuello muy largo y flexible. Al mismo tiempo, tuvo una abrumadora revelación: Wyrmfather era un Dragón.

Su imponente estructura ridículizaba a todos los miembros de su especie de los que el humano tenía noticia. La mandíbula de aquel engendro podría haber triturado sin esfuerzo, en dos dentelladas, una manada de caballos, ¡cuánto más fácilmente a un hombre! Sus anchos y rotundos colmillos eran casi tan altos como el soldado, y su lengua bífida, nervuda, que emergía de sus quijadas a la manera de un látigo, lo habría envuelto sin precisar más que de las dos puntas.

El hedor a azufre era asfixiante, y el viajero comprendió que la cumbre no encerraba un corazón activo sino que era el reptil quien lo destilaba.

Se petrificó al volverse hacia él la cabeza del descomunal Dragón. Había algo verdaderamente curioso en sus proporciones. Era desmesurada para asentarse sobre un cuello tan estrecho, que, por su parte, era demasiado alargado en comparación con los de otros animales que el joven soldado solámnico recordaba.

De nuevo ahogó una exclamación, al bucear en su memoria e identificar a Wyrmfather como el original a partir del cual se había esculpido la estatuilla de la ciudadela de Magius. Pero aquella figura era una antigüedad hasta para los longevos elfos; le costaba creer que un dragón viviera tantos años.

El animal siseó y giró el rostro de tal manera que no podía pasar por alto al caballero. Sin embargo, la mortífera criatura continuó escrutando la caverna como si su presa, que se interponía en su radio de mira, fuera invisible. Sólo cuando contempló sus pupilas tomó conciencia el humano del motivo: una película blanquecina las empañaba. Wyrmfather era ciego.

Movió la prodigiosa cabeza en otra dirección. Huma se dijo, en su interior, que lo más probable era que su oponente compensara la ceguera con un agudo sentido del oído, del que ya había dado prueba, y un no menos afinado olfato. Había escapado una vez a su percepción, pero en una segunda oportunidad no volvería a sonreírle la fortuna. En aquel instante, el coloso husmeaba en algunas de las áreas que ya había investigado. A menos que se demorara en otro pasillo, dándole opción a cambiar de escondrijo, lo encontraría dentro de unos segundos.

Como si hubiera leído su mente, el reptil se pronunció. Su voz hizo temblar los muros de la inmensa cámara.

—Me complace enfrentarme a un adversario listo, capaz de razonar. Hacía décadas que no me presentaban la menor resistencia; los otros fueron tan cándidos que me estropearon la emoción.

Balanceó el hocico a pocos metros del soldado, aspirando con fuerza en busca de una pista olorosa.

—Corrompe tus aromas corporales el tufo de Paladine, de Habbakuk y del más execrable de los dioses de la Luz, Kiri-Jolith, mi cruel contrincante y carcelero.

Huma no se movió, ni siquiera respiró, durante aquel estallido de ira y rencor. El leviatán había mencionado una confrontación con una de las divinidades responsables del nacimiento de su hermandad, una trifulca de la que, al parecer, había salido mal librado.

—¿Has venido a arrebatarme mi tesoro? Lo componen las mayores riquezas que fueron jamás acumuladas en el reino de los Dragones. Aunque confinado, tengo mis propios medios para incrementarlo. ¡Ja! —vociferó, y apretó las fauces en una macabra mueca que confirmaba su naturaleza reptiliana—. Quizás es el espejo de lo que anhelas. Ése objeto vale más que todas las alhajas del orbe juntas.

Mientras así conjeturaba, la pavorosa bestia registraba los recovecos circundantes a la caza de Huma.

Un repiqueteo de metal contra metal retumbó en la sala. El caballero reaccionó de manera instintiva, tapándose los oídos para suavizar aquellos remedos de truenos que arrancaban latidos de sus sienes. Provenían de la fragua. De nuevo se hacía sentir la presencia del martillo en algún lugar ignoto.

Si los sonidos trastornaron al humano, a Wyrmfather lo encolerizaron hasta la enajenación. El animal se unió a la batahola con sus propios rugidos, sus imprecaciones, sus amenazas. Un torrente de palabras manó de su boca, acompañado por una profusa afluencia de espuma.

—Mi Reina, ¿por qué dejas que me atormenten? ¿Acaso no he soportado incontables penalidades a través de milenios? ¿Cuánto tiempo habré de seguir sufriendo el golpeteo infame de ese malhadado herrero? ¿Has abandonado a tu siervo, gran Takhisis?

Al otro lado de la gruta, un corredor resplandecía más que los otros. El Dragón se había referido a un tesoro, a una gran cantidad de objetos y joyas amontonados desde su encierro. ¿No incluiría el botín algo útil, quizás un arma más letal que la ahora insignificante espada del luchador solámnico? Se trataba de una medida de urgencia, suicida, pero no vaciló. Mientras el monstruo renovaba sus alaridos, echó a correr.

El crujir de sus botas en el pedregoso suelo alertó a Wyrmfather, mas el oportuno martilleo impidió que los tímpanos de éste registrasen la trayectoria del diminuto soldado. Furibundo, el reptil expelió lenguas de fuego mezcladas con sus clamores.

Huma se precipitó en el pasillo que destacaba en la oscuridad. El animal se había referido a un espejo de especial virtud que trajo al joven el recuerdo de la ninfa, aquel que usaba para espiar los sueños ajenos. ¿Existía alguna relación entre ambos? El de la mujer tan sólo capturaba imágenes oníricas; era probable que éste atesorase otras propiedades.

Wyrmfather se debatía contra el matraqueo, despotricando y delirando, así que de momento estaba a salvo. Mientras se abría camino en el túnel, no obstante, lo asaltó el súbito temor de haberse equivocado. Si sólo hallaba oro y gemas, poco iba a hacer con ellos en las presentes circunstancias.

Dio un traspié y se cayó. Pero antes de ser catapultado, divisó el obstáculo contra el que había tropezado. Se le heló la sangre en las venas frente al espectáculo que le brindaban una calavera desfigurada en un horrendo rictus y un brazo descoyuntado, en actitud de señalarlo. Los herrumbrosos restos de una armadura recogían los despojos del cuerpo.

Olvidando por un instante su descubrimiento, el caballero consiguió dar una voltereta y recuperar el equilibrio que había perdido tras la colisión.

Tras recomponerse, ojeó apesadumbrado el esqueleto. Estaba próximo a desintegrarse en polvo y, en cuanto a la armadura, la extendida capa de óxido apenas dejaba entrever el diseño de un turbador símbolo. Como en trance, fascinado y a la vez con prevención, Huma limpió la suciedad del pectoral y vislumbró la insignia de los Caballeros de la Rosa.

Afloró a sus labios una oración. Uno de sus colegas había llegado hasta allí para perecer sin lograr su propósito. Murió, un destino que podía aguardarle también a él a la vuelta de la esquina.

No había digerido tan espantosa perspectiva cuando un nuevo peligro, éste más inminente, lo hizo regresar a la realidad. El golpeteo había cesado tan de repente como se inició. Dio unas zancadas hacia adelante, en un reflejo defensivo, y a punto estuvo de estrellarse contra una enorme pila de relumbrantes objetos.

Había monedas de oro y plata, más de las que el soldado habría soñado reunir a lo largo de toda una vida. Sus fulgores lo hipnotizaban, así como los fabulosos artilugios que sobresalían entre ellas y que, en su mayoría, lucían esplendorosas incrustaciones de piedras preciosas. Collares de exquisitas perlas, figuritas de tallas cristalinas, formadas sobre bases de jade y esmeraldas, brazaletes de imposible descripción se sumaban a unas armaduras que bien podrían haberse forjado la víspera, algunas tan elaboradas que debían de haber sido creadas por encargo de emperadores lo bastante acaudalados para costear su artesanía y extravagantes decoraciones. Completaban el lote varias armas, aunque eran más que nada estandartes de la vanidad y la ostentación y, consecuentemente, inservibles.

Pasó rápida revista a la cavidad, con el corazón en un puño. Habría canjeado gustoso toda aquella fortuna por un único pertrecho capaz de derrotar al morador del laberinto.

—¿Dónde te has metido, hombrecillo?

Huma se puso rígido. Wyrmfather estaba a escasos metros. En cualquier instante podía invadir el túnel y el nicho una de sus bocanadas ígneas.

—El herrero te ha traicionado, Caballero de Solamnia. Sí, ahora sé quién eres. Huelo los efluvios de los Tres, más intensos a cada segundo, y me cercioro de que eres un miembro de esa hermandad y un auténtico creyente, a diferencia de tus predecesores. Ellos estaban muy imbuidos de su fe, pero era puro fingimiento. Tú no eres como ellos. Me pregunto qué sabor tendrás.

Hachas guerreras cubiertas de orín, espadas enjoyadas que sólo eran adecuadas para las ceremonias, ¡bagatelas a la hora de salir de aquel atolladero! Además, el Dragón había hablado de unas riquezas mucho más vastas. No podían limitarse a este amasijo, a menos que, en su locura, el coloso hubiera exagerado en el recuento de sus posesiones.

¿Y el espejo?

—¡Estás a mi merced!

El soldado oyó silbidos y ruidos, síntomas inconfundibles de que la desmedida cabeza se adentraba en el corredor. Se volvió de un salto, apercibiéndose entonces de que lo que había tomado por una depresión en la pared era una entrada a otra cueva, que el relativamente magro cúmulo de oro y alhajas había taponado. Trepó a la cúspide y empezó a cavar con todo su afán, hasta que poco más tarde se desveló a sus ojos una abertura. Era muy pequeña, pero se dijo que si perseveraba en su trabajo se ensancharía. Así lo hizo, y la oquedad creció, aunque no lo suficiente. El esfuerzo era agotador, ya que el continuado deslizarse de los estratos superiores bloqueaba el acceso, y además esperaba que lo socarrara en cualquier instante el fogoso aliento de Wyrmfather. El caballero mascullaba callados reniegos a medida que decenas de monedas y raros artefactos reemplazaban a los que había retirado, y al rato, hastiado, ensayó otra práctica. Dejó de escarbar, respiró hondo, despejó la capa más alta de una maraña de gemas y se puso a culebrear como un topo.

Se había zambullido en la pila cuando sintió en su piel la caliente y fétida vaharada del reptil, si bien no la festoneó ninguna llama. Wyrmfather no se atrevía a expulsarlas por miedo a destruir sus sagradas pertenencias. Había restregado su cerviz, forzando la cabeza para alcanzar a su víctima antes de que acometiera la travesía a la cámara, y al doblar el último recodo hubo de contentarse con oír cómo el insignificante humano desaparecía entre sus codiciados bienes.

El leviatán hizo una pausa. Transcurridos unos minutos, sus labios se entreabrieron en una pérfida sonrisa e inició el laborioso proceso de retroceder.

Imperaba en el recinto una densa negrura, que resultaba peculiar en medio de aquella sucesión de pasillos iluminados con su luz propia. «¿Por qué es distinto éste?», pensó Huma.

Ciego, a tientas, el soldado solámnico se hizo una brecha en la abarrotada sala. Aquélla sí era la colección principal, pero ¿cómo iba a encontrar nada en la oscuridad? Estaba persuadido de que había algo que podía ayudarlo. Le habían propuesto someterse a una prueba y por lo tanto tenían que proporcionarle un medio de derrotar al titánico reptil aunque le costase dar con él.

Palpó su mano una forma dura que, por el tacto, parecía la empuñadura de una espada, y, de pronto, alumbró la cámara un resplandor opaco, verdoso. Sorprendido, Huma apartó los dedos. Había mantenido llameante el candil de la esperanza, había rezado y al fin se le ofrecía lo que tan arduamente había buscado, pero sin saber por qué, le asustaba tocarlo. Un instinto indescifrable lo retenía.

«Áseme. Esgrímeme. Utilízame. Seré tu voluntad hecha vigor».

La invitación resonaba diáfana, dulce, seductora en su mente. Procedía del seno mismo de la espada.