15

El hombre gris

Los descomunales gigantes se estiraban hacia el cielo, desdeñosos de las diminutas criaturas que recorrían su contorno exterior. Las montañas, que tales eran los colosos, parecían majestuosas en lontananza; vistas desde cerca su grandiosidad subyugaba. Ni siquiera Magius habló, se conformó con mirarlas, tan anodadado como los otros.

Era una cordillera vieja, mucho más que sus vecinas del este y del norte. Algunas de las cumbres se difuminaban detrás de los cúmulos nubosos, testimonio fehaciente de su incomensurable altura. El tiempo había erosionado las verticales paredes, tanto que en numerosos casos se asemejaban a conchas de imposibles animales marinos. El viento, siempre presente y diez veces más violento que en el llano, preñaba el aire de unos alaridos casi humanos en su danza a través de los desfiladeros.

—¡Por Sargas! —blasfemó Kaz, y nadie lo regañó por tan justificada exclamación.

Fue Magius, cómo no, quien se encargó de romper la concentración. El mago se agitó en su silla, fija la vista en las elevaciones que asomaban en el centro de la cadena, y protestó:

—Nada ganaremos quedándonos aquí boquiabiertos, quietos como estatuas. ¿Estás preparado para continuar, Huma?

—Sí; por mi parte, no tengo inconveniente —contestó el caballero con un parpadeo, secuela de su ensimismamiento anterior—. ¿Qué dices tú, Kaz?

—Estoy familiarizado con este tipo de paisaje, amigo mío —se avino el minotauro, tranquilo y sonriente—. No me produce ningún temor.

—Os aguardaremos aquí durante tres días, sólo como precaución —anunció Buoron, que había sido designado jefe de la escolta.

—No es necesario —replicó el hechicero, aspirando por la nariz, en un ademán inequívoco de desprecio.

—Lo haremos de todas formas. Lo que tú puedas opinar carece de importancia.

—Vayámonos sin tardanza —se interpuso Huma, que ansiaba terminar cuanto antes con su cometido y reincorporarse a deberes más concretos.

—Adelante —le coreó el encantador, y espoleó a su caballo.

—Adiós, Huma —se despidió de su amigo el ahora adalid de la tropa. Su acento fue de tribulación. Sus rasgos, a pesar de su sombría angulosidad, rezumaban una cualidad inefable, al igual que los riscos que se elevaban detrás de él—. Que Paladine guíe tus pasos.

—Y los tuyos —contestó Huma, estrechando su mano.

Los otros caballeros desearon suerte a su colega mediante sobrias inclinaciones de cabeza. Partió el trío, y Huma procuró no volverse por miedo a que lo traicionara su anhelo oculto de abandonar la que consideraba una misión absurda y, acaso, peligrosa. No demostró sus aprensiones a Magius ni a Kaz, en el convencimiento de que un soldado como Bennett se habría adentrado en aquellos despeñaderos dispuesto a combatir contra la mismísima Reina de los dragones, y él no podía ser menos. Nunca vencería del todo sus flaquezas, pero haría cuanto estuviera en su mano para conservar la dignidad.

Muy pronto fueron cercados por las imponentes montañas. Era como si aquellas moles les tendieran una trampa, como si se erigieran en fantásticas barreras prestas a cerrar filas y borrar de la faz de Krynn todo rastro de los minúsculos seres que osaban invadir su intimidad.

—El espectáculo de la naturaleza, sobre todo esta inmensidad, siempre me hace sentir como un insecto —comentó el minotauro.

—No me vengas con monsergas; lo que tienes delante de ti es una mera superposición de rocas —se mofó el mago, que se había colocado en cabeza—. Admito que al principio impresiona, pero no merece más consideración que cualquier guijarro de los páramos.

—Ésa comparación pone de relieve tu desconocimiento del terreno que pisas. Procura aguzar los sentidos, no vayan a sepultarte esos peñascos bajo su insignificancia.

Surgió un grito de las escabrosas profundidades. Fue una suerte de graznido áspero, como de ave rapaz, y los tres jinetes dieron una rápida y asustada ojeada en su entorno.

Al transcurrir los segundos sin que nada se materializara, Kaz consultó al hechicero.

—¿Qué ha sido eso? Nunca oí un sonido semejante.

Magius recobró la compostura, y con ella la arrogancia.

—Podría tratarse de un pájaro de gran tamaño —aventuró—, o incluso de un dragón. No me sorprendería que los reptiles voladores anidasen en parajes inaccesibles como éste.

—¡Ojalá la tuya sea una especulación sin fundamento!

Quien así se horrorizaba era Huma, inmerso en una alucinación poblada de enormes Dragones Rojos que se abalanzaban sobre el desventurado grupo. Quizás el encantador lograría contener temporalmente su embestida, pero ni el hombretoro ni él vivirían para contarlo. Una espada era del todo ineficaz contra un caparazón de recias escamas.

La trocha consistía en una continuada sucesión de desniveles, salientes y precarios recodos. Según Buoron, la habían desbrozado los enanos, ausentes de estas regiones desde hacía numerosos lustros, y era la única vía que proporcionaba a los viajeros una remota esperanza de salir al lado opuesto. Los caballeros atravesaban la zona lo menos posible, no tanto porque los espantara como porque sabían que incluso los escasos malhechores allí aposentados evitaban los azarosos riscos.

El viento, en su pertinaz vaivén, azotaba la capa del soldado tan brutalmente que éste se vio obligado a abrocharla de arriba abajo. El ulular de las glaciares ráfagas creaba disonancias fantasmales, similares a llamadas de fieras monstruosas e inverosímiles.

Magius seguía en cabeza, ya que era el único que tenía idea de hacia dónde se dirigía. Huma buscaba una cumbre cuya silueta coincidiera con la del tapiz, mientras que Kaz se limitaba a cabalgar y dejar que trabajasen los otros. Nada le interesaban los planes del mago. Sólo lo incitaría a la acción una amenaza contra su integridad o la del caballero; el bienestar del Túnica Roja no era de su incumbencia, podría haber muerto allí mismo sin que moviera un dedo.

Trazaron un meandro muy cerrado, uno de tantos… y se detuvieron bruscamente. El hechicero lanzó una retahíla de improperios. El hombretoro, en cambio, se carcajeó a pesar del ofensivo centelleo que despedían las pupilas de su desabrido acompañante.

El camino desaparecía a escasos centímetros de la curva, enterrado bajo toneladas de cantos pedregosos. El soldado alzó la vista y divisó de inmediato una resquebrajadura reciente en una de las laderas. Resultaba difícil calibrar cuánto poder se requería para provocar tamaño desprendimiento.

—¡No me dejaré engañar! —vociferó Magius, enderezándose sobre la silla y señalando con gesto recriminatorio los bloques que le obstruían el avance. Al cabo de unos segundos añadió, vuelto el rostro hacia sus amigos—: Un poco más atrás había una encrucijada de dos senderos divergentes. Retroceded y comprobad si alguno describe un rodeo en dirección a éste; yo mientras tanto estudiaré lo que puede hacerse aquí.

Al minotauro no le entusiasmó la perspectiva de ponerse a las órdenes del mago, pero Huma aplacó su furia. No era ésta una ocasión propicia para contrariar al temible encantador.

El practicante de la hechicería se abstrajo, tal como había resuelto, en la investigación de la avalancha, y los otros dos personajes tiraron de las riendas de los corceles para cumplir su encargo. Las sendas a las que había aludido el provisional jefe apenas estaban trilladas, una de ellas incluso se había desdibujado bajo la frágil maleza que configuraba la vegetación de altura.

El caballero se adjudicó la senda más enmarañada, y Kaz enfiló la otra. El soldado lo observó mientras se alejaba y, una vez que se hubo esfumado, desmontó. El terreno que había de explorar era traicionero, no quería arriesgar la vida de su caballo ni la suya, y optó por dejar atrás al animal. Si más adelante el camino se ensanchaba o alisaba, volvería sobre sus pasos y recogería su cabalgadura para adentrarse más entre las crestas.

A falta de machete, utilizó la espada para abrirse paso entre el follaje. Aunque las plantas eran quebradizas, crecían en tal profusión que despejar la ruta equivalía casi a traspasar gruesas balas de heno. Huma hubo de repartir estocadas a diestro y siniestro durante algunos minutos antes de hacer el menor progreso.

Una primera inspección le reveló una cuesta rocosa y pronunciada, de imposible acceso para un caballo y de lenta, tediosa andadura para un hombre a pie.

Ascendió fatigosamente; pero antes de coronar la loma, topó con una pendiente lateral, suave, que quedaba medio escondida entre los arbustos. Sonrió reconfortado, pues esta nueva desviación parecía seguir una trayectoria circular hasta desembocar en la senda bloqueada. Tras efectuar un minucioso reconocimiento, el joven concluyó que aquella trocha no sólo era transitable sino que los conduciría de manera más directa a los picos que buscaba Magius. Era, asimismo, un itinerario mucho menos castigado por los huracanes, lo que no dejaba de constituir un aliciente. El caballero giró sobre sus talones, emprendiendo el retorno a un ritmo más ligero. Estaba seguro de que Kaz ya había completado su reconocimiento, y dudaba de que el mago hubiera hallado el modo de sortear la avalancha. La alternativa que él iba a proponerles era la óptima, cuando no la única.

Llegó al enclave donde el ramal se internaba en la zona rocosa y abordó, a trompicones, esta última. Dobló un recodo y de pronto, como sucediera poco antes, quedó petrificado frente a una inexpugnable pared natural. «¿Qué diablos significa esto?», rezongó para sus adentros, enarcando una ceja. Pasó revista a la superficie de la formación, palpándola con la mano. Su realidad era innegable, así que debía de haberse equivocado en alguna etapa del recorrido.

Retrocedió y al fin se detuvo en la más perfecta perplejidad. No había ningún indicio de que se hubiera confundido: había tomado el buen camino desde el principio. Sin embargo, se diría que el muro se erguía en aquel emplazamiento desde los albores de la historia. Estaba cubierto de moho, y era patente el desgaste sufrido en sus extremos redondeados.

Desconcertado, Huma volvió a la intersección que había descubierto y se internó en ella, pese a estar persuadido de que no era la adecuada. A medida que avanzaba aumentó, no obstante, su confianza, ya que el trazado parecía acercarlo al punto de partida.

No duró su suerte. Cuando menos lo esperaba, el sendero se retorció sobre sí mismo para partir en sentido contrario. Unos segundos más tarde, el caballero se hallaba inmerso en un torbellino de curvas y contracurvas, tan mareante que advirtió que se le iba la cabeza e hizo una pausa. Estaba apartándose de su objetivo, de manera que farfulló un reniego y, de nuevo, retrocedió a fin de efectuar la enésima tentativa.

No se había desorientado tanto como para perder el norte. La senda, con sus huellas aún frescas, debería haber virado hacia la derecha y ahora lo hacía hacia la izquierda. Algo peculiar estaba sucediendo. Podía haber cometido un error en las anteriores ocasiones pero no en ésta, ya que había adoptado la medida de memorizar hasta los más ínfimos detalles.

Buoron y muchos otros le habían contado que eran escasos los viajeros que regresaban de estas montañas: ahora comprendía el motivo. Era como si las escarpaduras mismas cobrasen vida y se ensañaran con los incautos, si bien Huma sospechaba que aquel juego de espejismos era obra de una entidad racional. Pensó en Galán Dracos, mas por las noticias que de él tenía no era el estilo del renegado. A estas alturas el hechicero ya lo habría capturado, y el acorralamiento de que era objeto estaba destinado, o así lo intuía, a empujarlo hacia algún lugar. No, la magia que se desataba en su derredor servía a otros propósitos que los de su implacable perseguidor.

Con la espada desenvainada, el valeroso humano se internó en la única vía practicable. No detectó nada fuera de lo común, sólo peñascos, matorrales de espino y algún que otro pájaro de elegante vuelo.

De repente, el sendero se bifurcaba. El caballero examinó las dos vertientes, alertado por un indefinible instinto, quizás un sexto sentido, de que sólo tenía una opción. Restaba decidir cuál.

Caviló largo rato antes de oír un tamborileo a su espalda. Se giró con suma prontitud, enarbolando el acero para reducir sin piedad al ineludible ogro miembro de la Guardia Tenebrosa, y se congeló sobre sus pisadas. En vez de un fiero adversario distinguió una figura sentada, en plácida postura, sobre una roca plana.

El persistente ruido procedía de un bastón análogo al de Magius, que sostenía una mano enguantada en gris y apenas visible bajo la bocamanga de un sayo de idéntico color. Los ropajes, y una raída capucha, cubrían la mayor parte de la anatomía de un hombre. —Huma se aproximó para cercionarse— de tez tan cenicienta como su indumentaria.

El extraño se acarició la larga, también plateada barba, y dedicó al soldado una casi imperceptible sonrisa.

—¿Quién eres? —le interrogó el joven, deponiendo el arma, aunque no del todo.

—¿Quién eres tú? —replicó la sinfonía grisácea.

El luchador frunció el entrecejo, pero de momento optó por seguirle el juego.

—Me llamo Huma, guerrero y paladín de la Orden de la Corona.

—Es decir, un Caballero de Solamnia —recapituló el otro en tono monótono, y el cayado reanudó su regular golpeteo.

—He satisfecho tu curiosidad; justo es que tú también te presentes.

—¿Yo? —Esbozó el desconocido una nueva sonrisa, exhibiendo una dentadura ¡de tono plomizo!—. Yo soy, simplemente, un viajero errabundo.

—¿Eres el artífice de todo esto? —atacó el soldado sin rodeos, señalando con el índice hacia la región circundante.

—¿De las montañas? Por supuesto que no. Tengo entendido que brotaron de las entrañas de la tierra hace ya siglos.

—Me refería a los caminos que nacen y se desvanecen —se explicó Huma, irritado por la excéntrica conducta de aquel personaje.

—No estoy capacitado para desplazar masas pétreas. Es posible que padezcas alucinaciones a causa de la altitud.

Acomodado en su roca, el grisáceo embozado se fundía con el entorno. El caballero se percató de que, si desviaba la mirada un solo instante, tenía que fijarse mucho para volver a localizarlo. Era más que probable que ocupara ya su atalaya cuando él cruzó por allí minutos antes, y que le hubiera pasado inadvertido.

—¿Eres un mago? —perseveró el soldado en sus indagaciones.

—Una buena pregunta, muy intrigante.

Cesó momentáneamente la rítmica percusión de la vara, signo que de su portador meditaba; pero no tardó en renovarse.

—¿Y bien? —insistió Huma, esforzándose en no perder el control.

El plateado individuo recapacitó un poco más. Al fin, señaló con su cayado los dos caminos que habían sumido al caballero en la incertidumbre y declaró:

—Te enfrentas a un delicado dilema. Procura concentrarte y elegir bien; podrías ir a un sitio importante.

—¿Cuál de estos senderos seguirías tú?

El soldado contuvo el aliento, ignorante sobre si recibiría una respuesta coherente o una sinrazón. El otro, por su parte, consultó consigo mismo antes de emitir un veredicto.

—El de la izquierda ha resultado ser muy popular —insinuó, extendiendo su bastón en aquella dirección.

—Gracias.

Sin más diálogos, el caballero echó a andar hacia donde le sugería su argénteo, mimético oponente. Le urgía librarse de hombres grises, de laberintos fantasmagóricos que fluctuaban sin descanso y, en suma, abandonar el paraje.

—Claro que —agregó la detestable figura— otros han asegurado que la senda de la derecha era la correcta.

Huma se paralizó, volvió el rostro hacia el incalificable personaje y lo escrutó con frialdad.

—¿Cuál escogerías tú? —repitió su pregunta.

—Yo, por ahora, no voy a ninguna parte.

El joven examinó las dos opciones. Desde donde se alzaba, ambas trochas eran idénticas; no podía hacer su selección basándose en las apariencias. Determinó, por consiguiente, que debía obedecer a sus impulsos.

Con una firmeza que no era muy sincera, el soldado solámnico plantó sus pies en el camino de la derecha y se alejó por él. No miró atrás, a pesar de que el ruido acompasado de la vara lo incitaba a hacerlo. Sólo el comentario de despedida del otro humano lo obligó a aminorar la marcha.

—Una elección muy interesante.

Cesó el pertinaz tamborilear sobre la piedra, y en esta ocasión Huma no pudo refrenar la necesidad de girarse. La senda y el sujeto agrisado se habían desvanecido. En su lugar se alzaba un elevado y cortante pico.

* * *

El viajero anduvo varias horas por el retorcido camino. Observó que el sol se hallaba bajo en el cielo, lo que significaba que había estado separado de los otros a lo largo de casi toda una jornada. Llamarlos le había dado un resultado nulo.

La ventolera arreció. Huma se arropó en su holgada capa, atreviéndose a envainar la espada para ajustarse mejor la prenda. Trató de imaginar el frío que haría por la noche en aquellas desprotegidas cumbres, pero se recomendó a sí mismo no pensar en ello y descartó tales lucubraciones.

¿Dónde estaban Magius y Kaz? Esperaba que el minotauro y el mago no se matasen uno a otro ahora que él no se hallaba presente para pacificarlos.

Se revolvió su estómago en un retortijón de hambre, suscitando un vago complejo de culpabilidad. El ayuno era un rito purificador entre los caballeros, unas cuantas horas sin comer no deberían haberlo afectado.

En los matorrales de los lindes abundaban las bayas, mas unos experimentos previos lo habían convencido de que eran indigestas y acaso venenosas. No había visto evidencias de que hubiera vida animal, ni tampoco vibró en sus tímpanos más sonido que los esporádicos gritos de la criatura que se agazapaba en las honduras de las moles. Se trataba, quizá, de un enorme pájaro. ¿De qué se alimentaba en aquella desolación? ¿De los peregrinos que cazaba por sorpresa?

Cayó al fin el manto del crepúsculo, y Huma espió la penumbra en busca de una señal de Magius. Sin embargo, no se produjo ningún fenómeno luminoso ni acústico. El caballero continuaba en completa soledad cuando la noche alcanzó su plenitud.

Por un venturoso azar, la bóveda nocturna se iluminó con los fulgores de los astros. Las estrellitas se abrieron paso entre los cúmulos nubosos, lo que no habían conseguido los rayos de su predecesor diurno y, lo más estimulante del todo, Solinari se mostró en el apogeo de su cuarto creciente. El dios de los Túnicas Blancas custodiaba al mundo y, aunque Magius se había vestido de carmesí, el soldado confiaba en que también sobre él derramaría su influjo benigno.

Se detuvo para dormir, cansado y confundido, con la intención de proseguir en cuanto rayara el alba. Gateó bajo una repisa que se proyectaba en un pequeño desnivel y se abrigó entre los pliegues de la capa, dada la imposibilidad de encender una fogata. Había sobrevivido a avatares mayores, si bien las punzadas de sus tripas se obstinaron en acuciarlo incluso después de conciliar el sueño.

* * *

Huma rebulló, arrancado de su modorra por lo que se le antojó el batir de unas poderosas alas. Se asomó debajo de la pétrea techumbre de su refugio, pero no atisbo sino negrura y atribuyó el estrépito a un derrumbamiento de rocas o una ráfaga ventosa. No tardó más que unos segundos en entregarse de nuevo al reposo.

Desde un lejano crestón un par de ojos destellantes, sanguinolentos, acechaban sin verla a la desprevenida figura. Era un lobo espectral, encargado esta vez de vigilar y no de aniquilar. No obstante, el durmiente humano ofrecía una diana tentadora, y la aberración empezó a culebrear hacia él con los amarillos, infectados dientes al descubierto. Se preparó para saltar, pero una monstruosa zarpa desgarró el lomo del abominable ente y lo aplastó contra el suelo, tan a conciencia que destruyó su capacidad regenerativa. Ningún ruido perturbó la quietud reinante.

Huma volvió a agitarse, ahora sin ni siquiera despertar.

* * *

Amaneció y con el clarear lo asaltó la sensación de que no estaba solo.

El caballero inspeccionó la zona adyacente. Todo permanecía como la víspera salvo la temperatura, que se había caldeado un poco. El apetito aún lo azuzaba, pero había comenzado a dominarlo o, no debía otorgarse méritos inmerecidos, había superado el punto crítico y se había desganado.

Se arriesgó a vociferar los nombres de sus compañeros. La brisa era moderada, y el joven pensó que tenía la oportunidad de ser oído. Si al pedir socorro atraía a la criatura que tan singulares alaridos exhalaba ayer, la afrontaría.

No hubo contestación a sus invocaciones, ni de la pareja magominotauro ni del inefable animal, de manera que desistió del empeño y acometió el sendero donde lo dejara. Ni siquiera se molestó en marcar la ruta para volver sobre sus pisadas si surgía una contrariedad.

Grandes fueron su asombro y regocijo cuando percibió que la ruta se hacía más lisa y, por lo tanto, más accesible. Cesaron los enrevesados recodos, sustituyéndolos tramos rectos y bordeados, además, de arbustos cargados de bayas. Pertenecían estos vegetales a una especie diferente de las que abundaban en el trayecto anterior y, puesto que al probar sus frutos los encontró sabrosos, el viajero empezó a devorarlos a puñados. Era consciente de que había ponzoñas de efectos retardados, pero creyó reconocer las plantas y extrajo la conclusión de que quienquiera que hubiera creado la senda lo quería vivo, al menos de momento.

Avanzó largo rato, incluso llegó a preguntarse si aquella caminata se prolongaría hasta el infinito. Pero en el instante en que sufría los primeros síntomas de flaqueza, desembocó en una laguna de aguas transparentes rodeada por un jardín y una extensión de árboles frutales. Sediento como estaba, corrió a la orilla. El agua no podía ser insalubre con la exuberancia de vida que la circundaba, así que olvidó toda aprensión y, agachándose, recogió una cantidad en el pocillo de sus manos. El líquido salpicó su barbilla mientras bebía. Insaciable tras tantas horas de contención, se arrodilló y estiró el cuello a fin de sorber el revitalizador fluido directamente del estanque.

Una faz de dragón lo contemplaba desde las profundidades. Sobresaltado, el caballero se apartó de un brinco de la orilla en un gesto gratuito, pues, como podría haber imaginado, se trataba de un reflejo. Levantó la vista y, sin poder evitar que se desorbitasen sus ojos, se dijo que había alcanzado su destino.

Un monumental dragón de piedra, que lo sextuplicaba en estatura, flanqueaba el lago, y una simple ojeada le reveló al recién llegado que, en otro tiempo, aquella aterradora criatura había tenido una contrafigura en el lado opuesto. Del segundo reptil tan sólo aguantaban en pie el pedestal y una parte de la cabeza. Ambos habían sido esculpidos en mármol o un material semejante.

El que todavía se conservaba incólume representaba a un Dragón Plateado, mientras que el fragmento reproducía las características de un Dragón Dorado.

Huma bebió a placer y, una vez que hubo terminado, procedió a explorar el lugar. Reparó casi de inmediato en una entrada, semioculta por el tupido entramado de la vegetación, que había sido literalmente cavada en la pared montañosa. Se aproximó para estudiar el marco, en el que aparecían una serie de figuritas talladas en relieve y, en su mayor parte, erosionadas tras varias décadas de exposición a los rigores climáticos. Algunas de estas esculturas, que orlaban toda la abertura, se habían beneficiado de la protección que les brindaba el ramaje y aún eran identificables como formas delimitadas, aunque el caballero no supo discernir qué simbolizaban.

Retirando los colgantes emparrados, oteó el interior. Debería de haber reinado una total oscuridad, por lo que lo llenó de estupor vislumbrar unos tenues resplandores. Era como si alguien hubiera prendido antorchas con objeto de guiar sus pasos, una presunción que no dejó de desazonarlo.

Con un suspiro de resignación, el soldado solámnico cruzó el acceso al seno de la montaña. Había previsto que, debido a su semejanza con una gruta, el ambiente sería húmedo y un mantillo verdoso tapizaría los muros, pero contra todo pronóstico tuvo la impresión de haber penetrado en la sala de consejos del alcázar de Vingaard. El vestíbulo era cálido y seco, las paredes y el techo estaban exentos de rugosidades o brotes.

No fue corta la travesía del pasillo que partía de la cavidad inicial. Absorbida su atención por la oscilante luz del fondo, el intrépido humano lo recorrió sin plantearse la conveniencia de blandir su arma, lo que no hizo hasta el trecho final. El túnel se abría a una ancha estancia, sin duda núcleo de la corte de un gran rey o emperador en un pasado remoto. Poseía una desmesurada altura, ya que había sido construida aprovechando las oquedades naturales de una caverna. Los fulgores procedían, en efecto, de antorchas. ¿Quién podía haberlas encendido?

Se alineaban en las paredes sendas hileras de estatuas metálicas de caballeros, pertrechados y provistos de armaduras. Aunque estáticos, parecían alentados por un soplo misterioso. Se diría que eran centinelas a los que se les había ordenado dormir hasta que se requirieran sus servicios… o muertos vivientes con la función de eliminar a los intrusos que osaran penetrar en el recinto.

Huma se situó en el centro de la habitación, deseoso de evaluar el diseño de grandes proporciones que había labrado en el suelo. Lo que se desplegó ante sus ojos lo colmó de entusiasmo: a sus pies se dibujaba una de las encarnaciones de Paladine, el Dragón de Platino, delineado su sinuoso perímetro de un extremo a otro de la cueva y, si no erraba en su apreciación, trabajado en el noble material que su nombre reclamaba. El caballero quedó maravillado ante la intrincada filigrana.

Vagó su mirada hacia el único mueble que adornaba la gruta, un alto trono confeccionado con una madera de genuina belleza, portentoso en sus irradiaciones y dotado, al igual que otros de los ornamentos de la alcoba, de vida propia. En el reborde artesonado había incrustaciones de joyas, que cobraban asimismo un hálito vital al reverberar en ellas las llamas de las antorchas.

Un sobrecogimiento que desbordaba su voluntad se apoderó del soldado. Fue de un lado a otro de la cámara, paseando entre las armaduras, que, así lo observó en un segundo examen, incluían algunos de los diversos tipos que exhibieran los caballeros a lo largo de las generaciones. Hasta levantó más de una visera y comprobó, como cabía esperar, que los morriones estaban vacíos, salvo por el polvo de los siglos.

Mitigada la euforia de los primeros minutos, Huma hizo una pausa para elevar una plegaria de agradecimiento a Paladine por haberle permitido llegar tan lejos. También rogó al Triunvirato que cuidara de sus dos compañeros y limara sus diferencias, antes de arrodillarse, en última instancia, en actitud reverencial delante del trono.

Sin embargo, su vigilia fue interrumpida en el instante mismo de iniciarse. Un sordo retumbo, como el que se desprendería de un metal al golpear otro, resonó en uno de los sombríos corredores. El joven se enderezó de un ágil salto y pasó revista a la sala, intentando establecer el origen de aquel estruendo.

Murieron los diseminados ecos antes casi de que se levantara, por lo que sólo pudo especular sobre el pasadizo del que provenía. Recordó entonces haber oído algo parecido en el alcázar de Vingaard.

Era el atronador repiqueteo, aquí magnificado, que producían los forjadores al golpear con el martillo sobre el yunque para moldear en armas el acero candente.