14

Amistad y justicia

Su primer confidente fue Buoron.

—Has tenido suerte de que nadie se diera cuenta —le susurró el leal caballero cuando le contó su secreto—. Te quedaste con el labio colgando al identificarlo.

—Estaba anonadado —admitió Huma—. La última vez que vi a Kaz, él se alejaba hacia el norte y yo emprendía la ruta opuesta. Teníamos a nuestros talones a un nutrido batallón de perseguidores. Al parecer yo era el trofeo más codiciado, pues fue a mí a quien rastrearon.

—Pagaron cara su osadía —bromeó su interlocutor, aunque su chanza estaba teñida de admiración.

En efecto, su nuevo colega le había relatado sus peripecias sin adornarlas en ningún sentido y Buoron, que vivía inmerso en la rutina, se impresionó mucho.

—Me sorprende que el minotauro esté en la región, y todo indica que llegó al menos un par de días antes que yo. Supongo que debió desviarse hacia el sur sin perder un instante, pero no me encontró. Después de separarnos, hube de prescindir de mi caballo con la esperanza de despistar a la Guardia Tenebrosa y continué viaje a pie durante algún tiempo. Sea como fuere, tiene que haber cabalgado hasta reventar a su animal para recorrer un trayecto tan largo en sólo unas jornadas.

—¿Conocía tu destino?

—Sólo en general, no entré en especificaciones —recordó Huma tras hondas meditaciones. El pasado inmediato, al evocarlo, se le antojaba remoto—. En cualquier caso, sabía lo bastante para encaminarse al suroeste.

Atusándose la barba, su oyente ojeó la jaula desde la ventana. Kaz estaba sentado en un rincón, sumido en un estado de ira taciturna.

—Existen múltiples itinerarios que un guerrero experimentado puede tomar para no ser detectado. Sin duda tu amigo descubrió la existencia de esta plaza y presumió que te detendrías aquí; incluso es posible que creyera que era tu objetivo.

El otro caballero halló sensatas tales conjeturas, y las ratificó.

—Le mencioné que quería reunirme con mi ejército; quizá razonó que vendría a este puesto al no poder regresar a Solamnia.

—O… —apuntó Buoron, y titubeó—. O es un espía, tal como se rumorea, y siempre abrigó la intención de vigilarnos.

—No.

Huma navegaba últimamente en un mar de incertidumbres, pero la fidelidad del hombretoro estaba por encima de toda sospecha.

—Te costará trabajo convencer a los otros. Un minotauro es, por principio, un enemigo. Lo interrogarán y, le sonsaquen o no algún dato esclarecedor, acabarán ajusticiándolo.

—¿Por qué? No ha hecho más que defenderse.

—¿Acaso estás sordo? —reprendió al compungido joven su hermano de Orden, con una nota acerba en su voz—. Pertenece a una raza hostil, no precisan otros motivos.

—Tengo que hablar con Taggin —resolvió Huma, que no paraba de ir y venir por la estancia.

—Pues hazlo sin tardanza. Hoy mismo celebrarán la primera sesión, después de las vigilias matutinas.

—¿Está ahora en su despacho?

—No lo creo. Siendo un Caballero de la Rosa, debe de estar consagrado a sus plegarias cotidianas. No suele posponerlas. Si se ha retrasado en su recogimiento ha sido debido al retorno de los cazadores. Y, hablando de oraciones, ¿has aligerado tu espíritu en las últimas semanas?

—No, no lo he hecho —se entristeció el soldado visitante, tanto que cesó en su deambular y su tez palideció—. Merecería que Paladine me volviera la espalda para siempre.

—Nuestro dios es demasiado magnánimo para condenarte por tan pequeña negligencia —aleccionó Buoron a su compañero—. Vamos, sígueme.

* * *

Taggin no pudo conceder audiencia a Huma después de sus rezos, ya que estaba ocupado conferenciando con sus segundos y el oficial de la patrulla. El joven hubo de resistir, a sabiendas de que si exigía verlo, no haría sino menguar sus posibilidades de persuadirlo de la inocencia de Kaz.

En vista de que Taggin y la plana mayor se hallaban atareados, el soldado solámnico hizo acopio de valor y fue a visitar al minotauro. Habría sido una indignidad ignorarlo, traicionando así su amistad; el habitante de los confines orientales siempre fue honrado respecto a él.

El lugar de confinamiento del hombretoro era una jaula análoga a las que usaban los feriantes para transportar a sus animales exóticos, consistente en un departamento metálico provisto de barrotes, una puerta y una yacija de hierba y paja apelotonada. Aunque disponía de espacio, el gigante no caminaba de un lado a otro, sino que se había acuclillado en una incómoda postura y contemplaba, entre abstraído y rencoroso, la carne y la mezcla de cereales que sus celadores depositaron poco antes en el comedero. No era un plato de aspecto apetitoso, y Huma temía que el sabor correspondiera a la presentación.

Guardaban el recinto dos caballeros, que interceptaron el paso a su compañero de hermandad.

—¿Puedo hacer unas preguntas al prisionero?

—Ésa tarea compete en exclusiva al comandante. Cualquiera que lo desee, sin embargo, podrá asistir al interrogatorio.

—¿Me autorizáis al menos a hablar con él?

Los dos centinelas se consultaron mutuamente con la mirada, sin acertar a entender por que un miembro de su Orden se obstinaba en dar conversación a un minotauro. Al rato, el que había interpuesto la primera negativa replicó:

—Lo lamento. Está prohibida toda comunicación con el reo, a menos que Taggin ordene lo contrario.

Mientras discutían, el ensimismado Kaz había oído las voces. Su reacción fue lenta, ya que al no estar alerta en el momento no diferenció los timbres, pero cuando tomó conciencia de que el solicitante era su compañero se puso en pie y vociferó, aferrando los barrotes:

—¡Huma!

Los dos guardianes dieron un respingo, y el que parecía ostentar un rango superior se volvió y descargó un puñetazo contra los hierros, aunque, eso sí, a prudencial distancia del cautivo para que éste no le agarrase la muñeca.

—¡Cállate, Bestia! Tendrás ocasión de manifestarte delante de tus jueces.

—Me equivoqué al suponer que los Caballeros de Solamnia eran una casta honorable —se soliviantó Kaz—; he comprobado que son muchos los que se jactan y pocos los virtuosos. —Estiró acto seguido su nervudo brazo, abierta la mano en ademán suplicante, y gimió—: ¡Huma, sácame de mi encierro!

Los hombres allí apostados, que habían pasado del pasmo al recelo, sometieron al joven caballero a un estrecho escrutinio.

—Es evidente que te conoce bien. ¿Cómo es eso?

—Coincidimos en el bosque, en circunstancias que ahora no vienen a cuento, y viajamos juntos. No es uno de los abyectos esclavos de la Reina de los Dragones, sino una criatura libre y mi amigo personal.

—¿Amigo? —repitieron a coro ambos soldados, olvidada la suspicacia en favor de la incredulidad.

En su derredor había empezado a formarse un círculo de curiosos, atraídos por el alboroto.

—Opino, Caleb —sugirió el centinela más discreto a su superior—, que deberíamos notificar a Taggin lo que está sucediendo.

—No seré yo quien lo interrumpa ahora —replicó el llamado Caleb, un individuo alto y orondo, de mirada asesina. Señalando a Huma, añadió:

»Si obedeciera a mis impulsos, te denunciaría como traidor por asociarte con magos y minotauros. Pero puesto que no carezco de sentido común, me limitaré a tildarte de atolondrado y a recomendarte que, si te empecinas en tu objetivo de ayudar a esta criatura, pidas permiso al comandante. Si pudiera hacer las cosas a mi manera, te tendría aislado y bajo custodia hasta que se iniciara la investigación.

Hubo murmullos de aquiescencia en el cerco de hombres. El joven caballero recapacitó, disgustado, que de ser un visitante respetado había pasado a convertirse, en cuestión de segundos, en una especie de delincuente.

—¿Qué significa este tumulto?

Todo el mundo, incluido Kaz, se paralizó al resonar aquella voz en la plaza. Era la del veterano Taggin, quien se personó ataviado con la armadura de gala y parecía haberse quitado veinte años de encima. En aquel momento era la viva estampa de la autoridad.

—Más que como soldados, en estas últimas jornadas os comportáis como una turba indisciplinada. No va a quedarme otro remedio que introducir algunos cambios —amonestó a la audiencia con aire severo. A Huma le dijo:

»He sido informado de que conoces al minotauro. Dentro de media hora, procederemos a confrontar los hechos; espero que te halles presente y expongas pruebas y argumentos en su descargo. ¿De acuerdo?

—Sí, señor —acató el joven la voluntad del comandante.

Estudió acto seguido a Buoron, y se apercibió de que era él quien había ido en busca de Taggin.

—En cuanto a vosotros —continuó éste, vuelto hacia los centinelas—, no olvidéis tan fácilmente los dogmas fundamentales por los que se rige esta hermandad. Confío en que ambos aprenderéis algo provechoso del incidente.

El Caballero de la Rosa no aguardó respuesta, sino que pasó por el lado de los avergonzados guardianes y se dirigió a la jaula. Kaz se plantó en postura desafiante, pero no consiguió arredrar al curtido mandatario.

—Me complace anunciarte, hombre-toro, que las normas de nuestra Orden son imperturbables. Tendrás una causa imparcial, en la que podrás explicarte y corroborar la impresión favorable que de ti ha dado este caballero. Prometo escucharte sin prejuicios de ninguna clase.

El minotauro contestó mediante un amago de asentimiento, y el oficial, satisfecho de su arenga, dio media vuelta y se alejó hacia su cuartel general.

—Nunca dejará de asombrarme tu increíble habilidad para ser el centro de atención, Huma.

Buoron, que era quien había hablado, y su ahora inseparable compañero, entraron mientras así departían en el pabellón comunitario. Ambos examinaron a Magius, quien cubierto con el apabullante esplendor de su túnica carmesí, se encontraba en el extremo opuesto. Huma no podía asimilar la transformación de su amigo de la infancia. ¿Había vuelto a abrazar la Orden de Lunitari, o se trataba tan sólo de una de sus extravagancias?

—El hechicero regresa al universo de los vivos —observó, con una amabilidad cortés pero decididamente mordaz, el soldado de la barba.

—Debo quejarme, Huma, de tus gustos. Además de desfilar con orgullo embutido en placas metálicas, lo que ya es bastante ridículo, trabas amistades aborrecibles. Salvo yo, por supuesto —contraatacó el mago.

—¡Eres tan interesante cuando mantienes la boca cerrada! Me apasionan tus silencios —se mofó el luchador, en el fondo encolerizado.

En lugar de sentirse agraviado, Magius ignoró la pulla.

—Según parece, esta vez el minotauro se ha metido en un buen embrollo. No tenemos tiempo para auxiliarlo. Si no hubiera necesitado tanto descansar, habría insistido en partir anoche.

—No irás a ningún sitio si Taggin no lo aprueba —le opuso Buoron, animado su rostro por una maliciosa sonrisa.

—¿Eso crees?

—Al menos, no conmigo —se solidarizó el otro viajero con su colega de hermandad—. Y en lo que a mí respecta, no saldré de aquí sin Kaz.

—Habéis ganado, me resignaré. Espero que la vista no se prolongue demasiado, a menudo son interminables y aburridas.

—Huma, ¿de verdad profesas algún afecto a este engendro?

Al soldado del puesto solámnico lo exasperaba aquella impasibilidad frente a la desgracia ajena, aunque fuera la de un hombretoro.

—Tienes razón, no sé por qué lo soporto. Quizás es que todavía abrigo la esperanza de detectar un atisbo del viejo Magius debajo de esa máscara.

Cosa insólita, el encantador no dio con una réplica digna de su sagacidad. Tan sólo miró de hito en hito a Huma y a su valioso Bastón de mago.

—¿Vendrás conmigo?

—¿Al tribunal? —se escandalizó el hechicero—. No es conveniente, podrían tomar la decisión de juzgarme también a mí. Es preferible que me quede al margen hasta que se dicte sentencia.

Huma suspiró, aunque ni siquiera él pudo aquilatar si fue una demostración de alivio o de ansiedad.

* * *

A diferencia de las causas formales que se desarrollaban en el alcázar de Vingaard, las sesiones de la plaza fuerte fueron rápidas, directas y sin complicaciones. Se interrogó a Kaz sobre sus actividades de los últimos seis meses. Su crimen contra sus anteriores amos y el siguiente encuentro con Huma fueron revisados en todos sus pormenores, a conciencia, pues Taggin pretendía propiciar un desliz cualquiera que delatara al inculpado.

En el curso de la investigación, y de forma marginal, salieron a la luz facetas ignotas del pasado del hombretoro. Procedía de un linaje de héroes, venerados en su clan a lo largo de varias generaciones. Incluso le habían impuesto el nombre de uno de sus remotos ancestros, un poderoso guerrero que gobernó los destinos de su raza durante veintitrés años antes de que lo derrotasen en un torneo.

Kaz, no obstante, se crio en una época en que ningún adalid conducía a los minotauros. Como Huma ya había averiguado, quienes controlaban a la comunidad eran a su vez títeres de los oficiales de la Reina de los Dragones. Cada sujeto, varón o hembra, era alistado en las filas de los ejércitos de la soberana en cuanto alcanzaba la edad de combatir, mas las levas se distribuían estratégicamente para que nunca se reuniera una cantidad de esclavos susceptible de crear una atmósfera de rebelión. Los congéneres del ahora prisionero eran castigados con gran crueldad por las más ínfimas transgresiones.

El gigantesco reo admitió que, en un principio, había intervenido en el conflicto con todo su entusiasmo. Luchar era un instinto espontáneo en él, algo inherente a su naturaleza. Pero poco a poco se fue sensibilizando frente a las atroces matanzas que se perpetraban en aquel enfrentamiento. No había honor en muchas de las acciones que lo obligaban a acometer; los ogros no hacían distinciones entre batallones y pueblos inermes, destruyendo sin miramientos a todo el que se interponía en su camino.

Describió por fin el episodio que hizo de él un desertor, y que definió «ajusticiamiento de un capitán carnicero». Durante unos minutos, los caballeros presentes se pusieron incondicionalmente a su lado.

El relato del derrumbamiento del frente solámnico y el caos ulterior suscitó, muy poco después, la cólera renovada de los mismos oyentes que habían aplaudido su hazaña contra el ogro. En medio de una acalorada controversia, Kaz logró narrar los acontecimientos acaecidos en la ciudadela de Magius y la huida que lo forzó a separarse de Huma.

Restablecida la calma por orden del dignatario, se llegó al punto culminante del juicio. En efecto, cuando el minotauro, en respuesta a una pregunta malintencionada, evocó la breve pero sangrienta refriega de Huma contra el Señor de la Guerra, la marea de la simpatía volvió a fluir hacia el soldado. Todos cuantos habían censurado sus peculiares alianzas personales depositaron en él un respeto mayor que el que antes les inspirase.

Terminada la alocución de Kaz, le tocó el turno a su defensor humano. El caballero no teorizó, se contentó con hablar sucintamente a la asamblea de los actos de valentía y justicia que había realizado el minotauro. La única licencia oratoria que se permitió fue hacer hincapié en que el concepto del honor estaba tan arraigado en el acusado como en su hermandad.

El comandante Taggin parecía extenuado cuando terminaron los alegatos. Poniéndose en pie frente al hombretoro, que estaba atado y vigilado, el veterano tomó aliento y sentenció:

—El minotauro Kaz ha colaborado de todas las maneras posibles. Nos ha revelado cuanto deseábamos saber acerca de las fuerzas de la Reina Oscura, sus tácticas y conspiraciones, y sus palabras han sido confirmadas por Huma, Caballero de la Corona. Es pues de razón que tenga una muerte honorable.

El condenado resopló iracundo y empezó a forcejear para romper sus ligaduras. También Huma se incorporó soliviantado, pero Buoron oprimió su hombro con la palma abierta y lo obligó a sentarse de nuevo.

—En este caso existe otra posibilidad —continuó Taggin—. Paladine es el dios de la probidad y la sapiencia; inmolarle al reo constituiría la farsa más grotesca en la que podríamos incurrir. Por consiguiente, lo pongo bajo la capacitada custodia del caballero Huma, siempre que éste, como es de ley, se comprometa a controlarlo en todo instante.

Los asistentes prorrumpieron en una ovación. Las opiniones sobre el joven soldado habían sufrido un vuelco sumamente positivo. Ahora gozaba entre sus colegas de un prestigio casi tan grande como el que le habían otorgado los ergothianos.

—Desatad al minotauro.

Caleb obedeció, aunque a regañadientes. El cautivo le dedicó una mueca ominosa mientras deshacía los últimos nudos y a continuación se abrió paso entre el gentío. Luego, deteniéndose junto a su compañero de aventuras, lo alzó en volandas con un grito de alegría.

—¡Temí no volver a verte, amigo Huma! Me alegro de haber refrenado mis arrebatos temperamentales, un esfuerzo fruto del respeto que siento por ti, y también de haber virado enseguida hacia el sur cuando nos dividimos. Se me ocurrió que quizá tú habías ido a buscarme hacia el norte y nos habíamos cruzado.

—Sólo pude rezar para que te salvaras —repuso el caballero, ruborizándose—. Mi ruta discurría hacia estas latitudes, y tenía que seguirla aunque no quisiera. Magius…

—Sí, no me pasó inadvertido con qué ojos me espiaba ese mago engendrado por los dragones —se anticipó Kaz a su interlocutor—. Estaba dispuesto a sacrificarme para no demorarse. Su expresión satisfecha me desquició tanto que incluso acaricié la idea de ensayar una fuga suicida.

El minotauro estalló en carcajadas, sin que Huma comprendiera el motivo. En aquel momento, Taggin se aclaró la garganta y el soldado se apresuró a arrastrar al gigante hacia él.

—Deja, paladín de la Rosa, que te presente a mi buen compañero Kaz…

—Descendiente de una estirpe que ha producido más de una docena de héroes de mi raza —le tomó la palabra el hombre-toro.

La genealogía no contaba tanto en los dominios de los minotauros como entre los pretendidamente aristocráticos Caballeros de Solamnia, si bien una cepa que daba varios campeones merecía la admiración de sus congéneres. Para la hermandad, Kaz era vástago de una estirpe de nobles.

—Cuando se hayan ido todos —susurró el comandante a los dos amigos—, sostendremos una conversación privada. He mandado aviso al mago.

La sala no tardó en vaciarse, y un mero gesto del mandatario bastó para que Buoron también se despidiera. Ya en la intimidad, el minotauro invitó a Taggin a explayarse. Éste, sin embargo, rehusó despegar los labios hasta que llegara Magius.

Con palpable recelo, el hechicero se adentró en la estancia. El resentido coloso tensó los músculos, inyectados los ojos en sangre, y Huma se preparó para interferirse si atacaba. Por fortuna, Kaz se contuvo y Magius fingió no haber reparado en la maciza figura.

—He decidido atender a tu requerimiento y venir, caballero Taggin.

—Me aturde tanta cortesía. —El veterano no estaba de humor para ocultar su animosidad hacia el mago, y recurrió al sarcasmo, como antes hizo Buoron—. Yo también he tomado una determinación: no sólo os autorizaré a proseguir vuestro viaje, incluso os proporcionaré una escolta.

—Eres el colmo de la gentileza —se burló ahora el encantador—, pero no nos hace falta protección. Huma y yo nos bastamos.

—No tan deprisa, chacal —le espetó, con franca animadversión, el minotauro—. Yo os acompañaré, con tropas o sin ellas.

Taggin levantó la mano para imponer silencio, y concretó:

—No tienes otro remedio que aceptar esa escolta, la enviaré de todos modos. No es una deferencia por mi parte, sino una exigencia a cambio de permitirte que reanudes tu…, tu misión.

—Fue una lástima no hacerte jurar que guardarías el secreto —reprendió el hechicero a Huma, enrojecido el semblante—. Veo que tienes la lengua suelta.

El soldado se crispó tanto que se le erizó el cabello; pero renunció a desahogarse y regalar los oídos de Magius con una protesta pueril. Entretanto, el máximo responsable del puesto se aproximó al personaje arcano hasta que sus rostros no distaron más de un palmo.

—Partiréis mañana al alba, ni un minuto antes ni un minuto después. Si concibes algún plan maquiavélico para escapar, te aconsejo que te ahorres la molestia, porque te garantizo que te encontraremos y encerraremos. Somos capaces de retener a un mago, puedes estar seguro de ello.

—De acuerdo; ya que no hay opción, me avengo a tus condiciones.

Huma se regocijó, no tanto de la capitulación como del hecho de que hubiera sido el hechicero quien retrocediera frente a su rival.

—¿Ése amasijo de pelo ha de formar parte de la comitiva? —inquirió Magius, ahora encarándose con su viejo amigo y señalando a Kaz.

—Sin apelaciones.

El minotauro subrayó la respuesta del caballero con un gruñido que puso de relieve sus ristras dentales.

—Sea, nos iremos por la mañana. ¿Eso es todo? —indagó el encantador, fija la vista en Taggin.

—No. Tengo entendido que todo tu proyecto se basa en un sueño.

—La Prueba no es un sueño —lo corrigió el mago con una sonrisa que se quería triste—, sino una «pesadilla real». Yo me propongo alterar el desenlace.

—No se lo has contado todo a tu compañero de adolescencia, ¿verdad, Magius?

Apoyando su increpación, el dignatario clavó en su oponente una mirada taladradora.

Las pupilas de Huma se dilataron, y su estupor fue en aumento al hacerse patente la reticencia del hechicero a contestar.

—No —reconoció al fin, girándose de modo abrupto hacia la puerta—. Lo haré a su debido tiempo.

Sin que mediaran más intercambios, desapareció tras el umbral y dejó a los otros tres sumidos en un incómodo mutismo. Fue Taggin quien lo rompió para musitar:

—Vigílalo, Huma. No sólo por nuestro bien, también por el suyo.

El caballero asintió con la cabeza. ¿Cómo podía tener fe en Magius a pesar de su imperdonable proceder?

* * *

El hombre se erguía en la cumbre más alta. Tenía la visera echada, por lo que era imposible identificarlo, pero portaba la armadura de un guerrero y, en el pectoral, el símbolo de la Rosa. Sostenía una magnífica espada, que parecía ofrecer a Huma.

Éste último avanzó por despeñaderos y barrancos, resbalando en decenas de ocasiones, pero recuperando siempre el equilibrio antes de precipitarse. Aunque estaba cerca de la cúspide, el otro caballero no lo socorrió. Sin inmutarse, la extraña figura mantuvo el arma alta y un poco adelantada. Coronó el soldado su penoso ascenso y recogió el pertrecho que le tendían. Era una espada muy hermosa, una auténtica antigüedad. El nuevo propietario hendió el aire tres veces, observado por aquel ser que se empeñaba en no perder el anonimato.

Huma agradeció a su hermano de Orden tan generosa dádiva e indagó sobre su identidad. Al no decirle el otro su nombre, el soldado se impacientó y, acercándose, levantó la visera.

Nunca dilucidaría qué vio, pues quebró el ambiente un aullido y el luchador solámnico se incorporó en el lecho, interrumpido su sueño.

* * *

Taggin hizo acto de presencia para cerciorarse de que no surgirían imprevistos. Espió particularmente a Magius, sus gestos y actitudes, pero el hechicero se condujo con absoluta corrección.

Llegó la escolta, formada por voluntarios, y Huma se alegro al descubrir a Buoron entre ellos.

Cuando la tropa hubo montado, el soldado de la barba dio la consabida señal para que abrieran las puertas. Todos, excepción hecha de Magius y Kaz, dirigieron un marcial saludo al comandante cuando desfilaron frente a él. Taggin no había parlamentado con Huma aquella mañana, aunque al despedirlo movió la mano como significándole su plena confianza en el éxito de la empresa.

La ruta seleccionada discurría por campo abierto a lo largo de todo el periplo, facilitándoles una panorámica de la cadena montañosa que cobraría nitidez a medida que se redujera la distancia. Los separaban varias jornadas de su objetivo. El joven caballero ignoraba qué pico buscaba Magius y qué esperaba encontrar, pero era obvio que no le sonsacaría la verdad. El mago se envolvió en un callado aislamiento, prendidos sus ojos de las escarpaduras desde el instante en que dejaron la plaza y oteando los perfiles rocosos como si de ellos dependiera su vida… lo que acaso no estaba tan lejos de la realidad.

De haber mirado atrás en algún momento, Huma quizás habría avistado la forma huidiza que los acechaba desde todos los refugios tras los que podía parapetarse. No le importaba que lo bañase la luz diurna, pese a ser perjudicial para su especie, ya que aquella criatura se tenía a sí misma por una simple prolongación de su amo. Había realizado un largo viaje a fin de prestar sus sentidos a aquel que gobernaba su existencia, y en su honor sufriría el suplicio de la luminosidad, hiriente incluso bajo el perpetuo tamiz de las nubes.

Dondequiera que fuesen el caballero y el encantador, el lobo espectral los seguiría.